Homilía del padre Carlos Padilla - 31 de marzo

Domingo 31 de marzo de 2024 | Carlos Padilla

Domingo de Resurrección

Hechos de los Apóstoles 10, 34a. 37-43; Colosenses 3, 1-4; Juan 20, 1-9

«El primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaban Pedro y el otro discípulo»

31 de marzo 2024    P. Carlos Padilla Esteban

«¿Cómo me va a querer cuando no tenga nada que justifique mi vida? Valgo por lo que soy. Y lo más importante es que soy hijo, niño, pobre. Desvalido y sin títulos ni grandes obras»

Judas ocupa un lugar central en la Semana Santa. Me conmueven su dolor, su caída, su muerte, su traición, su miedo: «En aquel tiempo, uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, a los sumos sacerdotes y les propuso: - ¿Qué estáis dispuestos a darme, si os lo entrego? Ellos se ajustaron con él en treinta monedas. Y desde entonces andaba buscando ocasión propicia para entregarlo». Jesús amaba mucho a Judas. Lo había llamado. Sabía cuáles eran sus debilidades. Lo mismo que conocía las debilidades de todos los discípulos. Los había llamado como eran, con sus grandezas y sus torpezas. Judas sabía de números. Le gustaba la inversión del dinero. Le preocupaba que les faltara para vivir. El dinero a veces se puede convertir en una obsesión. Judas será recordado como avaro. No sé si sería tan cierto. La verdad es que era un hombre muy apegado a la tierra. También era un soñador, por eso había creído en Jesús y se había puesto en camino con los demás discípulos. Judas era bueno. Sólo deseaba que Jesús manifestara su poder. Quería verlo triunfar en este mundo lleno de injusticias. ¿Quién no desea un mundo mejor que el que ahora veo? Un mundo donde no haya impunidad, ni abusos, ni corrupción. Un mundo en el que el poder sea servicio y el amor fraterno se muestre siempre en gestos solidarios. Un mundo donde los gobernantes defiendan valores de respeto e igualdad. Un mundo donde la verdad sea siempre la moneda de cambio. Un mundo en el que Dios esté presente en todo y no sea tan fácil caer en la tentación. Un mundo justo, donde el amor se imponga sobre el odio. Todos querrían un mundo así. ¿Por qué Jesús con su poder, con su sabiduría, no era capaz de cambiar la realidad de un solo golpe? ¿Por qué no implantaba un reino nuevo en el que todos sus valores se impusieran y nadie se alejara así de la verdad? Un mundo perfecto, santo. No. Ese no era el camino que iba a seguir Jesús. Judas se desesperó. Creyó tal vez que ese domingo de Ramos las cosas iban a cambiar. Pero luego vino el silencio, un Jesús que