Homilía del padre Carlos Padilla - 4 de junio
Sábado 3 de junio de 2023 | Carlos PadillaDomingo de la Santísima Trinidad
Éxodo 34:4-6, 8-9; 2 Corintios 13:11-13; Juan 3:16-18
«Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna»
4 junio 2023 P. Carlos Padilla Esteban
«Las grandes victorias se logran después de miles de pequeños fracasos. El héroe que vence, no lo hace por su poder, sino porque una mano lo sostiene en la adversidad y lo eleva»
Cuando desconfían de mí yo también desconfío de los demás. Hace daño la sospecha cuando la sufro en mi piel. Esa duda que otros vierten sobre mí y todo lo enturbia. Esa duda que se instala en las relaciones y acaba socavando los más firmes cimientos. ¡Cuánto dolor provoca la desconfianza! Cuando siento que alguien desconfía de mí, por lo que hice, por lo que cree que hice, por lo que dije, por lo que dejé de hacer, por lo que otros dijeron de mí, mi corazón sufre. Duelen esas dudas que otros han sembrado sobre mí. Han dicho, han pensado, han hecho. Es tan fácil hablar mal del prójimo y verter la sospecha sobre su imagen. Cuesta muy poco mancillar un nombre, una fama, una vida. Sea verdad o no lo que digo. Sean hechos concretos que yo interpreto y juzgo. La sospecha duele. Se siembra la duda y cuesta volver a confiar en esa persona de nuevo. Lo que me dijeron sobre él pesa más que lo que yo sé sobre su persona. Pesa más que lo que él es, o que lo que él realmente hizo. ¿Cómo puedo saber si hizo lo que dicen que hizo o dijo lo que le atribuyen y ponen en su boca? No hay manera de tener una certeza. Pasó hace tiempo o no hay testigos. Puedo confiar en quien lo dice y desconfiar de quien se habla. O puedo poner en duda las acusaciones y creer en aquel a quien se cuestiona. De mí depende. Creeré en el juicio que yo me he hecho antes sobre él. Creeré en el conocimiento directo que tengo sobre su persona. Y pondré en duda lo que dicen. No me lo creeré todo. Esperaré a hablar con él, que él me diga lo que ocurrió. Y cuando soy yo de quien desconfían, entonces será diferente. ¡Qué duro resulta seguir caminando hacia delante cuando he sufrido la desconfianza de mi hermano! Surgen los miedos. Nadie volverá a creer en mí. Mi imagen ha quedado manchada, mi fama, mi reputación. Ya no me admirarán, ni me querrán. La sospecha, como un aceite viscoso, mancha mi ser, mi vida, mi historia, la sombra que proyecto en este mundo. Nadie creerá en mí. Duele la desconfianza sobre mi persona. En esos momentos tendré que creer en mí, en mi bondad, en mi camino. Miraré al cielo. Volveré mi rostro a Dios buscando su amor y su confianza. Y los que me quieren de verdad no se apartarán de mí, eso lo sé, me da paz. Por otro lado es difícil volver a confiar en quien me ha fallado una o más veces, en aquel que no hizo lo que prometió y quedó en deuda conmigo. En ese que no estuvo a la altura que yo esperaba y me falló, dejó insatisfechas mis expectativas. Brota la decepción. Nacen la duda y la sospecha. Quisiera volver a confiar después de que me han fallado. Sé que la confianza que recibo es la que me permite creer en el camino que recorro. Me quita la tristeza y me da alegría. Y lo mismo sucede con la confianza que doy a otros. Esa confianza recibida es la que les permite creer en ellos mismos, en sus posibilidades, en sus capacidades. Es un don muy frágil que se puede romper