Homilía del padre Carlos Padilla - 4 de febrero

Sábado 3 de febrero de 2024 | Carlos Padilla

V Domingo tiempo ordinario

Job 7, 1-4. 6-7; 1 Corintios 9, 16-19. 22-23; Marcos 1, 29-39

«Se levantó de madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se marchó a un lugar solitario y allí se puso a orar»

4 febrero 2024    P. Carlos Padilla Esteban

«Jesús nunca se cansa de salir, de ir al encuentro del que le busca. Me gustaría ser así yo. Pensar más en los demás que en mí mismo»

Dicen que si hago silencio escucharé una voz. Será la mía, la de Dios. Se calmarán los vientos, dejarán de agitarse los mares en mi interior. Si guardara silencio y se calmara el ruido. Si no hubiera nadie gritando junto a mí. Si ni siquiera el mundo emitiera un sonido. Tan solo esa lluvia que cae en mi ventana. Rompiendo los silencios a los que quiero huir. Escapando de todo lo que llena mi alma, de agitación, de vida, de dolor y de cruz. Quiero comenzar pronto. Levantarme despacio. Avanzar sin prisas. Para no levantar sospechas, para que nadie me detenga. Tengo el tiempo en mis manos, soy dueño de mis decisiones y de todas las montañas que se elevan frente a mí. Dice una canción de Ismael Serrano: «Si se callase el ruido oirías la lluvia caer… Quizás podríamos hablar y soplar sobre las heridas. Quizás entenderías que nos queda la esperanza». Me gustaría acallar el ruido que llevo dentro, que tengo fuera de mí. El ruido de los que gritan, de los que insultan. El ruido de los que denuncian y acusan. El ruido de los que critican y condenan. El ruido de los que empujan y no me dejan avanzar porque quieren ellos llegar antes. Hay tanto ruido que no oigo dentro de mí la voz de mi conciencia, ni la voz de un Dios escondido que me dice cuál es el camino que he de tomar. Dudo a veces de los caminos correctos. Creo yo más bien el camino que me llena de esperanza y me conduce a la plenitud. Hay caminos de ida y vuelta. Atajos malintencionados que demuelen mi alegría. Sueños llenos de verdad que los confundo, porque el ruido y los gritos me llenan el alma de niebla. Como una nube baja que no me deja ver el día, ni las montañas, ni la vida a los pies de una cima alta coronada por un santuario. Si se callara el ruido podría volar más lejos con la fuerza de un silencio que me llene el alma de paz. Si se callara el ruido y mi voz no se oyera, siento que resuena con fuerza en medio de la humanidad. Y no quiero que mi voz grite sin palabras. No deseo vivir una vida hueca. No quiero que la muerte de algunos venga a avisarme de la precariedad de mis días. Quiero vivir con el alma anclada en el cielo. En un vuelo de águila que remonta las nubes soñando con imposibles. No quiero gritar más fuerte que otros para hacerme oír. No quiero mentir con palabras ni con silencios. No deseo que otros crean que soy alguien diferente al que ven. No me escondo detrás de ninguna máscara. No quiero que piensen que soy mejor o más santo. La verdad duele, siempre duele. Como esa herida abierta en mi pecho que busca el consuelo del amor de Dios. Siento que el silencio me confronta con mis verdades más íntimas y me asusta comprobar que soy mucho menos de lo que había soñado y mucho más quizás si dejo que Dios me invada con su fuego de nieve. Siento en lo profundo una voz que reconozco. Como aquella misma voz que un día me hizo creer, confiar, soñar. Esa voz que me llamó pronunciando mi nombre con voz clara. Sé que los días son largos cuando el miedo es fuerte. Y todo el tiempo vuela cuando hay esperanza. No quiero llegar a una encrucijada del camino y sentir lo que leía el otro día: «Había tantas cosas que no sabía, que no había experimentado. Errores que necesitaba superar. Futuros que imaginar. Que intentar. Por mí y para mí»[1]. Siempre puedo comenzar de nuevo. Cuando se calme el viento, cuando se aleje la niebla. Cuando pueda abrazar a mi hermano perdonando sus ofensas. Cuando pueda olvidar mis errores y superar las caídas. Cuando sea capaz de olvidar las palabras hirientes y los disparos lanzados al cielo. Cuando haga silencio acallando los ruidos y los vientos. Cuando lo perdone todo incluso lo que no se puede perdonar. Cuando reemprenda un camino difícil, subiendo montañas, volando más allá de las cumbres que avisto a lo lejos. Sé que la vida comienza siempre de nuevo, cada amanecer. En el silencio de la noche y los gritos primeros del nuevo día. Si se apagara el ruido podría oírlo todo y saber lo que Dios susurra en mi alma. Sin presionar, solo seduciendo. Como ese amado que espera a que lo ame con mi vida.

