Homilía del padre Carlos Padilla - 31 de julio de 2022

Domingo 31 de julio de 2022 | Carlos Padilla

Domingo XVIII Tiempo Ordinario

Eclesiastés 1:2; 2:21-23; Colosenses 3:1-5, 9-11; Lucas 12:13-21

«Voy a demoler mis graneros, y edificaré otros más grandes y reuniré allí todo mi trigo y mis bienes, y diré a mi alma: - Alma, tienes muchos bienes en reserva. Descansa»

31 julio 2022    P. Carlos Padilla Esteban

«En medio de las incertidumbres de la vida vivo con paz el presente. Quiero vivir el tiempo que tengo como si fuera el último. Con intensidad, con alegría, con mucha paz»

A veces me preocupa demasiado saber lo que piensan los demás sobre mí. Me angustia pensar que puedo decepcionar a mucha gente que esperaba más de mí. Como si todos estuvieran girando en torno a mí. Pero en realidad a nadie le importa mucho cómo me visto, qué aspecto tengo, si he logrado mis propósitos o he fallado. A nadie le importa si he pecado mucho o poco en los últimos días. A ellos no les importan mis logros ni mis caídas. No viven girando en torno a mí. Cada uno tiene bastante con su propia vida. Igual que yo tengo la mía y lucho por sacarla adelante. Así que lo que sí que me importa es cómo me veo a mí mismo, cómo me trato, cómo me cuido. Me importa si me gusto o no. Si me encanta mi aspecto o me produce desgana. A mí sí me importa si hoy me levanto motivado o apesadumbrado. A otros no pero a mí sí me importa llegar pronto al avión para no perderlo. Prepararme para esa prueba que me va a exigir mucho. A mí me importa y me duele no estar a la altura. Fallarme y no lograr lo que quería. Pesa el orgullo. Y luego, es verdad, hay personas a las que sí les importa mi vida. Porque quieren mi bien. Desean mis éxitos y sienten que mi vida es algo importante y grande. Les importa a ellos a los que yo también amo y deseo su bien. Pero luego hay otros que tal vez me juzgan, me critican. Esos pueden influir en mi ánimo, pero no deberían. No quiero darles ese poder. No puede ser que sus opiniones y juicios vertidos desde lejos puedan hacerme tanto daño. Es como si una crítica que recibo acabara por un tiempo con mi felicidad. No tiene sentido. Sus palabras tienen sólo el poder que yo les doy. La verdad es que no hago las cosas para agradar a los demás. Las hago porque quiero, porque creo que es lo mejor que puedo hacer por Dios. Mi caridad o mis obras buenas son por amor a Él y en Él a los hombres. Pero no vivo esperando su reconocimiento. No sé por qué herida honda de mi alma sigo buscando la aprobación de todos. Cada día es una prueba más, un desafío que tengo que superar. Una oportunidad más para lograr el éxito o para permitir que descubran que soy un fraude, un impostor. No logro quitarme esa imagen tan frágil que despierta la culpa. Quizás las decepciones de mi vida me han hecho más crítico conmigo mismo, más exigente. Y sufro por ello. Deseo llegar más lejos, estar más arriba, conseguir más logros. Hago las cosas pensando en mí. No tratando de cumplir con lo que los otros esperan. Decía José-Vicente Bonet, en su libro «Sé amigo de ti mismo»: «La importancia de la autoestima se aprecia mejor cuando cae uno en la cuenta de que lo opuesto a ella no es la heteroestima, o estima de los otros, sino la desestima propia, rasgo característico de ese estado de suma infelicidad que llamamos «depresión»»[1]. Cuando no hay auto estima hay desestima. Dejo de amarme, de cuidarme, de mirarme bien. Porque es imposible que los otros, en todo y siempre me estimen como a mí me gustaría. En ocasiones ni siquiera se fijarán en mí, pero yo interpretaré sus silencios, sus miradas esquivas como desprecio, incluso como odio. Me daré demasiada importancia y pensaré que me están condenando cuando tal vez no estén pensando en mí. La estima del mundo es muy esquiva. Podrán decirme que valgo mucho, que soy estupendo. Hoy seré el mejor, el primero, el más querido. Y mañana pasaré al olvido. Son modas, famas efímeras. ¿Por qué me preocupan tanto hasta el punto de quitarme la paz? Algo está mal en mí cuando siento así la vida. En el fondo sé que nada de eso cuenta al final del camino. Le quito peso a sus valoraciones. Y pienso que cuando me alaban lo hacen por cumplir. Y cuando me critican porque están aburridos. Pero no importa. No les doy tanto poder. Porque sé que si lo hago la desestima propia acabará apoderándose de mi alma. La seguridad en lo que hago, en lo que tengo, en lo que vivo no me la pueden dar los demás. Es imposible. Sólo yo puedo darme seguridad. Miro a Dios, miro al cielo y sé que su mirada es la que me levanta, la que me salva. No dependo de la aprobación de todos los que me rodean, aunque me empeñe en caer bien, en quedar bien, en gustar, en ser aplaudido o alabado, en no ser juzgado. Aunque busque rehuir todas las críticas y juicios negativos no funciona. Mi felicidad no depende de los demás. Depende de mí en última instancia. ¿A quién le doy poder para quitarme la paz? No quiero darle a nadie ese poder. Sólo Dios me mira en mi verdad. Sólo Él sabe lo que hago bien y lo que hago mal. Sólo Él conoce mis intenciones y sólo a Él de verdad le importa mi vida como es. Todo lo demás es secundario. Así que camino por la vida con paz y alegría, sin miedo, sin buscar que todos aprueben mis decisiones.

