Homilía del padre Carlos Padilla - 6 de marzo de 2022
Domingo 6 de marzo de 2022 | Carlos PadillaI Domingo Cuaresma
Deuteronomio 26,4-10; Romanos 10,8-13; Lucas 4,1-13
«Si eres Hijo de Dios, dile a esta piedra que se convierta en pan. Jesús le contestó: - Está escrito: - No sólo de pan vive el hombre»
6 marzo 2022 P. Carlos Padilla Esteban
«Hay personas con paz en el alma que viven sin miedo a que todo pueda salir mal. Son capaces de encender una llama de esperanza. Quiero vivir esa alegría plena a la que Dios me invita»
No sé por qué llega el miércoles de ceniza y me pongo triste. Tendría que ser todo lo contrario. La ceniza me recuerda que la vida comienza a partir de la muerte. Que tengo que morir para que haya vida eterna. Que le última palabra no la tiene el vacío sino la voz de un Padre diciéndome que me ama y su risa inagotable sosteniendo mi llanto. La ceniza es ese beso de Dios en medio de mi vida, devolviéndole la sonrisa a mi rostro sombrío. Porque sé que la tristeza no es el punto final sino el punto inicial de un nuevo amanecer. Como la misma noche sólo es el preludio de la luz de un sol que quemará mis días. Entonces ¿por qué me da miedo impartir la ceniza, recibir la ceniza? ¿Por qué la tristeza me arrasa el vientre y me duele el alma? Las cenizas son los restos de esos ramos de olivo con los que aclamé feliz a ese Jesús que entraba glorioso en Jerusalén. Salgo ahora con la cruz bendita coronando mi frente. Estoy marcado con la cruz de ceniza. El resto amargo de la derrota, del desprecio y del odio. Y yo me dejo marcar, señalar como cristiano. Comienzo cuarenta días de camino desde el mismo lugar de la muerte. Las cenizas me dicen que soy polvo, que moriré un día y que todo pasará. Y me recuerda que estoy llamado a la vida eterna. Que tengo que recorrer un camino de cuarenta días de la mano de Jesús para no alejarme de la meta, del destino que siguen mis pasos. Estoy tranquilo al revestirme de ceniza. Soy polvo, soy tierra, soy barro, arena de una playa bañada por el mar. No le tengo miedo a este tiempo de Cuaresma que quiere recordarme que estoy hecho para el cielo. Que no soy un ciudadano de este mundo solamente. Soy hijo de Dios, ciudadano llamado a vivir en las alas de los ángeles. No me turbo, no me desaliento. Salgo feliz con la marca de ceniza que me anima a descubrir el sentido de mis pasos. Jesús me besa en la frente y me dice que mi vida es preciosa. Y me deja el aliento de su vida entregada sin miedo. Porque para seguir a Jesús tengo que dejar atrás mis miedos, todo lo que me pesa, mi orgullo, mi vanidad, mis dolores y mis penas. Y tengo que cargar con mi humanidad herida, con el dolor que llevo dentro. tengo que ser fiel a lo que Dios me ha entregado. Dejo el miedo a un lado aunque forma parte de mi vida. Estoy tranquilo pensando que la vida es larga, no tengo miedo. Hay tristezas que cargo en el alma. Todos las tienen. Mezcladas con alegrías. Triunfos y derrotas. Comienzo este camino unido a ese Jesús que quiere morir y vivir conmigo. Eso me alegra, no estoy solo. No quiero estar solo. Leía el otro día sobre el dolor emocional: «Intentó hablar con su madre sobre la tristeza que aún sentía. Ella le dijo: Ríe y el mundo reirá contigo. Llora y llorarás solo. Es terrible darse cuenta de que al estar triste, cuando más necesitas comprensión emocional, aprendes a estar solo»[1]. En este tiempo veo a tantas personas tristes, que sufren cruces, pérdidas y dolores. No quiero que estén solas. No quiero que sufran una soledad sin compañía. El dolor compartido es más llevadero. La cuaresma que comienza con un día de ceniza es el símbolo de una comunidad que se reviste de muerte para resucitar para siempre. La esperanza brota ya en el primer momento de este camino, eso me alegra. Estoy hecho de polvo y he nacido para el cielo. Y no entro al cielo solo sino con todos aquellos que recorren el camino