Homilía del padre Carlos Padilla - 6 de noviembre de 2022
Domingo 6 de noviembre de 2022 | Carlos PadillaDomingo XXXII Tiempo Ordinario
2 Macabeos 7, 1-2. 9-14; 2 Tesalonicenses 2, 16–3, 5; Lucas 20, 27-38
«Y que los muertos resucitan, lo indicó el mismo Moisés en el episodio de la zarza. No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos»
6 noviembre 2022 P. Carlos Padilla Esteban
«¿Cómo me preparo para la muerte? Viviendo el presente. Disfrutando el ahora. No diciendo, mañana te diré lo que siento, mañana te agradeceré o te perdonaré. El mañana no llega»
Quisiera enfrentar las dificultades sin miedo. Olvidar rápido los desamores y las frustraciones. Dejar pasar de largo las ofensas recibidas. Descansar después de haberlo dado todo en la batalla. Seguir soñando aun cuando todo parezca imposible de alcanzar. Desandar el camino andado cuando vea que las flechas señalan otra dirección. Sostener el pulso al viento para no dejarme llevar por la tormenta hacia el lugar al que no quiero llegar. Vagabundear un rato, sin rumbo, sin tiempo, sin prisa, como si la vida no dependiera de nada de lo que estoy pensando en este momento, o haciendo. Saborear un abrazo, paladear unas palabras bonitas dichas en un susurro. Esperar pacientemente cuando nada suceda. Sentir cada latido del alma, sin miedo, sin pausa. Escuchar, mirar, andar. Y luego preguntarme una vez más. ¿Tiene sentido todo lo que estoy haciendo? ¿Es esta vida la que quiero vivir? ¿Son estos mis pasos o tendría que estar caminando por otros lugares? La respuesta a la mayoría de mis preguntas está dentro de mi corazón. Aunque yo me desparrame por el mundo tratando de encontrar respuestas. El sentido de mis pasos, la luz que ilumine mis sobras. El abrazo que llene los vacíos que han dejado las pérdidas. El hoy que se hace presente en medio de tantos miedos y dudas. El tiempo que transcurre de forma inexorable. Los desafíos de este mundo en continuo cambio. La pregunta última que se adueña de mi alma. El deseo más profundo de saberme querido, respetado, admirado. Y la soledad de todo hombre ante el abismo de la muerte. Sé que no puedo naufragar si me aferro con fuerza de la mano de Jesús. Si es Él quien sostiene mis pasos temerosos, lleno de dudas, vacilantes, no hay temor. He aprendido a entender el sentido de cada amanecer. He descifrado mil enigmas ocultos en la sangre que se derrama. La angustia ante el futuro incierto y el miedo a perder todo lo que tengo. O el miedo a sentir que el dolor no pasa, se queda. Puedo volver a comenzar siempre de nuevo, eso alegra mi alma. Las palabras del peregrino ruso me impresionan: «A veces pienso que me he vuelto un poco extraño, no tengo preocupaciones, nada me causa pesar, nada de lo externo me atrae, me agrada estar solo y la única necesidad que tengo es la de orar continuamente. Cuando lo hago me lleno de gozo. ¡Sólo Dios sabe lo que está haciendo en mí!»[1]. Vivir sin preocupaciones, sin obsesiones, sin deseos insatisfechos. Estando vivo, siendo libre, amando. ¿Cómo se puede vivir esa libertad tan grande, tan sagrada? Leía el otro día: «Recordad que el secreto de la felicidad está en la libertad y el secreto de la libertad, en el coraje»[2]. Deberé tener coraje para ser libre. Libre de ataduras, de apegos, de miedos, de todo lo que no me permita tener paz y alegría. Libre es la palabra mágica que resuena en mi alma. Me hago esclavo cuando no perdono, cuando no acepto, cuando no consiento. Cuando me niego a vivir la vida que tengo ante mis ojos. Libre para ser yo mismo sin miedo al qué dirán, a lo que esperan todos. Libre de las habladurías y de los chismes. Libre de la opinión de los demás, no quiero que me importe demasiado. Libre para hacer mi camino aunque duelan los pasos de cada día. Libre para no depender de lo que otros quieren de mí. Libre para amar sin ser esclavo, para entregarme sin crear dependencias, para decir lo que pienso sin herir, sin hacer daño. Me gustaría tener un corazón anclado en lo más alto del cielo, en lo más profundo del corazón de Dios. Me duelen las entrañas al sentir que estoy tan lejos. Pero puedo pedirle a Dios la gracia que libere todas mis cadenas. Y saltar por encima de mis angustias y temores. Dios es más fuerte que todos los males de este mundo. Y su presencia llena todos los vacíos que siento dentro de mi alma. No sé si podré vencer en todas las batallas. Pero sí sé que podré enfrentar muchos desafíos si confío en el poder de Dios. No tanto en mi poder, sí en su misericordia infinita. Abrazo la noche que cae sobre mi día. Y ya veo nacer un nuevo sol.
