Homilía del padre Carlos Padilla - 26 de mayo
Domingo 26 de mayo de 2024 | P. Carlos Padilla EstebanSantísima Trinidad
Deuteronomio 4, 32-34. 39-40; Romanos 8, 14-17; Mateo 28, 16-20
«Id y haced discípulos de todos los pueblos, enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo»
26 mayo 2024 P. Carlos Padilla Esteban
«¿Cómo es mi intimidad con Dios? ¿Es el centro de mi vida, el que gobierna todos mis planes, el que me ayuda a encontrar la paz?»
Las redes sociales pueden crear dependencias. ¿Qué busco cuando navego sin pensar por las redes sociales? Dicen los siquiatras que el uso indiscriminado de las redes sociales genera adicción. Es difícil desconectarse de esos videos que aparecen de forma continua y sin pausa en mi celular con solo deslizar el dedo. Uno tras otro siguiendo unos algoritmos que muestran mis aficiones, mis afinidades, mis gustos. Por eso es tan difícil dejar a un lado la pantalla. No busco nada, sólo distraerme, pasar un rato cuando estoy solo, estresado, cansado, agotado después de un día duro de trabajo. El cerebro recuerda lo que le calma y curiosamente la visión de esos videos me alegra, libera dopamina y me hace sentir más relajado. No siempre es así, cuando el uso se convierte en adictivo me genera más ansiedad y cansancio. Una persona me confesaba que un día pasó más de diez horas casi sin parar viendo videos en Instagram. Una sucesión de imágenes e información que no siempre tranquiliza. Más bien es lo contrario, aumenta el stress a la larga y crece la ansiedad. Navegar por las redes no necesariamente me forma, a menudo me desinforma. Estoy acostumbrado a leer poco. un par de líneas como máximo. Una información escueta que me dé algo de luz, nada más. No me gustan los textos largos que me llenan de información excesiva. El cerebro se cansa y prefiere algo más liviano. No usar palabras demasiado elevadas o cultas. Me vinculo, sigo a influencers que mandan mensajes de forma continua en sus perfiles. Me hago seguidor hasta que me olvido y dejo aparcado a quien seguía. ¿Quién está formando mi mente y mi corazón? En las pantallas hay muchos que hablan de sicología sin ser sicólogos, de medicina sin ser médicos, de justicia sin haber estudiado derecho. En las redes se vierten todo tipo de emociones: alegría, pasión, tristeza, enojo, rabia, ira. Del apoyo más visceral a algo puedo pasar al ataque más agresivo a lo contrario. Si no me gusta lo que alguien dice dejo de seguirlo, lo oculto e incluso lo critico en las mismas redes. El anonimato o la distancia física me hace más fácil condenar a las personas por lo que hacen y dicen en las redes. Yo mismo puedo volcarme y mostrarme en las redes sin tapujos. Subo fotos mías tratando de mostrar una realidad más o menos veraz. La mejor sonrisa, no mi peor momento de la semana. Una foto buena en la que aparezca sonriendo. ¿Qué mensajes vierto en las redes? ¿Busco influir positivamente en las personas y lograr que saquen de su corazón la mejor versión que llevan dentro? Sé que influir a través de las redes es posible. Muchos los hacen. ¿Me obsesiona el número de seguidores? ¿A quién sigo yo, cuáles son mis algoritmos, mis tendencias, mis gustos, lo que me atrae y lo que detesto? Me gustaría ser verdadero en lo que digo o siento. Mostrar imágenes de mi vida que claro que no muestran la realidad completa, pero sí una ventana abierta a mi vida. Verán algo de lo que soy, de lo que hago, de lo que siento. ¿Necesito decirles a todos lo que estoy haciendo en cada momento? ¿Soy libre para no subir las cosas que estoy haciendo, dónde me encuentro en este momento, lo que me acaba de suceder? El miedo al olvido, a no estar presente en una plaza pública en la que todo es visible. ¿Cómo uso las redes sociales? Dos acciones, actuar en ellas y mirar. Las dos se pueden realizar, o solo una de las dos. Consumir imágenes y mensajes puede ayudarme en muchos ámbitos de mi