conmigo, en comunidad, en familia. De la mano. Me abrazo a los que sufren para sostener sus penas. Y trato de sonreír a los que lloran para hacerles ver que tenemos toda una vida por delante. Miro a Jesús feliz al comenzar la Cuaresma. Me mira conmovido al ver la ceniza en mi frente. No lo hago todo bien, cometo errores. Necesito su misericordia siempre de nuevo. Comenta el Papa Francisco: «Hacer las cuentas con Dios es algo muy bonito, porque nosotros empezamos a hablar y Él nos abraza. ¡La ternura! La ternura no es en primer lugar una cuestión emotiva o sentimental: es la experiencia de sentirse amados y acogidos precisamente en nuestra pobreza y en nuestra miseria, y por tanto transformados por el amor de Dios». En mi pobreza de ser polvo, ceniza, tierra, camino hacia Dios de su misma mano. En su misericordia me levanto para comenzar estos días sagrados. Feliz de sentir su gracia, me sostiene.
Tiene el tiempo de cuaresma algo de nostalgia, de tristeza que no puedo erradicar del corazón. La cuaresma es el relato de un fracaso. Es la historia narrada de un amor frustrado. Un Dios que se hizo carne llenando el corazón de alegría, el corazón de los pastores, de los reyes, mi propio corazón. Y ese mismo hombre, ya crecido, no es amado, no es buscado, es perseguido, rechazado, odiado, asesinado. ¿Dónde está la alegría cuando me centro en relatar la historia de un fracaso doloroso? Es como hacer el duelo por una pérdida. Por más que quisiera mantener la alegría en el alma, aflora un dolor guardado. La herida de la traición, del beso maldito. El dolor de los latigazos, los escupitinajos que mancharon su rostro. Los insultos, los desprecios. La rabia de aquellos que eran poseedores del amor de Dios, guardianes del celo por ese Dios que había sido fiel con el pueblo de Israel. Los justos cometen injusticias, como tantas veces los injustos. Deja de ser virtuoso el que cae en un pecado grave. Lo que me muestra esta historia es que en mi corazón, como en todos, habitan el bien y el mal. En una tensión continua. En una batalla por imponer su poder. ¿Podrá el mal imponerse siempre sobre el bien? ¿Vencerá el demonio en todas las batallas? ¿Se vestirá el mal de bien para confundir a los inocentes? Es la cuaresma la historia de un amor que no encuentra eco ni aceptación en el corazón humano. Falta fe, no acaban de creer en ese hombre que era Dios oculto en piel humana. No creen que el amor pueda tener rostro humano. Es más fácil creer en un Dios escondido en las nubes, alzado por encima de las altas cordilleras. Es más fácil creer que ese Dios inmaculado pueda amarme mucho antes que ese Jesús de Nazaret, un joven adulto con corazón humano, con dolores y alegrías, con límites de espacio y tiempo. ¿Cómo puede Dios rebajarse tanto para mostrarme su amor? Es imposible. La bondad pura no la conozco, no la he visto nunca. He visto esa mezcla confusa que sucede en mi propio corazón. Un bien que tropieza con gestos de maldad. Una bondad que se ensucia con pensamientos impuros. Unas intenciones que parecen maravillosas pero están teñidos del color oscuro de mi egoísmo. Vuelvo a recordar como todos los años la historia de una traición. ¿No estaré viendo en esa injusticia mis propias injusticias? ¿No estaré yo escondido gritando detrás de todos los que insultan al Maestro? Me siento parte de esa historia de dolor, que es mi propia historia santa. Porque yo la revivo cada día dentro de mi alma, en lo más hondo. No se impone el bien por la fuerza. No logra el mal acabar con todos los gestos buenos de los que soy capaz. No soy tan malo como parece. No soy tan bueno como pretendo mostrarme. La cuaresma me recuerda que puedo ser mejor y me hace ver que no soy tan malo. Ni una cosa ni la otra. Tal vez es que no acabo de comprender a Jesús. No entiendo sus peticiones. Busco la guerra y Él me pide que siembre la paz. Quiero que se haga justicia y Él