fácilmente y cuesta mucho que crezca y se haga fuerte en el alma. La confianza se puede romper por culpa de una infidelidad, de un abuso, de un error. Y esa herida de la desconfianza es demasiado profunda en la piel del alma. Cuesta tanto volver a confiar en el que me ha hecho daño. Los hombres dan confianza pero es frágil. Sé que sólo la confianza de Dios es la que me sana y reconstruye por dentro. Creer en el amor que Dios me tiene. Sentir su mirada positiva sobre mi vida. Así me ama Dios, de forma incondicional. Cree y confía siempre en mí. Sentir esa confianza me levanta. Aun así necesito que haya personas que crean y confíen en mí como imágenes imperfectas de Dios. Jesús conoce mis límites, pecados y carencias mejor que nadie, es cierto. Y me sigue llamando a dar la vida amándome de forma incondicional. Su amor me sostiene. Me pide que no desconfíe, que luche, que entregue lo que tengo desde la humildad. ¿Es posible dar confianza a otros cuando yo he sufrido en mi piel la desconfianza de los demás? ¿Es posible creer en lo bueno de los que se me confían cuando otros no han creído en mi bondad y a lo mejor tampoco yo mismo he tenido tanta fe en lo que había en mi corazón? Necesito guardar experiencias humanas de confianza. Sé que Dios puede hacer el milagro y darme una confianza que los hombres me hayan negado. Deseo ese don divino y anhelo la confianza de los hombres. Quiero que alguien en mi vida, de forma limitada, me muestre el amor de Dios.
Sufrir una pérdida es algo muy habitual. Sufrir la ausencia de un ser querido le pasa a todo el mundo. Lo complicado es saber de vivir el duelo por las pérdidas. Es importante, cuando sufro una ausencia, una pérdida, una desgracia, llorar por el dolor que sufro. Las pérdidas no son reemplazables. Si se va un ser querido no vendrá nadie que lo reemplace en mi alma. Leía el otro día: «Pero la muerte... La muerte no tiene opciones ni posibilidades. Llega, se marcha y solo te deja instantes, recuerdos, sentimientos; y depende de nosotros qué contendrá esa maleta invisible con la que cargaremos después. De nosotros depende su peso. Porque entre la añoranza y el arrepentimiento hay todo un mundo»[1]. Cuesta tanto dejar ir a quien se ama. ¡Cuánta gente hoy no es capaz de vivir el dolor y hacer el duelo! Ellos mismos niegan el sufrimiento, dicen que no hay dolor o que este ya está superado, olvidado, que han pasado página, que ya no importa. A veces lo hacen para tranquilizar a los que quedan a su lado. Ellos no ayudan y quieren ver rápidamente bien a quien está sufriendo. No aguantan su dolor y les exigen un cambio inmediato. No soportan las lágrimas. «Ya ha pasado mucho tiempo, déjalo ir, sonríe, no sufras», les dicen, tratando de animarlos. Por ellos, para que no sufran, pero también por ellos mismos, ya que no les gusta el dolor de aquel al que aman. Quieren que sonría y vuelva a ser como era antes de la pérdida. Desean incluso que olvide, que no mencione a quien ya no está. Y entonces las pérdidas se convierten en un tema tabú. No se puede hablar del difunto, del ausente, del que rompió la relación. Para que no haya más lágrimas, para no abrir la herida. Mejor reprimir, aunque no se olvide el dolor que hiere. La tentación de reprimir siempre está al alcance de mi mano. Es fácil tapar, no hablar, callar. Y sufrir sin que nadie lo sepa. O no