El problema no está tanto en pecar o no pecar, en caer o mantenerme en pie. El problema es cuando vivo sin un sentido, sin un rumbo, sin saber para quién vivo. El problema es cuando estoy dividido en mi corazón. La división es obra del demonio en mi corazón, en mi vida. La comunión es obra de Dios, del Espíritu Santo en mí. Yo vivo dividido muchas veces y al estar roto y dividido por dentro, acabo dividiendo mi mundo. Mis relaciones se rompen, se dividen cuando dejo que entre la envidia en ellas. Envidio lo que otros tienen. Deseo lo que no me corresponde. Me parece mejor la vida que llevan otras personas. Me comparo en exceso y sufro de forma innecesaria. Como si la vida de los demás fuera mejor que la mía. Quiero conocerme y aceptarme como soy, en mi verdad, con mis límites. Con ese pecado reiterativo que me lleva siempre de vuelta al lugar de inicio. Cuando siento que no tengo fuerzas para mejorar, para ser otro, para llegar a la altura que el mundo me exige, o tal vez yo mismo. Quiero parar, detenerme en silencio ante Dios para mirar dentro, para mirar la imagen que refleja mi espejo. En presente, aquí mismo, ahora. Comenta Pablo D’Ors: «Estás por fin en el presente, puedes vivir la fe.... No eres quien eras ni quien deseabas ser, puedes empezar a ser tú. Sólo a la intemperie hacemos la experiencia del ser. Cuando no se puede regresar ni avanzar, sencillamente eres. Pero antes de todo eso hay, como no podía ser de otra forma, desconcierto, llanto, protesta, agotamiento, rendición y abandono al fin. Todo sucede cuando ya no sabes qué más puede suceder es lo espiritualmente interesante». A la intemperie, sin nada que me proteja de los vientos extraños. Sin ninguna barrera que me defienda del mal. Sin ninguna máscara que refleje una mejor versión de mí mismo. Sí, en la soledad conmigo mismo, en el paisaje desnudo en el que no hay ningún lugar donde esconderse. Agotado de ser yo mismo. Confrontado con mis límites. En la realidad que toco con mis manos en presente sin pensar demasiado en el futuro. Dejando a un lado los miedos a no llegar a la meta trazada, esa que soñé un día o quizás otros soñaron. Ese lugar recóndito, demasiado lejano o escondido. Acariciando mi contingencia, incompleta mi vida, demasiado herida para poder levantarse y comenzar de nuevo. Es entonces cuando puedo ser yo mismo y reconocerme necesitado. Menesteroso y pobre. Incapaz tan a menudo de pedir ayuda. Y al mismo tiempo valiente para aventurarme en la carrera de la vida sin paracaídas, sin nada seguro. Me gusta vivir en presente cuando nada está asegurado. Puedo hacerlo todo mal de nuevo, o bien. Puedo llegar a lo alto de la cumbre, o quedarme agotado en medio del camino. El presente