Homilía del padre Carlos Padilla - 5 de marzo de 2023
Domingo 5 de marzo de 2023 | Carlos PadillaII Domingo Cuaresma
Génesis 12, 1-4a; 2 Timoteo 1, 8b-10; Mateo 17, 1-9
«Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz»
5 marzo 2023 P. Carlos Padilla Esteban
«La Cuaresma es una oportunidad para recordar el Tabor vivido en el último tiempo. Y para vivir otros Tabores, en los que pueda agradecerle a Dios su elección. Soy uno de los elegidos»
Ir al desierto tiene que ver con dejar todas las esclavitudes de la vida, todos los apegos y distracciones y adentrarme en la paz del corazón. Subir a lo alto de un monte es un proceso de liberación, ascendiendo, dejando atrás lo que pesa, esforzándome por dar un paso más por un camino muy inclinado. Comenta el Papa Francisco: «Como en cualquier excursión exigente de montaña, a medida que se asciende es necesario mantener la mirada fija en el sendero; pero el maravilloso panorama que se revela al final, sorprende y hace que valga la pena». Subir la montaña es siempre exigente. Duele el alma. Romper con el llano es un paso difícil. Cuando asciendo cuestas empinadas, sólo puedo mirar el siguiente paso que tengo que dar. No pienso en nada más, sólo en ese esfuerzo concreto. Vivo el instante presente. El paso siguiente. Miro el sendero para no desviarme y llegar a un sitio diferente. Me cuesta levantar la mirada y mirar a lo alto. Mira el cielo y todo lo que queda abajo, en la distancia. Caminar siempre exige y subir una montaña pide que lo dé todo, que no me guarde nada, que me esfuerce. Cuando llegue a lo alto podré mirar todo con el corazón renovado y feliz. Mientras tanto, la vida es exigente. No tengo miedo de la exigencia. La Cuaresma es un camino largo y duro, porque me exige ir liberando la carga que tengo en el alma. Una mochila ligera, si es pesada no puedo. En este tiempo se me invita a dejar todo para estar a solas con Dios. ¡Cuánto cuesta hacerlo! No estoy acostumbrado al silencio ni a la paz sin ruidos. Añade el Papa Francisco: «El Señor nos toma consigo y nos lleva a un lugar apartado. Aun cuando nuestros compromisos diarios nos obliguen a permanecer allí donde nos encontramos habitualmente, viviendo una cotidianidad a menudo repetitiva y a veces aburrida, en Cuaresma se nos invita a "subir a un monte elevado" junto con Jesús, para vivir con el Pueblo santo de Dios una experiencia particular de ascesis». Me gusta liberarme de mis compromisos, para subir al monte practicando esos métodos ascéticos que deseo vivir. No importa lo que tarde en lograrlo. Corto amarras, salgo de mi comodidad, me desprendo de todo lo que me aturde para estar a solas con Dios. Subo a un monte elevado donde Él me espera para encontrase conmigo y hablarme al corazón. Asciendo de su mano como hoy los discípulos suben al monte Tabor: «En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto». Jesús me elige, soy de los tres predilectos y quiere subir conmigo. Me toma de la mano. Subir siempre exige. Es más sencillo descender que subir. La subida me pide que esté atento, que no me despiste y que sólo piense en que al final voy a descansar en el regazo de Dios. Me detengo a mirar aquello que es una carga. La mochila ha de ser ligera. Y el alma también. Creo que tengo esclavitudes aferradas a la piel. Como dependencias crueles que me rasgan el alma. Hoy escucho: «En aquellos días, el Señor dijo a Abrán: - Sal de tu tierra, de tu patria, y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré». Dejar mi tierra supone dejar mi comodidad, mis rutinas, mis hábitos. ¿Sólo los malos? No, a veces me viene bien cambiar los buenos. Hacer cosas nuevas, innovar. Dejar de hacer algunas, inventar