sufrir, tapar y escapar de mi propio dolor. Siento que es necesario dejarse el tiempo para llorar, para escribir sobre lo que ha pasado y, lo importante, tiempo para dejar ir a quien tanto he amado. Ayuda mucho tematizar las pérdidas. Hay que darles la importancia y el valor que tienen. No hay sufrimientos inexistentes. Son reales. Sufro porque me duele. Y no puedo olvidarlo y pasar página como si no hubiera sucedido nada. Así no funciona el corazón. Las heridas sangran y duelen. Y si no me tomo en serio mi sufrimiento, en algún momento me acabará pasando factura. Además tengo que ser capaz de dejar ir a quien ya se ha ido. No me afanaré por retenerlo en el tiempo, en el espacio. Eso no significa traicionar a quien he amado. El olvido nunca será posible. Pero sí podré dejar ir, perdonarlo por su partida, no guardar rencor. Y así el dolor sale, dejo que fluya. Para poder hacer este proceso necesito profundizar en mi alma. Quiero ir a lo profundo del corazón. Siento que me cuesta hacerlo. Me quedo en la superficie de las aguas. No me sumerjo en lo más íntimo de mi corazón. Decía el P. Kentenich: «A la totalidad del cristianismo contemporáneo le falta lisa y llanamente interioridad. ¡La vida interior se está extinguiendo!»[2]. Vida interior, raíces hondas, silencio, mucho silencio para poder oír el paso de Dios por el jardín de mi alma. Aprender a perder el tiempo ante un paisaje, dejando que pasen los minutos, las horas. No buscar que todo en mi vida sea productivo y útil. Dejar que se me escape la vida en el huerto sellado de mi alma, con el Señor. Si supiera hacer las cosas bien. Más vida interior para trabajar esos temas no resueltos en mi corazón. Hay heridas que he tapado llenando mi vida de cosas innecesarias. Para no sufrir, para no llorar, para seguir caminando. He tapado lo que sentía, lo que me dolió. He rehuido del perdón porque no me sentía capaz de darlo. O porque simplemente no quería perdonar a quien me había hecho daño. Pensaba que lo estaba exculpando de su responsabilidad. Y no quería. Y entonces se han acumulado días en mi vida, tapándolo todo. Por eso he evitado rezar o confesarme. Para no tener que ver lo que estaba desordenado en el alma. Introspección, ¡cuánto cuesta mirar dentro del alma! ¡Qué difícil volver a esos recuerdos en los que me siento culpable, o alguien más es el culpable! Necesitaré ayuda en ocasiones para detenerme y pensar, rezar, callar. Tiempo para sacar los pequeños muertos que han ido ganando espacio en la memoria de mi alma. Reescribir mi historia para saber si tengo que perdonarme a mí mismo por las cosas que no salieron como yo esperaba, o deseaba. O dejar a un lado las cosas que me cuestan de mi vida. Necesito más interioridad, navegar en las aguas oscuras de mi corazón. Me da miedo enfrentarme con viejos fantasmas y emprender aventuras muy complicadas. ¿Y si no salgo ileso de la lucha? ¿Y si después de todo sigo dolido, herido, incapaz de perdonar? No lo sé, tengo que hacerlo, nadie me exime del esfuerzo. Quiero aceptar mi vida con todo lo que he vivido. No puedo volver al día anterior a mi dolor. Miro al cielo esperando que el Señor me mire conmovido y me sonría. Siempre alzo la mirada a lo alto. Dios me ama tanto, no me olvida. Yo callo y navego en las aguas revueltas de mi mundo interior. Me adentro con Jesús en mi barca, no me deja nunca.
