Homilía del padre Carlos Padilla - 5 de mayo

Domingo 5 de mayo de 2024 | P. Carlos Padilla Esteban

VI Domingo de Pascua

Hechos de los Apóstoles 10, 25-26. 34-35. 44-48; 1 Juan 4, 7-10; Juan 15, 9-17

«No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca»

5 mayo 2024    P. Carlos Padilla Esteban

«Las personas amadas son alegres. Tienen el corazón de fiesta. Alguien las ama de forma incondicional. No tienen que conquistar ese amor cada día. Su alegría se contagia»

Esperanza es otra palabra que surge con fuerza en este aniversario. No espero que las cosas sean como yo quiero cada día. Ni tampoco busco que me vaya siempre bien o que triunfe en todo lo que emprenda. No lo espero, ni siquiera quiero desearlo. Son mis expectativas las que me duelen, cuando se frustran. Quiero vivir con una esperanza que venga de lo alto del cielo. Es esa luz y esa paz lo que más me motiva y alegra. Me gustaría esperar cuando nadie espere. Confiar cuando hayan perdido todos la confianza en mí, en el hombre, en Dios. Luchar cuando no me queden fuerzas y seguir corriendo cuando lo único que desee sea detenerme y dejar de huir de mí mismo. Al mirarme ahora en el espejo del tiempo me impresionan el color de mi pelo, las arrugas de los años, las heridas guardadas, el olor del tiempo que pesa en el alma. Me alegra ver al que soy ahora, más hombre, más niño, más de Dios, con más ternura, con más abrazos y más misericordioso. Mucho más quizás que aquel joven que un día sonreía al tumbarse en el suelo de una Iglesia, dejando que Cristo se recostara sobre él haciéndolo sacerdote para siempre. Con el paso de la vida he aprendido mucho de los hombres y tal vez sea menos rígido que entonces, más vulnerable o tal vez más consciente de mi miseria, más débil y confiado, he ganado tal vez en inocencia. No he conseguido todo lo que podía haber logrado. Miro agradecido el camino recorrido y me alegro feliz por los años que Dios quiera regalarme, abriéndome la ventana del futuro. No sé cuánta vida será, ni cuántos sueños, no sé cuántas fiestas más para dar gracias. Soy lo que soy gracias a las almas que se me abrieron confiadas. Gracias a la entrega de aquellos que me quisieron por ser para ellos un camino hacia el cielo. Gracias al amor de los que me han amado por ser yo, no por un título, no por haber hecho cosas por ellos, me amaron sin yo pedirlo, sin siquiera merecerlo. Me conocían por dentro y no me vieron inmaculado, porque está claro que se ven mis debilidades con tanta facilidad que yo mismo me sorprendo. No puedo esconder mi carne herida pretendiendo ser un ángel, no lo quiero porque un día intuí que ese era mi camino. No me creo poderoso ni tampoco el que tiene las más sabias respuestas. El tiempo me ha mostrado demasiado ignorante. Hay mucho más que podía haber estudiado. Mucho más que podía haber dado. Más luz, más alegría, más esperanza podría haber sembrado a mi paso. Me la guardé a veces por egoísmo o timidez o quizás por miedo a ser rechazado. Ahora siento más que nunca que Jesús me sigue llamando. Siempre a mi lado hay alguien que