Homilía del padre Carlos Padilla - 8 de mayo de 2022
Domingo 8 de mayo de 2022 | Carlos PadillaIV Domingo de Pascua. El buen Pastor
Hechos de los apóstoles 13, 14. 43—52; Apocalipsis 7, 9. 14b-17; Juan 10, 27-30
«Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano»
8 mayo 2022 P. Carlos Padilla Esteban
«La única opinión que me tiene que importar es la que tiene Dios sobre mí. La única mirada que importa es la suya porque Él ve siempre mi corazón y me ama»
Los miedos son parte de la vida. Hay épocas en las que aumentan. Otras en las que disminuyen. Pero siempre hay ciertos miedos ineludibles. Tengo miedo al fracaso. Porque emprendo sueños y proyectos y no quiero fracasar. Quiero que me salgan bien las cosas, la vida misma. Los amores y los trabajos. Quiero que mis anhelos queden satisfechos. ¿Y si no consigo lo que más deseo? ¿Y si las decisiones que tomo al final no sirven para nada? Y si aquello por lo que me esfuerzo no lo consigo después de mucha lucha. Me da miedo fallar, no alcanzar la cima, caer derrotado antes de tiempo. Es humano ese miedo mío al fracaso, a la derrota. El esfuerzo que no obtiene recompensa. ¿Cómo puedo encontrar la paz en medio de mis miedos? Jesús me dice que confíe. Y lo sé, sin confiar no lograré nada. No debo tenerle miedo al fracaso. Porque de ahí se sale, fallando aprendo a vivir. Maduro, crezco, avanzo, no retrocedo. Me asusta la derrota, pero es una oportunidad para crecer, para ser más hombre, más fuerte, más hondo. Cometer errores es habitual. Pero no es eso lo que me define. Lo que me hace diferente es la forma que tengo de reaccionar ante ellos y enmendar lo que he hecho mal. Hacerlo todo bien no es posible. Partiendo de esa base y aceptando mi debilidad, todo lo demás vendrá solo. Aprenderé a madurar y a mejorar en el siguiente intento. Hay otros miedos que tienen que ver con lo que no sé del futuro. No sé nada. Sólo controlo el momento de ahora. En este instante las cosas son como son y están donde están. ¿Estarán mañana en el mismo lugar? Temo que no estén aquellos a los que amo. Que partan, que mueran, que dejen de amarme por arte de magia. Me pongo inseguro. ¿Estará todo mañana igual que hoy? Cuando uno es niño piensa que el presente es eterno. Con el tiempo llegan las primeras desilusiones. Entonces dudo del mañana. Me asusta su fragilidad. No puedo controlarlo ni dominarlo. Tiene una fuerza propia y no sé cómo lo podré solucionar. No tiene arreglo. Entonces vivo con miedo a perder y vivir así no es sano. Jesús me vuelve a decir que confíe. Que lo entregue. Que me abandone. Y me quedan grandes todas esas palabras que superan mi voluntad. No quiero soltar, deseo retener. No quiero perder, anhelo conservar todo lo que amo. ¿Cómo lo hago para vivir sin miedo? Pido la paz de esa santa indiferencia. La del santo que se sabe en manos de Dios y confía. Nada malo puede ocurrir. Y si ocurre no pasa nada, es parte de la vida. Si pierdo lo que ahora amo tendré que volver a levantarme. Haré el duelo en mi alma. Cerraré cuentas pendientes, lo que aún esté abierto. Sonreiré en medio de las lágrimas. Ese miedo al futuro siempre me acompañará. Pero no quiero que me haga perder la paz del corazón. Esa paz que Jesús me da al acercarse a mí y mirar que estoy inquieto. Quiero paz, quiero descansar en su regazo. Hay otros miedos que me bloquean y no me dejan vivir con libertad. Miedo a la opinión de los demás. Miedo a que me juzguen y condenen. Miedo a hacer el ridículo. Esos miedos me paralizan. Hacen que mida mis palabras. No quiero que ser rían de mí, y me condenen. Dejo de ser quien soy para agradar a otros. Digo lo que ellos quieren oír. Soy como ellos desean que yo sea. Temo sus reacciones, sus opiniones, sus risas. No quiero que me ataquen con sus palabras, con sus