Me han preguntado a menudo si he fracasado en mi vida cada vez que me ha ido mal. Me quieren hacer pensar que han sido un fracaso todas mis derrotas. O si fracaso cada vez que no logro alcanzar el objetivo que perseguía. Y yo me acabo creyendo que soy un fracasado, un desastre al que todo le sale mal. Simplemente porque no he ganado siempre, no he llegado el primero a la meta en cada carrera, o no he rebasado a todos con mis fuerzas, talentos y capacidades. Me hacen creer que la vida consiste en ganar siempre, en obtener un título, en alcanzar un logro que nadie más ha conseguido. Pretendo estar por encima de las expectativas. Dejar contentos a todos los que, expectantes, observan mi vida esperando a ver si triunfo o fracaso. He visto que en las victorias me surgen nuevos amigos. Algunos se acercan a mí y quieren estar ahí para la foto. Cuando me va bien, cuando he triunfado, según dicen el mundo o las estadísticas. Y cuando no soy el primero o no destaco no aparece nadie junto a mí en las fotos, nadie me busca, nadie me sigue. Creo que en esos momentos distingo mejor a los amigos de los conocidos. Y sé dónde se encuentran los que de verdad me valoran y aprecian. En esos momentos comprendo que la vida no consiste en tener éxito o fracasar. No todo lo que me sale mal es un fracaso. No todo lo que me sale bien es un éxito. La cruz es el más absoluto de los fracasos y es precisamente el camino hacia la vida. No tengo siempre claro lo que busco en el camino. No sé muy bien si estoy donde tengo que estar o haciendo lo que debo hacer. No me complico, no me exijo victorias que dependen de la suerte. No me maldigo cada vez que no logro estar a la altura. El crecimiento no es lineal, tiene altibajos. A veces me parece que he retrocedido. Luego veo que estoy a otra altura y tengo más madurez. Los años no siempre aportan sabiduría, a veces sólo canas. Aun así cada día que pasa aprendo algo. Y suelo entender más cosas después de una fuerte caída. No siento que sea un fracaso cuando lo he intentado todo y he dado todo de mí sin llegar a la meta. Es más bien una posibilidad entre muchas, sólo uno gana. Y hacer las cosas bien no significa necesariamente tener éxito. Mi vida detenida en el presente es un momento de cielo. Ya esté venciendo en ese momento, o perdiendo. Lo que cuenta es mi actitud. Los éxitos y las derrotas son dos impostores. Ni uno me lleva a la alegría permanente. Ni el otro podrá hundirme en una tristeza constante. Fracasar no entra en mis categorías. No fracaso cuando lucho por caminar un día más. No soy un fracasado cuando no logro los objetivos marcados, porque el camino es lo que cuenta. Crezco sin que nadie lo note. Y en cada caída me hago más fuerte, tengo más resiliencia y más capacidad para llegar al cielo. Una vida corta no es un fracaso, porque en un solo día puedo sembrar cientos de semillas de eternidad. El fracaso es no intentar jugarme la vida cada día de nuevo. Es un fracaso no creer en mí mismo, en mis posibilidades. Es un fracaso perder la fe en el hombre, en el futuro, en mis sueños. Es un fracaso caer en la tristeza sin ver la salida. Es un fracaso quedarme solo y no pedir ayuda. Sí, es un fracaso no luchar hasta el final aunque acabe saliendo derrotado. Porque las derrotas no son un fracaso, nunca lo son. Quiero vivir cada día como una nueva oportunidad que Dios me da para entregar lo que tengo. El sueño que llevo dentro se alimenta de mi esperanza. No le tengo miedo a las derrotas, no podrán hacerme mella. La vida es grande cuando lo doy todo, cuando mi sueño llena el alma y me hace pensar que estoy aprovechando cada momento que me brinda para amar. Porque amar nunca es un fracaso, aunque muchos se cierren a mi amor y no quieran recibirlo. La cruz de Jesús no fue un fracaso, podía parecerlo desde fuera. En esa cruz estaba escondido el mayor amor del mundo. Sólo unos pocos lo recibieron ese día como misericordia. Y desde ahí se abrió una fuente que llegó a todo hombre. El mayor de los éxitos no fue reconocido. Una victoria no vale más cuando todos la aplauden. Mis pequeñas victorias, esas que nadie ve, valen igual que aquellas que el mundo valora. Mis pequeños éxitos me ayudan a seguir luchando y mis caídas me hacen pensar que la vida me dará nuevas oportunidades. La pérdida de un ser querido me duele muy dentro. Me abre un camino al cielo y me lleva a alzar la mirada a las estrellas cada día, esperanzado. Gracias a la fuerza de los que me aman puedo caminar una etapa más de mi camino. Gracias a los que creen en mí incluso cuando yo haya dejado de hacerlo. Las desilusiones no me llevan al desánimo. La vida me dará nuevas opciones cuando aprenda a confiar en la mano misteriosa que me acompaña. Cuando crea que el amor que no se entrega se seca dentro y muere. El amor que se entrega siempre es una victoria. Aun cuando a cambio de amor reciba odio, indiferencia o desprecio. En todo caso amar siempre es un triunfo. Y las grandes victorias, esas que el mundo admira, se logran después de miles de pequeños fracasos y caídas. El héroe que vence, no lo hace por su poder, sino porque una mano misteriosa lo sostiene en la adversidad y lo eleva hasta el cielo.