otras, ser creativo. El ayuno es uno de los pilares que se me invita a vivir en Cuaresma: «Cuando ayunéis no pongáis cara triste, como los hipócritas que desfiguran su rostro para que los hombres vean que ayunan. Cuando ayunes perfuma tu cabeza y lava tu rostro». Quiero ayunar en este tiempo de ascenso. No sólo de comida. Quizás es lo más sencillo. Me acostumbro a saciar el hambre que sufro casi al momento. Para no sufrir, para no vivir con un deseo insatisfecho. El ayuno es más amplio. Hay actitudes y hábitos de los que puedo ayunar. Algunos me hacen daño porque hieren mi piel. Son hábitos enfermizos, vicios que se introducen en el alma minando mi voluntad. Ayunar de esas costumbres no es sencillo, porque la fuerza de voluntad es poca para resistir la tentación. Cambiar de hábitos ayuda. Me gusta crear nuevas rutinas que me permitan volar más alto, ascender más rápido. Puedo ayunar también de hábitos que no son buenos ni malos. Costumbres que se dan en mi rutina y que no me vuelven más pesado, ni dificultan mi paso. Puedo cambiar cosas, ayunar de hábitos que no me dejen tiempo para el silencio, para ascender. A veces el ruido a mi alrededor es mucho. Hay ruido en mi alma cuando dejo que las redes sociales se cuelen sin pedir permiso en el corazón. A menudo no es algo malo lo que veo o escucho. Pero el tiempo invertido podría dedicarlo a otras cosas, a Dios, al silencio, a la oración. Además puedo ayunar de ciertas costumbres que no me ayudan. Puedo dejar de meterme en la vida de los demás y opinar sobre ellos. Puedo dejar de hablar mal de mi hermano. Puedo evitar el pecado del juicio, de la condena. Puedo ser más humilde dejando de lado el orgullo y la vanidad, puedo apartar de mí la envidia y el egoísmo que me hacen miserable. El ayuno de todo lo que no es un bien para los demás siempre es positivo. Libero de carga la mochila en el ascenso. Salgo de mi tierra, del espacio que tengo dominado y me pongo en camino arriesgando la vida. Ascender me da paz, subir, siempre subir. Y dejar atrás los problemas, las cosas que me inquietan, las preocupaciones. No puedo resolverlo todo. No puedo dar respuesta a todo lo que sucede. Tiemblo. Y el aire en la subida me calma con su paz.
Llegar a lo alto del monte me alegra. Allí, al llegar, experimento la paz, el descanso y me recreo en esa vista maravillosa que se despliega ante mis ojos. Desde arriba las palabras que hoy escucho las pronuncio en mi corazón: «Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». La experiencia del Tabor es de paz, de alegría, de plenitud. Los discípulos no quieren que acabe ese momento de luz, de gloria. Es Pedro el que le pone palabras a los que los otros sienten. Están bien ahí porque todo parece en armonía. Hay lugares y momentos en mi vida donde puedo decir lo mismo. ¿Qué momentos son esos? Si pienso en mis últimos meses, ¿cuándo he podido decir esta frase? Días en los que todo parecía que iba bien. Todo estaba en orden. Todo parecía controlado. ¿Qué es lo que me da más alegría en la vida? Un lugar seguro y bello. La paz de un espacio sagrado. Hay lugares así en mi vida. Espacios seguros donde no tengo que defenderme de nada, de nadie. Lugares asociados a personas ante las cuales puedo ser yo mismo, sin máscaras. Puedo ser auténticos, sin pretensiones, sin artificios, sin ostentación. No necesito demostrar a los demás que valgo, que mi vida es importante, que lo que hago merece la pena. En esos momentos, con esas personas, siento que todo tiene sentido. Y en la vida trato de encontrarle un sentido a todo lo que me pasa. Al dolor, a la cruz, a las dificultades. Trato de que las piezas del puzle encajen. Intento que la