no vino para resolver todas las situaciones injustas. Clamo por que tengan misericordia conmigo y Él me pide que sea misericordioso. Quiero seguridades y Él me dice que no me las puede dar, que ni Él mismo tuvo dónde reclinar su cabeza y en el tiempo final de su vida en la tierra estuvo a merced de los que querían su muerte. Quiero alegrías y Él me pide que me mantenga feliz cuando nada resulte como yo esperaba. Hago planes y Él me pide que no me aferre a ellos, que no quiera imponer mi deseo, que mi manera de ver las cosas no siempre es la mejor. Peco y Él me dice que no me escandalice por mi pecado, que jamás voy a dejar de pecar por mucho que lo intente y que lo único que necesito es confiar en su amor cada vez que tropiece. Busco la vida fácil y Él me muestra que el camino normal será el difícil, porque las cosas no suelen salir como yo deseo. No comprendo a este Jesús que empieza a caminar hacia la Pascua al comenzar la Cuaresma. Quiero quedarme lejos para que no se me complique la vida y Él me pide que deje mis miedos y lo siga por el camino. Quizás en eso consista la cuaresma. Una búsqueda de sus pasos en medio del bosque. Sabiendo que no voy a estar nunca solo si soy capaz de aferrarme a su mano. Quiero tener lo suficiente en mi poder para no temer la pérdida de nada y Él me dice que cuando las aguas arrasen con mis seguridades no tengo que perder la esperanza. En medio de ese desierto al que me va a llevar, desprendido de mi orgullo, de mis planes y seguridades, de mis deseos más íntimos, tendré las manos libres para abrazarme a Él y confiar de nuevo. Veo que estos días de cuaresma no son tristes. Son más bien un camino confiado de la mano de Jesús. No sabré siempre lo que me pide. Está claro que no me habla con la claridad que yo deseo. Pero está ahí, en medio del camino. Me ha marcado con una cruz de ceniza para poder reconocerme entre muchos. Quiere que esté alegre en estos días porque el final del camino es la victoria total y definitiva. Jesús vence a la muerte muriendo. Y triunfa en la vida resucitando. Y me dice que nada se acaba sin comenzar de nuevo. Y nada muere para siempre porque la vida es eterna.
¿Cómo se puede hablar de paz en medio de una guerra? ¿Cómo sonreír cuando tantos lloran? ¿Cómo creer que es posible que haya justicia ante tantas injusticias? Cuesta mucho la paz. Es mucho lo que hay que entregar para que surja. La tendencia del alma es provocar la guerra. Desear lo que no poseo. Buscar lo que no tengo. Ansiar lo que no es mío. Exigirlo, pretenderlo, demandarlo aunque no me corresponda. No tengo derecho a ello pero lo deseo. Y si no puedo conseguirlo hago todo lo posible, lo legal o lo ilegal para que sea mío. Me lo ha enseñado este mundo. Si lo quieres lucha por ello, defiende tus derechos. Incluso aunque no tengas derechos, impón tu fuerza. Me da miedo esta pretensión sobre lo que no es mío, ese deseo de marcar mi territorio para que nadie lo invada. Quiero defender mis derechos y quitarles a otros lo que parece ser su derecho. ¿Cómo se establece la justicia? El poder de los poderosos. La fuerza de los violentos. Cuando las palabras no bastan. Y los hechos son las razones más poderosas. La violencia, la muerte, las heridas causadas por despecho. ¡Qué difícil que haya paz en el mundo cuando falta la paz en mi entorno! Yo hago lo mismo. Marco los límites. Establezco las fronteras en torno a mis bienes para que nadie las traspase. Me hago fuerte para responder con violencia ante cualquier amenaza. ¿Cuántas guerras he iniciado en mi vida? Guerras entre amigos, entre parientes, entre hermanos, entre esposos, entre padres e hijos. Guerras sin sangre pero que dejan profundas heridas que no se pueden perdonar. ¿Cómo puedo construir la paz con mi vida? Siendo un pacificador. Alguien que siembre paz con semillas que desde lo hondo de la tierra den un fruto maravilloso. ¿Cómo educo a mis hijos