pasaba desapercibido, que no hacía nada. Se dejó tentar. No por las treinta monedas de plata. Eso en realidad no era tanto. Se dejó tentar en su rabia, en su impotencia. A lo mejor si lo entregaba Jesús haría ver su poder y los salvaba a todos. O tal vez no. Cuando lo apresaron y no se defendió Judas se volvió loco. Arrojó las monedas y se quitó la vida. Un campo maldito, el del ahorcado. Porque no creyó en la misericordia. ¿Puede haber algo peor que traicionar a un amigo? Jesús trató de impedirlo: «El que ha mojado en la misma fuente que yo, ése me va a entregar. El Hijo del hombre se va, como está escrito de él; pero ¡ay del que va a entregar al Hijo del hombre!; más le valdría no haber nacido. Entonces preguntó Judas, el que lo iba a entregar: - ¿Soy yo acaso, Maestro? Él respondió: - Tú lo has dicho». En ese juego de acusaciones Jesús intentaba salvarlo. ¿Era necesario el papel de Judas en este camino al Calvario? No. Podían haber apresado a Jesús de otra manera y quizás Judas hubiera así salvado su vida. ¿Por qué tendría que caer tan bajo? A veces en la vida puedo caer muy bajo. Puedo pecar, puedo traicionar, puedo negar lo más sagrado de mi vida, lo más verdadero. Me da miedo ser un traidor y lo soy continuamente. No logro salir de mi mediocridad. No consigo elevarme por encima de mis miedos. Yo también deseo que Jesús haga milagros más grandes. Quiero que gobierne Él y no esos gobiernos corruptos. Quiero que reine Él para que no haya más injusticias. Judas no llegó a la traición final de golpe. Hay muchas traiciones previas más pequeñas, casi diminutas, que van alejando mi corazón de Jesús. No lo traiciono de esa manera sin que antes lo haya traicionado con mis silencios, con mis pecados pequeños, con mis negaciones sencillas. La infidelidad se manifiesta en una falta de amor que va creciendo poco a poco. Un día algo pequeño. Al día siguiente un paso más. Y así, casi sin darme cuenta, me acabo convirtiendo en Judas. Tengo un Judas en potencia en mi corazón. Lo he mirado a la cara muchas veces. He visto mi fragilidad y he comprobado hasta dónde puedo llegar. Las infidelidades pequeñas son las que se van enredando en mi alma. Y el ánimo se ensombrece. Y la paz abandona mi corazón. Siento que soy capaz de lo mejor y al mismo tiempo de la peor traición. ¡Qué cerca estoy de Judas! ¡Qué lejos al mismo tiempo! Quisiera ser capaz de dar la vida. Puedo convertirme en un obstáculo en el camino de salvación. De mi sí diario depende. De mi entrega pequeña, de mi fidelidad sencilla. Voy formando mi corazón de hijo.