El descanso es necesario. Jesús quería que sus discípulos fueran a descansar con Él al final del día. Después de una jornada larga de entrega los invita a descansar a su lado. Necesitan tomar aire, cambiar de ritmo, de actividad. El descanso es un don de Dios en mi vida. Pero veo que cada vez más el hombre moderno no sabe descansar. No logro desconectar, no me libero de las demandas del mundo, de los hombres, no olvido mis obligaciones. Y entonces surge la tentación que hoy escucho: «Voy a hacer esto: - Voy a demoler mis graneros, y edificaré otros más grandes y reuniré allí todo mi trigo y mis bienes, y diré a mi alma: - Alma, tienes muchos bienes en reserva para muchos años. Descansa, come, bebe, banquetea». Siento que sólo podré descansar si lo tengo todo asegurado, si los graneros están llenos, si he alcanzado todas mis metas. ¡Cuántas personas viven obsesionadas por almacenar, por guardar reservas, por asegurar el futuro! Piensan que sólo entonces podrán descansar. Pero no es real porque la ambición no me deja parar. Siempre quiero más, busco más. No descanso porque no puedo, el ritmo de este mundo no me deja tranquilo. No puedo dejar de hacer lo que los demás exigen o hacen. Siento que tengo que trabajar para no quedarme fuera. Necesito conseguir más, lograr más. Si no trabajo me siento culpable. Hacer vacaciones está mal visto, es una pérdida de tiempo. Y al mismo tiempo el trabajo excesivo me agota y me lleva a buscar compensaciones. Me ahogo en el placer, en la satisfacción inmediata de todos mis deseos. Quiero tener el granero siempre lleno. No quiero el miedo de la incertidumbre, el miedo de no tener suficiente cuando llegue la necesidad. Todo es pasajero: «¡Vanidad de vanidades! todo vanidad! Pues ¿qué le queda a aquel hombre de toda su fatiga y esfuerzo con que se fatigó bajo el sol? Pues todos sus días son dolor, y su oficio, penar; y ni aun de noche su corazón descansa. También esto es vanidad». ¿Será entonces que no es posible descansar? Toda una vida entregada, con sufrimiento y esfuerzo, ¿para qué sirve trabajar tanto? ¿Quién me va a compensar por todo mi esfuerzo? Todo pasa. El tiempo se escapa. La vida es breve y todo lo que nace acaba muriendo: «Tú al polvo reduces a los hombres, diciendo: - ¡Tornad, hijos de Adán! Porque mil años a tus ojos son como el ayer, que ya pasó, como una vigilia de la noche. Tú los sumerges en un sueño, a la mañana serán como hierba que brota; por la mañana brota y florece, por la tarde se amustia y se seca». Como una hierba que nace y muere sin poder evitarlo. Me gustaría tener un corazón más sabio para vivir la vida con alegría. Quisiera aprender a descansar. Dejar por un tiempo el móvil a un lado. apartar las obligaciones y reír con los míos, con mis seres queridos. Con ellos no tengo nada que demostrar, nada que conseguir. Con ellos todo vale y la vida cobra un nuevo sentido. Decía el P. Kentenich: «Podemos descansar, pero después hay que reemprender