para que un día sean pacificadores? Siendo yo pacífico. Y si me insultan, ofenden, exageran sobre mí, me quitan lo que es mío, no me agradecen, no me valoran, ¿no tengo derecho a responder, a reaccionar, a agredir yo aunque sea solo con palabras? Si quiero ser pacificador no puedo hacerlo. Jesús podría haber luchado para salvar su vida. Podía haber reaccionado con violencia ante aquellos que querían matarlo. Se dejó hacer. Fue manso y humilde. Me impresiona. Quisiera mandar un ejército que acabara con los que comienzan cualquier guerra. ¿Traería eso la paz? Y morir como mártir, ¿trae la paz? No lo sé. Es todo tan difícil, tan confuso. Comenta el Papa Francisco en la exhortación Amoris Laetitia: «Esto me recuerda aquellas palabras de Martin Luther King, cuando volvía a optar por el amor fraterno aun en medio de las peores persecuciones y humillaciones: «La persona que más te odia, tiene algo bueno en él; incluso la nación que más odia tiene algo bueno en ella. Y cuando llegas al punto en que miras el rostro de cada hombre y ves muy dentro de él lo que la religión llama la “imagen de Dios”, comienzas a amarlo “a pesar de”. Cuando te elevas al nivel del amor, de su gran belleza y poder, lo único que buscas derrotar es los sistemas malignos. Alguien debe tener suficiente religión y moral para cortarla e inyectar dentro de la propia estructura del universo ese elemento fuerte y poderoso del amor». Es el deseo de que el amor se imponga sobre el odio. El amor que une por encima del odio que divide. La guerra engendra más guerra, la violencia más violencia. Quisiera ser un pacificador con mis gestos, con mis palabras. Veo junto a mí a personas que siembran guerras sin saberlo. Crean tensiones sin percatarse de ello. Dividen sin ser conscientes de su fragilidad. Siempre la culpa la tienen los demás, nunca ellos, se sienten artífices de la paz y no entienden la persecución que sufren. Se ven inocentes y lo que pasa es que los demás no los comprenden. Los otros siempre están mal. Le pido a Dios que me enseñe a ver cuándo soy yo el causante de las guerras. Cuando divido, cuando desuno, cuando ofendo, cuando insulto, quiero verlo. Que no me aferre a mis derechos, a mis deseos, a mis planes como lo más importante. Que sea capaz de ponerme en un segundo plano dejando que otros sean los que tengan y brillen a mi lado. Las guerras comienzan cuando hay odio. Y normalmente la culpa no la tiene en su totalidad uno de los bandos. Dos no se pelean si uno no quiere. Pero no es tan sencillo cuando son guerras mundiales. En esos momentos sólo puedo rezar por la paz en un mundo en el que odio está tan presente. Quisiera hacer algo más para evitar más muertes. No puedo hacerlo allí donde no alcanza mi fuerza. Dios sí puede hacerlo y por eso rezo y le pido que actúe. Sé que el demonio es el que divide y me hace pensar que por medio de la violencia lograré mis objetivos. ¡Qué lejos de la realidad! La violencia engendra más violencia. El odio trae más odio. Nadie consigue la paz por la fuerza. Es imposible una paz obligada. Hoy le pido a Dios que pacifique mi corazón. Hay rencores y resentimientos que me llevan con facilidad a los insultos, a la violencia física, al desprecio y a la crítica. Hay heridas de amor que no acabo de perdonar, menos olvidar. Y vivo en guerra con el mundo que no me da todo lo que necesito para ser feliz. Quiero mi espacio, mi reconocimiento, mis derechos, mis privilegios. Y los demás tienen que vivir tratando de cumplir mis deseos. Si no lo hacen brota en mi alma la violencia y el odio. Grito y me alzo contra los que quieren mi mal. Si tuviera un corazón pacífico, generoso, humilde, manso. Si no pretendiera tener más que otros, ser más que nadie. Si no buscara a toda costa ser valorado, ser especial. Si sólo pretendiera servir con humildad. Habría menos guerras a mi alrededor y podría sembrar más paz en los corazones.
