Homilía del padre Carlos Padilla - 30 de octubre de 2022

Sábado 29 de octubre de 2022 | Carlos Padilla

Domingo XXXI Tiempo Ordinario

Sabiduría 11, 22-12, 2; 2 Tesalonicenses 1,11-2, 2; Lucas 19, 1-10

«Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también éste es hijo de Abraham, pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido»

30 octubre 2022    P. Carlos Padilla Esteban

«Santo es el que ha recibido una mirada pura desde el cielo en forma de abrazo y se siente amado como es. Y es capaz de mirar con esa misma mirada viendo a Dios en cada hombre»

Hay aplicaciones en mi celular que te permiten saber dónde se encuentra la persona querida en todo momento. Me llama la atención ese deseo de saber dónde está cada uno, lo que está haciendo, lo que le ocupa. ¿Qué hay detrás de mi interés? ¿Desconfianza? ¿Preocupación? ¿Miedo a perder a quien amo? ¿Ansiedad provocada por su ausencia? Y, ¿qué sucede si no está aquel a quien amo donde me dice que está? ¿Desconfío de lo que me dice o de la aplicación? La verdad es que no quiero que me dejen de amar y no quiero que me mientan. Quiero poseer, retener, cuidar, proteger, controlar a los míos. Esas aplicaciones me llaman la atención. Me quedo tranquilo cuando está en un lugar seguro o cuando se encuentra donde creo que debería estar, en casa, en el trabajo. Pienso que la desconfianza es un mal que me enferma. ¿Desconfío de aquel a quien amo y me ama? Tal vez me hirieron y desde entonces ya no confío como lo hice cuando era niño. Cuando nadie aún me había prometido algo que luego no iba a cumplir. Cuando en lugar de amor me dieron odio, desprecio, olvido. Cuando sentí que no valía tanto porque alguien a quien yo sí valoraba no me tomaba en serio. Y el dolor se hizo fuerte en mi interior. Desde entonces necesito saberlo todo. Dónde se encuentran aquellos a los que amo. Qué hacen. Cómo se comportan. En qué están. Y esta aplicación me ayuda en el control. Cuanto más sepa más paz tendré. ¿Y si algo se escapa de mi control? Digo que delego responsabilidades pero vivo controlando a ver si todo funciona y resulta como yo espero. Me cuesta que incumplan lo prometido. Me lleno de rabia cuando no hacen las cosas que me han prometido. Siento que no me escuchan, no me obedecen, no me siguen, no me quieren. Cuando me llevan la contraria en una discusión pienso que no me aman. No me fijo en el valor del tema que discutimos. Simplemente siento que no me valoran en mi verdad. Y me indigno. El control, la desconfianza, el deseo de que todo salga bien. O al menos el afán de que las cosas se hagan a mi manera. Que otros no se metan en mis asuntos. Que no me quiten lo que a mí me han confiado. ¿Y si luego sale todo mal? Me siento frustrado, ofendido, despreciado. Trato de buscar culpables a mi alrededor. Alguien que no hizo lo que debía. Uno que no respondió a lo que se esperaba de él. Yo me cuidaré y protegeré para que no me echen nada en cara. Soy libre, inocente, puro. El control me enferma. La desconfianza es algo insano. Si desconfío siempre de las personas no viviré con paz. Tendré un nudo constante en el estómago. Viviré mirando, observando, vigilando. Yo sé cómo se tienen que hacer las cosas. Y si alguien no me escucha, no me obedece, no me respeta, lo apartaré de mi vida. Pasará a un segundo plano. Lo alejaré de mí. Me gustaría ser una persona confiada. Me gustaría creer siempre en las personas y no sospechar. Me gustaría no tener que usar nunca esa aplicación para saber dónde se encuentra la persona amada. Me gustaría no controlar a los demás, ni mi propia vida y dejar fluir los días sin tanto apego. Me gustaría soñar con días plenos en los que improviso y acepto que las cosas puedan salir mal. No me enojo cuando sucede así, cuando pierdo, fracaso o me quedo solo. No pierdo la esperanza ni la alegría. El control no me hace bien. La confianza por su parte ensancha mi alma. Aprenderé a creer más en mi hermano. Entenderé que lo que me dice es cierto y que si no lo consigue no es culpa suya, lo intentó. Viviré despreocupado, no sé cómo hacerlo, pero veo a personas que son así, más libres y felices. Aprenderé a dar una segunda oportunidad al que me ha fallado. No sé si será lo más sensato, pero sí lo más sano para mi alma. Construiré sobre roca la casa de mi vida. Porque la roca es lo único que resiste el paso del tiempo y las tempestades. Echaré raíces allí donde m encuentre porque el presente es lo único sobre lo que puedo decidir. No me alejaré de las personas que me aman y no les pondré a prueba su amor cada mañana. Me amarán a su manera, torpemente, igual que yo lo hago. No le exigiré a nadie lo que yo mismo no doy. No me quejaré de sus faltas sin reconocer las propias. «Antes de acusar a los demás conviene mirarse a uno mismo. Tenemos una capacidad infinita de arrojar la piedra a la cara del vecino. Haríamos mejor en asumir nuestras propias faltas»[1]. Aceptaré cuando los demás no se fían de mí y desconfían. Sabré que es ley de vida y no me angustiaré. Seguiré luchando, amando, dando la vida sin importarme cuánto tiempo me lleve lograr las metas.