desprecios. Y mi miedo me hace vivir encerrado dentro de mí. Tengo miedo a esa muerte de mi fama, de mi imagen. Prefiero adaptarme y fingir que soy distinto. Adopto sus gustos, me hago con su acento. Me camuflo entre la masa para no ser el que soy. Siendo distinto tal vez me acepten y me quieran. Se me olvida que la única opinión que me tiene que importar es la que tiene Dios sobre mí. La única mirada que importa es la suya porque Él ve siempre mi corazón y me ama. Ese miedo al rechazo me mata por dentro, acaba con mi alegría. Porque la verdadera alegría es ser feliz con mi vida como es. No quiero adaptarme a los demás para que me acepten. Me niego a ser como ellos. Pero ese miedo me persigue. ¿Cómo lo aparto de mí? Le pido la libertad interior a Jesús. Para ser libre ante los demás. Para no esconderme. Para no tener que fingir. Muchos me condenarán. Algunos me juzgarán. A otros agradaré. Pero no mido mi felicidad de acuerdo con la aceptación de los demás. Eso me hará ser infeliz demasiadas veces.
Siempre le pido a Dios que aumente mi fe. Que la esperanza no flaquee, que los miedos no se impongan, que mis egoísmos no me venzan y la desidia no me deje bloqueado sin hacer nada por los demás. Quiero una fe en aquello que no veo. La confianza en un futuro que haga realidad todas las promesas de ese Dios que me ama más allá de mis límites. Quiero descubrir el sol oculto en medio de los dolores de los hombres. Y la esperanza en medio de gritos de dolor. Y ser yo causa de alegría para los que me rodean. ¿Qué quieres de mí? Le pregunto a Dios cada mañana. Convencido de que tiene un plan que yo no imagino. Un plan sencillo, oculto, sin palabras. Una forma de entender las cosas más allá de mi forma limitada de entender el misterio. Porque ante lo que no comprendo sólo cabe la admiración, el asombro y la sorpresa. Las preguntas sin respuesta siempre me van a acompañar. Escribe el filósofo Javier Barraca: «Me admira profundamente la vitalidad de tu asombro ante lo real, que es lo que activa todo afán de pensar –Platón y Aristóteles señalaron a la admiración como inicio del filosofar-». El asombro es el inicio de mi búsqueda de respuestas. Puedo vivir engañándome con respuestas que el mundo me da. Respuestas fáciles y rápidas que me dejan envuelto en el desconcierto, perdido en mis búsquedas. No pretendo adaptarme a la forma de pensar de todos. Y ser uno más en un mar revuelto, confundido, sin luz, sin pasión por descubrir la verdad. Asumiendo los tópicos como una forma de calmar la sed de infinito que no me deja tranquilo. No quiero conformarme con las respuestas que recibo. Sigo buscando entre las sombras con la luz de la fe. Camino como un náufrago en busca de un paraíso con el que sueño y una paz que deseo. Sé que la libertad me la da la sencillez del buscador que no se deja intimidar por las amenazas de los que no quieren más preguntas y se aferran a las respuestas dadas como pilares sólidos para su estabilidad. No me da miedo moverme al ritmo de las olas. No me asustan las tormentas y las dudas que habitan en el fondo de mi alma. No me intimida el miedo de encontrar respuestas que me superen, me desborden y me agoten. Seguiré buscando el rostro de ese Dios que me ama en todo lo que me pasa. En lo bueno y en lo malo. En la luz del día cuando todo parece fácil y en medio de la noche cuando deambulo cansado esperando amaneceres. No le tengo miedo al juicio, al pensamiento, a la verdad escrita con letras de oro dentro de mi alma. No me asustan los cuestionamientos de los que no entienden ni aceptan. No me importa que no crean todo sin cuestionarlo. Lo que me importa es detenerme asombrado ante esta vida que no es tan sencilla. Ante la eternidad que se dibuja como una realidad en mi corazón al que no le bastan respuestas