Miro mi historia sabiendo que Dios me ha conducido siempre con un amor de Padre. Me conmueven las palabras de Moisés que mira hacia atrás y ve lo que Dios hizo en su vida. Es así con la vida de todos los descendientes de Abrahán: «Mi padre fue un arameo errante, que bajó a Egipto, y se estableció allí, con unas pocas personas. Pero luego creció, hasta convertirse en una raza grande, potente y numerosa. Los egipcios nos maltrataron y nos oprimieron, y nos impusieron una dura esclavitud. Entonces clamamos al Señor, Dios de nuestros padres, y el Señor escuchó nuestra voz, miró nuestra opresión, nuestro trabajo y nuestra angustia. El Señor nos sacó de Egipto con mano fuerte y brazo extendido, en medio de gran terror, con signos y portentos. Nos introdujo en este lugar, y nos dio esta tierra, una tierra que mana leche y miel». Es una historia sagrada por la que es necesario dar gracias. El pueblo de Israel mira su pasado y da gracias. Agradece por la vida, por el don que recibe y se conmueve. Así quiero mirar yo mi vida en cuaresma. No soy un terrible pecador. No soy un gran santo. Estoy en el camino y tal vez la mediocridad marca mis pasos. La pereza me impide dar más. El egoísmo me retiene en mi pobreza. Mis miedos no me dejan ser audaz. Mi autorreferencia me lleva a querer ser yo el centro y no dejar que Dios lo sea en mi vida. Porque cuando lo pongo a Él en el centro todo cambia y dejo de pensar que los demás tienen que girar continuamente en torno a mí. El perdón marca este tiempo, la misericordia de Dios. Me lo recuerdan las palabras del Papa Francisco: «Dios perdona siempre: metéoslo, esto, en la cabeza y en el corazón. Dios perdona siempre. Somos nosotros que nos cansamos de pedir perdón. Pero Él perdona siempre, también las cosas más malas». Aunque me sienta el peor pecador sobre la tierra Dios viene a abrazarme en este tiempo, a decirme que le importo y que perdona todo lo que he hecho antes. Yo no perdono con tanta facilidad. Pero Dios sí que lo hace. Me mira conmovido, con dolor al tocar mi pena y me sana las heridas. Limpia mi corazón. Abraza mi alma enferma y me dice que su perdón es mucho más grande que todos mis pecados. Necesito ser más misericordioso conmigo mismo. Quiero perdonarme por las veces en las que no fui capaz de hacer el bien, de vencer mi tentación de hacer el mal. Esos momentos en los que me vi débil. La tentación del demonio siempre aparece ante mis ojos y quiere llevarme por el mal camino. No he resistido porque es atractivo lo que me sugiere con su voz sibilina. Jesús me mira y me perdona. El perdón de Dios es lo primero que veo al comenzar mis pasos por esta cuaresma. Busco la soledad en mi alma para encontrarme con el Dios de mi historia. Por eso la cuaresma comienza en el desierto. En el silencio de un paisaje inmenso me siento solo y a la vez cuidado por Jesús. En la dureza del calor noto el frescor de su abrazo. En el frío que me congela siento el calor de su mirada. Y en ese desierto marcado por la soledad miro mi vida con gratitud agradecido por todo el amor que he vivido. Es mucho lo recibido. En ocasiones me quedo atrapado en los dolores, en las pérdidas emocionales, en las rupturas, los quiebres, los pecados y las caídas. Y entonces me quedo atenazado por el dolor que no me deja mirar la vida con alegría. Y siento que no tengo tanto que agradecer. Como si el mundo y el mismo Dios estuvieran en deuda conmigo, me deben tanto. No es así. Quiero aprender a agradecer. La gratitud es un don de Dios que ensancha el alma. Me hace ver que la última palabra sobre el sentido de mi vida la tiene Él. Conoce muy bien lo que hay en mí, me mira por dentro, no le engaño con mis palabras y apariencias. Ve mi corazón y sabe lo que hay en mí. Ve lo que está limpio y lo