la marcha hacia delante. Sin una vida recia y seria, simplemente no se puede avanzar»[2]. El descanso es necesario para llenar el pozo, para soltar el peso que he ido acumulando, la carga, el desgaste. Me conviene cambiar de aires para sonreír con paz. Necesito hacer actividades diferentes para tener más paz. Romper con las rutinas. Son buenos los hábitos adquiridos. Pero también es bueno romperlos y volver a comenzar desde cero. Es sano dar un paso adelante. El descanso me lleva a tomar distancia de mis ocupaciones. En medio de la fatiga diaria, del trabajo cotidiano no avanzo, no logro sacar la cabeza por encima del agua. Me hace bien descansar, dormir, desconectar de mis obligaciones aunque parezca irresponsable. Aunque me juzguen por ello y piensen que estoy perdiendo el tiempo. Me hace bien cuidar a los míos. A la familia que Dios ha puesto en mis manos y que puedo acabar descuidando cuando me ahogo en el trabajo, en las ocupaciones diarias, en las urgencias, en las exigencias de la vida. Me hace bien subir al monte para desde allí ver con más perspectiva mi vida y descansar. Pero no quiero dejar el descanso para ese momento en el que todo parezca seguro. No quiero esperar a tener mis almacenes llenos y mis graneros. No me hace falta hacerlo sólo en ese momento. Quiero descansar ahora, en medio del camino, en medio de las inseguridades. Es ahora cuando me viene bien soltar, descargar, quedarme sin hacer nada, no estar a la altura de lo que los demás esperan. No importa, necesito cargar el pozo para no quedarme sin agua y sufrir la sed que me quita la alegría. Al fin y al cabo el trabajo constante y continuo es como esa hierba que nace y muere. Hoy crece, mañana la siegan y muere. No me recordarán por todos mis logros y conquistas. En ningún trabajo me recordarán por el amor que haya entregado. Por la forma como haya vivido. Necesito descansar con las personas que Dios ha puesto en mi vida. Reírme, dormir, jugar con mis hijos, hablar de temas distendidos. No centrarme sólo en lo que aún me falta por hacer. Quiero ser feliz en lo que hago ya sea trabajo o descanso. Pero si no logro ser feliz en el descanso, menos feliz voy a ser en el trabajo intenso de la vida. Asumo que la reciedumbre es importante para no dejar nunca de luchar. Pero al mismo tiempo quiero aprovechar el tiempo libre, hacer del ocio una escuela para cuidar otras facetas de mi vida que a menudo desatiendo. Una buena lectura, el deporte, la meditación, el descanso, buscar la paz del alma, una buena conversación, un paseo tranquilo, una buena música. Mirar un paisaje. Vivir sin querer producir. ¿Puedo hacerlo? ¿Soy capaz de descansar? Lo intento. Aprovecho cada día de descanso y lo vivo con intensidad, buscando la paz. En medio de las incertidumbres de la vida vivo con paz el presente. No sé cuántos días de vida me quedan. Y quiero vivir el tiempo que tengo como si fuera el último. Con intensidad, con alegría, con mucha paz.