armonía reine en mis relaciones. Y cuando eso sucede en momentos muy contados, en lugares concretos, descanso en paz y sonrío. Siento que ya los problemas casi no pesan. Y los pecados pueden ser dejados atrás. Siento la paz, la luz, la belleza. Jesús se reviste de blanco: «Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz». Jesús revestido de blanco, de luz. Poco antes les ha dicho que lo van a matar. Y en ese momento les muestra que su vida no es de este mundo, que su reino nunca va a morir. Parece decirles que no teman, que todo va a salir bien. La pureza de su vestido, la luz que transmite su rostro. Todo parece estar bien y además Moisés y Elías: «De repente se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él». La ley y los profetas. La antigua y la nueva alianza. Parece que todo es perfecto y encaja, todo tiene sentido. No hay poder que pueda acabar con esa sensación que están viviendo. Allí, en lo alto de la montaña, la vida parece tener una explicación lógica. No tienen miedo de nada, todo va a ir bien. Ellos sonríen en lo alto del monte. ¿Cuánto he vivido algo semejante? Ojalá, al subir al santuario en el monte, pueda decir siempre lo mismo: ¡Qué bien estoy aquí! No quiero que acabe nunca esta sensación de plenitud. El otro día leía un relato de esa sensación de paz, de plenitud: «Por primera vez, escuchabas la voz clara, certera que te llamaba. Comenzaste a hablarle al Altísimo de manera directa, tus propias palabras se tornaron tus oraciones, una manera de hablar y de escucharle. Una paz enorme se diseminó en todo tu cuerpo. Cerraste los ojos. Los músculos se aflojaron, las lágrimas brotaron. Algo parecido a la alegría, una revelación. Estabas lleno de Dios. Le abriste la puerta y te habitaba, su luz era más grande». Algo así vivieron los discípulos en el monte Tabor. Se encontraron con el Dios de sus vidas cara a cara. Y desearon que ese momento de consolación no pasara nunca. Me gustaría vivir así este tiempo de Cuaresma. Es una oportunidad para vivir en el monte. Y sentir allí que la paz me inunda y un consuelo inmenso desciende sobre mí. Siento que todo está bien, que no debo temer nada. Que la vida es fugaz y en la eternidad Dios me espera siempre para decirme que confíe, que me abandone en sus manos, que no me deje llevar por las angustias y ansiedades. Desde lo alto, la ciudad se ve a lo lejos. Diminuto todo lo que veo. Las águilas de cerca me indican que mire al sol, a lo más alto y confíe. Dios no se va a bajar nunca de mi vida, de mis sueños. Puedo seguir creyendo y esperando. Tal vez no todo esté realmente en orden, pero allí parece que sí. Los presagios de la futura muerte de Jesús no desaparecen del recuerdo de sus discípulos, están grabados a fuego. Pero el Tabor esa como un bálsamo. Es una oportunidad estar a solas con Dios y descansar. Recuerdo con gratitud los momentos de Tabor vividos en mi camino. En lo alto del monte pienso en las personas que son Tabor para mí. Junto a ellas desaparece el miedo y ya no hay soledad. Hay personas que me llevan al cielo con su sola presencia. Me da paz escucharlas, estar a su lado, caminar mil pasos sin sentir el cansancio. Me consuela saber que Dios no me va a dejar nunca y me regala experiencias de Tabor para que no dude de su luz. La Cuaresma entonces es una oportunidad para recordar todo el Tabor vivido en el último tiempo. Y para vivir otros momentos de Tabor, de monte, en los que le pueda agradecer a Dios su elección. Soy uno de los elegidos. No todos subieron con Jesús. Yo quiero subir y no quedarme abajo mirando con envidia a los que subieron. Seguro que a mí me llama a su lado. No dudo de su amor, de su cercanía en mi vida.