Quiero levantarme y luchar. Confiar y saber que el tiempo pasa y queda sólo el recuerdo, el rastro precioso de mis pasos, del amor que dejé echar raíces en mi tierra sagrada. Sé que la vida no es como esperaba. Y lo sueños no son los que soñaba. Surge el miedo como una niebla gris que me envuelve y no me deja ver con claridad. Es tan fuerte el miedo. Tengo tanto miedo. Miedo a que la realidad sea insoportable, o peor de lo esperado. Miedo a que me falten las fuerzas para seguir luchando, esperando, deseando. ¿Y si el silencio es más poderoso que los gritos de mi alma? Surge el miedo como un deseo irrefrenable de dejarlo todo, de abandonar, de no dar más, no esperar nada más. Pero hay esperanza dentro de mí como una pequeña semilla apenas oculta bajo la tierra. Una semilla demasiado débil e insignificante como para seguir viviendo. ¿O es que tendrá que morir la semilla para vivir? Seguramente. Pero ¿quién me dice que de la semilla muerta podrá brotar algo nuevo? No juzgo a nadie en sus decisiones. No condeno al que no actúa como yo esperaba. No me comparo con nadie. No los critico. Soy yo el que se enfrenta al mañana con el corazón roto, con el alma rota, con la vida herida. ¿Quién podrá unir los pedazos partidos? No lo sé. Pero hay una luz en medio de la noche que me persigue. Como una esperanza a medio hacer entre tantos intentos. Una fuerza insignificante y sin poder. Un mañana frágil a punto de desvanecerse entre tanto presente, entre tanta noche. Quisiera abrazar mi vida como es ahora. Me faltan las fuerzas a veces. Y siento que no puedo. ¿O será posible hacerlo? Ojalá, me repito de nuevo. Seguro que hay algo para mí a la vuelta del mañana. Algo escondido entre tantos dolores y ausencias, entre tantas pérdidas y deseos rotos. Tengo miedo. No sé bien si podré subir toda la cuesta, y llegar a lo alto de la montaña. O si claudicaré a mitad del camino. Puedo decir que sí ahora, en este día, en este paso. ¿Podré seguir mañana? Necesito que otros sostengan mis pasos, alienten mi esperanza para que arda como una llama más firme, más sólida, más iluminadora. Si los demás me miran y sostienen, sin juzgarme, sin condenarme. Si me aman en mi pobreza sin exigirme nada más que seguir existiendo. Si su amor logra ser incondicional, sé que eso me bastaría. Como si una mano invisible sujetara todas mis debilidades, todos mis hilos rotos, todas mis ilusiones truncadas. Vuelvo a soñar con un mañana nuevo, diferente al que pensaba. ¿Será posible comenzar de nuevo desde mi caída? Así es mi mirada, siempre elevada a lo más alto, atada a todas las estrellas. Me sujetan brazos que no veo, voces que no oigo, alientos que no siento. Pero estoy erguido en medio de un silencio atronador. Golpea con furia mi alma. Siento que hay esperanza, lo pienso muy dentro. No todo está perdido, muy al contrario. Sonrío. Con la risa de los niños que empiezan a creer en lo imposible y se alegran en presente. No desfallezco porque sé que algo me espera detrás de ese nuevo día que amanece. No me da miedo fallar porque nadie me exige que acierte. Sólo yo el que me pongo exigencias irrealizables. Sólo yo me maltrato con palabras duras y exigentes, que no comprendo y sólo me duelen. Pero a mi alrededor veo algunas sonrisas que me animan. A vivir, a luchar, a esperar. Detrás de la noche amanece siempre. Es un sol rojizo que todo lo llena de luz. Descubro las flores amaneciendo, y los árboles desplegando junto a mí su ramaje hermoso, parece que están vivos y me hablan. Hay luz, hay vida, hay mañana, hay ruidos, hay música. Acepto que no tengo todas las respuestas. Y que mis fragilidades son muchas más que mis fortalezas. Pero no me da miedo comenzar