señala con el dedo desde mi barca y grita: - Es el Señor. Ese día en Galilea fue Juan, el otro era Pedro. Ahora en mi vida ese Juan son otros que tienen la mirada más limpia y aguda y me gritan: - Es el Señor, porque lo han reconocido. Y yo, pobre ignorante, como un loco salto feliz de la barca y voy corriendo porque está vivo, porque me ama. Creo que en este aniversario de forma especial me mirará el Señor feliz y a mí se me pondrá cara de niño. Y le diré que sí, que lo amo con toda mi alma, más que a mi vida. Que no sé cómo decirle que no me abandone nunca. Que me siga sosteniendo por los caminos, sobre todo cuando me falten las fuerzas o dude de estar yendo en la dirección correcta. Cuando me aleje de Él por caminos que conducen a pueblos perdidos y sienta su paso a mi lado sin reconocerlo. Sólo por ti, le diré a Él cuando lo descubra. Sólo por ti, le gritaré al ver que sostiene mi barca, mis remos, mi vida, para que no me hunda. Sólo por ti, le suplicaré al caminar torpemente sobre el agua. Sólo por ti, cantaré al saltar de mi barca y correr hacia una hoguera con un pescado donde me espera. Y entonces Él me dirá con ternura que siga remando mar adentro, donde Él me pida. Aunque haya tormentas y me tiente pedirle caminar sobre las aguas, para que me demuestre que me ama, para ver si es Dios y no sólo un fantasma, como si eso fuera tan necesario para sentirme importante. Jesús me mirará de nuevo, como aquel día siendo joven, cuando me escapaba de Él corriendo y quería hacer mi vida por otro lado, por otros rumbos, sin tenerle en cuenta a Él. Y otra vez, como en mi pasado, puede que me hunda en aguas revueltas y grite: - Sálvame. Sólo por sentir su fuerte mano en mi brazo habrá merecido la pena casi morir ahogado. Y me preguntará sorprendido: - ¿Por qué has dudado? No tendré respuestas, sólo un silencio lleno de vergüenza. Hoy, agradecido, miro el camino recorrido. Mucho más de lo que nunca hubiera soñado. Hoy no sé si haré bien a muchos. Me siento cada día más torpe.  Sólo sé que Jesús me pide que siga a su lado, que no me aleje, que eso es lo importante. No importa tanto lo que haga, sino lo que pueda ser como hijo suyo, como hermano suyo, como otro Cristo aquí en la tierra. En mi carne humana llena de llagas, como las suyas, se verá una luz que no será mía. Y en mi pecho abierto, como le pasó a Juan Diego, se dibujará un rostro, el de María y arderá un fuego que consumirá mi alma. Y sabré que mi vida ha merecido la pena. Sólo por esos momentos en los que, en este camino de vida, he tocado su amor inmerecido, incondicional y santo en el fondo de mi alma y en rostros humanos. Porque soy de carne y de cielo y necesito vivir en el mundo acariciando las alturas. Necesito traer un poco de luz de lo alto para alumbrar mis sombras. Llevo en una vasija de barro un auténtico tesoro que me ha sido prestado por Dios, sólo por una vida. Sólo confío en ese amor inmenso que he recibido y sueño con mucho más, con la vida eterna. Porque el que no sueña muere y el que muere sin sueños ha vivido una vida inútil que no merece la pena.