Celebrar la fiesta de la Santísima Trinidad es una oportunidad para pedir el don de la comunión. Dios, en su naturaleza trinitaria, es la comunión de tres Personas que se aman y se relacionan en perfecta armonía: «Dios es Trinidad, tres personas. Y como el ser humano es imagen del Dios Trino, de ello pueden inferir cuán hondamente anclado debe estar el instinto social en el hombre»[3]. Soy un reflejo de este amor de Dios Trino por eso necesito amar y vincularme a otros. El amor de Dios es un amor que se dona y entrega totalmente. Un amor entre estas tres Personas. El Padre ama al hijo, lo acompaña en la encarnación y permanece unido al Verbo desde toda la eternidad. El fruto del amor entre el Padre y el Hijo es el Espíritu Santo. Tres personas unidas en un mismo amor. No hay división, no hay tensiones. Una comunión perfecta que se convierte en modelo para mi vida. Quisiera yo vivir en comunión con Dios y con mis hermanos. La unidad y el amor fraterno son esenciales en mi vida para crecer, soy un ser social, no estoy solo en este mundo. La Trinidad es ese amor divino que se da y se recibe. Un amor perfecto donde no hay envidias, ni egoísmos. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son distintos pero son un mismo Dios, un único Dios. No hay confusión, cada Persona mantiene su originalidad, no la pierde. Esta unidad en la diversidad es un modelo para mí que tiendo a masificarme o a separarme. Cuando amo quiero aprender a respetar al que es diferente y amarlo sin desear que cambie. El verdadero amor regala la unidad en medio de la diversidad. No es tan fácil amar así. En ocasiones mi amor a mi hermano quiere hacerlo semejante a mí. Me molestan sus diferencias, me alejan. No soporto que aquel al que amo tenga puntos de vista diferentes a los míos. Si eso sucede me alejo de él. No lo quiero tanto, porque no acepta mi forma de pensar y no la comparte. Amar al que es diferente es un don de Dios. Amarlo sin querer limar las diferencias. El amor verdadero regala la semejanza pero sin acabar con la originalidad de cada persona que ama. Pienso en mi forma de amar a los demás. Me gustan los que me apoyan, comparten mis puntos de vista, siguen mis directrices, hacen lo que yo espero de ellos. ¡Cuánto me cuesta aceptar la originalidad de los demás! Digo que sí con los labios, luego no lo vivo en el corazón. El respeto al que no es como yo es un fruto del amor verdadero. Amo al que es diferente a mí y lo acepto tal y como es, sin querer cambiarlo. Amar las diferencias es un ejercicio muy sano que ensancha mi corazón. Amo lo que el otro ama, aunque a mí al principio no me guste. Acabo amando sus opciones de vida, aun cuando no siempre las comparta. Apoyo su camino aunque no sea el que yo hubiera deseado para él. El amor trinitario es así. Es unidad en la diversidad. Comunión respetando las diferencias. Es un amor que no quiere cambiar al otro y ese amor es el que yo deseo. La Trinidad es un testimonio vivo del amor eterno entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Es un amor perfecto y sin límites que se da y se recibe. Este amor trasciende mi capacidad de comprensión porque yo amo de forma limitada y muy torpe. Tengo pecado en mi corazón. El amor que veo en la Trinidad supera todas mis capacidades. Y me dice que estoy llamado a amar de esa forma única, con un amor que sea reflejo del amor trinitario. Eso me impresiona. ¿Seré capaz de amar así algún día? Quiero ese amor