El otro día leí una frase que me dejó pensando: «Porque necesito que entienda que mido la vida por las veces en las que nuestros caminos se encuentran»[1]. Pensaba que todos los amores verdaderos en mi vida hacen realidad esa frase. Cuando amo de forma sana y completa logro que mi amor se entregue en su totalidad, sin reservas. Entonces mido mi vida por esos momentos en los que los caminos se encuentran. Cuando mi camino es el de Dios al que amo tengo vida y paz. Cuando mi camino se hace el camino de las personas a las que amo revivo lleno de esperanza. Que mi camino se encuentre con el camino de la persona amada es un don de Dios. Lo triste es cuando esos caminos se distancian el uno del otro. Sigo caminos solitarios en los que el amor no está presente. Encontrarme en mi camino con la persona amada le da sentido a las huellas que recorro. Los desencuentros hacen que los caminos se separen. Hay días en los que mi camino se encuentra con los caminos de personas importantes en mi vida. Soy capaz entonces de darle gracias a Dios por lo que me regala. Elegir el camino correcto sigue siendo un desafío. ¿Acertaré al elegir la ruta precisa de mis días? ¿Y si cometo un error y elijo un camino que no es el que me hará pleno? ¿Y si no coincide con los otros caminos de los que amo? Mirar hacia atrás, contemplar mi pasado, me da alegría. Veo las veces en las que mi camino ha recorrido el camino de otros y se han encontrado mi vida y las suyas. Y cuando esto no ha sucedido sufro soledades y dolores. Habrá momentos importantes en los que tocaré el camino de Dios en medio de mi camino y tendré paz. Estaré en el lugar correcto, en el momento correcto. Sin que la expresión correcto lleve un juicio moral implícito. Correcto porque me da vida ese encuentro y hace que todo en mí cobre sentido. Estar en ese momento y contemplar. O no estar y perderme el momento que pasa. Dejar un camino y buscar otros. Emprender nuevas rutas sin olvidar las pasadas. Entiendo que en mi pasado estoy yo forjándome desde experiencias sanas y difíciles. Elegir bien es un arte. Y optar por el amor no siempre es tan sencillo. No basta con decir que te amo para que lo que sienta sea un amor sano. Puede que no te ame bien, que te ame reteniéndote, encerrándote en una realidad que te quita la vida. Puede que mi forma de entender el amor no sea la misma que la tuya. Y luego la vida tiene muchas aristas y no siempre es fácil amar bien a quien amo, aunque diga amarlo siempre incluso cuando le hago daño. Justificaré todo por mis propias heridas e inseguridades. Y será verdad que de ahí brota el daño que te hago. Puede entonces que la vida se mida por ese momento en el que los caminos siguieron rumbos diferentes, alejándose el uno del otro. Y todo lo contrario, hay amores que me sanan por dentro y el encuentro siempre es un volver a nacer, un vivir de nuevo y con más hondura. Amar bien no es tan sencillo porque he aprendido a amar desde el desamor vivido. Cuando no me amaron como esperaba o me sentí abandonado en medio de mi camino. Había soñado con vivirlo todo juntos y de repente el sueño se rompió, y la vida tomó otro rumbo, no deseado. No siempre amando soy feliz o correspondido. La vida de cada persona es un verdadero misterio y no entiendo que pueda llegar a su corazón si no me deja entrar. «Los otros, no importa que sean de nuestra misma sangre, son seres misteriosos, se esconden en un paisaje recóndito al que resulta imposible llegar pese a los mapas y brújulas que nos regalen; no importa lo mucho que deseen ser explorados, nadie tiene la llave absoluta de otro»[2]. El misterio que encierra la persona amada. Y es que amar no me da derecho sobre la vida de nadie. Por mucho que te ame y desee tu bien no tengo derecho a irrumpir en los pasajes secretos de tu alma. No tengo derecho a saber algo que no me quieras compartir. No tengo derecho a poseerte cuando no te quieres dejar poseer. Quiero amar sin retener. Soltar y dejar ir. Confiar siempre. Si no hay confianza, ¿de qué vale mi amor? ¿Para qué sirven todos mis planes y proyectos contigo? Si te fuerzo a vivir de una determinada manera, eso no es amor. Es el miedo que me lleva a crear relaciones dependientes. El miedo a quedarme solo, a no tener a nadie caminando por mi mismo camino. El miedo al sinsentido. Como si las cosas se midieran por mis palabras. No sirve para nada decirte que te amo si mis actos dicen todo lo contrario. Obras son amores. Y las mías a veces no lo expresan. Cuando me busco a mí o cuando creo que debes ser de una determinada manera. Como si yo fuera tu dios y pudiera convertirme en mi creatura. Vanidad del hombre que se ha creído más grande que Dios. Todo es don en esta vida y yo a veces vivo exigiendo derechos. Como si los demás me debieran algo por el mero hecho de ser amados por mí. De nada vale todo lo que entrego si te exijo a cambio ciertos comportamientos. No puedo comprar tu amor, ni puedo cambiarte para que seas como yo quiero. No es tan fácil amar liberando, dejando ir. No es fácil soltar a quien me da la vida. Un amor que esclaviza no es amor. Es sólo un deseo enfermo que busca poseerlo todo.