simples y no le sirve el mandamiento de creer sin preguntar. La búsqueda de toda la vida será la del hombre que ansía un Dios que lo ame y se lo demuestre cada día. Decía el Papa Francisco: «Fijemos la mirada del corazón en el Misterio pascual y nos convirtamos a un diálogo abierto y sincero con el Señor». Quiero detenerme ante el misterio que no entiendo con mis preguntas. Y entrar en un diálogo con Jesús. Él calmará mis ansias. Detendrá mis obsesiones. Me hace daño obsesionarme con las cosas. Me esclaviza atarme de forma enfermiza a aquello que amo. Hay amores enfermos que retienen, que esclavizan y atan queriendo amar mucho. Pero no todo lo que llamo amor es un amor verdadero. El amor de Dios me libera, no me esclaviza. Me eleva y sana, no me enferma y hiere. Las obsesiones no son buenas. El misterio me devuelve la imagen confusa de lo que sueño. Pero no quiero confundir la parte por el todo. Aquí en la tierra no poseeré el todo en plenitud. No tendré el cielo en mis manos. No podré retener el amor del presente para que sea infinito. Es sólo un reflejo del amor al que estoy llamado. Y quiero amar con todas mis fuerzas pero liberando y liberándome. Sin esclavitudes ni obsesiones. Un amor obsesivo es un amor enfermo que enferma a quien ama y lo hiere. El amor es libertad. Para el que ama y para el que es amado. El amor sano me permite seguir caminando sin dejar atrás lo que amo. No retiene, no se angustia, no pierde la paz. El que ama sanamente sabe volver la mirada siempre hacia el misterio de ese Dios que me ama con todas sus fuerzas. Un amor que saber renunciar por amor y se pone en el lugar del amado. Es el amor que deseo. Ante el misterio de ese amor que no poseo y no comprendo, sólo puedo permanecer en silencio agradecido. Dios me ha dado una capacidad inmensa de amar. No me bastan las cosas que me dicen. No me convencen las medias verdades. Lo quiero todo y sé que sólo soy un buscador en camino. No pierdo el asombro ante la vida, ante lo que Dios me regala en gestos humanos, en abrazos y en miradas. No me da miedo perderlo todo porque ya lo he ganado para siempre. La vida se juega en el presente que me es esquivo y se proyecta en el infinito. De momento me aferro a mis preguntas que me mantienen despierto, atento, feliz sin obsesionarme por lo que voy ganando, conquistando.
Me cuesta dejar ir a quien amo y ya ha partido. Me cuesta renunciar a lo que he perdido. No cierro la puerta cuando alguien ya se ha ido. No olvido las palabras dichas con rabia, las que me han herido. No olvido las afrentas, no dejo que se diluyan los rencores. No olvido el error que me llevó al fracaso. No acallo las palabras que grité llevado por la ira. No dejo de pensar en lo que podía haber sido. No dejo de sentir el mismo dolor del momento, como si el tiempo no se hubiera ido. Sigo atrapado en el pasado, llevado por una cuerda que no me deja avanzar. Acumulo herencias de otros tiempos que me hacen ser de una determinada manera. No digo nunca adiós a lo que me hace daño. No doy un portazo cuando me han herido. Sé que la vida es larga pero yo me ato al pasado queriendo evitar que se me olvide. Como si guardar la memoria me permitiera retener a los que han partido. No se trata de olvidar, sí de despedir. No se trata de no recordar, sino de perdonar. Pasar página y dejar ir. Comenzar una nueva etapa. Abrazar nuevos pasos en medio del camino. Confiar en que Dios puede hacer milagros con mi vida en medio de algunos desastres. Levanto la mirada al cielo confiando. Amenazan las lluvias. El viento sopla. Y yo confío en ese Dios que promete pastos verdes y un lugar donde descansar. Sufrir forma parte de mis límites. Saber renunciar es la parte más importante del amor. Abrazo lo que les da sentido a mis ganas de amar. Dejo