de nuevo a caminar despacio. A mi ritmo, con mi paso. Con la soledad rasgada sobre mi piel. Con los abrazos tendidos sobre mi alma. Sé que detrás de este hoy que arrastro hay mucha más luz, más cantos, más esperanza. Me abrazo a esa ilusión que se hace roca dentro de mí. Sé que no está dicha la última palabra. Puedo seguir esperando un milagro. El de la vida entre mis manos. El de las palabras bellas en mis labios. El de la pluma que no se cansa de garabatear papeles en blanco llenándolos de historias. El de la sonrisa que no se agota al sonreír continuamente, a todos, siempre, sin motivo alguno. Y yo descanso un momento en ese instante sagrado en el que decido seguir luchando. Un poco más, un día más, una vez más. Me quedo quieto mirando al cielo lleno de estrellas. Están ahí fruto de todas mis renuncias, las conocidas, las que todos ignoran. Lo entrego todo y veo una estrella más que me da luz en esta noche, anuncia el día. Y la paz llega a borbotones como un río dentro de mi alma. La calma me invade. Hay más luz en la noche, lo presiento. Y más vientos que limpian mis amarguras y mis miedos. Y más manos sujetando mi vida que yace inerme entre dos hilos. Uno alzado al cielo y atado en lo más alto, otro hundido en la tierra, llegando a lo más profundo. Oigo una voz que me grita dentro de mi alma, no tengas miedo. Sonrío, después de muchas tristezas, sonrío. Y el cielo se llena de luz, de vida. Parece que ya amaneció. Un día más, un sueño más, un paso más. Descanso tranquilo lleno de alegría. Una luz viene de lo alto y todo lo ilumina. Tengo paz, confío.
Me hablan de ser santo pero yo, lo que realmente quiero, es ser feliz. Habito un mundo que me dice que tengo que ser feliz casi a la fuerza. Al mismo tiempo me dice que yo soy mis sentimientos. Pero ¿cómo lo logro? ¿Cómo consigo ser feliz cuando mis sentimientos no se corresponden con la felicidad? Siento rabia, ira, tristeza, angustia, autocompasión, ansiedad. Esos sentimientos son muy poderosos y me dominan. ¿Cómo logro encontrar una paz duradera que me permita ser feliz en medio de esta vida llena de imprevistos, de frustraciones? Sufro por no ser feliz. Y como ese parece ser el objetivo de toda mi vida, sufro. Me asusta la muerte, temo perder la vida y dejar de amar, de vivir, de soñar. Me asusta que todo acabe en el trágico momento en el que dejo de respirar y no haya nada más. ¿Se acaba ahí mi posibilidad de ser feliz siempre? Quiero sentir un abrazo que me lleve a la vida eterna. ¿Qué significa ser santo? ¿Tiene que ver con ser feliz? ¿Son los santos personas felices? ¿Es el santo una persona que camina sobre la tierra arraigado en el cielo? ¿Alguien que no sufre, no padece, no se vincula en exceso para no sufrir? No, los santos sí que aman y sufren. Decía el P. Kentenich: «Si intentamos que los personas se conviertan de inmediato en santos sobrenaturales, se convertirán en santos sin naturalidad, afectados. Pero deben convertirse en santos naturales. Por eso hay que tener siempre en cuenta la escala natural de valores»[3]. No quiero ser un santo desapegado del mundo, anclado en las estrellas. No pretendo ser un santo puro, inmaculado, demasiado en el cielo para pisar la tierra. Me da miedo caer en esa tentación del desapego. Esconderme, refugiarme, salir del mundo lleno de tentaciones y pensar que la vida es demasiado larga y necesito buscar un lugar oculto en el que vivir santamente sin tentaciones. No, ese no es el camino salvo que Dios me lo pida. Lo normal es que Dios quiera que sea santo y por lo tanto feliz en el mundo en el que vivo, en la realidad que me toca abrazar, no en esos sueños que no son verdad. He nacido para dar la vida por