En lo alto del monte está María esperándome. Allí Dios me revela el sentido de mis pasos, de mis esfuerzos. Y en medio de mi descanso escucho hoy una voz de Dios en el Tabor: «Una nube luminosa los cubrió con su sombra y una voz desde la nube decía: - Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo». El Hijo amado, el predilecto. Jesús está revestido de blanco. Elías y Moisés están a su lado. Parece que hablan entre ellos. Miran hacia delante confiados. Hay mucha luz, mucha paz. Es como si el final de la batalla fuera una victoria. No hay miedo en el Tabor, no hay dolor ni pérdidas. Y Dios habla a los discípulos, me habla a mí, como me lo recuerda el Papa Francisco: «La voz que se oyó desde la nube dijo: «Escúchenlo» (Mt 17,5). Por tanto, la primera indicación es muy clara: escuchar a Jesús. La Cuaresma es un tiempo de gracia en la medida en que escuchamos a Aquel que nos habla. ¿Y cómo nos habla? Ante todo, en la Palabra de Dios, que la Iglesia nos ofrece en la liturgia». Todo parece perfecto, por eso Pedro pone en palabras lo que el alma siente. Quieren quedarse allí, seguros, para siempre. La voz de Dios se escucha con fuerza. Jesús es el Hijo amado de Dios. Igual que en el Jordán vuelve a manifestar Dios quién es Jesús. Es su hijo, es el amado. Y los discípulos se llenan de temor ante lo desconocido: «Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto». Surge el miedo. Esa voz se graba en su corazón sobrecogiéndolos. Tiemblan ante el poder de Dios. Son pequeños, son niños indefensos. El amor es el mensaje. El Hijo amado es el predilecto. Recuerdo entonces que el amor es lo importante. El amor es el antídoto para vencer el miedo. Cuando alguien me toma de la mano y me dice: «No tengas miedo, todo va a salir bien». Sus palabras me calman igual que cuando era niño me calmaban las palabras firmes y seguras de mis padres. En esos momentos no tenía miedo si ellos estaban conmigo, si me aseguraban que no se iban a ir nunca. El amor es el consuelo, es el pilar más firme en mi vida. Cuando me sé amado todo lo demás pasa a un segundo plano. Las grandes crisis comienzan cuando no me sé amado. El rechazo, el odio que recibo, la traición, la infidelidad, el engaño, el olvido. Todo eso va minando mis seguridades. El amor incondicional, el que permanece haga lo que haga y pase lo que pase, es la única certeza que permanece en el tiempo. El amor de los hombres, cuando me aceptan en mi pobreza sin exigirme nada a cambio de su amor. El amor que me protege cuando me siento abandonado y desprotegido. En lo alto del monte la voz de Dios resuena en mi alma. Yo soy ese hijo amado y predilecto. Yo descanso en las manos de un Dios que no me va a dejar nunca abandonado. Sus palabras me tranquilizan. Decía el P. Kentenich: «El amor de Dios es la ley fundamental del mundo. Esta ley no sólo tiene una importancia teórica sino también una importancia práctica muy honda. Ustedes lo intuyen... Quien se afirme realmente con toda el alma sobre el terreno de esta ley, tendrá la base desde la cual modelar, entender y formar su vida». Si lograra asentar mi vida sobre esa afirmación. Dios es amor, Dios me quiere por encima de todas mis deficiencias y fragilidades. Me quiere pase lo que pase. No me rechaza, no me ahuyenta, no me niega su misericordia, no me ignora. Yo sí lo hago con el que me ofende, con el que no es como yo, con el que no actúa como yo deseo. Mi amor es condicional. El de Dios es incondicional. Necesito subir al Tabor muchas veces para que resuene en mi alma esta frase una y otra vez. Para que no me olvide. Porque la vida y los desengaños me hacen pensar que no valgo, que no sirvo para nada. Y por eso voy mendigando amor de los hombres como un enfermo. Por eso les exijo que me amen siempre y me lo digan, me lo demuestren. Vivo de rodillas ante los hombres pidiéndoles que cambien sus golpes en abrazos. Pero no siempre ocurre y vuelvo a tocar la aspereza del desamor. Me duele el alma al caminar. Necesito momentos de Tabor, de cielo, en los que poder recordar lo que me dijo Dios en el bautismo siendo niño. Soy su hijo amado, soy su predilecto. Y tengo una misión. Me tienen que escuchar porque voy a hablar de Él, de su bondad, de su amor puro y grande, de su mirada que me levanta por encima de todas mis miserias. El amor es más fuerte y es lo único que puede hacerme cambiar. Ni siquiera el miedo a un castigo tiene tanta fuerza como el amor. Puedo actuar un tiempo movido por el miedo a las represalias. Pero no dura mi buen comportamiento. En cuando vea lejos al que me va a castigar, volveré a dejarme llevar por la corriente. Lo único que me puede cambiar es el amor de Dios. El amor de los hombres me hace mejor persona. El amor que recibo sin merecerlo. El amor que se perpetúa en el tiempo en medio de mis dolores. Sé que no puedo cambiar ni ser santo si el amor de Dios no me levanta cada mañana de mi barro, de mi mediocridad, de mi fragilidad y me eleva a sus ojos.