Mis emociones son mías. Tú no eres el culpable. Las siento yo y quizás te hago sentir culpable porque no sé cómo reaccionar. Veo que surgen de comportamientos tuyos que no acepto en mi corazón. Al verlos los juzgo y me provocan rabia, desánimo, tristeza, desilusión. Me gustaría cambiar tus comportamientos para ser más feliz. Me gustaría que fueras distinto a lo que veo. Casi pretendo que seas otra persona para poder seguir amándote. No es tu culpa, es mía. Es tan difícil aceptar la realidad como es. Mi sentimiento duele, raspa el alma, pesa en el fondo del corazón y me esclaviza. Sé que son mis pensamientos el origen de lo que siento. Que mi sentimiento viene de ideas preconcebidas, de deseos no realizados. Mucho antes de que tú actuaras ya estaba ahí el deseo de que fueras otro. Son ideas arraigadas dentro de mi memoria afectiva y que seguramente nadie pueda cambiar, sólo yo mismo. Sé que mientras te siga culpando a ti de lo que siento permaneceré estancado en un mar de dudas y miedos, de sentimientos confusos y amargos. Te daré demasiado poder sobre mi estado de ánimo. Viviré lleno de tristezas. Te alejaré de mi vida para no sentir, pero navegaré en la barca de mis dolores y pesares sin lograr aliviarme lo más mínimo. Diré que tú has cambiado, que eras distinto cuando comenzamos el camino. Y siento que has sido tú el culpable de mi dolor de ahora. O quien sabe, quizás fui yo el culpable de tus dolores de entonces. Mis dudas y mis miedos me hacen huir de ti, de mí. Porque es más fácil huir que hablar de lo que siento cara a cara, sin tapujos. Más fácil evadir la realidad que enfrentarla desde mi sufrimiento. Mientras haya culpables fuera de mí me sentiré a salvo, seguro a bordo de mis prejuicios y rabias, a bordo de mis gritos y furias desenfrenadas. Sentiré que el mundo está mal y yo muy bien, porque siento lo correcto. Y mi sentimiento siempre es verdadero. Aunque tal vez no sea correcto lo que siento. No digo que esté mal o bien, no hago un juicio de mis sentimientos. Simplemente digo que tal vez lo que siento no me hace bien, no me libera, no me construye, no me anima. Y puede que tenga que empezar a cambiar aquellas viejas ideas arraigadas en el alma, esos viejos principios sólidos e inamovibles que hacen que el mundo se vea a través de un cristal sucio y rallado. Miro con ese cristal y veo que nada de lo que siento o sufro tiene sentido. Y nada tiene remedio. Porque tendría que volver a empezar, nacer de nuevo, volver al inicio. O tú volver a nacer. Por eso necesito el perdón para liberar sentimientos enfermos del alma que me impiden amar con el alma limpia. Sin perdón nada funciona. Leía el otro día: «El perdón es una decisión. No es un sentimiento sino una acción de la voluntad. Neil Anderson escribió: - No espere a perdonar hasta tener el deseo de hacerlo; nunca lo logrará. Lleva tiempo sanar los sentimientos después que se ha tomado la decisión de perdonar»»[3]. Tendré que perdonar desde la voluntad, aunque no desee ese perdón del cual me siento tan lejos. Veo que la rabia sigue doliendo, o el rencor. Pero sé que me libera perdonar al que me ha hecho daño, lo sepa o no, lo pueda evitar o vaya a seguir haciendo lo que me duele. Tengo que romper esa atadura que me une a ti desde que me hiciste daño, siendo culpable o inocente. El dolor es subjetivo. A mí me dolió ver lo que hacías en mi vida. Podías no haberlo hecho pero lo hiciste. O dejaste de hacer lo que yo esperaba. O de decir lo que quería oír. Me dijiste que lo que gritaste no fue tu intención, no te creí. O no quise creerte. No lo sentí así. Y el sentimiento me ciega, manda, tiene la fuerza de una neblina que oculta el sol de mi mirada. Sé que está el sol detrás de las nubes, pero no lo veo, no lo siento y es como si no existiera. No puedes forzarme a sentir lo que no siento. O a dejar de sentir lo que siento. Y yo mismo no puedo forzar a mi corazón para que sienta de otra forma. Puedo perdonar desde la voluntad, aunque no lo sienta. Me gustaría hacerlo sintiéndolo, pero no puedo. Pero elijo perdonarte, pasar página, dejarte ir aunque seas culpable, aunque no me pidas el perdón que espero, aunque no hayas pagado aún la pena por lo que hiciste, aunque no cambies. Es verdad que necesito un milagro en mi vida para cambiar, para iniciar un nuevo camino limpio de rencores y resentimientos. Necesito volver a nacer para salvarme en medio de las aguas del naufragio. Un nuevo comienzo como si fuera posible tener el alma como una tabla rasa, limpia, pura, ingenua, sin heridas. Los dolores los he guardado con mucho cuidado dentro de mí, recreándome en ellos. No sé si a propósito o sin poder evitarlo. ¿Cómo se borran los sentimientos que me hacen daño? ¿Cómo lograré no sentir lo que ahora siento? Cambiando muchas de las ideas que me enferman y esclavizan. No es tan sencillo ese volver a nacer del que me habla Jesús. Hace falta un milagro suyo, una acción prodigiosa en la que su mano limpia mis heridas y las cierra, purifica mi mirada y me hace levantarme por encima de todos mis miedos y tristezas.