los demás, para que ellos sean felices, plenos. ¿Será entonces que mi camino es hacer felices a los que están conmigo? Sí, una felicidad compartida, una santidad que se parte por amor. He crecido en este mundo donde Dios quiere que viva tocando el cielo y acercándoselo a todos aquellos que sufren, no tienen esperanza, están desolados. Dios quiere que sea un santo imperfecto, porque Él ama mis perfectas imperfecciones. Su pretensión es diferente a la mía. No espera que lo haga todo bien. Sabe que no puedo, que estoy roto por dentro. Sólo quiere que lo asuma, que lo acepte, que lo bese y le entregue mis límites. Quiere que reconozca que el día de todos los santos no se celebra la pureza y la perfección, sino el amor inmenso de Dios que me abraza en mis caídas y me eleva hasta Él en un abrazo grande, lleno de ternura, incondicional. Y en ese abrazo es cuando soy feliz. Entonces el camino de santidad que tengo ante mis ojos no me saca de mi realidad, no me aísla. Quizás lo que desea Dios simplemente es que viva en paz cada momento de mi vida amando a los demás como son. Que acepte lo contratiempos con una sonrisa. Que mire el presente con paz, sin turbarme. Que no me aleje de los que amo. Que no pretenda ser un espíritu puro sin tentaciones. Quiere que mi forma de ser santo sea la misericordia. Espera que vuelva a empezar cada vez que las cosas no me resultan. Desea que mire con ternura a mis hermanos sin quejarme continuamente de sus faltas. Que ame de forma incondicional, en la medida en que eso es posible con mi alma rota. Quiere que aspire a vivir cerca de Él cada mañana. Tratando de vivir como Él me ha enseñado. Que acepte al que no es como yo sin condenarlo. Que mire con alegría mi presente sin pensar que podría ser mejor otro, si hubiera acertado en mis pasos. De nada sirve quedarme llorando sobre lo que ya no tiene remedio. Quiere que sea santo y acepte las pérdidas sin amargura. Que las bese y las entregue asumiendo el dolor que conllevan. Que no quiera buscar explicaciones que no explican nada ni justifican nunca el dolor. No me da paz pensar lo que dicen algunos cuando no tienen respuestas: Todo ocurre por algo. No, esa no es la respuesta. Dios sólo quiere que viva buscando sus señales en medio de los bosques. Que me adentre en la noche confiado, soltando las amarras y dejando que el timón de mi vida lo lleve Dios, no yo. Sólo quiere que ame y no odie. Que esté alegre y no triste. Que respete y no abuse. Que abrece y no golpee. Porque sabe que el amor me salva y el odio me condena. La felicidad no es un fin en sí mismo, es un medio para que el amor de Dios llegue a muchos corazones. Por eso Dios no me niega su abrazo al final del camino. Él es misericordia y me la dará, si yo la busco y respetará siempre con paciencia mis decisiones. Quiere que revele su rostro a los hombres. Sin condenarlos como hago yo tantas veces. Que les diga que la verdad es lo que nos hace libres. Y que vivir encadenados nos hunde. Quiere que viva atado a Él como un hijo y asuma que la santidad es un don, una gracia que recibo cada vez que la pido de rodillas. No espera Jesús que responda siempre bien en todas las circunstancias. Sabe que no siempre sabré hacer lo que corresponde, lo bueno, lo que salva. No siempre aceptaré mi realidad como lo que me sana. No siempre comprenderé que mis pasos son pequeños en comparación con todo el universo. Aceptaré las cosas que no comprendo, porque soy pequeño y mi mirada no llegará muy lejos. Sentiré el dolor porque es lo más humano y no justificaré todo lo que me sucede, lo que hago. Y seré feliz sólo con saber que Dios nunca me suelta de la mano. Pase lo que pase. Esté donde esté.