ir y eso hace que el amor sea más grande. Sostengo a quien amo queriéndolo bien. Dejo pasar muchas cosas porque tengo un corazón grande. Comparto la vida y sé que es la forma natural de vivir feliz. Me compadezco del que sufre y me asemejo más a Dios. Me pongo en el lugar del otro para no vivir centrado en mis egoísmos. Salgo de mis posiciones rígidas para amar de forma más verdadera. Cambio, dejando de lado mis obsesiones. Quiero sentir para lograr que el corazón no se vuelva rígido. Sé que los vientos no soplarán siempre en la dirección que espero. No me aturden la sequía ni las inundaciones. Puedo levantarme después de cualquier caída, no importa lo bajo que haya llegado. Vuelvo a empezar porque es de sabios y sé que pedir ayuda es propio de alguien humilde. No quiero tener razón si con ello pierdo amigos. Prefiero callar y no decirte siempre todo lo que pienso. Muchas veces estoy equivocado cuando interpreto las cosas que haces. Construyo mi futuro desde el presente con la vista puesta en el mañana. Acepto las correcciones porque sé que no soy perfecto. No todo lo hago bien, sólo algunas cosas. Cuando estoy contigo no voy a pensar en lo que viene luego. Estaré delante, escuchando, poniéndome en tu piel, eso es lo que importa. La persona que más importa es aquella con la que ahora camino. La conversación más valiosa la que ahora sostengo. Quien más me necesita es quien me busca. Y no siempre acertaré en mis decisiones. Cambiar es de sabios y permanecer quieto de forma obsesiva en lo que me hace daño es una actitud que me envenena. Leer ensancha el alma. Y escribir da alas al alma. Escuchar es la forma que tengo de percibir el amor de Dios en mi vida. Cuando no tengo nada importante que decir mejor me callo. Si no tengo donde ir me quedo donde me encuentro. No hay peor diligencia que la que no se hace. Por pudor o por vergüenza no voy a dejar de darme. Exponer lo que pienso tiene sus riesgos. Abrir mi alma es un desafío. Espero no gustar a todos, sería mentira. No aborrezco los reproches porque forman parte de mi vida. Aprenderé a no quejarme, nunca llueve a gusto de todos. Decidiré echar raíces allí donde me encuentre, aunque me tire el alma al partir, no importa, significa que he amado. Pasar de largo o de puntillas por la vida me empobrece. Los santos aprendieron a vivir en Dios el día que confiaron en su misericordia y se olvidaron de juntar méritos. Los hombres libres comprenden que su vida es más grande cuando menos cadenas tienen. Aprendieron a escribir canciones tatareando melodías que calman el alma. Perdonar es la llave de la felicidad que poca gente encuentra. Aceptar la vida como es y a los demás tal como son, es la única manera que tengo de ser feliz. Construir puentes me libera y acerca al que más sufre. Las murallas solo separan por un tiempo y llenan el corazón de odio y recelos. Sé que si abrazo mi vida será más sana. Y si comprendo seré más misericordioso. Acepto que no tengo todas las respuestas aunque escriba mil palabras. El sentido de las nubes sólo Dios lo conoce. Parece que va a llover, pero las nubes se escapan. Y me duele el alma al sentir que muchos sufren. Yo no puedo calmar todas las guerras ni saciar todas las hambres. Puedo llegar al que está cerca. Detenerme ante el que me llama. Escuchar al que me pide. Y acoger al que me busca en medio de tantas prisas. Hago lo que he decidido hacer, no lo dejo para mañana. En el presente se juega mi felicidad y la de muchos. Doy lo que tengo sin miedo a perderlo y eso me sana por dentro. No espero que todos lo acojan, lo quieran, lo respeten. Sé que no todo será como yo quiero. Comprendo que de las caídas se aprende. No pierdo nunca el ánimo ni el corazón. Y sé que sólo Dios puede darme la paz que a mí me falta. Se la pido. Y confío.