es ese instante en el que decido seguir o pararme, caer o levantarme. Ese momento en el que hago lo que no deseo hacer a pesar de saber que no me conviene. El instante en el que elijo el atajo en lugar del camino largo, aun sabiendo que no me dará la felicidad que tanto anhelo. No importa. El presente siempre es un instante sagrado. Una decisión o un movimiento. Un avance o un retroceso. Una cuenta atrás para comenzar a vivir la vida o un instante fugaz que me lleva a ninguna parte. Me gusta recorrer el camino que va del pasado al futuro. Tomando mi vida en mis manos y sabiendo que hay un sentido, una razón de ser, una vocación concreta, una misión para toda la vida, una forma de amar y de entregarme que es única, aun cuando me parece peor que otras maneras, vivo comparándome. Quisiera emprender el camino siempre de nuevo con fuerza. Pienso en lo que siento y se lo entrego a Dios. No puedo cambiarlo tan fácilmente. Todas las emociones cuentan. Comenta Alanis Morissette: «Nos enseñan a avergonzarnos de la confusión, la ira, el miedo y la tristeza y para mí tienen el mismo valor que la felicidad, la emoción y la inspiración». Todas las emociones que siento en el alma tienen el mismo valor. Valen, porque son parte de mi camino, de mi presente. No me quiero quedar atrapado en ellas cuando son muy negativas y me quitan la vida o me impiden avanzar. En esos momentos decido dejarlas a un lado, aceptarlas y entregarlas. En el presente cuentan esas emociones que me embargan y me llevan donde Dios quiere. Creo que la vida se compone de momentos sagrados en los que decido vivir con plenitud. No le tengo miedo a lo que venga. El miedo nunca podrá paralizarme. Ni tampoco la vergüenza por ser tan débil y pequeño. Ni siquiera mi soberbia puede hacerme individualista, la aparto y me revisto de una humildad que me lleve a pedir siempre ayuda. En presente observo la vida desde mi ventana. Todo se despliega ante mis ojos en una acción, en un silencio, en un grito, en un estar todo quieto, dormido. En presente todo es posible. Dejar a un lado los miedos y empezar un camino nuevo. En presente soy feliz, por ese instante al menos y eso basta para que toda la vida tenga un sentido. Y si no lo tiene es el momento para pedirle a Dios que me muestre lo que tengo que hacer, cómo vivir. Quiero vivir unido, integrado, en armonía. No se da porque mi pecado me rompe por dentro y me impide mirar a Dios con paz. Me siento frágil y sé que Dios me acompaña en todo momento. No quiero que el odio se adueñe de mí, ni la rabia, ni la envidia, ni la soberbia. No quiero que mi vida esté determinada por mis dependencias y esclavitudes. Quiero atarme al corazón de Dios para que me regale su paz. 