En sus miedos los discípulos no saben qué hacer. Jesús se acerca a ellos y los calma: «Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: - Levantaos, no temáis». Parece una orden sencilla. Pero no lo es. ¿Cómo puedo dejar de tener miedo cuando vivo temeroso? ¿Cómo dejar de temer las desgracias cuando me cercan mis enemigos? Entre las nubes esa voz no parece calmarlos al principio. Y Jesús los insta: «No estéis tumbados sin hacer nada. No tengáis miedo». Me lo dice a mí cuando me tumbo y me escondo porque tengo miedo. Y sólo quiero hacer tres tiendas y quedarme quieto donde estoy. En esa paz mortecina del que no se arriesga, del que no sale de su comodidad, del que vive tranquilo encerado en sus fronteras, por miedo a salir y arriesgar la vida. Decía el Papa Francisco en la JMJ de Río de Janeiro: «Debemos tener el corazón libre, que pueda hacer lo que piensa y lo que siente. ¡Ese es un corazón libre! Solidaridad, trabajo, esperanza, esfuerzo, conocer a Jesús, conocer a Dios y fortaleza, ¿un joven que vive así tiene el corazón triste? No. Ese es el camino. Pero para eso hace falta sacrificio, andar contracorriente. Hagan lío pero también ayuden a arreglar y organizar el lío que hacen. Un lío que nos dé esperanza, que nazca de haber conocido a Jesús». Hacer lío significa vencer los miedos que me paralizan y ponerme en camino hacia mi hermano. Tiene que ver con la limosna que me pide Dios que entregue en la Cuaresma. Es el tercer pilar: «Cuando hagas limosna, no lo vayas trompeteando por delante como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles, con el fin de ser honrados por los hombres; en verdad os digo que ya reciben su paga. Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así tu limosna quedará en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará». Hago limosna, hago lío. Salgo de mi comodidad. Me aventuro hacia mi hermano que me necesita. Sin mí no puede encontrar paz, ni un sentido a su vida, ni seguridad. Me necesita. Y yo sólo tengo que ponerme en camino a su encuentro. Después de estar en el Tabor no puedo quedarme allí, tengo que bajar con Jesús. Ya nunca iré solo: «Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo. Cuando bajaban del monte, Jesús les mandó: - No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos». Ellos no comprenden pero la experiencia del amor de Dios los mantiene llenos de vida y esperanza. Se llevan en su alma lo mismo que Dios le dijo a Abrahán cuando dejó su casa: «Haré de ti una gran nación, te bendeciré, haré famoso tu nombre y serás una bendición. Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré a los que te maldigan, y en ti serán benditas todas las familias de la tierra. Abrán marchó, como le había dicho el Señor». Se llevan, como Abrahán, la bendición de Dios, su promesa. Bajan bendecidos y llenos del amor de Dios. El enviado es un apóstol que sale del encuentro de Dios lleno de su presencia. Y por eso la fuerza de sus palabras y gestos viene de Dios. No son ellos los que hablan, es Dios en ellos. Cuando los discípulos bajan del Tabor ya no son los mismos, algo ha cambiado en su corazón. Han sentido la presencia de Dios en sus vidas y se han puesto en camino. Dar limosna es algo a lo que me invita la Iglesia especialmente en Cuaresma. Quiere que me pregunte quién me necesita al bajar del Tabor. Quiere que me dé con autenticidad y coherencia. Que entregue lo que hay en mi interior. Quiere