Me gusta recorrer cada día de esta semana. Comienzan estos días con un perfume de nardo derramado en los pies del Maestro. ¿Tendrá sentido este gesto? «Seis días antes de la Pascua, fue Jesús a Betania, donde vivía Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos. Allí le ofrecieron una cena; Marta servía, y Lázaro era uno de los que estaban con él a la mesa. María tomó una libra de perfume de nardo, auténtico y costoso, le ungió a Jesús los pies y se los enjugó con su cabellera. Y la casa se llenó de la fragancia del perfume». Un perfume costoso se pierde. Un signo. Un amor inmenso que llena toda una sala. Betania es aquel lugar sagrado del descanso. Allí volvía Jesús cada día de esta semana santa. Volvía a descansar con los suyos y a dejarse querer. Un perfume que no significa nada en apariencia. Sólo un amor que no cabe en un frasco, un amor que no se puede contener. Es necesario que el frasco se rompa para que todo se inunde de su fragancia. Así es el amor de Jesús. No puede contenerse en un cuerpo humano como el mío. No cabe en las paredes de piel que a mí me envuelven. Un perfume caro derramado, tan caro como su amor, tan precioso. Su amor se romperá en la cruz y se derramará su fragancia sobre los hombres. Necesito romperme para que salga lo mejor que hay en mí. A veces cundo me rompo salen de mí la rabia, el odio, la amargura, la tristeza. No hay perfume en mis palabras ni en mis gestos. Alguien me hace daño y yo estallo con furia. No me quedo contento, no me calmo, no me centro en lo importante. Estallo con una rabia incontenible. Me gustaría aprender a romperme. Saber sacar lo que hay en mi interior. Dejar ir ese amor tan grande que Dios ha puesto dentro de mí. Me gusta María en Betania. En medio de días de tensión ella se arrodilla a los pies de Jesús y los unge con ese caro perfume. Parece algo sin importancia, superfluo, pero no lo es. Me conmueve cómo una familia acompaña a un ser querido que se está despidiendo de esta vida y en ese momento le regalan el perfume de su amor. Como un ungüento. Un momento en el que no hay palabras superfluas, todas son importantes. El amor que no se expresa se muere infecundo. El amor que no se da deja de ser importante. Lo que no se dice muere en mi garganta. Lo que no se expresa es como si no hubiera existido. Un esposo le escribe una carta de amor a su esposa, después de muchos años sin escribirle nada. Parece superfluo. Las palabras que se callan son como si no hubieran nunca existido. Una poesía, una carta honda y llena de valor. Porque las cosas importantes se valoran en esos momentos en los que salgo de la rueda de la vida y me detengo. No dejo que el tiempo me imponga sus prisas. No dejo que la vida siga su camino sin detenerse. Yo me acerco a la orilla y detengo mi marcha. Miro cómo el mundo corre, escucho los gritos y veo las prisas. Todo pasa demasiado rápido ante mi mirada. Quiero dejar de correr, quiero parar. En los momentos más definitivos sale lo mejor de mí o puede que lo peor. Quiero estar preparado y miro a María a los pies de Jesús en este primer día de la semana. Quiero arrodillarme también yo y llorar a sus pies. Decirle que le amo con toda mi alma. Que estoy dispuesto a seguir sus pasos incluso cuando puedan llevarme a sufrir. No quiero decir cosas sin importancia. Lo importante es lo que cuenta. ¿Cómo de hondo es mi amor a Jesús? Comienzo a su lado, quiero ir a verlo como esas personas que querían verlo una vez más: «Una muchedumbre de judíos se enteró de que estaba allí y fueron, no sólo por Jesús, sino también para ver a Lázaro, al que había resucitado de entre los muertos». Quieren verlo, saber de Él. algunos con un interés genuino, otros tal vez por curiosidad. Esta semana se mezclan las intenciones: «Los sumos sacerdotes decidieron matar también a Lázaro, porque muchos judíos, por su causa, se les iban y creían en Jesús». El odio también crece igual que el amor de María. ¿Qué abunda más en mi corazón el amor o el odio, la tristeza o la alegría, la envidia o la admiración, la desesperanza o la confianza plena? La vida de Jesús me obliga a tomar partido. Me pongo en un lugar o en el otro. Decido dar la vida o guardarla. Esconderme por miedo a la muerte o salir a ver dónde está Jesús. Intento salvarlo o salvo mi vida. Me la juego por Él o me protejo a mí mismo. Es fácil caer en la tentación y dejarme llevar por el miedo. Es profundo ese miedo que me lleva a guardarme, a protegerme. Romper un frasco de perfume es exponer mi amor al mundo y permitir que otros vean cuánto lo amo. No tengo amor. No soy lo suficientemente de Dios como para temer la muerte. Me gustaría entregarme por completo y no sólo dar migajas de amor. Un frasco que se rompe sin contemplaciones, un corazón que se parte sin miedo al dolor, un amor que se expone sin temer las consecuencias. Amar hasta el extremo siempre tiene sus riesgos. Parece mejor amar sólo un poco, lo necesario, lo prudente, para evitar que pase algo grave. El amor de María por Jesús es demasiado grande. No se puede esconder, ni guardar, ni proteger. ¿Cómo de grande es el amor que siento? Me gustaría entregarme sin miedo cada día.