Me gustaría alabar a Dios cada mañana. Levantarme con paz, lleno de alegría por el día que comienza. Hoy escucho: «¡Enséñanos a contar nuestros días, para que entre la sabiduría en nuestro corazón!¡Vuelve, Yahveh! ¿Hasta cuándo? Ten piedad de tus siervos. Sácianos de tu amor a la mañana, que exultemos y cantemos toda nuestra vida. ¡La dulzura del Señor sea con nosotros! ¡Confirma tú la acción de nuestras manos!». Me gustaría ser siempre agradecido. Mirar mi vida y pensar que es el mayor tesoro que Dios me ha confiado. El otro día escuchaba: «Las personas que tienen una vida satisfecha, feliz, plena, no necesitan meterse en la vida de los demás». Miré mi vida y me quedé pensando si yo necesitaba meterme en la vida de los demás para ser feliz. Si me hacía falta opinar sobre sus decisiones, criticar sus actitudes o juzgar sus comportamientos. Me sentí súbitamente inquieto. ¿Acaso mi vida no es plena y feliz? ¿Por qué me empeño en hablar de lo que hacen mal los demás juzgando sus corazones? Puede ser que me falten cosas y no esté completo. Puede que tenga envidias y rencores no sanados. No siento que pueda hacer lo que hoy me piden: «Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo. Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios». ¿Puede ser que no haya resucitado con Cristo? Sí, puede ser que viva apegado a la tierra, revestido de hombre viejo, anclado en mis pecados. Entonces me rebelo, vivo inquieto, enfadado con el mundo, con las personas que no me hacen más fácil la vida. Dejo de agradecerle a Dios todo lo que tengo y siempre encuentro que me falta algo, mucho, o todo aquello con lo que un día soñé. Me comparo con los que más tienen, con los que están mejor que yo, con los que son más felices en sus vidas. El jardín de al lado siempre me parece más verde. Y los logros de mi vecino me parecen mucho mejores que los míos. Vivo en guerra en una carrera que me deja infeliz e insatisfecho. Y necesito entonces mirar alrededor buscando una salida a todos mis miedos. ¿Por qué no acabo de estar feliz y agradecido con la vida que llevo? Me debería bastar con lo que tengo, con lo que me han dado, con lo que he logrado en medio de mis luchas. Debería bastarme con vivir mi presente agradecido, sin pedirle más a la vida. Podría bastarme con ser feliz con lo que tengo, sin pensar en lo que podía haber tenido o en lo que podía tener si la vida fuera más justa y no tan injusta conmigo. Sería tan bonito vivir con el corazón pleno, en paz, tranquilo mirando al cielo. Vivir con los ojos elevados a lo alto, sabiendo que las cosas de este mundo pasan, mueren, se acaban. Y los tesoros del cielo me llenan el corazón para siempre. Con eso basta para vivir feliz, sin miedo. Pero yo sigo deseando lo que no tengo y aspirando a poseer aquello que no me conviene. Quiero exultar y cantar toda mi vida al levantarme. Quiero mirar agradecido el mundo y a los que me rodean. Quiero la paz de los que viven apegados a los bienes del cielo. Me gustaría amar mejor, liberando, enalteciendo, haciendo feliz a quien me ama. Pero hay en mí un deseo egoísta de ser yo feliz aun cuando los demás no logren serlo. Leía el otro