En una ocasión recuerdo un rebaño de ovejas que quedó atrapado en un vado rodeado por las aguas del río que se había desbordado. Había llovido mucho en los últimos días. Los pastores estaban desesperados tratando de salvar a las ovejas que se encontraban atrapadas. En un momento dado una de las ovejas, la primera, decidió emprender la aventura y se lanzó al agua dispuesta a cruzar el río. Lamentablemente las aguas corrían con mucha fuerza y la arrastraron. Lo terrible fue que las que iban detrás hicieron lo mismo, siguieron a la primera y murieron más de cien ovejas. Cuando me contaron la historia me quedé impresionado. Ninguna de las ovejas del grupo se detuvo al ver lo que le pasaba a la que iba justo delante. No lo vio, no lo entendió y siguió sus pasos. Quizás creyó que a ella no le pasaría lo mismo. Pienso que en la vida a menudo me siento oveja. Puede que no me lleven las aguas de ningún río. Pero sí siento que me llevan por delante las corrientes de pensamiento que se imponen a mi alrededor. Si alguien critica a otro acabo haciendo mía esa misma crítica. Me dejo llevar por lo que ven las mayorías. No me gusta destacarme o pensar diferente. Prefiero ser gregario, parte de un grupo y pasar desapercibido. Si hacen críticas a una persona de mi entorno y se ríen de ella me sumo, no la defiendo, no me pongo a su lado para protegerla. Me sumo a la condena porque defender al atacado es más complicado, exige más fuerza por mi parte y que sea capaz de saltar una barrera complicada. Si lo hacen con él también lo acabarán haciendo conmigo. Si todos piensan de una determinada manera sobre un tema no seré yo quien salte con discrepancias. Si todos van en una dirección no querré yo cambiar el rumbo. Aunque parezca que se adentran en las aguas veloces de un río. Aunque corra peligro su vida. Me defiendo, me escondo, prefiero pasar desapercibido. Decía Marcos Abollado Rego: «¿Quiénes somos? Tenemos distintas caretas. Cuando no las tengo soy borde. Nos hace ser distintos y esconder lo que somos». No quiero ser diferente a la masa. No quiero llamar la atención. ¿Quién soy yo en realidad? Me gustaría ser capaz de ser yo mismo sin pretender gustar a todos. No quiero parecerme a los demás, todos ocultos bajo una misma apariencia. Quiero ser original y no tener miedo de manifestar mis creencias, mis puntos de vista, mis experiencias que me han hecho de una determinada manera. Soy libre para darme desde mi originalidad. ¿Sé quién soy, me conozco? ¿O me he ido conformando con la masa y soy una pieza más de un gran organismo? Me gustaría ser más auténtico, más verdadero. Me da miedo que los demás no me acepten, no me quieren. Lo increíble es que puede pasarme incluso con la persona a la que más amo. No lo digo lo que pienso sino lo que ella quiere oír. No me comporto de forma natural sino que actúo para ser aceptado, para que me mire bien, para que me quiera más. Eso acaba enfermándome porque renuncio a mi identidad. Oculto lo que de verdad pienso. O pienso lo que otros piensan renunciando a lo que hay en mí que es irrenunciable. Dejo a un lado mi capacidad de decidir y actuar. Me dejo llevar, y como esas ovejas pongo la responsabilidad en el que va delante de mí, en el que se lanza al agua antes que yo. No me cuestiono su comportamiento. No decido qué quiero hacer yo con mi vida. Hago lo que otros hacen. Si otros mienten, yo miento. Si otros engañan, yo también engañan. Si otros tratan mal a los