¿Qué hago cuando me asusto y dudo? ¿Qué actitud quiero tener cuando todo se tambalea a mi alrededor? ¿Y si nada al final sale como yo espero? ¿Y si los que en mí confían desconfían cuando me ven dudar? Duele esos miedos a fallar, a fallarme, a fallarles. Esas ansiedades que tensan el alma y todas las impaciencias que no me dejan descansar. Esa tempestad temprana turba el ánimo y me hace temblar. ¿Cómo pueden influir tanto las cosas pequeñas de la vida en mi estado de ánimo? Una crítica, un juicio, una broma, una mala noticia, una palabra mal dicha, un silencio malintencionado, una ausencia, una pérdida aunque esta sea pequeña, un contratiempo, un retraso desconsiderado, el fallo de lo demás. Y entonces yo dejo de confiar cuando más lo necesito. ¿Dónde está mi Dios que todo lo puede cuando parece que nada va a salir bien? Él ya ha vencido en la guerra final. ¿Por qué tengo miedo en las batallas pequeñas que a mí me toca librar? Me levanto esta vez dispuesto a acabar con las dudas. Abrazo una fe fuerte que se hace roca en mi alma, como un pilar. No quiero temblar. No quiero perder la mirada firme fija en el horizonte escudriñando los siguientes pasos que tengo que dar, las siguientes metas que puedo alcanzar. No he nacido simplemente para sobrevivir en los momentos malos. Sino para ser santo en las peores circunstancias de mi vida. No importa el final de la película. Lo que cuenta siempre es la actitud con la que enfrento el presente. Soy feliz ahora, valiente ahora, firme ahora. No mañana, no ayer. Cuando todo esté negro frente a mí será cuando más serenidad me exija la vida. No me turbo, no me desaliento, no me desanimo. He nacido para hacer cosas grandes en este mundo difícil. La vida se juega en esas decisiones que me llevan a ascender las cumbres más altas. El desánimo no puede habitar dentro de mí. Es todo lo contrario. Me lleno de fuego, de pasión, de vida, de juventud, de ideales. Tengo claro que las circunstancias no pueden cambiarme el ánimo. Ni las palabras que escucho tratando de desanimarme. Ni las cosas que me pasan que no son las que quería. Soy mucho más que todo lo que me sucede, que todas mis circunstancias. Estoy por encima de todas las adversidades. Dios ha formado mi corazón para hacerlo a imagen del suyo. Su mirada me taladra y me recuerda que estoy hecho para tocar las nubes del cielo. Yo he nacido para ser camino y meta. Para ser mar y montaña. Estoy hecho para encarnar el sueño de los que sueñan. No pierdo la fe en llegar a tocar lo que ahora no veo. La niebla no podrá apagar mi mirada. Confiar en Dios me alegra el alma. En Él todo lo puedo porque Él ya ha vencido en mí, en este mundo. ¿Por qué me agobio tanto si ya está la suerte echada? Todo va a salir bien aunque algunos resalten sólo lo que está mal, lo que no funciona, el odio y la guerra que tienen tanta fuerza, el mal que se adueña del alma. No los escucho porque quiero escuchar a Dios. Y Él me lo dijo un día cuando le pregunté hacia dónde íbamos. No me contestó diciéndome cuál era el lugar preciso. No me explicó cómo iban a ser las cosas a partir de ahora. Sólo me sonrió con ternura y me dijo al oído que no tuviera miedo nunca más, que confiara siempre, que al final todo iba a salir bien. ¿Seguro? Le pregunté yo dubitativo. Como un niño inquieto que teme por su vida. Sí, tranquilo, acaso no soy yo tu Padre, no es Ella tu Madre, ¿a qué le tienes miedo? Y Jesús me sonrió conmovido. Pero, la vida es muy larga. Le espeté yo, tratando de justificar mis miedos ante el futuro. No temas, dure lo que dure nunca te soltaré de la mano. Sé que la santidad se juega en permanecer al pie de la montaña, en lo alto de la cima, en medio de los bosques. Se juega en esos segundos en los que me decido por Dios dejando todo aquello que me angustia y turba, todo lo que me ata. Ese instante en el que lo elijo a Él de nuevo y sigo sus pasos. Santo no es el que nunca duda, ni el que nunca cae. Es más bien el que, habiendo dudado muchas veces, sigue con paso firme. Y el que, habiendo caído una y otra vez, vuelve a levantarse con fe para seguir en la batalla. Santo es el que cree contra toda esperanza. El que no se desanima estando cansado, pero lleno de confianza. Santo es el que sigue corriendo cuando parece que no merece la pena caminar un paso más. El que cree en su hermano después de haberle este fallado. Y sigue creyendo en Dios cuando se siente abandonado. Es el que se mantiene fiel a las promesas cuando parecen irrealizables. El que persevera aún sin fuerzas con tal de llegar a la meta que tanto ansía. Santo es el que ha recibido una mirada pura desde el cielo en forma de abrazo y se siente amado como es, no como debería ser según le dicen los hombres. Y, después de haber sido amado de forma incondicional es capaz de mirar con esa misma mirada viendo a Dios en cada hombre. Esa es la santidad que anhelo, el don que le pido a Dios cada mañana.