día: «El amor es a la vez el sentimiento más generoso y el más egoísta del mundo y esas dos vertientes no pueden separarse. Nuestra necesidad batalla con el deseo de que el ser querido sea feliz»[4]. En mi amor está mi necesidad, mi deseo, mi egoísmo. Tiene mucha fuerza y lo busco cuando amo, cuando me entrego. Quiero ser feliz, pleno, tener lo que deseo. Y al mismo tiempo siento ese deseo de que los otros también sean felices, más felices que yo mismo, incluso aunque yo no lo sea. Es una lucha interna entre mi egoísmo y mi deseo de dar y darme hasta el extremo. Darlo todo, entregarlo todo aun cuando no reciba mucho. Es sencilla la vida y yo la complico con esa lucha interna. Quiero que los demás sean felices pero antes voy yo. No me doy sin esperar nada, lo espero todo siempre. Lucho por lograr lo que aún me es esquivo. ¿Cómo se hace para aspirar a las cosas del cielo? Las de la tierra son más tangibles. Están junto a mí. Saben bien, tienen buen olor. Me hacen feliz aunque duren instantes. Pero están ahí, a mis pies y me esperan. No logro liberarme de lo que me hace esclavo. No logro subir hasta el cielo para acariciar esos tesoros que no se marchitan, no pesan, no me hacen esclavo de nada ni de nadie. Pero parecen tan lejanos, tan inalcanzables. Sé que es el camino de la gratitud el único que me vale para ser feliz. La gratitud como un don de Dios. Sé que todo es don y nadie me debe nada. Sé que el agradecimiento es una gracia que se me regala del cielo. Porque todo lo que tengo es un don de Dios. Dejo de pensar en lo que me falta para poder agradecer por lo que tengo. Y pienso que Dios me ha dado lo mejor. Acepto que la mejor decisión es la que he tomado. El mejor camino es el que recorro. El mejor lugar es donde me encuentro ahora. Y las personas mejores son las que están conmigo en este momento, sin pensar en las que no están conmigo. No corto ninguna de las raíces que me atan a la tierra y al cielo. No pierdo la paz cada vez que surgen contrariedades con las que no contaba. No me altero con las pérdidas que duelen en el alma. No me lleno de ira cuando todo sale mal y no como a mí me convenía. Vivo el presente como un don inmerecido. Agradezco por lo que pudo ser y no fue. Entrego las pérdidas y las derrotas como parte de la lucha que emprendo cada día. Sé sonreír en medio de las lágrimas. Aprovecho la oportunidad que se me presente en el presente. Porque Dios camina en los pasos que se cruzan con los míos. No me amargo cuando a los demás les va mejor que a mí. No me importa que la realidad no se corresponda con lo que yo había soñado. Veo nacer un tallo verde en mi jardín lleno de planteas secas y me alegro. Veo el sol abrirse paso entre las nubes cuando la niebla parecía reinar y sonrío. Veo una mano amiga acercarse a mí en mi soledad, en mi dolor, cuando nada era perfecto y me siento feliz, en paz. Agradecer ensancha el corazón. Si supiera dar gracias por mi hermano todo sería siempre más fácil. Si supiera dejar de mirar a los demás intentando que se adapten a lo que yo quiero sufriría menos. Exulto de gozo cada mañana y me lleno de la misericordia de Dios. Eso me basta para ser feliz.