vida. Pero no siempre es así. ¿Me habré convertido en un adicto de redes, de videos, de mensajes sencillos? Puede que yo sienta también un pulsión fuerte a decir siempre lo que siento, lo que pienso, lo que hago. ¿Será necesario? Con frecuencia me pregunto si uso bien las redes. ¿Qué ventajas me da este mundo interconectado? Todo llega rápidamente a todos. A veces es útil, puedo evangelizar en las redes, dejar mensajes que llenen el alma de esperanza, mostrar caminos para salir de la oscuridad y encontrar algo de luz en esta vida. No todo es malo en este mundo. Hay mucha luz, mucha verdad, mucha alegría. Si no se conoce es cierto que se pierde. Si sólo se cuenta en las redes lo malo que sucede, si sólo opinan los que odian, los haters, los que tienen envidia y atacan al que tiene éxito. Si sólo se manifiestan los que tienen mensajes que no edifican el alma. Tengo un compromiso con este mundo. ¿Qué puedo aportar yo en las redes sociales? Es una pregunta importante. Puede que tenga algo que dar, algo que decir. No necesito ser un erudito o un experto en todas las materias para transmitir luz, alegría, paz en una plaza pública a la que todos llegan. No interpreto todo lo que dicen en las redes. No juzgo, no condeno, no odio. Pienso bien a quién quiero seguir. ¿Me hace bien lo que publica, lo que dice o hace? No analizo la coherencia de esa persona en su vida, no la conozco. Sólo necesito saber si lo que vierte en este espacio común construye un mundo mejor. Sus fotos, sus videos, sus canciones, sus palabras. Quiero hacerlo todo con medida. El uso excesivo de las redes no me hace bien. Necesito guardar silencio. Ser capaz de esperar a una persona sin ver nada en el celular mientras llega. Estar aburrido en un lugar sin buscar en las redes algo que me permita pasar el tiempo. El uso medido de las redes sociales puede ser sano. El excesivo me hace daño, me crea una dependencia enfermiza y no me deja espacio para la creatividad.
Dicen que es bueno tener mala memoria para las ofensas y las heridas recibidas. Y buena memoria para todo lo bueno que me ha sucedido en esta vida. Dicen que el que mucho recuerda mucho sufre. Y el que pronto olvida, sabe perdonar. Dicen que si guardo la paz en el alma cuando las cosas no son como esperaba tendré buena salud. Que si duermo lo suficiente estaré descansado y mi cuerpo preparado para las exigencias. Dicen que si me cuido podré cuidar a otros y si me olvido de mí también llegaré a olvidar a los míos. Dicen que si hago deporte y como sano viviré más años, con salud y buen humor. Dicen que si río con más frecuencia tendré más arrugas y más amigos. Dicen que si dejo de obsesionarme con lo que no es mío, seré más feliz que si vivo apegado a metas imposibles. Dicen que no puedo controlar el futuro pero sí puedo aceptar lo que me sucede. Que sólo si vivo el hoy mi vida será distinta mañana. Son palabras sabias que me hacen pensar que todo lo que hago puede ser mejor, diferente. Dicen que si tomo sabias decisiones llegaré feliz a viejo. Lo que no me dice nadie es cómo seré capaz de elegir lo correcto cuando hay tantas opciones ante mis ojos. Dicen que no elegir ya es elegir lo que me queda. Y dejar de caminar ya es un retroceso. Igual que dejar de rezar y mirar a Dios ya supone un enfriarse de mi fe. Dicen que las cosas importantes suceden en los momentos menos esperados. Que tengo que aprovechar los sorbos de felicidad que me da la vida y no detenerme tanto tiempo lamentando las pérdidas y las desgracias. Dicen que el alma tiene más heridas cuanto más ama. Y es más feliz amando que dejando de amar. Dicen que el aislamiento enferma y las redes sociales no necesariamente rme hacen más pleno, más feliz, más niño, más alegre. Dicen que las desgracias que me pasan nunca pueden detener mis pasos en aras de construir un mundo mejor. No siempre lo malo que me sucede es el final de mis sueños. Donde se cierra