que no escatime, que no mida lo que entrego, que no haga cálculos humanos. Mi limosna quiere ser generosa. No doy de lo que me sobra, doy de lo que me hace falta. Pienso en el poder que tiene mi egoísmo. Mi problema es más importante que el de los demás. Mis preocupaciones parecen prioritarias. Mis necesidades tienen que ser satisfechas antes de pensar en los que más necesitan. Dar limosna es un acto de amor. La limosna no sólo son bienes materiales. También lo son, pero no solo. La limosna es la entrega de mi vida, de mi amor, de mi tiempo. Es mucho lo que puedo dar, pero me duele darlo. Dar hasta que duela, decía la Madre Teresa. Pero duele muy pronto. En seguida me duele el alma y no quiero dar más. Porque no recibo nada a cambio. No me dan en la misma medida. Y me comparo con los que dan menos, con los que se guardan. Soy como ellos. Sólo doy cuando sé que voy a recibir algo a cambio. Cuando sé que voy a tener éxito. Cuando estoy seguro del reconocimiento de los demás. Quiero que los hombres sepan lo que hace mi mano derecha. Quiero que sepan que soy generoso, que doy todo lo que tengo, que gasto mi vida amando. Quiero bajar de mi Tabor, como Cristo bajaba del monte cuando iba a orar, para preocuparme de los demás. La cuaresma se hace vida en mí cuando salgo de mis miedos y me pongo en camino al encuentro del hombre tendido a la orilla del camino. ¿Quién me necesita? ¿Dónde quiere Dios que entregue la vida? ¿Qué necesidades puedo atender entregando todo lo que hay en mi corazón? Dios ha puesto en mí talentos, ha llenado de paz mi alma. Quiere que entregue esa paz, esa serenidad, esa luz que viene de lo alto.
Hay algo en el corazón que busca siempre la predilección. Busco ser preferido, elegido, buscado, admirado. Más que los otros, de forma única. Y quizás me molesta que otros sean más predilectos que yo, más amados. Me parece precioso que Dios diga con rotundidad que Jesús es el predilecto. Quiero oírlo también dicho para mí. Quisiera en realidad que me lo dijera a mí y a nadie más. Que no todos sean los predilectos, porque así no funciona. Si todos son predilectos yo ya no soy el preferido. Hay muchos, son muchos. Los discípulos discutían entre sí quién era el más importante. En realidad el deseo es ser el más amado y por eso el más importante. Me gusta figurar, estar por delante de otros, resaltar. Amo la predilección. Que me prefieran, que me amen. Y cuando veo que alguien se me adelanta en esa carrera, me lleno de rabia. Surgen entonces los comentarios. ¿Tú has visto a este lo que hace? ¿Te has fijado? ¿Te diste cuenta? Y comento con los demás para buscar apoyo. Claro, así me siento más seguro. Me molestan los que parecen predilectos, elegidos, preferidos. Ellos no valen tanto como yo. Me molesta que los elijan a ellos antes que a mí. ¡Qué triste cuando eso sucede dentro de la misma Iglesia! Jesús lo vivió entre aquellos a los que amaba. A cada uno lo amaba a su manera. Y ellos competían por su amor, por su predilección. Eran como yo, tenían un corazón herido, humano. ¡Cuánto daño me hace la envidia! Deseo lo que otros tienen. No me conformo con lo que vivo. No lo hago con alegría. No disfruto. Porque me comparo. Y en las comparaciones siempre pierdo. Alguien es más querido, más respetado, más buscado. Y yo no. No sé por qué la envidia se mete en el corazón y lo llena de rabia, de dolor. Reacciono con críticas cuando duele el alma. Siento que