débiles, yo también me ensaño con ellos. Si otros son groseros y crueles, yo adopto ese mismo comportamiento. El miedo a desentonar, a salir de la masa. Algo fundamental en este mundo en el que vivo es ser capaz de formar una personalidad fuerte, capaz de tomar decisiones con libertad, capaz de ser uno mismo en cualquier circunstancia. No voy a adaptarme a los ambientes para pasar desapercibido. Prefiero ser yo mismo, ser auténtico, ser capaz de vivir con la cabeza alta. No porque otros lo hagan o lo piensen yo voy a ir detrás. Para eso necesito hacer introspección, buscar en mi mundo interior y decidirme a ser yo mismo en cualquier circunstancia. No me voy a dejar llevar por la corriente, lo tengo claro, mis raíces tienen que ser profundas para que las aguas no me lleven. El ambiente en el que vivo influye, las personas que me aman influyen en mí, el amor asemeja. El problema real es cuando no sé realmente quién soy, cuáles son mis valores, mis fuerzas, mis puntos de vista. El problema es cuando no tengo opinión propia sobre nada y voy cambiando de opinión dependiendo de con quién me encuentre. Por eso a veces busco a la masa para protegerme, para que me protejan y defiendan otros, para que no me sienta expuesto a las críticas y juicios de los demás. Creo que necesito pensar más, leer más, formarme más, saber más. Necesito ser más libre y no buscar la aprobación en todo lo que hago. Saber que las críticas no me hacen peor de lo que son. Y los halagos tampoco me mejoran. La opinión más importante es la que Dios tiene sobre mí. Y esa opinión no cambia, es inmutable haga lo que haga. Aunque sea el peor de los pecadores, Dios no va a dejar nunca de amarme. Eso me salva y me calma porque sé que la opinión de los hombres es muy volátil. No me da paz. Me quita la seguridad.
Es mi vocación primera ser oveja. Pero no me gusta. Me siento a veces oveja rebelde. Cuando me alejo por los caminos porque pienso que lejos voy a ser más feliz, o más libre, o más pleno. Pero luego me voy lejos y me pierdo. Me olvido del redil, del resto de las ovejas. Es tan fácil perder la comunidad como referencia. Me olvido de lo fundamental: no estoy solo en este mundo, no camino solo. Camino unido a muchos corazones. En ocasiones me olvido de los que han dejado huella dentro de mi alma. A veces son las heridas las que me alejan. En otras ocasiones son los desprecios que sentí, o vi, o interpreté. Me hace tanto daño interpretar las cosas. Leo algo y lo entiendo al revés. Veo algo y creo que hay ciertas intenciones ocultas. Tengo expectativas que los demás no cumplen. Me duele el alma por dentro. Y me alejo del rebaño, de mis hermanos, de mis hijos, de mis padres, de mis amigos. De los míos, de los que me han formado, de los que me han acompañado o a los que yo he acompañado. Ser oveja es ser rebaño. Es ser parte de un grupo, de una comunidad. Pero tiemblo cuando creo que no pertenezco a nadie, o a nada. No soy de ningún sitio. He perdido mi acento o mis raíces. Y surge en mi alma la pregunta. ¿Quién soy yo? ¿De dónde vengo? No me importa tanto el origen sino el lugar en el que echo mis raíces. Sí me importan las raíces que llevo desde niño. Mi historia llena de rostros concretos. Tengo tanto que agradecer. Pertenezco a una historia comunitaria, a una familia. Y me siento en deuda por todo lo recibido. No quiero alejarme del grupo que me constituye, que me da paz y alegría. Perdido por los caminos necesitaré un pastor