una puerta puede abrirse una ventana. Dicen que las personas más sabias son las que saben amar y se dejan amar por los suyos. Ser transparente es algo que se puede conquistar. Y no puedo ser oscuridad en mi casa y candil en la calle. Si tengo un don tengo que entregarlo y si algo en mí no está en orden tendré que pedir ayuda. Dicen que las personas más sanas son las que olvidan con rapidez cualquier ofensa. No se quedan retenidas en el resentimiento, perdonan y pasan página. Dicen que los más generosos tienen muchos amigos. Hay más alegría en dar que en recibir. No puedo decidir lo que tú tienes que hacer pero puedo ser fiel a mi camino y mostrarte así una forma de entender la vida. Llegar a ser un interrogante irresistible en este mundo es obra de Dios en mí. No tengo que hacer nada especial, sólo dejar que a través de mi fragilidad se vea su luz. A través de mi alma se encuentren con Él. En mi forma de mirar, de hablar, de hacer las cosas. En mi manera de enfrentar las pérdidas y las desgracias. Dicen que las personas más humildes siempre abren todas las puertas. Las que no tienen pretensiones, las que no esperan que la vida les dé todo hecho. Dicen que los sueños mejores son los que se cumplen en el cielo pero que en su persecución sacan lo mejor de mi alma. Dicen que tratar bien a los demás es sembrar semillas de cielo en la tierra. Mi mirada y mis gestos abren los corazones o los cierran para siempre. No por mucho madrugar llegaré a donde yo quiero pero me animará a seguir luchando por construir un mundo nuevo. Dicen que las ilusiones las inventó Dios para levantarme el ánimo. Y hay personas especializadas en romperlas como quien pincha un globo. No dejaré de reír ni en los momentos más difíciles de mi vida. Una sonrisa alegra aunque yo mismo no pueda estar alegre. Sé que los barcos más pequeños no son los más estables pero sí los que me dan confianza. Esa barca con sus remos y una vela pequeña que me lleva rumbo al cielo. Tengo en el alma prendido el deseo de ser eterno. Voy cavilando los días que tengo que ir preparando. Como peldaños de una escalera que me conduce a lo alto. Nunca dejes de soñar, me dijeron siendo niño. Y he aprendido a hacerlo estando despierto o dormido. Dicen que un largo abrazo sana muchas heridas. Sin querer retener a nadie, sin querer abusar de su confianza. Una palabra dicha con respeto. Sin juicio, sin querer imponerse. Una palabra suave y directa sobre la verdad más honda. Dicen que los que miran a los ojos y mantienen la mirada sin turbarse nada esconden. Me da paz saberme aceptado y querido en una mirada. Dicen por no callar los hombres que no tengo que temer nada. Pero yo temo, al mismo tiempo que confío. Sólo sé que en mi interior no me olvido de mi canto. Ese canto compuesto por Dios y sembrado en mi alma para que aprenda a cantarlo.
Hay una voz interior que grita en mi interior. Una voz que me dicta mensajes negativos o positivos. Una voz que me enaltece o me denigra. Me quedo en silencio y esa voz repite mensajes aprendidos. Esos que un día escuchó en su casa, siendo yo niño y los almacenó para no olvidar nada. Decía Marián Rojas Estapé: «La actitud en la vida depende de cómo nos hablamos ante los diferentes retos que surgen. Educar la voz interior no es fácil pero conseguirlo nos hace estar tranquilos y en paz y gracias a ello podemos sacar lo mejor de nosotros. No creo que muchos puedan lograr el éxito si continuamente se están diciendo lo malos que son. Tan solo es preciso tratarse bien a uno mismo»[1]. Hay una voz que me habla, me susurra o me grita. Una voz que me recuerda que no valgo nada, que siempre lo hago todo mal o que nunca voy a lograr nada en esta vida. Si la voz sólo manda este tipo de mensajes es difícil crecer y mejorar. Soy un convencido de que para hacer las cosas mejor de como las hago necesito que me motiven, no que me comparen con otros y me recuerden lo mal que