Siempre he admirado la fuerza de Pedro, su confianza, su radicalidad. Habla de forma directa y dice lo que siente, lo que piensa, lo que cree. Esa noche de jueves santo, en medio de la última cena, le dice: «Señor, ¿a dónde vas? Jesús le respondió: -A donde yo voy no me puedes acompañar ahora, me acompañarás más tarde. Pedro replicó: - Señor, ¿por qué no puedo acompañarte ahora? Daré mi vida por ti. Jesús le contestó: - ¿Con que darás tu vida por mí? Te aseguro que no cantará el gallo antes que me hayas negado tres veces». Pedro confía en sus fuerzas. ¿Cómo puede dudar Jesús de él? ¿Acaso no le ha demostrado con palabras y con hechos cuánto lo amaba? Pedro era un hombre de una pieza. Fiel, auténtico, apasionado, enamorado. Era un hombre libre y radical en su entrega. ¿Por qué pone en duda Jesús su fidelidad antes de haberle dado razones para dudar de él? Pedro no entiende las palabras de Jesús. Yo a veces tampoco lo entiendo. Jesús en realidad no pone en duda el amor de Pedro. No cuestiona ni su integridad ni su fuerza. No le dice que no será capaz de intentar salvar su vida. Está hablando de algo distinto que Pedro aún desconoce. Le habla de un camino que tiene que recorrer cuando llegue ese jueves santo. Será un momento cumbre, una caída en la que vivirá el dolor de la traición. ¿Hay un dolor más grande? ¿Hay algo que duela más que engañar, herir, abandonar, traicionar a la persona amada? Pedro sentirá que no ha sido capaz de serle fiel a su Maestro. En el momento más delicado, cuando Jesús más lo necesitaba. La lucha de Pedro es consigo mismo. Pensó que iba a poder llegar a la cumbre del monte más alto. Creyó que todo iba a ser más fácil, más sencillo, pero no fue así. Cuando le preguntan en ese patio, rodeado de criados y soldados, tiembla. No es capaz de decir que sí, que él sigue al Maestro, que está dispuesto a dar la vida. Cuando yo era más joven me sentía como Pedro. Pensaba que los demás eran más débiles que yo, más pusilánimes. Con el paso de los años, fruto de mis caídas y decepciones, de mis heridas y de mis propias traiciones, sentí el dolor de no ser fiel y entonces me vi como lo que era, un hombre débil, demasiado débil como para reclamar el título de héroe. Toqué el dolor de la traición muchas veces. Y sentí que no tenía ninguna carta de presentación ante Jesús. Nada que avalase mi buen comportamiento. Sólo tenía mis pecados, mis fragilidades, mis inconsistencias. ¿Podría seguir amándome Jesús? Tal vez a mí me pasa lo mismo que a Pedro. Se me va la fuerza por la boca y no soy capaz de estar a la altura esperada. Pedro era la roca. La piedra, el cimiento sobre el cual se asentaría la Iglesia de Jesucristo. El primero, el más noble, el que siempre tenía las palabras correctas en su boca. Ahora, en ese patio oscuro, alumbrado sólo