que salga a mi encuentro. Alguien que se preocupe por mí y le dé miedo que me aleje. Alguien que me llame cuando huya. Que insista cuando yo desisto. Que me recuerde quién soy cuando yo lo haya olvidado. Necesito un pastor de espaldas anchas que aguante mi peso, mis molestias, mis esfuerzos por bajarme de su altura. Porque no quiero regresar. Tenía miedo pero me sentía en paz. ¿Volverán a quererme aquellos a los que herí? ¿Amarán mis disculpas los que se sintieron ofendidos? Porque mi amor no fue perfecto aun cuando yo a veces sentía que era mejor que otros, más noble, más veraz. Pero también yo me olvidaba del amor y del acento de mis hermanos. Los rechazaba como ajenos o construía barreras en lugar de puentes. Irme del rebaño es fácil, volver es más complicado. Alejarme del pastor es sencillo, sentir que estoy sobre sus espaldas es un peso. Es sentir que su perdón supera mis expectativas, y su miedo a perderme. ¿Acaso necesita sentir mi peso sobre sus hombros para ser feliz? La oveja hace al pastor. Y el pastor sin oveja no es nada. No lo había pensado. Lo mismo que el padre sin hijos no es padre y el hijo sin un padre no puede ser niño, se endurece, se vuelve hosco y distante, siempre a la defensiva. La oveja conoce la voz del pastor: «Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna». El hijo sabe quién es su padre. Reconoce el nombre pronunciado por sus labios, como María Magdalena al escuchar su nombre en labios del resucitado. Hay un tono de voz que es el del amor. Una forma de decir las cosas que habla de intimidad. No es necesaria la firma en un regalo, basta con poner una frase que hable de la intimidad que une a las dos personas. Una clave, una palabra, un tono, un gesto. El pastor tiene su forma de llamar a la oveja y ella lo reconoce. Como Jesús hacía con los suyos, les recordaba quién era en el tono y en la forma cómo los llamaba, cómo los amaba. La oveja sin el pastor está sola e indefensa. Necesito tener raíces y sentir el amor del pastor que cuida mis pasos. Porque desde los hombros del pastor la vida resulta mucho más fácil. Ahí no alcanza el lobo ni acechan los peligros. Desde la altura del pastor me siento protegido y al mismo tiempo indefenso. No puedo huir y me duele quedarme. ¿Qué será de mí dentro del rebaño? Me gusta pertenecer. No me gustan las exigencias de la pertenencia. Igual que me gusta el amor y no las exigencias veladas que representa el amado. Quiero mi libertad sin pertenencias, pero cuando más huyo lejos de mí mismo, de los míos, de mi sangre, de mi tierra, de los que amo, más infeliz soy, más duro se vuelve mi corazón y más perdido estoy en medio de la vida. Siento vocación de oveja y al mismo tiempo quiero ser lobo. Mi orgullo me dice que siendo lobo no necesitaré pastores, ni cuidados, seré fuerte y podré defenderme yo mismo. Nadie se atreverá a tocarme. Tendré palabras para desarmar a cualquiera. Pero viviré a la defensiva, defendiéndome de los que me amen. Me pondré una coraza para que nadie de nuevo pueda herirme. Cuando me sé amado por Dios, por mi pastor, por las personas concretas que Dios pone en mi vida oleré la paz del hogar. Sabré que la sangre me une a los que amo. Y entonces no viviré con miedo sino en casa, no viviré temiendo malas noticias. Confiaré y no temeré. Y la paz será el adorno de mi alma. La paz de saber que tengo un rebaño, un redil, un pastor, una casa, una tierra en la que mis raíces busquen las aguas profundas.