Las crisis son siempre una oportunidad para crecer, para dar un salto en mi madurez. Pero no siempre sucede así. Comenta el Papa Francisco: «Sigue siendo lamentable que las crisis mundiales sean desaprovechadas cuando serían la ocasión para provocar cambios saludables. Es lo que ocurrió en la crisis financiera de 2007-2008 y ha vuelto a ocurrir en la crisis del covid-19. Porque las verdaderas estrategias que se desarrollaron posteriormente en el mundo se orientaron a más individualismo, a más desintegración, a más libertad para los verdaderos poderosos que siempre encuentran la manera de salir indemnes». Las crisis vividas no siempre han traído cambios positivos. No siempre han surgido cosas buenas de situaciones difíciles. Las guerras que veo hoy a mi alrededor me hablan de algo que se perpetúa en el tiempo. El deseo de poseer, de vencer, de imponer mis deseos por encima de los deseos de los demás. Una lucha individualista por lograr mis objetivos sin importarme lo que les suceda a los otros. No hay tanta solidaridad en este mundo. Cada uno busca su propia salvación. A veces ni siquiera en la Iglesia. En ocasiones también ahí veo una búsqueda individualista del bien y de la salvación. Como si bastara con eso, con buscar cada uno su espacio, su hueco en el cielo. Y la verdad es que yo no me salvo solo nunca. Sólo en comunidad llego al cielo, de la mano de los que Dios me ha confiado. Quisiera construir un mundo distinto, y para eso necesito aprovechar las crisis. Las que hemos vivido todos. Y las que vivo yo personalmente. Una crisis es un momento en el que colapsan valores fundamentales, en el que la humanidad corre un peligro inminente. La pandemia fue esa situación que parece que se me olvida rápidamente con el paso del tiempo. Ya casi me parecen restricciones de otro siglo. No había trabajo, no había colegios, no podía salir de mi casa. Restricciones que ahora ya he olvidado. Y me obligué a cuidarme para cuidar a otros. No estaba solo en el mundo sino que en solidaridad iba en la barca de muchos. Una Iglesia que en comunidad rezaba y buscaba salvar esta situación que traía la muerte de tantas personas. Pasó la pandemia y el corazón se olvida. Como si nunca hubiera corrido peligro mi vida. En esos momentos sentía que todo era pasajero, la vida y los sueños. Y sentía que el cielo estaba más cerca, y la eternidad. Y que lo que no hiciera en el momento presente se iba y ya no se podía hacer de nuevo. Las crisis pueden traer cambios profundos o no. A veces pienso que el corazón olvida rápido lo malo y no lo usa necesariamente para aprender de lo ocurrido. Cuando me doy cuenta y pienso que mi vida es corta, me tomo más en serio el uso de mi tiempo. Hago lo que tengo que hacer y cuido a los que Dios ha puesto en mi camino. Valoro lo que tengo, lo aprecio y no paso de largo por las cosas importantes. Me gusta pensar que puedo dar más, ser mejor, más sabio, más profundo. Quiero aprender de esas crisis que me llevan a pensar que todo está perdido. Esos momentos cuando me doy cuenta de lo que de verdad importa. Olvido las superficialidades en las que pierdo el tiempo con tanta frecuencia. Pienso en los abrazos que no doy porque mañana puede ser el momento. O de las cosas que no emprendo porque estoy cansado y me invade la pereza. Siento que la tristeza no puede apropiarse de mi presente y me tomo en serio cuidar las fuentes de mi alegría. ¿En qué me han cambiado las crisis que he sufrido aunque hayan sido pequeñas? ¿Cómo he salido adelante a partir de esos baches que han hecho tambalear todos mis pilares? La vida se juega hoy con mi entrega. Hoy decido vivir en grande o seguir siendo mezquino en mi entrega. Una crisis es una oportunidad para ver lo que puedo hacer yo para cambiar actitudes que están llenas de muerte. Al pensar en la guerra que hoy existe en tantos lugares, me pregunto: ¿Qué hago yo por construir la paz? Cuando veo tanta injusticia y tanto mal que se impone en mi entorno sin que nadie haga nada, me pregunto: ¿Qué estoy haciendo yo para que haya más justicia, para que no venza el mal? Y es que el mal se impone porque los buenos no hacen nada. Si yo hago el bien que me toca hacer seguro que mi entorno y mi ambiente van a ser un lugar de paz, de bondad, de justicia. Si yo soy justo en el trato con las personas que están en mi trabajo o en mi familia estoy haciendo algo para superar las crisis que hay hoy en tantas partes. Si yo vivo la verdad y la comparto y no vivo mentiras estaré construyendo un mundo mejor. Si soy solidario con el que sufre, con el que ha vivido injusticias en su vida, estaré mejorando mi mundo. Las crisis son oportunidades para sacar la mejor versión de mí mismo. No quiero pasar por la vida de puntillas sin involucrarme. No quiero aceptar las cosas como son sin querer cambiarlas. El mundo puede ser más justo, más verdadero, más pacífico. En el mundo puede haber más bien que mal. Soy la semilla de vida que puede cambiar la realidad. De mí depende. Cuando vivo centrado en mí, en lo que deseo, en mis bienes y no miro nunca a mi hermano, cultivo el individualismo y construyo un mundo en el que cada uno busca su propia salvación. Quiero construir un mundo de hermanos, solidario, donde me importe el bien de los que están conmigo y de aquellos más vulnerables y débiles que no cuentan con ayuda.