Tengo claro que elegir significa renunciar. Te elijo a ti y renuncio a estar con otros en este mismo momento. Renuncio al mundo cuando me quedo a tu lado. Renuncio a unos planes maravillosos por acompañarte en tu dolor. Elijo un camino y dejo muchos otros posibles. El mundo hoy me quiere hacer creer que puedo tenerlo todo sin renunciar a nada. Puedo estar contigo y conectado con todo el mundo por las redes sociales y por eso no dejo el teléfono ni desconecto. No logro estar conectado a todo como me prometen. Siento ansiedad por no llegar a todas las vida y hacer todas las cosas que habría querido hacer. Elegir es optar, es seguir un camino dejando a un lado otra vida posible. Las elecciones se juegan en presente, no en pasado, ni en futuro. Puede que haya sido fiel a mis elecciones una serie de años, no por eso está asegurada mi fidelidad. Es posible ceder, caer, olvidar. Dejar de pensar que la elección primera era la correcta y querer buscar otras opciones, otros caminos. Me hace bien tomar conciencia de lo grandioso que es elegir un camino en la vida. No vivir dando vueltas sin sentido, pensando que algún día voy a sentar la cabeza. No elegir es elegir al mismo tiempo, porque pasan las oportunidades y se van los trenes. Y dejan de estar en el mismo lugar las personas y los sueños. O el corazón se apaga y deja de temblar emocionado. Porque las elecciones se juegan en el corazón. En esa emoción que me hace querer elegir y mantenerme firme en el camino elegido. Decía Tim Guenard sobre la familia: «Es como un viaje. A veces hay que citarse en las estaciones de autobús para empezar un nuevo viaje juntos. Es necesario reelegirse. No es suficiente estar casado y vivir juntos». Un sí pronunciado un día tiene el peso que tiene. Luego son las obras, los silencios, las palabras, son el cansancio de recorrer mil caminos teniendo un sentido. No creo que quiera decir no el que dice sí. Pero puede olvidarse de la gracia que va unida a la elección. Cuando opto por amor me viene una gracia del cielo. Algo así como una lluvia fina que me acompaña por el camino. como una brisa suave que sopla en mi espalda recordándome que los pasos que doy son en la dirección que elegí un día. Decirle a Dios que sí es un desafío grande. Es pensar que estoy haciendo lo correcto, lo que Él quiere que haga y lo que yo quiero hacer al aceptar su invitación a seguir sus pasos. Aquí estoy para hacer tu voluntad. Le grito mientras camino sobre las aguas temblando y tratando de no mirarme los pies algo hundidos ya por la fuerza de las olas. Temblar y dudar forman parte del camino. El corazón se sobrecoge ante un sí sostenido. Un sí repetido cada mañana y cada noche. Te elijo a ti, puedo decir enamorado, convencido. Y renuncio a todo lo demás. Dejo de mirar a otros, dejo de soñar con otros posibles sueños ante mis ojos, dejo de esperar un cambio porque lo tengo todo en esa elección milagrosa que un día hice, que cada día repito. Quiero dejar ir todo lo que no elijo, sin retenerlo, sin querer vivirlo al mismo tiempo. No me corresponde, no es mío. Esa fidelidad al sí dado es heroica. Es un salto en el vacío dejando atrás todas mis resistencias. Porque me niego a caer y morir, porque no quiero perder el equilibrio y quiero vivir siendo el dueño de mi vida, de mis pasos. No deseo dejar mi vida en manos de nadie. ¿Y si Dios me lo pide? Entonces me suelto, me dejo caer, muero en un momento de gloria en el que siento que todo se juega para bien de los que aman, de los que eligen, de los que sueñan. Sé que a menudo me dirán que es demasiado difícil. El para siempre parece una losa pesada que hace claudicar todos los intentos de dar la vida. Siempre sí, siempre fiel a la misma elección, siempre siguiendo el mismo camino. Ver la ruta recorrida conmueve porque parecía imposible cuando di el primer paso. Es como el desierto de toda una vida esperando llegar a la tierra prometida. Y un maná bajado del cielo como alimento diario para que el corazón no se acobarde ni se debilite esa voluntad mía que no es tan fuerte. Digo que renuncio y dejo a un lado lo que no me hace bien, lo que no me conviene, lo que no es para mí. Como un niño enamorado me abrazo al que da sentido a mis pasos y repito que sí, que podré si Dios me da la fuerza que necesito. Sólo eso.