¿Qué sentido tienen las cosas que suceden? ¿Qué aporta el mal a mi vida? ¿Qué sentido puede tener la muerte? Dejar de vivir, de existir, de caminar, de hablar, de soñar, de ver. Sólo me alienta la esperanza última. Me gusta la oración del salmo: «Al despertar me saciaré de tu semblante, Señor. Señor, escucha mi apelación, atiende a mis clamores, presta oído a mi súplica, que en mis labios no hay engaño. Mis pies estuvieron firmes en tus caminos, y no vacilaron mis pasos. Yo te invoco porque tú me respondes, Dios mío; inclina el oído y escucha mis palabras. Guárdame como a las niñas de tus ojos, a la sombra de tus alas escóndeme. Yo con mi apelación vengo a tu presencia, y al despertar me saciaré de tu semblante». Mi vida es vivir en la presencia del Señor. Para un día despertar para siempre a su lado. Pero ¿qué sentido tiene que se acaben mis días? ¡Cuánta sinrazón en esa muerte que no espero, no deseo y no amo! Quisiera volar. Olvidar que un día todo se irá. Y nada quedará de lo que hoy tiene tanta fuerza, tanto peso. Las palabras dichas que aún oigo. Los recuerdos vívidos en mi memoria. Todo se irá. Y no quedará nada de lo que hoy sueño y construyo, de lo que hoy es importante. Me asusta ese final abrupto e inesperado. Por eso despierto cada día para saciarme del semblante de Dios. de su mirada, de su sonrisa, de sus palabras. lleno de su presencia que me sacia y colma. Esperando ese día vivo sin esperarlo, sin desearlo, sin buscarlo, sin quererlo. Pero tengo un día fijado en mi calendario. Y quedaré en la memoria de los que amo. Me asusta ese final y no deseo que llegue. No quiero el final, quiero el comienzo, la continuidad, el camino. Quiero el sol que amanece, la vida que florece, el viento sobre mi cara. Quiero mil abrazos que me hablan del amor y mil miradas que me reconfortan. Quiero vivir hoy como si nada fuera a acabarse nunca. Como si todos siguieran existiendo por siempre junto a mí. Como si no fuera a perder nada. Quizás por eso me cuesta pensar en dar yo la vida. Ofrecer en martirio todo lo que hoy poseo. Escucho hoy la historia de esos hijos que están dispuestos a dar la vida antes que traicionar su fe. Me conmueve esa fe: «En aquellos días, sucedió que arrestaron a siete hermanos con su madre. El rey los hizo azotar con látigos y nervios para forzarlos a comer carne de cerdo, prohibida por la ley. Uno de ellos habló en nombre de los demás: - ¿Qué pretendes sacar de nosotros? Estamos dispuestos a morir antes que quebrantar la ley de nuestros padres». No quieren traicionar su fe, el amor a su Dios. Y están dispuesto a que les quiten la vida. Lo entregan todo. Lo que les mueve es la esperanza última en ese Dios que los ama y los llamará de la muerte a la vida eterna: «Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se tiene la esperanza de que Dios mismo nos resucitará. Tú, en cambio, no resucitarás para la vida». Esa resurrección los anima, los reconforta. No les importa entregar lo poco que tienen a cambio de una vida para siempre con su Dios: «Tú, malvado, nos arrancas la vida presente; pero, cuando hayamos muerto por su ley, el Rey del universo nos resucitará para una vida eterna». Es su vida una vida caduca entregada por amor. Son fieles