no me eligen a mí y comienzo con los chismes. ¡Qué tristeza cuando las críticas surgen en personas que se llaman cristianas, devotas de María, hijos predilectos de Dios! ¡Qué dolor cuando los falsos testimonios convierten la mentira en verdad! Cuando digo muchas veces algo que es mentira y a muchas personas, parece que es verdadero. Me creo mi propia mentira y los que me escuchan sienten que es verdad. Se crean corrientes de opinión. Es fácil opinar de todo, de todos. Y cuando dejo caer mis opiniones sobre el mundo, ya nunca más podré recogerlas. Quedarán esparcidas sembrando dolor y maldad. ¿No será mejor que aprenda a guardar silencio? ¿No soy capaz de decirle al que critica a otros y levanta falso testimonio que mejor se calle? Me da vergüenza hablar. Callo y parece que con mi mutismo confirmo sus intuiciones, sus mentiras con apariencia de verdad. Es fácil quitarle la fama a una persona. Basta con esparcir mis opiniones, mis juicios, mis condenas. No me callo, hablo y digo lo que siento, lo que pienso. Y todo porque quiero ser predilecto y que los demás no lo sean. Quiero ser amado más que cualquiera. Quiero ser el importante y el centro en todo lo que sucede. Y si no lo soy, me rebelo, me indigno, me enojo. Y la envidia y los celos envenenan mi corazón. a Jesús lo matan porque su vida es un escándalo para los que ven peligrar su lugar en la sociedad, en el mundo. Y Jesús tiene un éxito que ellos desean. Y además Jesús no los prefirió a ellos, buscó a unos pescadores sin formación, a unos pecadores a los que parecía no exigirles nada. Es fácil dejar caer la sospecha sobre esas personas a las que quiero y odio casi a la vez. Busco que me elijan a mí y si no lo hacen las odio. y dejo caer sospechas. ¿Han visto lo que hace? La sospecha es algo terrible. No tengo pruebas. Pero sí sospechas, y las comparto. Para que todos me apoyen y así poder deshacernos de aquel que no me ama como yo deseo. La predilección de la que me habla Jesús es algo sagrado. Yo soy predilecto, elegido por Él. Sabe cómo soy y me elige. No lo hace por compasión. Le gusta como soy, ama mi belleza, se alegra en mis fracasos y en mis éxitos. Porque ha mirado mi corazón de niño, de hijo. Y lo que quiere es que no sufra comparándome con nadie. Él me ama con locura y de forma única y especial. A cada uno lo ama de esa misma manera. No me afecta. Cada uno tiene su lugar en el corazón de Dios. Y en la vida habrá personas que me amen más que a mí. Y habrá otras que con su amor limitado amarán más a otros. No me importará. Sentiré que Dios sigue mandando personas para recordarme cuánto me ama Él. Porque su amor sí que es incondicional y único. Él me elige siempre, aunque otros no lo hagan. No me comparo. No sufro por esas pequeñeces. No juzgo, no condeno, no critico a otros buscando que sean menos queridos por los demás. Callo, ¡cuánto bien me hace el silencio! Si supiera enaltecer a mi hermano, hablar bien de los que me hacen daño. Halagar a los que tienen éxito. Dicen que el verdadero amor se alegra con el bien que vive mi hermano y sufre, y llora con sus desgracias. Ese es el amor sano que no busca imponerse ni prevalecer. El amor humilde que ve siempre en el otro una perfección que él no posee. Se humilla a sí mismo sin pretender tener los primeros lugares, los asientos más destacados. Si fuera más humilde me callaría sin pretender que los demás me quieran más, me busquen más, me elijan a mí.