Hoy las lecturas me hablan del esfuerzo que implica la vida del hombre en la tierra. «Job habló diciendo: - ¿No es acaso milicia la vida del hombre sobre la tierra, y sus días como los de un jornalero?; como el esclavo, suspira por la sombra; como el jornalero, aguarda su salario. Mi herencia han sido meses baldíos, me han asignado noches de fatiga. Al acostarme pienso: - ¿Cuándo me levantaré? Se me hace eterna la noche y me harto de dar vueltas hasta el alba. Corren mis días más que la lanzadera, se van consumiendo faltos de esperanza. Recuerda que mi vida es un soplo, que mis ojos no verán más la dicha». El tiempo vuela y se escapa de mis manos. Tan pronto me siento joven por un instante cuando veo que mi pasado cada vez tiene más años. Y me asusta pensar en lo poco que me queda. No sé cuánto. Y quiero vivirlo intensamente sin dejarme llevar por el desánimo. No quiero caer en el pensamiento negativo del que ve su vida como un sufrimiento. ¿Cuántos sufrimientos reales hay en mi corazón? Pienso en las heridas recibidas, en los fracasos que he sufrido, en las ausencias que me duelen. ¿He pedido ayuda para salir del pozo cuando no lograba levantar el ánimo? No estoy solo. Necesito a mis hermanos que me animen a seguir luchando. Necesito levantarme y luchar cada día por una nueva meta. Las palabras del salmo son un bálsamo en mis heridas: «Alabad al Señor, que sana los corazones destrozados. Alabad al Señor, que la música es buena; nuestro Dios merece una alabanza armoniosa. El Señor reconstruye Jerusalén, reúne a los deportados de Israel. Él sana los corazones destrozados, venda sus heridas. Cuenta el número de las estrellas, a cada una la llama por su nombre. Nuestro Señor es grande y poderoso, su sabiduría no tiene medida. El Señor sostiene a los humildes, humilla hasta el polvo a los malvados». Dios sana las heridas de los que han caído. Levanta del polvo a los que ya se sienten abandonados. Miro a ese Dios que me mira a mí con misericordia. Me mira conmovido, porque ve en mí la hechura de su propio ser y se alegra. Por eso me gusta ese Dios que sana los corazones. Me levanta por encima del polvo. Cree en mí cuando nadie cree. ¿Está mi corazón destrozado? ¿Siento que Dios me llama por mi nombre? En realidad me ha puesto un nombre desde que me dio la vida. Me llama por ese nombre, me pide que me levante de lo hondo de mi pozo. Que camine hacia Él que me espera siempre con los brazos abiertos. Su sabiduría no tiene medida. Llega a todos y no se olvida de ninguno. Me alegra pensar en ese Dios que camina conmigo. Va a mi lado y me socorre cuando estoy perdido. Me sana de esas heridas abiertas de mi pasado. ¿Por qué estoy roto por dentro? Nunca entenderé