Hay muchas cosas que no están en orden dentro de mí. Me gustaría que todo encajara, el corazón en paz, la mente despierta, el cuerpo en forma y los sueños en marcha. Me gustaría tener la ilusión cada mañana de empezar un nuevo día y quisiera poder agradecer siempre al cerrar los ojos cada noche. Como si todo fuera tan fácil y sencillo. Luego veo a mi alrededor tanto dolor, tantas vidas rotas y caminos truncados. Veo tanta infelicidad y tantas traiciones. Hay tanto mal y tanto bien luchando en batallas desiguales. Tanto deseo de hacer el bien mezclado con un deseo verdadero de hacer daño. ¿Cómo pueden unirse el bien y el mal en la propia alma? ¿Cómo puedo llegar a hacer cosas terribles cuando sólo quise toda mi vida hacer el bien? El corazón humano es un auténtico misterio. Y mi cabeza me confunde haciéndome creer cosas que no son verdaderas. Quisiera cambiar de un plumazo lo que no me gusta. Y volver a empezar sobre un lienzo en blanco. Tapando con capas de pintura los errores del pasado. No desaparecen las manchas, ni las marcas, ni las heridas. He querido componer un poema fuera de lo normal para cambiar el mundo. En un intento absurdo por hacer las cosas mejor que Dios, a Él ya no le resulta. He pensado que conmigo comenzaba algo nuevo, diferente. Vanidad del principiante que cree descubrir algo nuevo bajo el mismo sol de siempre. Siguen las luchas y las violencias. Los gritos y las ausencias. Siguen las notas estridentes en una melodía tranquila que muy bien recuerdo. Quiero que siembre Dios en mi alma el bien que necesito y la paz que me falta. Le pido que traiga algo de esperanza cuando yo la haya perdido. Quiero ser portador de su estandarte en todas las batallas en las que luche. Saber que al final llegará el día en el que las guerras habrán acabado. He querido sentenciar diciendo lo que pensaba. Como si al hablar yo tuviera que ser cierto todo lo que diga. El pasado a veces se esconde bajo capas de olvido, para que no me duela más lo que me hicieron. Y al olvidar pretendo construir sobre arenas movedizas. Algo ocurrirá y saldrá de nuevo a la luz lo no perdonado, lo que no he asumido, lo que no he entregado. Decido empezar siempre de nuevo desde el principio. Dios me vuelve a llamar a dar la vida y yo lo sigo. Es como el primer día en mi lago de Galilea, escucho su voz y sigo sus pasos embelesado, como un principiante, como un niño fascinado con su nuevo juguete. Quiero creer que es posible dar la vida aunque me duele el alma. Siempre duele dar, no duele recibir. Quizás recibir hace que me sienta en deuda y no sepa qué hacer. Me gustaría revertirlo y ser yo el que más diera, para que me debieran algo. ¡Cuánto me cuesta recibir de forma gratuita, por no hacer nada, sin que me deban nada! Siento que me desborda el amor recibido y no sé cómo corresponder a lo que me entregan. ¿Tendré que responder para nivelar la balanza? La asimetría en el amor me desconcierta y eso que sé que el amor de Dios es desproporcionado. Vivo en deuda con Él que me lo ha dado todo. Y me ha quitado mucho, también lo reconozco. Esta vida limitada no lo tiene todo. Elijo un camino y abandono otros. Corro el riesgo de equivocarme en cada decisión que tomo. Como si la vida se jugara en esos pasos torpes que doy por los caminos. He aprendido a decir que no para que no me hagan daño.  Y digo que sí a menudo para intentar salvar el mundo. ¿Quién soy yo para salvar nada? He medido la distancia que hay desde hoy al cielo. Demasiado grande, demasiado imposible. No consigo alcanzar las nubes y me duele todo al pensar en lo que nunca voy a lograr, haga lo que haga. Es inmenso el mar que me separa del cielo. Inmenso el cielo que se escapa de mis manos. Si Dios puso en mí corazón un deseo de infinito, ¿Qué puedo hacer con tanta finitud que se me queda en las manos? Como si los límites que mi cuerpo y mi alma me imponen fueran una barrera insuperable para llegar a tocar el cielo. Siento que hay mucho bien posible entre mis manos. Y lograré dar esos abrazos que sanen el alma. Me da miedo fracasar y ser difamado. Pero mi fama vale muy poco cuando miro la historia de la humanidad que se despliega ante mis ojos. ¿Qué puedo hacer para calmar los vientos? Nada, sólo rezar de rodillas e implorar de Dios un perdón que sane mi corazón herido. Porque son muchos los vientos que soplan en mi contra al avanzar despacio. Y muchos los sonidos del mar que atormentan mis silencios. He comprendido que no lo sé todo y no lo podré saber estudie lo que estudie. Sólo leyendo a Dios en las almas que se me abren podré atisbar algo del cielo que se me ha prometido. Me duele tanto el mal que abunda, y lloro con los que lloran por haber sido heridos. Me confunden los deseos de venganza que albergan las almas y me oprime el pecho la furia de los que buscan hacer daño. No sé cómo lograr que mis silencios toquen los corazones que sufren. Mis palabras sólo son luces en medio de la noche. U hojas que se lleva el viento en el fragor de la tormenta. Todo pasa y todo queda. Muchas cosas se guardan en la memoria del corazón, que raramente olvida. Quiero la paz de Dios para emprender el camino y sé que la luz llegará rompiendo las sombras de mis miedos. Sembrará Dios esperanza donde sólo hay angustia. Y acabará con las lágrimas desplegando mil sonrisas.