Tengo vocación de pastor. Antes soy oveja, luego soy pastor. Sin la experiencia de ser oveja es difícil que pueda ser un buen pastor. Sin ser hijo no puedo ser padre. Hay algo que se rompe cuando no logro ser filial. Y roto no puedo acoger como un pastor ni buscar al que está perdido. Una vez que he experimentado la fragilidad y he notado al pastor sacándome de mi abandono, una vez que haya sido salvado podré salvar. O al menos podré intentar salir a buscar a la oveja perdida. Y trataré de ser más humano al estilo de Jesús. Para mostrar el rostro misericordioso de Dios: «El Señor es bueno, su misericordia es eterna, su fidelidad por todas las edades». Tengo vocación de pastor. Todos en cierta medida, cada uno en su lugar, tiene la misma vocación. Y no es fácil ser autoridad y poder gestar vida. No es sencillo acompañar, mostrar el camino y al mismo tiempo no dejar nunca de ser humano, de ser hombre. Decía el Papa Francisco en Amoris Laetitia cómo deben ser los pastores de nuestra Iglesia: «Una Madre que, al mismo tiempo que expresa claramente su enseñanza objetiva, no renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del camino». Corro el riesgo de poner barreras y que me pase como dice el Papa: «Nos comportamos como controladores de la gracia y no como facilitadores». Creo que la Iglesia está llamada a formar pastores que sean capaces de mancharse con el barro del camino. Ponerse a la altura de los ojos de los hombres. No construir barreras que los protejan. Más bien puentes para llegar al corazón de cada hombre que necesita tocar la misericordia. El pastor está llamado a ser reflejo de ese Jesús pastor que sale al encuentro de la oveja perdida. No se desespera, no se cansa. Tiene que ser como comenta S. Pablo hablando de su misión: «Yo te haré luz de los gentiles, para que lleves la salvación hasta el extremo de la tierra». El pastor no se cansa, no se busca a sí mismo, no quiere el reconocimiento y el abrazo de los suyos. Se coloca en sus hombros al caído. Saca del barro al que no encuentra sentido a su existencia. Me gustan esos pastores con olor a oveja, porque no han permanecido quietos por miedo a perder la vida, a mancharse, a salir heridos. El pastor se pone en camino al encuentro del que no lo busca a él, ¡qué fácil quedarse quieto sin hacer nada, esperando! El pastor es dócil al querer de Dios. Tiene la puerta siempre abierta. No marca distancias. Se acerca y corre el riesgo de salir herido. El pastor es humilde, no pretende tener siempre la razón. Sabe ceder y dejar que otros hagan. Está enamorado de su misión. Sabe que Dios o envía al mundo a llevar esperanza y esa misión tan concreta llena su corazón de alegría. El pastor tiene la sabiduría de la vida. Aprende de los hijos que Dios pone en su camino. Se deja complementar por los demás. No está seguro de nada y al mismo tiempo tiene creencias sólidas, profundas. El pastor está en camino, no ha llegado a ninguna meta. No todo lo que dice es correcto. No siempre tiene la palabra adecuada en los labios. Y no logra guardar el silencio que se necesita. El pastor se va haciendo desde el barro. Quiere ser reflejo de Cristo y asume que su forma de ser Cristo es demasiado limitada. Se escandaliza de su debilidad, se sorprende con su pecado y reconoce que es Jesús el que debe brillar y no él. Ha aprendido de los errores y no por ello deja de cometerlos. No fuerza la voluntad de nadie. Manda poco, escucha mucho. Toma la iniciativa y también espera a que vengan a buscarlo. No quiere ser inoportuno. Acepta la crítica con la misma alegría que los elogios. Sonríe, porque es más fácil que permanecer serio. Confía en ese Dios que un día lo llamó para sacarlo de su barca y sus redes, donde se sentía seguro. Dios sigue llamando hombres a ser pastores de su Iglesia. Pero quiere también que sea pastor todo aquel que tiene a su cargo personas que les han confiado. Es la actitud de cualquiera que se sabe hijo, niño, y a la vez padre, pastor de otros, modelo. Porque el mundo de hoy necesita modelos, personas que sean referentes, pastores. No tengo que ser perfecto, cometeré errores. Pero al mismo tiempo permaneceré fiel en la brecha. Hay una brecha que hay que cubrir, hay un frente difícil en el que hay que estar, hay situaciones difíciles en las que el valor y la fe son fundamentales. Jesús quiere formarme para que permanezca como estuvo Él, clavado a un madero. Sujetando el mundo en esa brecha que se abre, en ese precipicio en el que todo se ve confuso. Hacen falta personas con una mirada profética que vean los que otros no ven, que crean en lo que muchos no creen, que esperen cuando muchos desconfían. Me gusta ese Jesús que me dice: «No perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno». Esa confianza es la que tengo, es la que deseo no perder nunca. Él me sostiene.