No es sencillo ver el paso inexorable del tiempo. Comprender que las horas pasan y los días, y no van a volver. Me queda menos tiempo para vivir eternamente. Pero el desgaste y la pérdida de muchas cosas erosiona el ánimo en ocasiones. Hace poco leía: «Envejecer no significa perder la belleza, sino transferirla del rostro al corazón»[2]. Sigo siendo bello en mi interior. Y la belleza que me dan los años es distinta. Es la madurez lo que me puede dar el paso del tiempo. Veo la luz maravillosa que ha dejado el tiempo en mi rostro, en mi aspecto. Hay un miedo terrible a perder facultades. Y un deseo enfermizo de adquirir una eterna juventud. Ya sea con el deporte, la comida, las terapias o cualquier otro camino saludable. Algo que retrase el adiós definitivo al don más grande que recibí al nacer en el seno de mi madre. Como si pudiera empujar el mañana hacia delante para que nunca suceda, retrasar el punto final a una historia maravillosa que Dios ha tejido conmigo. Despedir a los amigos. Dejar de ser autosuficiente, perder el don de la juventud que a todos encandila. Dejar de sonreír por miedo a mostrar mi alma. Dejar de hablar para que no vean mi torpeza incipiente. El miedo a perder mis dones, mis talentos, mis capacidades. La angustia ante ese día en el que el Señor venga, quizás cuando menos lo espere. Cuesta llegar a viejo y dejar de ser tomado en cuenta. Como si toda mi experiencia no sirviera para nada, porque ahora las cosas se hacen de forma diferente. Hay nuevos medios, nuevos caminos y los míos ya son antiguos, están caducos. Me niego quizás a aprender cosas nuevas, porque me asusta todo aquello que no controlo, que no domino. Dejo de exponerme porque me asusta tanto el juicio de los hombres. ¿Qué van a pensar de mí? Y siento que mi alma se va poniendo vieja. Tal vez el cuerpo más que el alma. Pero a veces es el alma lo que envejece antes. Las frustraciones de la vida, los sinsabores aceleran que le vejez me invada por dentro. Me veo seco, torpe, aburrido. Y la amargura se convierte en mi aspecto habitual. No he logrado ser quien quería ser. No he obtenido los logros que un día parecieron prometerme algunos. Y entonces el paso de los años me parece ruin. Se están llevando mi vida sin que pueda hacer nada por retenerla entre mis manos. Decía el P. Kentenich hablándoles a los sacerdotes: «Lo que tengamos que hacer, hagámoslo también con tranquilidad y constancia. Aquel de nosotros que sea aún joven, trate de formarse en todos los campos posibles. Supongamos que trabajan en una escuela, por cinco, diez o más años, y de pronto deben volver a la labor de predicar, ¿podrán hacerlo? Reflexionen con sensatez sobre este punto: hay que formarse para los años de la madurez y de la vejez. ¿Qué puedo hacer cuando sea una persona entrada en años? ¿Qué?...  quizás no pueda predicar, quizás tampoco me haya formado como confesor porque nunca me tocó desempeñar esa labor»[3]. Las circunstancias no pueden determinar mi felicidad. Quiero seguir sonriendo cuando casi no pueda sonreír. Quiero tener paz cuando la vida que llevo no sea la que antes llevaba. Cuando dependa de otros que guíen mis pasos. La mejor manera para cuidar mi actitud interior es ser siempre positivo. Lo que puedo hacer ahora lo hago con constancia, como si fuera el último día de mi vida. Como si mañana no fuera a despertar. No dejo para mañana lo que pueda hacer hoy. No dejo de soñar con un mañana largo aún sin saber cuándo vendrá Jesús a mi encuentro. No vivo con miedo, sino con la paz de los niños acostumbrados a conjugar los verbos en presente. Decía el Papa Francisco en Amoris Laetitia: «Llama la atención que las rupturas se dan muchas veces en adultos mayores que buscan una especie de autonomía, y rechazan el ideal de envejecer juntos cuidándose y sosteniéndose». Huyo de mí mismo queriendo encontrar la juventud perdida y negándome a vivir la vejez con aquel a quien amo. Es con él con el que quiero compartir esos últimos años de olvidos, de pérdidas, de carencias, de miedos, de confusión. Años en los que las únicas certezas me las darán los amores verdaderos, aquellos que el paso de los años no logra enmudecer. El amor auténtico nunca envejece. El amor que cuido en años de juventud será sólido y firme en tiempo de vejez. No me turba entonces el paso de los años porque lo más verdadero permanece siempre. Lo auténtico nunca muere. La paz de Dios no desaparece. Quiero gritarle a Dios que me siga llamando cuando viva desgastado y sienta que los hombres no me necesitan. Cuando me aparten a un lado porque ya no es requerida mi sabiduría. En esos momentos en los que me duela el corazón no dejaré de mirar al cielo y confiar. Dios me sigue mirando igual que siempre. mejor aún, ama mi alma madura, acrisolada con el devenir de amores y desamores. Y mis heridas, esas que creo que me afean, son la firma de Dios, son mi belleza, son mi historia sagrada. Es el mapa de mis amores donde Dios ha dejado su huella impresa. En mis arrugas, en mis heridas, en mis dolores. Allí nace, con una belleza infinita, el beso joven de Dios sobre mi alma siempre joven.