lo he hecho todo hasta ese momento. Educar desde lo positivo es todo un arte. Sacar lo mejor de mí y no dejar que mi voz interior me hunda. Levantarme con mensajes llenos de esperanza cuando he caído. Hacerme creer que puedo lograr lo que parece inalcanzable. Tú puedes, tú tienes mucho más que dar en tu interior. Eres muy querido por Dios y por muchos. No dejes nunca de soñar y confiar. Lánzate, atrévete, sueña alto para no quedarte en las cosas más pequeñas y mediocres. Todos estos mensajes pueden llegar a alternarse dentro de mi alma. Siento que puedo ser mejor si me dejo hacer por Dios. Puedo dar más, puedo ser mejor, puedo llegar más lejos. Pero importa mucho la voz que habla dentro de mí. Tengo que desaprender algunas de las frases guardadas y que son creencias limitantes. Necesito grabar frases nuevas que saquen lo mejor que hay en mí. Me gusta pensar que puedo hacer las cosas mejor. Decía el P. Kentenich: «Es un arte superar en nosotros al escarabajo estercolero y cultivar en nosotros la abeja. Tenemos que darle también al otro el derecho a su ser. Es decir, educarnos antes que nada a nosotros mismos para ver en él más lo positivo, lo valioso, que estar colocando siempre en primer plano lo que no me gusta en él. No que queramos negarlo. Dios también lo conoce. Es decir, por un lado hay que dejar libertad, ver lo positivo, y, por el otro, soportar con paciencia las malas costumbres»[2]. Ver lo bueno que tiene y hace. Descubrir su belleza, sus logros, su originalidad y alegrarme por ello. Brindar por ese alma que Dios me ha permitido conocer. Aceptar que no todo es belleza, hay costumbres malas o debilidades. Las acepto. La actitud ante los demás es la que tengo también conmigo. Por eso mi voz interior importa tanto. Cuando alguien vive criticando a todos y hablando mal de los demás, incluidos sus amigos, normalmente será porque su voz interior es igual de implacable con él mismo. Si mi voz interior me está agrediendo todos los días me resultará fácil a mí agredir a los demás. No es fácil cambiar esos discursos aprendidos. Puedo hacerlo si cambio mi forma de mirar. ¿Qué cosas bonitas y bellas descubro en mi interior? Veo los logros que voy alcanzando, me alegro con mis pequeñas conquistas y los pasos dados. No me detengo en esos fracasos que me hablan de mi pobreza. Miro siempre hacia adelante con un ademán positivo. La voz interior la escucho muy a menudo. Habla dentro de mi alma y se va metiendo sibilinamente en mi ánimo sin dejarme avanzar. No cree en lo bueno que hago y resalta sólo lo malo. Sabe que voy a fracasar antes de haberlo intentado y consigue que mis miedos se hagan más fuertes en mi ánimo. Si lograra cambiar el mensaje de mi voz. Si consiguiera que su poder no fuera tan grande. Quiero aprender a tratar bien a las personas que viven conmigo. Decirles mensajes positivos. Alentarlas cuando tengan algún fracaso. Animarlas en sus derrotas y estar ahí cuando me necesiten. Hablarles bien cuando hagan las cosas bien. Enaltecerlas por sus logros y conquistas. Ese mensaje enaltecedor hará que su voz interior hable bien en su interior. «Sabemos que si nos tratamos bien mejoramos la capacidad de aprender, entender y memorizar. Si alguien se habla y se trata mal interpreta que los demás le hablan o le tratan mal. Comprender la razón por la que estás en guerra y tensión con todos puede aliviar parte de tu malestar social y afectivo»[3]. Quererme bien es la clave para crecer como persona y dejar de tratar mal a los demás. Cambiar mi voz interior importa mucho. Es imposible que pueda amar a otra persona de forma sana si no soy capaz de quererme bien a mí mismo. Si me trato mal a mí mismo cada vez que cometo un error, recordando esa voz crítica guardada desde mi infancia, no voy a mejorar. Por eso quiero aprender a mirarme con misericordia, con ternura y a amarme con todo mi corazón tal como soy, sin querer cambiarme.