Me fascina esa Iglesia que surge en la Pascua en la fuerza del Espíritu Santo: «Cuando iba a entrar Pedro, Cornelio le salió al encuentro y, postrándose, le quiso rendir homenaje. Pero Pedro lo levantó, diciéndole: - Levántate, que soy un hombre como tú. Pedro tomó la palabra y dijo: - Ahora comprendo con toda la verdad que Dios no hace acepción de personas, sino que acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea. Todavía estaba hablando Pedro, cuando bajó el Espíritu Santo sobre todos los que escuchaban la palabra, y los fieles de la circuncisión que habían venido con Pedro se sorprendieron de que el don del Espíritu Santo se derramara también sobre los gentiles, porque los oían hablar en lenguas extrañas y proclamar la grandeza de Dios. Entonces Pedro añadió: - ¿Se puede negar el agua del bautismo a los que han recibido el Espíritu Santo igual que nosotros? Y mandó bautizarlos en el nombre de Jesucristo. Entonces le rogaron que se quedara unos días con ellos». Pedro no quería comer animales impuros, no quería entrar en una casa impura de gentiles. No quería ser condenado por Dios porque era judío y creía en la ley judía y todos sus preceptos y no quería incumplirlos. Jesús les había dicho que nada impuro podría entrar desde el exterior en el interior del hombre. Pero Pedro no acababa de creer. Le parecía imposible. La historia de Cornelio es impactante. El Espíritu se mueve donde quiere. En ese momento descendió sobre ellos el Espíritu. Un nuevo Pentecostés sobre gentiles, no ya sobre los discípulos que habían vivido con el Maestro. Ahora es otro momento de Pentecostés, de luz, de alegría, de amor, de esperanza. Me impresiona esa vida que se despierta en el corazón de esos hombres que no habían conocido a Cristo. Así es la Iglesia. A veces siento que quiero encorsetarla en los muros mentales que yo he construido. Quiero limitar el poder del Espíritu Santo y me siento en posesión de una verdad hecha de normas. Digo lo que está bien y lo que está mal. Hablo de lo justo y de lo injusto. Digo lo que corresponde y lo que no. Es como si me sintiera en posesión de una verdad que no es mía, es de Dios, viene de lo alto. Dios puede despertar la vida donde Él quiera. No me necesita a mí para actuar pero me utiliza. Yo soy su instrumento, soy la pieza de una obra inmensa en la que necesita mi inocencia, mi pureza para abrirme a su gracia y dejarme conducir. Nada impuro puede venir de fuera de mí. Los malos pensamientos, los egoísmos, las críticas, los juicios vienen de mi corazón enfermo. Yo soy el que condeno a los demás pensando que yo estoy salvado. Me creo justificado sin estarlo y pienso que mi virtud está por encima de los pecados de mis hermanos. Yo no mato, ni robo, ni blasfemo. Pero sí soy un pecador empedernido que vuelve una y otra vez a caer en las mismas debilidades. Jesús me recuerda que no me define mi fragilidad, que es mi amor de niño lo que me salva y me levanta. Hay una diferencia en la forma de mirar después de la caída. Unos miran al suelo lamentándose de su suerte. Otros miran al cielo preparándose para la siguiente prueba que se vislumbra ante sus ojos. Creo que Dios puede hacer cosas grande en mí cuando le dejo entrar. No es fácil dejarle porque lo cambia todo y me complica la vida. Me gustan las palabras del salmo que me dan tanta esperanza: «El Señor revela a las naciones su salvación. Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas. Su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo. El Señor da a conocer su salvación. Se acordó de su misericordia y su fidelidad. Aclama al Señor, tierra entera; gritad, vitoread, tocad». Me ha dado su victoria, me ha salvado en medio de las dificultades. Me sostiene cuando caigo, tantas veces he tocado el barro y he sentido que no podía. El amor de Dios es inmenso y yo lo alabo por haber pronunciado mi nombre. Me gustaría tener la docilidad de Cornelio y de Pedro. Escuchar en mi corazón la voz de Dios y hacerle caso sin miedo. Si tengo que escuchar a alguien o decir algunas palabras que vienen de Él. Cuando me pide que me calle y simplemente esté acompañando la vida del que sufre. O que me ponga a la sombra y desparezca para que otros brillen y tengan su lugar. Me gustaría tener un corazón más grande para acoger a todos los que caben en mi alma enferma. Pedro dejó a un lado la norma. No puso condiciones para un bautismo que parecía imposible. No dijo que no se podía o que no correspondía. A veces siento que la Iglesia se convierte en guardiana de los sacramentos, tratando de sostener la pureza de la fe. Y tiene cierta razón de ser. Pero hace falta que haya hombres y mujeres capaces de escuchar al Espíritu Santo más allá de las rigideces y de las estructuras. Si la Iglesia no se renueva saltándose de vez en cuando lo que parece prudente no será la Iglesia en la que creemos. Una Iglesia que es misericordia. Un espacio en el que todos puedan encontrar su lugar y sentirse amados. Un hogar donde el enfermo pueda ser sanado y el impuro pueda sentirse más puro. Donde el pecador encuentre perdón y sepa que lo aceptan como es, en su fragilidad, desde su verdad. En esa Iglesia santa y pecadora es en la que sigo creyendo cada día.