que no pone límites. Yo llevo cuentas del bien que hago y del mal que recibo. Busco siempre el equilibrio en la entrega. Sufro la ausencia de signos de amor cuando los esperaba. Me acuerdo de los errores que la persona amada ha cometido y no los olvido. No logro perdonar todo el daño que me ha hecho el que dice amarme y sé que puede hacerme más daño incluso quien no me ama. De quien me ama no espero nunca nada malo y tengo muchas expectativas puestas en su amor. Cuando no se cumplen sufro. Deseo que me quieran más de lo que yo mismo quiero a nadie. Que me cuiden como yo no cuido a nadie. El amor es asimétrico, lo sé, y no puedo pretender que haya un equilibrio imposible. Cada uno ama desde su historia, desde sus límites. Ama con ese amor que ha aprendido. Tiene sus formas de decir te amo y de perdonar las ofensas. Tiene cada uno su manera original de amar. Amo desde mi historia personal. Sé que el amor que doy y me guardo es porque yo mismo tengo mis heridas y amo desde mis límites. Quisiera amar de forma perfecta, enalteciendo siempre al otro, sin juzgarlo, sin condenarlo con mis palabras o mis actos. Quisiera hablar bien de la persona amada en toda ocasión. Yo mejor que nadie conozco sus defectos, sus límites, pero no los expongo nunca ante otros, no lo dejo en evidencia, no hablo mal de él y no quiero dañar su imagen. El amor sano no tiene envidia. No desea más de lo que posee. Se alegra de la vida como es. No se empeña en lo que no puede ser. Acepta la vida como es, con alegría.
La Trinidad me habla de un hogar en el que poder echar raíces. Me muestra esa necesidad que tengo de vivir anclado: «Dios mismo es un ser ligado a un nido. No por debilidad, sino por plenitud de vida. Porque Dios es Trinidad, tres personas»[4]. Necesito vínculos que me lleven más allá, al cielo. Busco un nido. El hombre de hoy no tiene un nido en el que descansar. Vive sufriendo ansiedad y angustia porque no tiene un hogar. Añade el P. Kentenich: «Cuanto más profunda se hacía la vinculación a Dios, al apostolado y a la Santísima Virgen, tanto más profunda y cálida se hacían también las vinculaciones sensibles- naturales al lugar y a todo lo que constituía el hogar»[5]. Vincularme a Dios Trino me lleva a encontrar un hogar en el que descansar. ¿Dónde descansan mis miedos y ansiedades? ¿A qué lugar seguro vuelvo siempre para encontrar la paz? Dios se manifiesta en mi historia personal dándome un hogar. El Dios Padre en mi vida me muestra su misericordia. Quiero descansar en un Dios que es Padre compasivo. Cuando descubro el verdadero rostro de Dios puedo sentirme en casa. Sé que su amor no se muestra poniéndome normas. Simplemente me abre caminos de felicidad que yo puedo elegir o dejar atrás. Me gustaría sentir siempre ese apapacho de Dios, ese abrazo hondo, haga lo que haga. Cuando vengo con los deberes bien hechos. Y cuando pienso que he caído y traicionado todos mis principios y buenos propósitos. En toda circunstancia Dios Padre es el símbolo del hogar al que puedo regresar cada noche, cansado, al final de un día de fatiga. El amor de Dios es ágape. Un amor que desciende sobre mí y se abaja a la altura de mis ojos, para decirme que me ama como soy. No quiero perder esa imagen de Dios en mi alma. Ese rostro bondadoso que me mira conmovido cada vez que regreso a casa. Ese Dios me busca, no me deja nunca, camina conmigo y sabe lo que necesito para ser feliz. Me recuerda cada mañana que tengo una