al Dios de su camino, de su historia. Cuesta mucho entender el martirio. Aceptar que me arrebaten la vida porque no quiero ceder en mis creencias, en mis principios, en mi amor a Dios. No estoy dispuesto a apostatar, a negar a mi Dios, a renunciar a su amor. Sé que Él siempre es fiel. ¿Seré capaz del martirio? Me cuesta tanto pensar en la muerte que hablar del martirio me parece una música muy difícil de tocar. ¿Cómo permitiré que me torturen y maten sólo por mantenerme fiel a mi Dios? Quisiera tener esa fe, esa fuerza, esa reciedumbre, esa capacidad de enfrentar la muerte. No sé renunciar por amor, darlo todo sin esperar nada. Pienso en cómo me aferro a mi presente queriendo retenerlo, conservarlo. Sé que lo puedo perder y me niego. ¿Estaría dispuesto a traicionar mis amores, mis promesas con tal de conservar la vida? ¿Valoro tanto esta vida que pasa cargada de alegrías y tristezas? ¿No valoro más el cielo y la vida eterna junto a todos los que amo y me aman, junto a ese Dios que me ha creado por amor y quiere vivir siempre a mi lado? Pienso en lo débil que es mi voluntad. En lo débiles que son mis principios y mis bases. Me gustaría tener esa libertad interior. Esa capacidad para permanecer fiel al pie de la cruz de los que amo, o colgado en mi propia cruz. La fidelidad para no salirme del camino que he seguido desde siempre buscando a mi Dios que me ama y me busca. Es una gracia especial la de los mártires del amor. La capacidad para renunciar por amor a otros. El don de entregarlo todo sin miedo a perder lo que más amo.
¿Tiene sentido alguna vez la muerte? ¿Hay vidas que valen más que otras? ¿Hay vidas útiles y otras inútiles? ¿Es lo mismo morir de una forma o de otra? ¿Es lo mismo morir tras una larga enfermedad o de manera imprevista? ¿Una muerte prematura de un niño o de un joven es lo mismo que la muerte de alguien que llega casi a los cien años? ¿Quién soy yo para juzgar qué muerte sí es motivo de tristeza y qué no merece mi pena? No importan ni la edad, ni la forma. No cuenta si mi vida antes era útil o un desastre para los que me rodeaban. La muerte siempre es una ruptura, un dolor hondo, una ausencia, una tristeza insoslayable. No puedo evitar sentir dolor ante la muerte. Es el final de todos los sueños más humanos. De todos los deseos pegados a la carne. Y no me valen las frases que pretenden consolarme. «Todo sucede por algo. Dios sabe más. Ahora sí que descansa». Ante la muerte se imponen el silencio, el respeto, el abrazo y las lágrimas. No hay frase que pueda consolar. La presencia sí, y mi abrazo largo y hondo. Pero después quedan la soledad, la amargura y el duelo. La oscuridad del cementerio. El sinsabor de las cenizas que guardan los restos del cuerpo amado. Y el olvido junto con la memoria. La vida sigue rodando sin pausa, no hay freno que la detenga aunque sea unos minutos para acompañar el dolor, para llorar juntos. Todo sigue fluyendo sin pausa rumbo a un lugar desconocido. Y yo espero que esté mejor quien se ha ido. Mientras tanto no logro rehacer mi presente lleno de soledad e incomprensión. ¡Cómo voy a recomponer la vida cuando ha quedado marcada por la muerte! La memoria es poderosa. Ha quedado prendida en el corazón, en un lugar