¡Qué fácil resulta hoy decir la palabra amor! Amar, ser amado, estar enamorado, amar bien, amar con pasión, amor de amistad, amor de hijo, de padre, amor compasivo. Nazco para amar y ser amado y no siempre puedo decir que lo consigo. Me confieso una y otra vez de lo mismo, no amo como Dios quiere que ame: «Queridos hermanos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados». Dios nos amó primero y de ahí, como de una fuente, proviene el amor divino: «No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido». Yo no elegí a Dios. Él me eligió primero, me llamó por mi nombre, me buscó cuando me escondía. Él está conmigo en medio de las batallas y me busca, me elige, quiere ser mi amigo. En la vida no sólo quiero que me amen, quiero ser el preferido, el elegido, el predilecto. Siempre que escucho que Jesús llamó a los tres más cercanos siento algo de envidia. Yo quisiera ser uno de esos tres, ¿lo sería? Dudo. Quisiera que me eligiera por encima del resto, no sólo que me llamara como a uno más entre una muchedumbre. Y es que no necesito cualquier amor, necesito un amor de predilección. Esto es lo interesante. No me basta que una persona me ame como ama a muchas otras. Quiero ser el primero, el elegido, el consentido. Y si no lo soy sufro, porque me comparo, porque pienso que tengo derecho a esa elección entre muchos. ¿Lo puedo exigir? De ninguna manera. El amor no se fuerza, ni se exige. No puedo obligarte a amarme de forma predilecta. Tú decides cómo es tu amor hacia mí. Y es que el amor, al fin y al cabo, es una elección. «Te elijo entre otras muchas opciones. Quiero estar contigo antes que con cualquier otra persona. Prefiero tu compañía a la compañía de otros. Es a ti a quien busco y elijo, acéptalo, eres especial, mi amor por ti es especial». Es lo que quiero oír. Que me amen de forma especial. Que me quieran más allá de lo que yo los quiero. El amor es esa palabra fácil que se me escapa de los labios. Te quiero, te amo, eres especial en mi corazón. ¿Cómo es mi forma de amar? Hoy Jesús me dice cómo tendría que ser mi amor: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado». Un amor imposible es el que me pide Jesús. Un amor que supone amar como he sido amado. Lo malo es que al mirar mi vida veo heridas de amor. Abandonos, ofensas, agresiones, abusos, desprecios. Y el alma sufre. ¿Cómo puedo llegar a amar cuando he sido tan herido? Si no me han amado de forma sana y madura, si no han dado su vida por mí, ¿cómo va a ser mi amor un amor sano? Amaré desde mi herida. Me buscaré y heriré queriéndote hacer feliz. Te diré que te amo mientras te golpeo. Diré que te quiero más que a nada en este mundo mientras busco enfermizamente mi felicidad. Te diré que eres el más importante en mi camino al mismo tiempo que te abandono o te exijo ser de una manera distinta a como eres. Es tan fácil pedir lo imposible. Es fácil, pero no funciona. Te digo que te amo pero no es verdad, amo una idea que tengo de ti, o amo esa versión de ti que nunca he visto porque tú no eres capaz de realizarla. Te amo desde mis límites, desde mis incapacidades. Digo amarte pero no sé lo que tú entiendes por amor. Creo que amarte es besarte de vez en cuando, o darte un abrazo, o pensar en un regalo que te haga feliz, o dejarte los primeros lugares y pensar en tus deseos antes que en los míos. Puede ser ese mi amor. A lo mejor tú has recibido otro amor desde niño y esperas algo distinto de mi amor. Si no me dices cómo quieres ser amado, ¿cómo voy a saberlo? Te amaré con mi lenguaje aprendido en casa, con las formas que en mi familia eran las normales para expresar el amor. Jesús me pide que ame hasta el extremo, ¿es posible? Amar hasta que duela, amar hasta que entregue la vida por ti. Amarte a ti y morir yo para que tú vivas. ¿Es posible dar la vida por amor? No lo entiendo y me cuesta ese amor imposible. Un amor en la cruz por mí. Un amor de ese Jesús que viene a verme y a decirme que me ama más que a su vida. Ese es el amor de Dios. Un amor que muere crucificado. Porque yo soy amigo de Jesús. Un amor que se convierte en gestos, en formas, en hábitos. Sólo tengo que permanecer en ese amor que Dios me tiene. Me ha elegido y me pide que me quede con Él: «Permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor». Los mandamientos son una consecuencia del amor. Como te amo no me cuesta nada respetarte, tratarte bien, con ternura, con amor. Los mandamientos no son una carga. Los cumplo fácilmente en ese amor que con el tiempo se convierte en una decisión. Elijo cada mañana seguir amándote y dejándome la vida por amor a ti. Esos mandamientos sólo son el cauce por el que corre ese amor que llevo muy dentro. El amor que entrego no es mío, me viene dado.