que está sucio. Conoce mis luces y mis sombras y me quiere. Entonces lo miro agradecido porque me salva de mis tristezas. Es por eso por lo que la cuaresma es un tiempo alegre para mirar mi corazón agradecido. Jesús quiere que esté alegre y aparte con rapidez la tristeza, la amargura, la desidia, la angustia. La ceniza no me habla de tristezas. Aunque el ayuno me disguste. Y me cueste hacer silencio. Jesús me recuerda que estoy llamado a vivir con alegría. Puedo dar mucho más. Puedo ser más feliz y pleno. Así me lo recuerda: «Ahora voy a ti; pero digo estas cosas mientras estoy en el mundo, para que ellos se llenen de la misma perfecta alegría que yo tengo» Jn 17,13. Que tenga alegría completa. ¿Qué cosas me quitan la alegría? A menudo veo que el mundo consigue entristecerme con facilidad. Y cada vez que lo consigue dejo de sembrar sonrisas. Una mirada, unas palabras que me duelen, un acontecimiento que me quita la paz. La falta de alegría existe en muchos corazones. Es casi una excepción encontrar personas que siempre están alegres y felices. Personas con paz en el alma que viven confiadas y sin miedo a que todo pueda salir mal. Me gustan esas personas capaces de encender a su alrededor una llama de esperanza. Quiero vivir esa alegría plena a la que Dios me invita en el desierto de mi corazón.
Jesús es tentado por el demonio hasta en tres ocasiones. «En aquel tiempo, Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán y durante cuarenta días, el Espíritu lo fue llevando por el desierto, mientras era tentado por el diablo». Son las tres tentaciones más normales en nuestra vida. La primera tiene que ver con lo material, con el hambre que pretende saciar y calmar el vacío que tengo en el corazón: «Todo aquel tiempo estuvo sin comer, y al final sintió hambre. Entonces el diablo le dijo: - Si eres Hijo de Dios, dile a esta piedra que se convierta en pan. Jesús le contestó: - Está escrito: No sólo de pan vive el hombre». Tengo hambre. En mi corazón siento un vacío inmenso, infinito. Y pretendo saciarlo con las cosas del mundo. Quiero ser feliz intentando conseguir que el mundo me sonría. Cuando no lo hace pierdo la alegría y me siento vacío. El demonio me tienta con darme pan cuando lo necesite. Basta con que lo pida. Así es el consumismo en el que vivo. Cuando me falta algo lo consigo. No me cuestiono cuánta falta me hacen las cosas. Simplemente las busco y las persigo. Y en seguida llegan a mi poder. Me lleno de cosas que no me hacen falta. La abundancia me aletarga. No siento nunca necesidad. Me hace bien que me duela no tener ciertas cosas. Me permite desarrollar mi creatividad. Puedo ser feliz con lo que tengo. No necesito lo que siento que ahora mismo me falta. La austeridad es esa capacidad para renunciar. No siempre que tengo hambre me detengo y como. Cuando uno camina a Santiago sabe que tiene que llegar a un pueblo. En el camino no siempre encuentra lo que necesita. El hambre duele y en ocasiones la sed. Ser capaz de caminar feliz con hambre y sed es una experiencia que me ayuda a madurar. Dejo de ser esa persona caprichosa que obtiene todo lo que necesita. No sólo de pan vive el hombre. No sólo de aquello que necesito. Puedo vivir buscando la palabra de Dios que me da vida y esperanza. Cuando desvío la mirada de aquello que me obsesiona comienzo a valorar más otras cosas. El hambre del mundo me preocupa. Hay mucha necesidad que no sé ver. José Antonio Pagola comenta: «Hay que liberar a los pobres del hambre y miseria». Esa hambre es la que me duele. La cuaresma me invita a desviar la mirada de mi hambre y pensar en los que de verdad sufren en su vida. Mi renuncia a ese pan me abre el corazón. La tentación de lo material hoy toca mi corazón. Quiero ser más libre en esta cuaresma.