secreto que desconozco. Entre la sangre y el alma. Allí recuerdo todo y vuelven momentos vividos, conversaciones preciosas, silencios cargados de luz. Abrazos, caricias, miedos compartidos, risas vividas. No hay reproches, o sí, por no haber dicho, hecho, decidido algo antes de que llegara ese momento que no regresa nunca. No puedo volver a ese instante previo al último aliento. ¿Cómo puedo hacer para reescribir la historia? Como si no hubiera pasado lo que pasó. O como si yo hubiera sido más rápido para evitarlo, para salvarlo. O para decirle antes de su partida todo lo que no le había dicho antes. Siempre dejo todo para el final. No le había dicho te quiero. No lo había abrazado por última vez. ¿Cómo se prepara uno para la muerte? Viviendo el presente, quizás. Disfrutando el ahora. No diciendo, mañana te diré lo que siento, mañana te agradeceré o te perdonaré o haré eso que tanto te gusta. El mañana a veces tarda demasiado o no llega. Y sólo queda el reproche callado por lo que no me atreví a decir o a hacer. Vanas palabras muertas antes de nacer. La soledad de un momento que no volverá. El pasado no vuelve, me dicen una y otra vez como en un murmullo. Y yo lo entiendo. Lo que no diga ahora tal vez nunca lo diga. Lo que no haga ahora quizás más tarde no pueda. Lo sé. No tengo palabras para quitarme mi propia culpa por lo que no hice, lo que no viví, lo que no entregué, lo que no sané. No tengo palabras para rehacer la vida rota, agotada, conclusa. No hay consuelo salvo el que venga de lo más alto: «Que el mismo Señor nuestro, Jesucristo, y Dios, nuestro Padre, que nos ha amado y nos ha regalado un consuelo eterno y una esperanza dichosa, consuele vuestros corazones y os dé fuerza para toda clase de palabras y obras buenas». Sólo Dios consuela mi alma cuando me abismo en la oscuridad de la muerte. Tal vez necesito tener una actitud positiva al pensar en la muerte. Aunque duela, aunque sangre. Leía el otro día: «Por eso, para vivir en plenitud, hay que amar a la muerte. Y vive en plenitud aquel que mantiene una buena relación con el final de su vida»[4]. Miro mi vida y sé que tiene un final. No puedo añadir ni un solo día. Sí podré cuidar mi salud, pero aun así no soy dueño de mi vida, no soy inmortal. No podré lograr que la juventud me acompañe siempre. Y cuando menos lo espere llegará el final, o el principio de todo, o la continuidad para siempre. Depende de cómo lo mire y lo sienta. Ante el abismo que se abre ante mis ojos escojo no tener miedo. No quiero dudar, no quiero vivir con angustia. Quiero seguir amando hoy como amé ayer. No ahorraré palabras para decirte cuánto te quiero. No escatimaré esfuerzos para demostrarte lo importante que eres en mi vida. Te amaré siempre incluso cuando haya perdido un día la memoria. Te acompañaré siempre aunque no me recuerdes. Sentiré que en un abrazo recobras la memoria y en lo hondo de tu alma sabes que navegamos juntos. No me despediré del todo porque la vida es para la eternidad. Dios me espera al final del camino, en la siguiente vuelta. Me gusta mirar con paz la muerte y agradecer por todo lo vivido, amado, disfrutado. Por todos los momentos que el corazón recuerda. La memoria no me dejará nunca irme para siempre.