por una hoguera, niega, se olvida de su historia de misericordia. Olvida a aquel al que ama, lo niega públicamente. Y Jesús lo ve, lo sabe, lo observa desde lejos, lo mira con misericordia sabiendo lo que ha hecho. ¿Es posible saltar en ese momento y creer que hay una segunda vida para el que ha perdido la primera? ¿Habrá una segunda oportunidad para el que ha fracasado? Pedro no es capaz de ir más lejos. Simplemente llora y sale del pretorio, corre, grita, se arrepiente tantas veces. ¿Qué salvó a Pedro esa misma noche? Una mirada de misericordia. Unos ojos que lo miraban al tiempo que un gallo cantaba. Demasiado tarde, demasiado pronto. Ya no había un camino de regreso. ¿O sí? Sí, siempre hay el camino del perdón, de la misericordia, de la reconciliación, del arrepentimiento. Siempre es posible volver a empezar, reanudar el camino que se ha perdido, la ruta que ya no es posible volver a recorrer. Porque el pasado pisado está y queda atrás. Y lo único que es posible es una nueva ruta, un nuevo camino, un nuevo comienzo. Pedro vuelve diferente de aquella noche. No dormiría pensando quizás en él, en su debilidad. Y tendrá que esperar a otro momento días más tarde en un lago. Allí Jesús resucitado le preguntará tres veces si le ama de verdad, con toda el alma, para siempre. En ese momento él dice que sí, que lo quiere y se entristece al creer ver dudas en las preguntas de Jesús. Él ya no duda, porque Pedro no ha puesto su confianza en sus propias fuerzas. Los que han caído tienen más misericordia en su corazón porque han experimentado en sus vidas una profunda misericordia. Pedro ya no es el fuerte, el vanidoso, el engreído. Ya no tiene tanto poder ni tantas fuerzas. Se ha desprendido de todas sus máscaras, ha dejado a un lado sus títulos y logros. Ya no es digno de admiración. Nadie lo alabará por su fidelidad. Se reirán de él, menospreciarán sus gestas. Dirán que no fue un buen hijo, ni un buen hermano. Lo acusarán de traición y él no tendrá cómo defenderse. Ya nada importa. Sólo esos ojos que lo miran y le preguntan: Pedro, ¿me amas? Siempre esa pregunta me vuelve a mi historia personal. Trato yo de hacer méritos, de merecer el amor. Quiero valer y que los demás reconozcan que valgo. Como si con mis gestas y obras mi vida valiera más, pesara más. Siento que Jesús quiere ver mis grandes obras para sonreír. No le basta verme llegar turbado, herido, derrotado. ¿Cómo me va a querer cuando no tenga nada que justifique mi vida? Valgo por lo que soy. Y lo más importante es que soy hijo, niño, pobre. Desvalido y sin títulos ni grandes obras. El camino que recorre Pedro es el mismo que yo quiero recorrer cada día. No soy yo, es Él. No es mi vida, es su propia vida entregada por amor a mí. Eso es lo que cuenta, lo que vale de verdad, lo que importa.