La segunda tentación tiene que ver con el poder: «Después, llevándole a lo alto, el diablo le mostró en un instante todos los reinos del mundo y le dijo: - Te daré el poder y la gloria de todo eso, porque a mí me lo han dado, y yo lo doy a quien quiero. Si tú te arrodillas delante de mi, todo será tuyo. Jesús le contestó: - Está escrito: Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto». Poder para gobernar, para tener autoridad. Es lo que en ocasiones busco y temo perder. Quiero mandar, que me escuchen, que hagan mi voluntad, Que me sigan y admiren. Quiero vivir en el centro y que nada suceda sin mi permiso. Quiero mandar y que los demás me obedezcan. ¡Cuánta pobreza en mis pretensiones! Siempre hay un deseo de poder en el corazón. El deseo de influir en los demás. El deseo de poder cambiar la realidad para que no sea como es. El deseo de tener a muchos que me obedezcan y logren por mí lo que yo también deseo conquistar. El poder es tentador. Por eso hay tantas personas que abusan de su poder. Porque no hay un límite. Quiero mandar sobre todos los reinos de este mundo. Sobre todas las personas. No quiero que alguien mande sobre mí. El poder es la gran tentación en mi vida. Deseo imponer mi voluntad. Y me duele cuando otros deciden por mí y actúan sin tomarme en cuenta. Es curioso cómo funciona el corazón humano. Nunca es bastante el poder. Puedo influir sobre algunos pero quiero más. El poder puede sacar lo mejor de mí cuando lo vivo como un servicio. Sé que lo importante es servir la vida ajena amando a los que Dios me confía. Entender así el poder político sería increíble. Pero a menudo el poder sirve a mis intereses. Quiero más, necesito más. Me comparo con los que más poder tienen y deseo influir como ellos influyen en la sociedad. El poder es muy tentador. Vivir sometido al poder de otros es lo que no quiero. Y puede que me deje someter para obtener beneficios y ventajas. Dejo de hacer aquello en lo que creo por tener el afecto de los poderosos. Me importa tener poder y ser amado por los que tienen poder. El poder como servicio me vuelve creativo y generoso. El poder como medio para lograr mis fines saca lo peor de mí y puede acabar enfermándome. Así es el poder que no quiero. El poder que lleva a la guerra tratando de imponerse sobre los más débiles. El poder que continuamente está en lucha con otros poderosos tratando de vencer e imponer sus normas y formas. El poder puede acabar deformando mi mirada y llenando de ira y miedos mi propio corazón. Quiero entregarle a Dios el poder que tengo. La autoridad que me ha conferido. Quiero que esté Él en todo lo que hago. Que Él me ayude a liberarme de mi poder, a no aferrarme a lo que me da seguridad. Que no abuse del poder que tengo. Que no explote a nadie ni haga mal a otros para obtener yo un beneficio. Me hace bien tocar la debilidad. Comenta el Papa Francisco: «El Señor no nos quita todas las debilidades, sino que nos ayuda a caminar con las debilidades, tomándonos de la mano. Toma de la mano nuestras debilidades y se pone cerca de nosotros. Y esto es la ternura. La experiencia de la ternura consiste en ver el poder de Dios pasar precisamente a través de lo que nos hace más frágiles; siempre y cuando nos convirtamos de la mirada del Maligno». En la debilidad, desprovisto de poder, toco la ternura y el amor de Dios en mi vida. cuando dejo caer las cadenas de mi orgullo y me muestro indefenso Dios puede entrar por mis puertas abiertas. Me siento en paz y descubro que la vanidad y el orgullo matan la vida de mi alma.