Me gustaría tener asegurado el futuro. Quisiera saber qué va a pasar mañana para no vivir con miedos. Consultar a las estrellas para tener claro el devenir de mi vida. Me entran dudas al desconocer cuándo llegará mi hora, cuándo se acabará todo. ¿Qué ganaría si supiera cuándo llegaré al cielo? Todo sería peor, más triste, más lleno de amargura. Tengo claro que la incertidumbre me salva porque me empuja a vivir anclado en el cielo y confiando en ese Dios que camina conmigo al cual alabo. Hoy una parábola me muestra con claridad lo que es mi vida muy a menudo: «Los campos de cierto hombre rico dieron mucho fruto; y pensaba entre sí, diciendo: - ¿Qué haré, pues no tengo donde reunir mi cosecha? Voy a demoler mis graneros, y edificaré otros más grandes y reuniré allí todo mi trigo y mis bienes. Pero Dios le dijo: - ¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién serán? Así es el que atesora riquezas para sí, y no se enriquece en orden a Dios». Intento asegurar mi presente y soy necio. Quiero guardar para cuando me falte sin saber el día ni la hora. Pretendo conservarlo todo para no perderlo. Quiero poseer más allá del presente que me inquieta. Me gustaría que todo estuviera en orden en mi vida pero no lo logro. Deseo un futuro asegurado. Busco un presente pleno. Quiero vivir una vida llena. Me empeño en guardar para cuando no tenga por miedo a que me falte. La vida es muy corta y no sé su final. No siempre es fácil predecir mis días. Tengo planes escritos, labrados en roca. Los hago, los pienso y se los cuento a Dios. Pero veo que Él se ríe al mirarlos. ¿Tendrá otros planes para mí? No lo sé. Sólo me dice que no guarde en graneros todo para no tener miedo porque esta misma noche me puede llamar al cielo. Y entonces todo será para los demás. Me invita a vivir sin miedo el presente, mis días. A vivir sin angustias por todo lo que pueda pasar en el futuro. No controlo los días, no conozco lo que va a pasar. Y no puedo añadir una hora más a mi vida. Pero tiendo a guardar para mí. Me dicen que las personas más ricas suelen ser las menos generosas. Puede ser. No siempre es así. Si así fuera serían tan ricas porque no ayudan a nadie. Pero no lo sé. No quiero juzgar las intenciones de los demás. Pero yo corro el peligro de guardar por si me hace falta, para cuando haya escasez. Dejo de pensar en aquellos a los que ahora les hace falta. Como si temiera quedarme soy sin nada en esta vida. Me asustan la precariedad y la escasez. Me dice hoy Jesús: «Mirad y guardaos de toda codicia, porque, aun en la abundancia, la vida de uno no está asegurada por sus bienes». La codicia es un mal que acecha mi corazón. Soy codicioso con facilidad. Tiendo a guardar antes que a dar. Pienso en lo que me hace falta a mí y no a los otros. Me creo importante y cuido mi vida para que sea como a mí me gusta, a mi manera. Almaceno en graneros grandes, para tener cuando lleguen malas épocas. Es triste el egoísmo que me vuelve auto referente. Sólo yo, primero yo. Luego vendrán los demás pero primero tengo que estar yo satisfecho. Es el deseo de figurar, de estar en el primer plano, de ser mencionado, citado, recordado, alabado. Es el deseo de ser buscado y valorado, para sanar una herida de desamor. Sé que la vida son dos días que pasan y se pierden en el tiempo. Me gustaría tener un corazón más grande, más generoso, más libre. Un corazón más de Dios y menos del mundo. La codicia y el egoísmo van de la mano. La búsqueda de mi deseo por encima del deseo de los demás. Anhelo los títulos y los reconocimientos. Tengo miedo a perder lo que ahora poseo. No quiero que me quiten mis bienes, mis propiedades, mis seguridades. ¿Dónde tengo puestas mis raíces? ¿En