Quisiera que Dios habitara siempre en mi corazón. Quisiera notar su presencia, su amor, su vida. Me dice hoy en la fiesta de la Santísima Trinidad que soy templo de Dios: «Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar «¡Abba, Padre!». Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de Dios; y, si somos hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, ya que sufrimos con él para ser también con él glorificados». El Espíritu de Dios me hace hijo de Dios y por lo tanto abre la puerta de mi corazón para que entre Dios trino y habite dentro de mí. Decía el P. Kentenich: «No sólo somos templos del Espíritu Santo aquí en la tierra, sino que al final de los tiempos se nos utilizará como piedras vivas para construir un nuevo templo, la nueva Jerusalén en el cielo»[4]. No ya un templo vivo aquí en la tierra, sino una piedra viva en el templo del cielo. Es muy bonita esa imagen. Templo entre los hombres. Piedra de un templo mayor en el cielo. Piedra viva en la que habita Dios. Esa es la inhabitación a la que estoy llamado. ¿Cómo puedo permitir que viva Dios dentro de mí? ¿Cuándo le cierro las puertas y no dejo que entre? Las impurezas pueden brotar de mi interior y alejar a Dios. Puedo alejarlo, puedo pedirle que se vaya lejos de mí. Él no se va, yo lo alejo. Dios no me obliga, no me fuerza para habitar en mi interior. Decía en la Apocalipsis: «Esta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y Él será su Dios». Un Dios con nosotros. Un Dios que habita en mi corazón así como Dios se hizo carne entre los hombres para vivir entre ellos amándolos. Ese Dios respeta mi libertad y me ama. Quiere habitar dentro de mí y yo no dejo que entre. Tengo tantas tensiones, vivo tan volcado en el mundo, he construido tantas barricadas para impedir su paso. Cuando dejo que entre me cambia la vida. Él está esperando a mi puerta y llama. Quiere venir a cenar conmigo. Cuando lo invito las cosas cambian. Me gusta pensar que cuando dejo que entre el Espíritu Santo dentro de mí todo es mejor. Me vuelvo más niño, más dócil, más enamorado. El amor me habita y entonces lo que sale de mi corazón será puro, no impuro. Seguiré mostrándome débil y nunca seré digno de que venga a mi casa. Igual que cuando comulgo su cuerpo no soy digno. No puedo ser digno, porque no me merezco la gracia de su amor. Es inmerecido ese don de poder ser su templo, de poder ser una piedra viva de la Iglesia. No sucede porque yo sea maravilloso sino porque Dios lo es y me ha mirado con un amor misericordioso y grande. Quisiera poder hacer mías cada día estas palabras que hoy escucho: «Te doy, oh Dios, lo más íntimo de mi corazón. ¿Qué estoy diciendo? Declaro lleno de alegría: - Toma posesión Señor de lo más íntimo de mí, pero preocúpate de que nada en absoluto pueda separarme de ti. Te doy lo más íntimo de mi alma en propiedad»[5]. Estoy llamado a ser propiedad de Dios. Que lo más íntimo de mi ser le pertenezca. Conozco a personas, almas muy puras, donde he visto este misterio hecho realidad. Me gustaría imitarlas y vivirlo en mi corazón todos los días de mi vida. Veo que hay muchas tentaciones que entorpecen mi camino. Me pongo a disposición de Dios y le digo cosas muy bellas, son buenas intenciones. Me cuesta mantener esa pureza en mi interior. Me cuesta mirar con ojos de cielo a todos los que me rodean. Mis palabras no siempre hablan de Dios. Mis pensamientos no siempre son de Dios. Mis reacciones no son las de Jesús. ¿Qué haría Jesús ahora, en mi lugar, si estuviera pasando por lo que yo estoy pasando? ¿Qué diría, cómo actuaría? Me gustaría tener siempre sabias palabras, saber lo que Jesús haría en mi lugar. Eso sería más fácil si dejara que me habitara la fuerza del Espíritu. Estoy llamado a ser ese otro Cristo que los demás puedan ver. Estoy llamado a reflejar su rostro en mis palabras, en mis maneras de darme a los demás. Sólo le pido a Dios que me permita no herir a nadie con mi vida. Que no sea lo que digo o lo que haga nunca un motivo de escándalo para nadie. Le pido al Señor que venza mis durezas interiores. Que rompa las murallas que no le dejan entrar. Le pido que tome posesión de mi vida en su totalidad, sin dejar nada fuera. Que todo se integre en su bondad, en su amor, en su cercanía. Me gustaría hacerlo todo nuevo en mi corazón. Pero no soy yo, sólo puede hacerlo Él si le dejo entrar.