Me impresionan esos días de la Semana Santa en los que Jesús camina al Calvario. Getsemaní es un huerto lleno de olivos. A ese lugar iba Jesús con frecuencia a orar. Un lugar tranquilo, en medio del a noche. Ese jueves santo hizo lo mismo. Le pidió a los más cercanos que velaran mientras Él oraba con su Padre. Lo intentaron, se quedaron dormidos. ¿Qué hubiera hecho yo? Lo mismo. Me hubiera quedado dormido. Tal vez porque no hubiera pensado que todo era tan grave. Porque hubiera tenido fe en la fuerza de Jesús y en su capacidad para salir libre de todo. Había concluido la última cena. Judas se comportaba de forma extraña. Nada grave podría pasar, pensaron. Y se quedaron dormidos en esa noche tan importante. No velaron, no pudieron, no supieron. A mí también me cuesta tomarme en serio las cosas que me pasan. O no les doy el peso que tienen. Creo que todo va a salir bien. ¿Será cierto? Esa noche en el huerto Jesús entregó su vida. Puso sus miedos en el corazón de su Padre y los ángeles, después de dar su sí final, lo asistieron: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad sino la tuya. Lleno de angustia oraba con más instancia; y sudó como gruesas gotas de sangre, que corrían hasta la tierra». Se abandonó en su padre en esa noche oscura. Dolor, lágrimas, sangre. Y más tarde, reconfortado, fue a buscar a los suyos. Dormían. «¿No habéis podido velar una hora? Velad y orad, para que no entréis en tentación; el espíritu está dispuesto, pero la carne es débil». Mi carne es débil. Yo también me dejo vencer por el miedo, o por el sueño en los momentos más importantes. Es como si lo que me pide Dios superara mis fuerzas. Y duermo, no logro velar ni hacer cosas difíciles. No consigo estar a la altura de lo que esperan de mí. Y eso que he sido testigo también yo de lo que Jesús ha hecho en mi vida, como hoy escucho: «Pedro tomó la palabra y dijo: Vosotros conocéis lo que sucedió en toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo que predicó Juan. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él. Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en la tierra de los judíos y en Jerusalén. A este lo mataron, colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y le concedió la gracia de manifestarse, no a todo el pueblo, sino a los testigos designados por Dios: a nosotros, que hemos comido y bebido con él después de su resurrección de entre los muertos. Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha constituido juez de vivos y muertos. De él dan testimonio todos los profetas: que todos los que creen en él reciben, por su nombre, el perdón de los pecados». Yo quiero dar testimonio de ese Jesús que pasó haciendo el bien por mi vida. No estoy a la altura. Caigo, me dejo llevar por mis miedos y mis debilidades. No consigo alcanzar las cumbres más altas. Por eso el jueves santo, cada año, vuelvo a sentirme testigo y traidor, enamorado y cobarde, sediento del amor de Dios y débil para mantenerme fiel a lo que Dios me pide. También esta noche Jesús me lava los pies y me dice cómo tengo que amar. Yo no lavo los pies de nadie. No quiero, me resisto. No quiero humillarme, menos deseo que me humillen. Lo miro arrodillado delante de mí y casi estallo como Pedro. ¿Lavarme tú a mí? No he entendido nada. Si no lavo como él me lava no soy digno de Él. Yo que estoy dispuesto a dar la vida por Él no soy capaz de humillarme ante nadie. ¡Cuánta fragilidad en mi alma! Ni logro velar, ni quiero lavar los pies de nadie. Quiero vencer y vivir y veo a Judas acercarse al Maestro y entregarlo con un beso. Un solo beso. Un gesto ruin. Con un beso tracciona a su amigo al que ama, en quien creía. Judas sólo quería hacer el bien, como Jesús. Entendió mal sus palabras o pensó que el camino era la liberación de un pueblo opresor. Y luego entregó a Jesús. ¿Esperando quizás un último milagro liberador? Desesperación, las monedas arrojadas en un campo de sangre. Murió ahorcado porque no conoció la misericordia de Dios: «Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia. Diga la casa de Israel: eterna es su misericordia. No he de morir, viviré para contar las hazañas del Señor. La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente». No pudo dar gracias por esa misericordia que no sintió. Le pudo la culpa, el propio dolor por haber caído tan bajo. No logró salvar a nadie, ni siquiera a sí mismo. Se dejó llevar en su pobreza. Judas sólo buscaba hacer el bien. y sus obras decidieron su vida. No reconoció la misericordia en los ojos de Jesús. Quizás se pensó condenado y él mismo se quitó la vida. y así entregó todo en esa noche de oscuridad, de luchas, de traiciones, de amor inmenso arrodillado a mis pies. Última noche de Jesús en una cisterna. En la oscuridad húmeda de un calabozo. Esperando su hora sin oponer resistencia. Siendo testigo de la traición de Pedro. Un gallo. La soledad, el silencio, su Madre María acompañándole en la distancia, sin poder salvarlo. Ni Él tampoco a Ella.