quién confío? La confianza es ese don que me permite vivir con paz en medio de la tormenta. Cuando confío en ese Dios que camina a mi lado y me sostiene. Cuando sé que mi vida está en las manos de un Dios todopoderoso que me ama con locura. No quiero vivir con miedo a que abran mis grandes almacenes y me quiten todo lo que poseo. No quiero que venga alguien y me robe mi vida, mi futuro, mi camino diseñado en el corazón. Siento un miedo áspero a perder que me vuelve inseguro. No confío en nadie porque pienso que desean quitarme lo que tengo, por envidia. Para poder vivir con paz escucho lo que me dice hoy el apóstol: «No os mintáis unos a otros. Despojaos del hombre viejo con sus obras, y revestíos del hombre nuevo, que se va renovando hasta alcanzar un conocimiento perfecto, según la imagen de su Creador, donde no hay griego y judío; circuncisión e incircuncisión; bárbaro, escita, esclavo, libre, sino que Cristo es todo y en todos». Para ser de Dios y más feliz necesito abandonar las costumbres y hábitos del hombre viejo y convertirme en ese hombre nuevo que Cristo logra en mí. Quisiera que fuera posible pero sé que sólo puedo lograrlo por medio de un milagro. Dios puede hacer que sea una nueva creatura cambiando tantas cosas viejas que hay en mi alma. Quiero que me revista de Cristo para ser un hombre nuevo. Dejo a un lado mis costumbres viejas, mis pecados de siempre, mis ataduras ya gastadas. ¿Podré hacerlo yo solo? Dios puede hacerlo todo nuevo en mí, cuando veo que es todo tan viejo. Yo no puedo solo porque me he acostumbrado a lo viejo, a lo de siempre. Me gusta lo nuevo. Hoy veo tanta obsesión con la juventud. Todos quieren ser jóvenes. Se quitan años, se arreglan el cuerpo para que no pierda la pureza de la primera juventud. Yo mismo no deseo dejar de parecer joven. No quiero perder capacidades. Quiero ser joven de alma y de cuerpo. ¡Cuánto miedo tengo a envejecer! Tal vez por eso me gusta esta expresión. Un hombre nuevo es como un hombre joven, con pocos años de vida que se resiste a ser viejo. Un hombre joven, sin arrugas, sin achaques por la salud, sin problemas graves. Un hombre joven sin embargo no es ese hombre nuevo del que me habla S. Pablo. Es otro hombre que siendo viejo se rejuvenece en el amor de Dios. No importa la edad de los años vividos. Lo que importa es el corazón capaz de aprender siempre algo nuevo, capaz de vivir con intensidad. El amor siempre vuelve más joven el corazón. El hombre enamorado es capaz de hacer locuras de joven por la persona amada. Quizás la clave esté en vivir enamorado. Enamorado de las personas, de Dios, de mi vida como es. Quiero aprender a vivir con la frescura del primer amor. Envejezco cuando no deseo vivir más, cuando he perdido las motivaciones para levantarme cada mañana, cuando ya no amo como amaba antes, de joven. Cuando ya no espero nada de la vida porque pienso que tal vez me lo han robado todo y no será posible ser feliz. Quiero ser joven en el espíritu. Sé que ser nuevo es estar abierto siempre a las novedades. No repetir continuamente las cosas por miedo a lo nuevo. Deseo ser nuevo, ser joven y eso supone dar un paso al frente y tener la disposición abierta para aprender, crecer y cambiar. Me gustaría tener un corazón joven, nuevo, que sepa amar y entregarse siempre a los que Dios pone en mi camino. Es la novedad y juventud que me da Dios con su amor, con su entrega.



[1] José-Vicente Bonet, Sé amigo de ti mismo

[2] J. Kentenich, Hacia la cima

[3] John Eldredge, Salvaje de corazón: Descubramos el secreto del alma masculina

[4] Lucinda Riley, La hermana perla (Las Siete Hermanas 4): La historia de CeCe

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