muy bien el sinsentido en el que vivo a veces. Me lleno de obligaciones y siento que las incumplo continuamente. Camino torpemente por la vida sin levantar el vuelo. Y Dios me mira. ¿Qué estás pensando? Le increpo. Porque quiero saber lo que piensa de mí. Los hombres me miran y tienen su opinión, su juicio. Saben cómo soy o al menos creen saberlo. Se hacen un idea de cómo es mi corazón. Se confunden y yerran. No saben qué hacer con sus vidas y condenan la mía. Y yo me dejo llevar con frecuencia por ese juicio injusto al que me someten. De ahí vienen muchas de mis heridas. Me siento ofendido, herido, atacado. Y miro a Dios y creo que Él también es estricto conmigo. Él conoce mi pecado y ante Él no puedo ocultar mis sentimientos, mis deseos, mis silencios, mis palabras. Ante Él soy transparente porque mira mi corazón y me conoce entero. Sabe lo que puedo dar y también lo bajo que puedo caer. Sabe que un día me levanto queriendo conquistar el mundo entero y al siguiente día me olvido de todas mis buenas intenciones y no avanzo. Dios no me juzga. Sólo desea que sea pleno, feliz y que tenga una vida llena de luz y de vida. Quiere que florezca, que pueda dar a los demás lo que he recibido. ¿De qué voy a hablar sino de lo que a mí me pasa, me gusta, me duele, me incomoda? Por eso me pasa como a San Pablo. No puedo dejar de predicar porque ese Dios al que busco, a quien amor, es un Dios que sana las heridas y levanta al desvalido: «El hecho de predicar no es para mí motivo de orgullo. No tengo más remedio y, ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio! Si yo lo hiciera por mi propio gusto, eso mismo sería mi paga. Pero, si lo hago a pesar mío, es que me han encargado este oficio. Entonces, ¿cuál es la paga? Precisamente dar a conocer el Evangelio, anunciándolo de balde, sin usar el derecho que me da la predicación del Evangelio. Porque, siendo libre como soy, me he hecho esclavo de todos para ganar a los más posibles. Me he hecho débil con los débiles, para ganar a los débiles; me he hecho todo para todos, para ganar, sea como sea, a algunos. Y todo lo hago por causa del Evangelio, para participar yo también de sus bienes». S. Pablo se ha hecho débil con los débiles. Se ha abajado a levantar a los caídos. Y no podía dejar de predicar el amor de su vida. Así es mi vida cuando estoy enamorado. No puedo dejar de hablar de la persona amada. No puedo dejar de hablar de lo que me ha sucedido en mi vida interior, de los milagros que Dios hace en mi corazón herido. Me ha sanado. Ha venido a mí a decirme que no tenga miedo, que confíe en el amor de Dios, que sepa que nada malo va a pasarme si voy de su mano. Todo eso me llena de alegría y de paz.