Pienso en el cielo al celebrar el día de muertos. Mi corazón está hecho para la vida eterna. Lo que siente no es pasajero, es eterno. lo que desea no son sueños de verano que pasan y se olvidan. Está levantado sobre roca todo lo que amo. No quiero pensar que lo que ahora vivo acabará algún día. Lo que amo tiene la semilla de lo eterno. A Jesús le plantean una duda real: «Había siete hermanos; el primero se casó y murió sin hijos. El segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete, y murieron todos sin dejar hijos. Por último, también murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete la tuvieron como mujer». Tuvo siete hombres a los que amó. Tuvo una vida feliz con ellos. Sólo sé que la mujer tuvo siete matrimonios legítimos. Y en todos ellos acabó quedándose sola. No tuvo hijos. ¿Qué pasará en el cielo con ellos? Hoy sigue viva esta pregunta. La vida es larga y puede que tenga varios momentos diferentes en esos años largos de mi caminar. Siento que amo a quien tengo cerca en este momento. Y luego amaré a la persona que venga cuando ella ya no esté. Son amores verdaderos que pretenden ser eternos. La pregunta queda sin respuesta: «En este mundo los hombres se casan y las mujeres toman esposo, pero los que sean juzgados dignos de tomar parte en el mundo futuro y en la resurrección de entre los muertos no se casarán ni ellas serán dadas en matrimonio. Pues ya no pueden morir, ya que son como ángeles; y son hijos de Dios, porque son hijos de la resurrección». En realidad lo que se le cuestiona a Jesús es el sentido de la resurrección. Y es lo que Jesús aclara: «Y que los muertos resucitan, lo indicó el mismo Moisés en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: - Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob. No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos». Hay resurrección. En la resurrección de Jesús mismo se encuentra el sentido de mi vida. Viviré para siempre. No moriré de forma definitiva. Es el cielo lo que aguarda mis pasos. Estoy hecho para vivir con Jesús eternamente. ¿Cómo será todo cuando llegue al cielo? Es un misterio. Sólo tengo esa fe que me dice que allí tendré paz, no habrá nada caduco, amaré para siempre. Lo que ha sido verdadero amor en la tierra seguirá siéndolo en el cielo y todo tendrá un sentido. No habrá dolor ni tristeza, ni soledad ni abandono. Todos se amará con un amor profundo. Y yo amaré en el cielo, y reconoceré a quien he amado. Todo será para siempre y lo viviré más intensamente. Hay una relación de continuidad entre lo que vivo aquí de forma caduca y lo que viviré allí de forma definitiva. El cómo exacto no lo sé, pero al mirar mi altar de muertos me lo imagino. Me veo viviendo en amor para siempre con todos aquellos a los que he amado en mis pasos terrenos. Amaré de forma integral y para siempre. No habrá egoísmo ni límites ni pecado en mi amor. Amaré en cuerpo y alma. Un cuerpo glorioso como el de Jesús resucitado. La vida será plena. No me cansaré de darme, de recibir. Amaré y seré amado sin heridas, sin fisuras. En mis propias heridas del camino me reconoceré y me reconocerán. Reconoceré a los que amo y sabrán que soy yo al verme llegar. No habrá límites, ni celos, ni separaciones, ni odios, ni rencores. Todo estará lleno de luz, no habrá ya noche. Y el mar será inmenso, como en la tierra pero tendrá mucha luz y mucha hondura. Y sabré que Dios me ama de una forma única. Y no necesitaré nada más. Todos mis deseos estarán colmados. Y los días no pasarán, será un presente eterno. Sin miedo al mañana. Sin nostalgia del ayer. Ya no me sentiré solo. Diré siempre las palabras correctas. Hablaré con silencios. Encontraré la forma correcta de expresar el amor. Veré las profundas intenciones que siempre serán buenas. No habrá malicia ni pecado. Será imposible hacer algo diferente a lo que Dios me pida. Habrá paz infinita, sin guerra, sin luchas. Y desde allí podré intervenir en el presente de los hombres. Con mi oración, con mi presencia. Ojalá pueda desde allí decirle a los que dejé en la tierra que los sigo amando. Ojalá ellos, los que se han ido, puedan cada día recordarme cuánto me siguen amando. La vida es larga, en la soledad o en la pérdida. En el cielo no será largo lo que es eterno. Porque el amor verdadero y profundo nunca cansa, nunca produce hastío. El amor correspondido. El amor que ser multiplica en abrazos sensibles, que tocan la piel del alma. Conoceré en el cielo el sentido de todo lo vivido. Incluso de aquello que no tenía sentido. Veré desde el otro lado del tapiz el paisaje, los rostros, que mi vida fue creando. No tendré ya miedo. Porque el miedo es propio del límite humano que teme la muerte. Y en el cielo sólo habrá vida para siempre. Allí sabré que los míos me recuerdan en la tierra y yo recordaré todo lo que he vivido. Mi presente eterno llevará en su seno mi larga vida.