misión por delante y me da la fuerza para no desfallecer por el camino. Me dice que soy su hijo predilecto. Ese Dios Padre es el que se ha aparecido en mi vida. A través de la alianza de amor con María me adentré en su jardín sellado, donde Dios pasea por mi alma. Y allí le miré a los ojos y supe que me quería como era, en mi pobreza, en mi pecado. Me rescató de mis miedos, me salvó de mi culpa y sanó mis heridas. La Trinidad se ha revelado en la historia de la Iglesia en el tiempo. Ese Dios Padre quiso mandar a su hijo al mundo para rescatarlo de su pecado, de su fragilidad. Quiso darle la fortaleza del amor. Y así el Verbo tomó carne en María y se hizo hombre. «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna». La fe de esa niña abrió a Dios la puerta del mundo. Hizo falta un corazón puro e inocente como el de María para que se abriera la puerta del corazón de los hombres. Y Jesús, hombre y Dios, pasó haciendo el bien, perdonando a todos, amándolos. Miro a Jesús en mi vida. Me llamó cuando me escapaba en otra dirección. Vino a mí a decirme que yo era lo más valioso que tenía. Me salvó cuando yo estaba perdido. Me dijo que en la carne se manifiesta su amor infinito. En la carne temporal y caduca. Y así amó, en abrazos finitos, en palabras finitas. Todos sus gestos contenían la vida eterna. Y todas sus palabras señalaban el cielo. Ese Jesús hombre vino a mi vida a mirarme a los ojos. sS puso a la altura de mi vida para caminar conmigo y navegar en mi barca. Así se manifestó ese Dios hombre en mi propia historia. Me enamoré de Él por el camino. Fue María de nuevo la que me llevó hasta Él. La Madre me reveló el rostro del Hijo. Y yo me sentí amado por Él, mirado con misericordia, elegido entre muchos sin merecerlo, perdonado cuando la culpa me consumía. Ese Jesús hecho hombre vino a mi historia, al momento concreto en el que me invitó a seguir sus pasos y pasar toda mi vida a su lado. No lo dudé. No porque yo le hiciera falta sino porque a mí me hacía falta seguir sus pasos y estar siempre a su lado. Para no tener más miedo. para confiar en que su amor iba a salvarme en todas las necesidades. Y luego, cuando Jesús ascendió a los cielos, envió Dios al Espíritu Santo. Desde siempre ese Espíritu ilumina mis caminos, da vida a mis muertes, sana mis heridas. Ese Espíritu me ayuda a encontrar claridad cuando estoy confundido. Me da fuerzas cuando me debilito. Me perdona cuando creo que me he perdido. Hace crecer el amor en mi pecho y ensancha mi alma para que en ella quepan muchos. Endereza lo que se tuerce en mi interior. Suaviza lo áspero en el trato con mis hermanos. Me ayuda a ser compasivo con el que necesita mi amor misericordioso. Me permite hablar una lengua que otros entiendan. Me pone en el corazón del que sufre haciéndome empático. Me arrulla cuando experimento una soledad que duele muy dentro. Me enciende en un fuego permanente, como recién encendido, cuando siento que algo dentro de mí se está apagando. Despierta en mí el amor hacia mis hermanos, hacia los que están más lejos. Me une salvando distancias con los que no logro encontrar. Me ayuda a comprender esos caminos misteriosos por los que me lleva Dios. Me regala la paz cuando vivo en tensión peleándome con el mundo. Me da alegría cuando la tristeza intenta empañar mi ánimo y quitarme la esperanza. Necesito implorar cada día la venida del Espíritu Santo que llene de luz lo que hago y ahuyente todas las sombras.