Tengo claro que el amor se mide en actos, como leía el otro día: «El amor se medía en actos. El amor era que alguien arreglara tu escondite y lo convirtiera en un lugar de cuento, no que te empujara a salir de él»[2]. El amor son gestos concretos, visibles. Delicadeza y ternura. Palabras y silencios. Un abrazo cuando menos lo espero. O que soluciones esos problemas prácticos que me agobian y tú los sabes resolver. El amor es que pienses en mí cuando yo no me preocupo de cuidarme. Es una llamada innecesaria, una mirada intensa diciéndote mil cosas que sólo tú sabes. El amor son cosas sencillas, no grandes declaraciones de sentimientos, ni muchas promesas. Las poesías son bonitas, siempre que los actos de amor las respalden. Es mi vida que se entrega en silencio, sin que nadie se dé cuenta, ni tú mismo. El amor de Jesús era tan concreto como devolver la salud a la suegra de Pedro: «En aquel tiempo, al salir Jesús de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a la casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, e inmediatamente le hablaron de ella. Él se acercó, la cogió de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles». Puede que no fuera una enfermedad mortal. No importa, Jesús la cura y ella vuelve a sus quehaceres diarios. Jesús no duda, se pone en camino, se acerca para sanar a esa mujer enferma a la que quería. El amor es así, hace cosas innecesarias por la persona amada. Como esa madre que se desvive por su hija. Sin que nadie la vea, sólo ella que con ojos grandes como platos la sigue por todas partes. Ese amor que demanda atención, cuidado, un abrazo continuo, una sonrisa constante, una canción como una nana cantada en su oído. Un amor expresado en gestos. Y luego el amor se hace grande o más maduro. A veces se puede descuidar, cuando deja de ser tan inocente y exige, pide, demanda y reclama. Un amor así no permite crecer. Un amor que siempre está en tensión. El amor son miradas, son sacrificios que el mundo no conoce. Son gestos intrascendentes pero que tienen un valor eterno. Me gusta una descripción que leía el otro día: «Gabriel era la única persona con la que podría haber estado. La única de la que se había enamorado. Sabía que su amor era real porque solo le pedía que fuera ella misma. Se divertían y se querían, pero también podían estar separados, añorándose sin inquietarse, exprimiendo los recuerdos de cada encuentro hasta que llegaba el siguiente. Era una relación de paz con emoción, de serenidad y atracción, de tranquilidad y aventura. Era, sencillamente, perfecta»[3]. El amor es cotidiano. Son momentos y recuerdos. Es vivir separados añorándose sin inquietarse. Es estar con el otro viviendo el momento presente, sin pensar en nada más. Mi amor se llena de interferencias a veces. Quiero que sea especial y busco inventarme cosas que no son necesarias. Y me cuesta vivir lo cotidiano del amor. Los actos de amor invisibles quizás son los que más cuentan. Son los que valen, los que construyen los cimientos. El amor da paz, seguridad, calma. El amor me da la salud y la vida. Me sana por dentro, me levanta y me construye. Jesús amaba y en su amor sanaba. Me gusta ese Jesús que sana desde el amor. Es el sentido de la vida de Jesús entre los hombres. Cuando pienso en los milagros de Jesús no me importa el número, ni la grandeza de cada sanación. No me importa si algunos son más impresionantes que otros. Claramente quitarle la fiebre a la suegra de Pedro no impresiona, no conmueve. Es algo demasiado pequeño e insignificante. Lo hace por amor. Y muchos de los milagros en su vida son por amor. Porque lo ama resucita a Lázaro. Porque se conmueve da de comer a las multitudes. Hoy también sana a muchos enfermos: «Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y endemoniados. La población entera se agolpaba a la puerta. Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios; y como los demonios lo conocían, no les permitía hablar». Se pone el sol, atardece. Siempre me gusta ese momento del día. Se esconde el sol en el horizonte y llega la noche lentamente. El corazón está ya cansado y busca el reposo. Se agolpan los hombres del pueblo porque quieren que Jesús los sane. Quieren que los toque o piensan que quizás basta con que ellos lo toquen a Él, o toquen las orlas de su vestido. Son muchos pero el amor no se cansa. Jesús ama a los hombres con locura. Me ama a mí y quiere sanarme. Hay tantas enfermedades del alma y del cuerpo. Hay tanta necesidad en el corazón humano que está enfermo. Necesito sanación. Y necesito sobre todo fuerza y paz para caminar enfermo. Para asumir que tal vez nunca quede curado. Que siempre una herida en el alma me recordará que estoy en camino al cielo. Aun así busco a Jesús en mi vida. Yo también me agolpo a la puerta de su corazón buscando que me sane, que me libere, que me dé su amor. Porque lo más importante es el amor que Jesús me entrega.