La tercera tentación tiene que ver con la soberbia. Con el deseo de que me sigan y hagan todo lo que yo deseo: «Entonces lo llevó a Jerusalén y lo puso en el alero del templo y le dijo: - Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, porque está escrito: - Encargará a los ángeles que cuiden de ti, y también: - Te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras. Jesús le contestó: - Está mandado: - No tentarás al Señor, tu Dios. Completadas las tentaciones, el demonio se marchó hasta otra ocasión». Ya no se trata de poseer todos los reinos sino de tener un poder que me salve en toda necesidad. La tentación de ser el mejor, el primero, el exitoso. Busco en esta vida que todo me resulte bien. y quisiera que el mundo se plegara a mis deseos. Se me olvida quién soy. Soy hijo, soy niño, soy pobre. Dios puede hacer conmigo una obra nueva, una nueva creatura sólo si me dejo transformar por su amor. Pero si me vuelvo rígido y me quedo atado a mis deseos nada nuevo podrá ocurrir en mi interior. Me gusta la promesa que Dios me hace hoy: «Te llevarán en sus palmas, para que tu pie no tropiece en la piedra; caminarás sobre áspides y víboras, pisotearás leones y dragones. Se puso junto a mí: lo libraré; lo protegeré porque conoce mi nombre, me invocará y lo escucharé. Con él estaré en la tribulación, lo defenderé, lo glorificaré». Dios es el que me cuida. Pero no lo tiento. No lo pongo a prueba. Con frecuencia pongo a prueba a Dios y le digo: «Si realmente me quieres haz esto por mí, sácame de esta enfermedad maldita. Salva a mi hermano, a mi padre, a mi esposo. Salva a los que amo. Porque yo te quiero y me lo has prometido. Y si no lo haces me estarás mostrando que tu amor no es tan grande». Tiento a Dios y su poder. Si me quiere tanto como dice hacerlo, tendrá que hacer realidad todo lo que le pido. Hará posible lo que ahora no veo ante mí. Superará mis miedos y vencerá en medio de mi camino. La promesa es que me librará de mis aflicciones. Pero yo creo que si hago el bien, me porto como Dios espera y digo amarle todo va a ir bien. Pero no es así. Dios no cumple mis deseos al pie de la letra, y en los tiempos que yo exijo. No es así ese Dios al que amo, quien me ama. Su poder no es ese que yo busco y deseo en este mundo. El demonio me tienta y me dice que si lo sigo a él me va a ir mejor. Que si lo adoro a él voy a ser más feliz y voy a ver satisfechas mis necesidades. Y así a veces me dejo llevar por la tentación. No soy como Jesús que resiste en medio del desierto, con hambre y sed. Yo, en cuanto paso necesidad miro al demonio y sigo sus pasos. Me vuelvo su servidor y esclavo. Es tan frágil mi corazón que se deja llevar por sus insinuaciones. Porque lo que me promete el demonio al tentarme son bienes inmediatos. Quiere que me pase a ese lado en el que reina la oscuridad. Me promete que Él me va a dar todo lo que deseo, pero es imposible. Dios es todopoderoso, el demonio es impotente, es una creatura. Y está llena de maldad y egoísmo. No me va a hacer feliz, no va a hacer plena mi vida. Voy a ser un menesteroso siempre si permanezco a su lado. Voy a quedarme solo si busco al diablo como mi abogado y defensor. Sólo Dios ensancha mi corazón, el demonio me lleva a pensar que los demás son mis enemigos, el infierno en esta vida. Me insinúa que tengo que construir mi camino sin contar con nadie, sin amar a nadie. El demonio me hace pensar que siempre los demás están equivocados y yo tengo la razón, porque soy mejor que ellos. Y me tienen envidia porque soy más capaz. El demonio me aísla y hace que no quiera ayudar a nadie ni dejarme ayudar. Vivo en mi mundo feliz, no los necesito. El demonio me recuerda que seré feliz si disfruto cada día sin necesidad de renunciar ni sacrificar nada por amor. En el amor salgo perdiendo. Así actúa el demonio cuando me tienta prometiéndome una felicidad que no me puede dar. Dios sí puede, y Él me da fuerzas para resistir estas tentaciones que me hablan de una felicidad caduca que no llena el corazón.