Por último, el Dios Trino al que amo, me envía en una misión única que sólo yo puedo llevar a cabo. Como Jesús envió a sus discípulos al mundo, también soy enviados a compartir el amor de Dios con mis hermanos. Me dice que no tenga miedo, que Él estará conmigo. Hoy hago mías las palabras de Moisés que no quiere caminar solo: «Al instante, Moisés cayó en tierra de rodillas y se postró, diciendo: - Si en verdad he hallado gracia a tus ojos, oh Señor, dígnese mi Señor venir en medio de nosotros, aunque sea un pueblo de dura cerviz; perdona nuestra iniquidad y nuestro pecado, y recíbenos por herencia tuya». Y así sucedió con el pueblo escogido. Así ocurre en mi vida cada vez que, como Moisés, me postro ante Dios. Imploro su misericordia y le pido que no se olvide de mí. Sé que la misión desborda mis fuerzas. No me siento capaz para hacer lo que Dios me pide. Y eso que reconozco que algo vibra en mi interior al pensar en lo que quiere de mí. Hago mías esas mismas palabras: «Señor, Señor, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad». Me encomiendo a su misericordia y a su clemencia. Él no me va a dejar solo, eso lo sé. Intento hacer lo que me pide Dios. Quiero obedecer y seguir su camino. No es tan sencillo hacerlo. Me faltan las fuerzas pero sé que la misión que pone sobre mis hombros no es excesiva. En realidad no pesa, su yugo es suave. ¿Cuál es la misión que tengo en esta vida? Esta pregunta inquieta a muchas personas. ¿Basta con tener una familia, un trabajo, un lugar en el mundo para sentir que esa es mi misión? A veces no basta. El corazón tiene una sed de infinito que nada en este mundo puede calmar. El alma desea el cielo. Y a veces la tierra queda pequeña. Siempre uno siente que puede hacer más. Puede dar más. Puede amar más. Puede entregarse por entero en cada cosa que hace. Esa es la experiencia que tengo. Busco darme, abro puertas, emprendo caminos y siempre surge de nuevo la pregunta: ¿En eso consiste tu misión? Y dudo. Puede que sea algo más. Otros hacen más, con más fecundos, más intrépidos, más valientes. Y yo me conformo con una vida cómoda, en un nido seguro. ¿Es eso lo que Dios me pide? Surgen las dudas y el corazón tiembla. Necesito con frecuencia que Dios me haga ver si estoy en el camino correcto. A menudo será su abrazo el que sostendrá mis pasos y me dirá al oído que no tenga miedo, que no me afane por demasiadas cosas, que la vida es corta y no es mucho lo que puedo dar. Basta con estar donde Dios me quiere. En esta tierra concreta, haciendo lo que me pide a través de otro, a través de las voces en mi alma. No tengo que responder a las expectativas de todos. ese no es el camino. Pero sí puedo encontrar en muchas de las demandas que vivo la voz de Dios diciéndome que sí, que siga luchando, dejando mi corazón en todo lo que hago. a menudo, más que hacer muchas cosas concretas, la clave estará en cómo las hago. importa más estar donde Dios me quiere. Y si no desea que siga ahí me abrirá nuevas puertas, dibujará ante mí nuevos caminos. Mi misión entonces puede que no sea demasiado llamativa o espectacular. Puede que no ponga sobre mis hombros demasiado peso. No importa, es lo que a mí me toca, lo que puedo realizar. No dudo en su amor. Dios quiere que camine seguro, sin miedo y recorra este mundo dando amor. Los frutos son de Dios. Él sólo necesita mi amor, mi humildad, mi entrega generosa, mi pasión por la vida, mi mirada inocente. Necesita que sea yo un reflejo de su misericordia entre los hombres. Que regale paz con mi mirada, mis palabras, mis abrazos. Necesita que salga de mi comodidad para ayudar al que lo necesita y sostener al que ha caído. Mi misión se va desvelando cada mañana a la luz del Espíritu. Dios me va diciendo que luche, que siga, que busque, que no me acomode. lo que me asusta es aburguesarme y quedarme quieto. Me da vértigo dejar de soñar, esperar y desear más de lo que tengo. Me preocupo cuando me veo cansado, lento o acomodado. Cuando siento que las cosas que me pasan son todas buenas y bastan para ser feliz, como si no necesitara nada más en este camino. Me da miedo convertirme en alguien mediocre y mundanizado. Alguien que vive lejos de Dios. Por eso le encomiendo a Dios Trino mi misión. Que en la fuerza de su Espíritu me haga ver lo que tengo que elegir cada mañana y lo que tengo que dejar para poder volar más alto, más lejos.