Me gusta ese Dios del que me habla hoy el profeta: «Pregunta a los tiempos antiguos, que te han precedido, desde el día en que Dios creó al hombre sobre la tierra: ¿hubo jamás, desde un extremo al otro del cielo, palabra tan grande como ésta?; ¿se oyó cosa semejante?; ¿hay algún pueblo que haya oído, como tú has oído, la voz del Dios vivo, hablando desde el fuego, y haya sobrevivido?; ¿algún Dios intentó jamás venir a buscarse una nación entre las otras por medio de pruebas, signos, prodigios y guerra, con mano fuerte y brazo poderoso, por grandes terrores, como todo lo que el Señor, vuestro Dios, hizo con vosotros en Egipto, ante vuestros ojos? Reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón, que el Señor es el único Dios, allá arriba en el cielo, y aquí abajo en la tierra; no hay otro. Guarda los preceptos y mandamientos que yo te prescribo hoy, para que seas feliz, tú y tus hijos después de ti, y prolongues tus días en el suelo que el Señor, tu Dios, te da para siempre». Dios quiere que sea feliz. Quiere que lo siga a Él porque estar a su lado me da la vida y seguir sus mandamientos es el camino para crecer. Ningún pueblo ha tenido la suerte que ese pueblo de Israel que había conocido a un Dios personal que lo amaba como una madre ama a su hijo. La voz del Dios vivo habló al pueblo de Israel. Le habló por los profetas. Le habló con un amor lleno de ternura. Un amor que no se olvida de su hijo. Un Dios que rescató de la esclavitud a los judíos que eran esclavos en tierra extrajera. Un Dios que les regaló tres cosas: una tierra nueva, una descendencia y una intimidad con Él. Sacó a Abrahán de su tierra, de su casa, de su familia y le prometió una relación personal con Él. Me gusta ese Dios personal que me saca de mi tierra, de mi casa, de mis dioses. Un Dios que me promete lo imposible. Me dice que tendré un hogar nuevo. Siempre pienso en ese Dios de mi historia. Me ha dado una casa allí donde me ha enviado. Una familia, un hogar. Una tierra nueva en la que echar raíces. Recuerdo una canción que decía: «Tu tierra es ahora la tierra que te detiene al pasar». Siento vocación de peregrino. Que sale siempre de su casa y se pone en camino. La tierra que piso se convierte en hogar y me llena de esperanza. El pueblo de Israel sintió que echaba raíces en Egipto, luego en el desierto y al final llegó a la tierra que manaba leche y miel. La tierra de la promesa. Tiene esta imagen mucho de cielo. Camino hacia el cielo mientras echo raíces aquí en la tierra que me detiene al pasar. No estoy de paso. me detengo, amo, me entierro en esa tierra que detiene mis pasos. Allí soy ciudadano, soy de allí, de ninguna otra parte. Y luego tal vez ese mismo Dios me pida seguir caminando. ¿No es acaso verdad que en todo hijo de Dios hay un alma de peregrino? No me quedo parado en un lugar fijo. Estoy en camino, siempre en camino. No me canso de andar, de buscar, de soñar. Porque Dios quiere que sea pleno y feliz. Y sus mandatos son mi alimento noche y día. Me necesita, me busca, me da su paz para que no pierda nunca la esperanza. Me gusta ese Dios personal y sencillo que me promete lo imposible. Serás pleno, me dice, tendrás un hogar definitivo algún día. Y también una descendencia. Es decir, mi vida habrá merecido la pena. Basta con enterrar semillas de esperanza y alegría en este mundo. Basta con haberlo dado todo sin escatimar en nada. Basta con haber amado sin retener, haber cuidado sin agobiar, haber acompañado sin abusar. Basta con haber callado muchas cosas y haber dicho sólo lo necesario. ¿Qué eco tienen las palabras? Poco, yo siempre creo que las palabras no cambian el mundo. Ayudan a tomar conciencia de muchas cosas, es verdad, tal vez por eso escribo y digo tantas. Pero es la vida la que transforma el mundo que habito. La vida de esas personas que viven con un sentido. Sabiendo que todo lo que hacen va dejando su huella en la tierra, en el cielo. Es la descendencia que no depende de mí, como si fuera un logro del que estar orgulloso. Es un don, todo es gracia. Siento que tengo una vida por delante y mucho que hacer. No sé cuál será mi descendencia. Dios dirá. Y además ese Dios personal, cercano, Padre lleno de misericordia, me promete una intimidad con Él. Es lo que me ha dado a lo largo de los años. Un vínculo casi humano, cercano, íntimo. Un vínculo profundo que me saca de mi oscuridad para llenarme de luz. Me gusta ese Padre que es personal, que es cercano, que me habla en gestos cercanos y tiende lazos humanos desde el cielo para que llegue hasta Él. Me gusta ese Dios que me pide una fidelidad en la intimidad. Me pide amor profundo y verdadero. ¿Cómo es mi intimidad con Dios? ¿Es el centro de mi vida, el que gobierna todos mis planes, el que me ayuda a encontrar la paz? Basta con cumplir sus mandatos como una manera nueva de vivir esta vida. Según Él, así es Dios que no me suelta, no quiere que me aleje. Y cuando lo hago me espera, o me acompaña desde lejos sin forzar, sin agobiar, sin insistir, esperando a que le diga que lo amo, nada más que eso. No quiere esclavos de galera, necesita remeros libres en sus filas, hombres enamorados de Dios que estén dispuestos a entregar su vida por amor. ¿Cómo es mi amor hacia Dios? A veces me da miedo que mi relación con Dios sea poco profunda. Que no pueda relatar mi propia historia de salvación recordando cada momento en el que Dios me ha llamado por mi nombre y me ha pedido que lo siguiera. Me da miedo que Dios se convierta en un adorno de mi vida o en un Dios al que solo recurro en los momentos más difíciles, cuando la barca se encuentra a la deriva en medio de una tormenta. Me da miedo que pasen los días y no logre ahondar en mi alma y dejarle a Él tomar posesión de toda mi vida. Mi historia es una historia sagrada que Dios va tejiendo conmigo.