Jesús se siente agotado porque todo el mundo lo busca: «Todo el mundo te busca». Le dicen. Buscan tocar a Jesús, estar a su lado, escuchar sus palabras, experimentar la sanación. Buscan el milagro, la gracia que se derrama de sus manos. Buscan a ese hombre que es Dios, que tiene autoridad, que habla con un poder que le viene del cielo. No puede dejar de atenderlos porque para eso ha venido. Quiere estar con los hombres, escuchar sus problemas, acoger sus peticiones. Quiere estar al lado de los que sufren. No se desentiende del dolor ajeno. Es misericordioso, compasivo, empático. Me gusta esa actitud de Jesús. Nunca se cansa de salir, de ir al encuentro del que le busca. Me gustaría ser así yo. Pensar más en los demás que en mí mismo. Vivo en un mundo que me invita a ser egoísta. A buscar mi comodidad, mi bienestar, mi paz interior. Un mundo en el que está de moda la autoayuda, el cuidado del alma y del cuerpo. Es verdad que necesito estar bien para poder darme a los demás. A menudo veo personas que se quiebran por no saber gestionar esa tensión. El mismo Jesús tiene que buscar el equilibrio: «Se levantó de madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se marchó a un lugar solitario y allí se puso a orar». Me gusta ese Jesús que busca un lugar solitario. Lo buscan, se entrega, se desgasta y se levanta de madrugada para retirarse a un lugar solitario y orar. Un lugar en el que descansar mientras el mundo duerme. Pienso en mi vida y siento que estoy lejos de ese equilibrio sano. Entre ese desgaste al darme a los demás y esa oración que me reconstruye por dentro. Me gustaría estar siempre en paz, orando, tranquilo. Pero no puedo. S. Francisco de Sales hablaba de la devoción de cada uno según su vocación: «La devoción se ha de practicar de un modo acomodado a las fuerzas, negocios y ocupaciones particulares de cada uno. Dime, te ruego, mi Pilotea, si sería lógico que los obispos quisieran vivir entregados a la soledad, al modo de los cartujos; que los casados no se preocuparan de aumentar su peculio más que los religiosos capuchinos; que un obrero se pasara el día en la iglesia, como un religioso; o que un religioso, por el contrario, estuviera continuamente absorbido, a la manera de un obispo, por todas las circunstancias que atañen a las necesidades del prójimo. Una tal devoción ¿por ventura no sería algo ridículo, desordenado e inadmisible». Según esas palabras pienso en cómo es mi devoción. Es caridad. Amor a Dios y al prójimo pero aplicado a mis compromisos y obligaciones derivados de mi vocación, de las decisiones tomadas. Y en medio de todo ello es fundamental esa oración de Jesús. Puedo darme por entero pero necesito volver a Dios, guardar silencio, encontrarlo dentro de mi corazón. Alcanzar la paz en su presencia para saber cuáles son los siguientes pasos que debo dar. Por eso Jesús lo tiene tan claro cuando vienen a buscarlo, porque la gente lo está buscando y ellos están nerviosos: «Simón y sus compañeros fueron en su busca. Él les responde: - Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he salido. Así recorrió toda Galilea, predicando en sus sinagogas y expulsando los demonios». Jesús ha descubierto en el silencio, en la oración con su Padre los pasos que tiene que dar. Se pone en camino porque no puede dejar de anunciar su Palabra y la fe en un Dios misericordioso a todos los pueblos. Recorre toda Galilea predicando y haciendo milagros. Antes de eso estaba agotado, desgastado. En oración entiende cuáles son los siguientes pasos y se pone en camino. No importa todo lo que haga, siempre necesito un equilibrio. Si yo estoy bien, con paz en el alma, podré darme mejor a los demás. Que no todo en mí sea volcarme hacia el exterior. Necesito una vida interior muy profunda. Necesito tener el pozo del alma lleno de agua para poder darme a los demás. Ese pozo se llena en la oración, en el silencio, en el descanso, en los lugares bonitos que me llenan de luz, en las personas que me hablan de Dios y de su amor con su sencilla presencia. Había personas, como sigue habiendo hoy, que buscaban a Jesús porque Él hacía milagros. Hacían que de su interior saliera la fuerza de su poder. Habría otros que para Jesús eran un lugar de descanso, como Marta, María y Lázaro en Betania. Como su Madre María o como esos discípulos que ya eran su nueva familia. En ellos Jesús cargaba el corazón y recobraba fuerzas. Jesús vivía el presente con mucha intensidad. Leía el otro día: «Me di cuenta de que lo que hace que algunos momentos sean especiales es la intensidad con la que los vivimos»[4]. Toda su vida estuvo llena de esos momentos de luz, de pasión, de amor, de entrega. Momentos intensos y especiales que vivió con los que amaba. Así fue creciendo Jesús en su entrega a los más necesitados. Silencio y oración. Amor y entrega. Así quiero vivir yo.



[1] María Martínez, La fragilidad de un corazón bajo la lluvia

[2] Andrea Longarela, El color de las cosas invisibles

[3] Rafael Tarradas Bultó, El valle de los arcángeles

[4] María Martínez, La fragilidad de un corazón bajo la lluvia

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