Cuando me han amado mucho tengo el corazón lleno y desborda. Las personas más amadas son las que aman más y de forma madura. Porque tienen mucho amor para dar. Tienen menos heridas, esperan menos, dan más. Para amar bien debo tener el corazón sano. Y no es tan fácil recomponer mi corazón roto. Cuando me siento muy amado ese amor acaba sanando las heridas. Lleva tiempo, toda la vida. Sanar, perdonar, recomponer, vendar, curar, suturar, llenar de amor cálido: «Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud». Las personas que son capaces de amar bien porque se saben muy amadas son felices. El amor da alegría. Cuando me aman como soy mi corazón se llena de una felicidad estable, duradera, nadie me la podrá quitar. Las personas amadas son alegres. Tienen el corazón de fiesta. Porque alguien las ama de forma incondicional. No tienen que conquistar ese amor cada día, aunque lo hagan porque les sale de forma natural. No llevan cuenta del bien que hacen ni del que reciben. No apuntan el mal que sufren ni el que infringen. El amor puede ser un proyectil que lanzo cuando quiero herir. Amar bien es un arte y exige mucha comunicación para comprender lo que la persona a la que quiero amar necesita para vivir y ser feliz. Puedo amargar con mis formas, con mis palabras, con mis silencios. Queriendo hacer el bien puedo acabar dañando. Es todo un camino de maduración el que necesito recorrer. Para amar bien desde mi realidad. No podré nunca hacer todo lo que esperan de mí. El amor no vive de las expectativas, pueden verse frustradas. No tengo que demostrarte cada día que te amo. Sabes que te quiero y eso basta, es un cimiento firme, sólido, hondo. Nada puede alejarme de ti. En la vida necesito amores así. Amores sólidos que me causen alegría. Amores incondicionales que no cambien de acuerdo con mis comportamientos. Amores que me recuerden cómo me ama Dios. Porque su amor es así, infinito. Jesús me recuerda algo más de ese amor que me tiene: «Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. Y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros». Soy amigo de Jesús y hago lo que me manda. Porque es consecuencia de ese amor que he recibido de su abrazo. Soy amigo de Jesús, no soy su siervo, no soy su esclavo. Soy amigo y sé cuáles son sus sentimientos y sus sueños. Me despierta alegría caminar a su lado y descansar en su presencia. No sé muy bien cómo puedo vivir si no es de su mano. Sólo quiero amar a mis hermanos. Un corazón agradecido y lleno que ama a los suyos. Un corazón lleno de paz que pacifica. Un corazón lleno de humildad que acoge y une. Me pregunto de qué está hecho mi corazón.  

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