Este Dios que conduce mi historia se hizo carne en Jesús. El Verbo acampó entre los hombres. Y el Espíritu Santo se derramó sobre todos. Es el Dios Trino que viene a tomar posesión de mi vida. Su Palabra llega a la tierra y cuando Jesús regresa al cielo los anima a seguir caminando sin desfallecer: «En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les habla indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos vacilaban. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: - Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo». Un Dios que es la promesa de un amor que no se cansa nunca de amar. El amor de Dios estará todos los días conmigo. Nunca me dejará, nunca me perderé. Su Palabra me reconfortará siempre: «La palabra del Señor es sincera, y todas sus acciones son leales; él ama la justicia y el derecho, y su misericordia llena la tierra. La palabra del Señor hizo el cielo. El aliento de su boca, sus ejércitos, porque él lo dijo, y existió, él lo mandó, y surgió. Los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia, para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre. Nosotros aguardamos al Señor: él es nuestro auxilio y escudo; que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti». La Palabra de Dios ha cambiado mi vida. Es como esa espada de doble filo que atraviesa mis entrañas. Siento su poder, su presencia que me enamora. Dios viene a habitar en mi corazón. Es la Palabra de Dios, es el Dios Trino que se hace historia en mi propia vida. Un Dios Padre misericordioso que me ha perseguido a lo largo del camino y me ha esperado siempre. Me ha llamado por mi nombre y me ha dado una misión. Es la Palabra, el Verbo que se ha hecho carne en mi vida. Cristo ha venido a caminar conmigo rumbo a Emaús. Ese camino inolvidable en el que su presencia ha llenado mi alma. Su Palabra ha encendido un fuego en mi corazón cambiándolo todo. Y por último el Espíritu Santo ha venido a mí en muchos momentos de Pentecostés en los que he notado su mano, su fuego, su viento que levantaba todas mis miserias y me hacía volar en las alturas. Ese Dios Trino viene a vivir en mi cielo interior como me recuerda el P. Kentenich: «Tenemos en nuestro cielo interior al mismo Dios Trino todopoderoso. El mismo al que adoraremos cara a cara en la eternidad. En la medida en la que interioricemos el habitar en nosotros de la Trinidad, en esa medida anticiparemos un poco la felicidad del cielo. Somos un templo de la Santísima Trinidad. Aquí está la casa de Dios, la puerta del cielo, mi propia alma. Aquí entra y sale Dios. La tarea de toda mi vida es buscar y suplicar a Dios en lo más íntimo de mi corazón»[6]. En lo más íntimo de mi corazón ocurren los milagros. Allí, en la profundidad de mi ser todo sucede. Se vuelve sagrado ese espacio íntimo en el que Él habita. Y desde ese momento mi vida tiene otra forma, otro color, otra esencia. Quisiera tocar cada el día el cielo en mi interior y así lograr que muchos pudieran vivir en el cielo aquí en la tierra. Hay personas que viven un infierno personal en su vida. Su mundo interior es un auténtico infierno, no un cielo. Yo estoy llamado a vivir en el cielo en la tierra. Estoy llamado a llevar el cielo a los que viven sin paz, sin esperanza. A sembrar semillas de luz y de alegría en medio de sus sombras. Siento que puedo ser más consciente de todo lo que Dios me regala cuando viene a habitar dentro de mí. Esa luz es suya, no me pertenece.