Y llegó la muerte un viernes santo. La muerte en una cruz, el olvido. Las últimas palabras vertidas en agonía por un moribundo lleno de vida. «Verdaderamente era hijo de Dios». Un simple centurión romano descubrió lo que nadie veía en esa noche de oscuridades y miedos. No era fácil ver a Dios escondido en esa carne rota. Jesús hombre moría. Moría Dios para darme la vida. Dios muerto un viernes santo y al tercer día volvió la vida. Desde entonces ya nada puede ser diferente. Hoy escucho: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos, juntamente con él». Dejo los bienes de la tierra para buscar los del cielo. Dejo la muerte que me hiere para elegir la vida y con ella el amor. Dejo el odio para sembrar la paz. Dejo la noche para amanecer en un día nuevo: «El primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». María Magdalena buscaba un cuerpo muerto y encontró un sepulcro vacío. Desde entonces la humanidad besa una losa escondida en el Santo Sepulcro. El recuerdo de ese hombre que murió y resucitó. Ya no hay cuerpo muerto, hay un cuerpo glorioso, resucitado. La muerte ha dado paso a la vida y el corazón se llena de gozo. Pienso en mi vida en la que abunda a veces tanta muerte. Tantas cosas muertas que me quitan la alegría. Esto es lo que vio esa mujer enamorada: «A mi Señor glorioso, la tumba abandonada. Los ángeles testigos, sudarios y mortaja. ¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza! Venid a Galilea, allí el Señor aguarda; allí veréis los suyos la gloria de la Pascua». Cristo está vivo. Es lo que ven los discípulos que llegan corriendo: «Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos». Me gusta este domingo de resurrección. Después de la oscuridad del viernes y del silencio del sábado, me conmueve la alegría desmedida de María Magdalena y de los discípulos. Tendrán que ir a Galilea. Está vivo, no está muerto, la muerte no tiene la última palabra. Me cuesta creer en lo imposible. No logro creer que detrás de la muerte pueda haber vida eterna, salvación, esperanza. Me gustaría que todo fuera mejor de lo que es y no lo consigo. Me falta fe. Una tumba vacía debería ser suficiente pero yo me pregunto, ¿dónde está el cuerpo escondido? Me falta fe. Sigo buscando explicaciones lógicas y racionales. Cuando algo no puede ser no lo es. Y entonces no creo en la resurrección, en el final feliz. Hay películas que esperas que acaben bien. Luego la vida no suele ser así. No siempre hay luz, ni salud, ni vida. La muerte se impone muchas veces y el alma duele. Me cuesta tanto despedir a los que parten. No hay resurrección como la de Lázaro. No hay vuelta a un cuerpo humano frágil y vulnerable. El alma se rebela contra una muerte que se impone por encima de todos los miedos. Y es que me dan miedo la muerte, la soledad y dejar de tener a quien amo. No puedo entregarlo todo en Getsemaní, no sé hacerlo, me resisto a soltar y dejar ir a quien sufre. No deseo que alguien se vaya cuando puedo retenerlo. Así se sentirían los discípulos y las mujeres esos días. Creer en la vida para siempre era sólo un deseo. Luego se apareció Jesús entre ellos y llevaba en su piel las marcas de las heridas. El odio de los hombres grabado en su cuerpo ahora glorioso, resucitado. No quiero olvidarme de mis muertes, de mis heridas. Quiero que en esta Pascua Jesús glorioso y resucitado se abra paso entre mis huesos. Quiero que su vida venza en mi muerte. Quiero que la salvación se haga fuerte en mis derrotas. Me siento muy débil. Creer en la vida es lo único que me saca de mi dolor. Creer que Dios tiene la última palabra y no el demonio. El bien por encima del mal. La paz por encima de la guerra. Vivir como resucitado no significa dejar este mundo sino hacer que en él haya más luz, más vida, más amor. Consiste en dejar que muera en mí el odio y la rabia para que venzan la esperanza y la alegría. No es tan fácil, pero es lo que deseo. Corro al sepulcro vacío para besar la losa vacía. Una piedra es el recuerdo de la vida, que supera siempre la muerte.



[1] El color de las cosas invisibles, Andrea Longarela

[2] Mónica Gutiérrez, Todos los veranos del mundo

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