No voy solo, no camino solo al encuentro de Dios. La Iglesia es una comunidad, una familia. Comenta el Papa Francisco: «Quiso que esa experiencia de gracia no fuera solitaria, sino compartida, como lo es, al fin y al cabo, toda nuestra vida de fe. A Jesús hemos de seguirlo juntos. Y juntos, como Iglesia peregrina en el tiempo, vivimos el año litúrgico y, en él, la Cuaresma, caminando con los que el Señor ha puesto a nuestro lado como compañeros de viaje». Camino con mis hermanos esperando el encuentro con Dios: «Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti. Nosotros aguardamos al Señor: Él es nuestro auxilio y escudo. Los ojos del Señor están puestos en quien lo teme, en los que esperan su misericordia, para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre». Camino con otros en este tiempo de desierto. No vivo solo mi fe. Una de las cosas que más me impresiona es descubrir que no hay un solo cristiano que esté solo. Seguir a Jesús es ir con otros. Apoyándonos, sosteniéndonos, ayudándonos. La Cuaresma es una salida de mi soledad para encontrarme con mi hermano. No es un tiempo de penitencia en soledad. Es mucho más que eso. Todo lo que vivo lo vivo en comunión con los que me acompañan. Esa experiencia es la que me salva. Decía Sor Verónica, fundadora de Iesu Communio: «Precioso encontrar en la vida creyentes. Tú no estás viviendo sola. Detrás descubres una cadena de creyentes que están rezando por ti». No camino solo. La vida es muy larga y difícil. Hay muchas personas que me apoyan y rezan por mí. Muchas vidas entregadas en oración por mí. Muchas cosas que alguien hace por mí sin que yo sepa. Esto me anima. No depende todo de mí, de mi esfuerzo. ¿Qué hago yo por mi hermano? Importa lo que ofrezco por la santidad de mis hermanos. Es valioso mi vida sacrificada. Estoy acostumbrado a vivir cómodo y bien. La Cuaresma me invita a darle un sentido a mis renuncias, a mis sacrificios, a mis sufrimientos. El capital de gracias que entregamos en el santuario sucede en lo secreto de mi corazón. No tengo que alardear y presumir de lo que hago. ¿Qué intención oculta mueve mis acciones? Veo que hago cosas buenas esperando ser reconocido. Busco el agradecimiento. Que el mundo sepa cuánto entrego, cuánto doy. No me gusta renunciar sin que nadie sepa. Sólo Dios sabe, sólo Él conoce las intenciones que escondo detrás de mi bondad. Espero mucho, quiero más. No hago las cosas en mi cuarto esperando sólo la recompensa en el cielo. La Cuaresma me enseña a aportar mi grano de arena, lo que puedo dar, nada más que eso. porque la salvación no se merece: «Él nos salvó y nos llamó con una vocación santa, no por nuestras obras, sino según su designio y según la gracia que nos dio en Cristo Jesús». Todo es misericordia, gracia, amor de Dios en mi vida. Y yo busco que las cosas sean merecidas. Quiero recibir pago por mi entrega. Y que el mundo sepa. Vivir en comunidad la fe, es un aliciente para subir más alto, para llegar más lejos. No me quiero despistar, no me quiero olvidar. Muchos caminan a mi lado y me sostienen. Y yo sostengo a muchos. Vivo en un tiempo de apariencias. Lo que se ve es lo que cuenta, lo que no se ve no existe. Si no hay foto, es que no estuve allí. Parece que sólo vale lo que se ve. Y no dejo que se vea lo que no me gusta de mí mismo. y lo que me gusta quiero que todos lo aprueben. Busco enfermizamente que los demás me quieran, me aplaudan, me valoren. Me importa más lo que piensan ellos. Mucho más que lo que pueda pensar Dios. Cuando en realidad sólo él conoce mis intenciones, mis fragilidades y mis fortalezas. Sólo Él sabe lo que persigo cuando hago algo concreto. Conoce mis entrañas. Ha sufrido conmigo y sabe lo que necesito para ser feliz. Quiero ser capaz de dejar ver a los demás lo que intento ocultar obsesivamente. Cuando me escondo no consigo nada. No necesito la aprobación del mundo para ser feliz. No le puedo dar ese poder al mundo sobre mi felicidad. No puedo hacerlo, pero lo hago. Dependo de lo que escucho, de lo que me cuentan. Vivo atormentado cada vez que alguien me critica o juzga, cada vez que malinterpretan mis actitudes, cuando escucho comentarios negativos que cuestionan mi fama. No puede ser que el mundo tenga derecho a hacerme infeliz. Sólo Dios me va a mirar a los ojos en el último momento de mi vida, sabiendo lo que hay en mi corazón.