¿Cómo es ese Dios en el que creo? ¿Qué imagen de Dios se me ha metido en el alma? Soy hijo de una familia, de un hogar. He heredado una tradición, una forma de ver las cosas. Conozco el rostro de ese Dios que me cuida y acompaña, que me ha creado, me ha amado. Hoy escucho: «Te compadeces de todos porque todo lo puedes y disimulas los pecados de los hombres para que se arrepientan. Amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces, pues, si algo odiases, no lo habrías hecho. Y ¿cómo habría permanecido algo si no hubieses querido? ¿Cómo se habría conservado lo que no hubieses llamado? Mas tú con todas las cosas eres indulgente, porque son tuyas, Señor que amas la vida, pues tu espíritu incorruptible está en todas ellas. Amonestas a los que caen recordándoles en qué pecan para que, apartándose del mal, crean en ti, Señor». El Dios que vive en mí es el que me salva. Esa imagen de Dios determina mi forma de mirar el mundo, mi manera de enfrentar la vida. A veces me siento culpable cuando no denuncio, no increpo, no grito las verdades en las que creo. Me siento indigno del nombre de cristiano cuando no me acerco a los que actúan mal para decirles que viven en pecado. Y veo a un Dios juez en mi alma que me acosa, me impele, me grita, me dice que si no grito con fuerza no soy hijo suyo. Esa imagen de Dios me la grabaron a fuego cuando vivieron diciéndome todo lo que podía hacer y lo que estaba prohibido. Y me llené de normas con el paso de los años. Y me acompañó un Dios juez que estaba dispuesto a condenarme en cuanto diera un paso en falso, cometiera algún pecado o simplemente me callara sin decir lo que correspondía hacer en cada momento. Ese Dios vive dentro de mí, yo lo he alimentado, u otros lo alimentaron por mí a lo largo de mi vida. me dijeron si estaba yendo por el camino correcto o recorría rutas peligrosas, confusas, extrañas. Y me asusté al pensar en las consecuencias de mis actos, en las represalias si no hacía lo debido. Y vi un Dios imponente, lejano, poderoso condenando o absolviendo cada uno de mis actos, de mis gestos. Al mismo tiempo fue creciendo en mi interior otra imagen de Dios. Un Dios padre misericordioso como el que describe hoy la Escritura. Quiere que me arrepienta de mi pecado para que tenga vida. Pero no me aplasta, no me rechaza, es misericordia pura, es acogimiento, ama mi vida. Me sostiene desde mi pobreza y levanta mi alma para que toque su piel, esa piel de Dios que sabe a cielo. Ese Dios misericordia no pasa su vida condenando y denunciando. Y veo que tal vez no quiere que grite continuamente denunciando a los que han pecado. No pretende que sea juez de los actos de los hombres. Simplemente quiere que me sienta pequeño y débil, necesitado de misericordia. Por eso rezo con las palabras del salmo: «Yo te ensalzo, oh Rey Dios mío, y bendigo tu nombre para siempre jamás; todos los días te bendeciré, por siempre jamás alabaré tu nombre; Clemente y compasivo es Dios, tardo a la cólera y grande en amor; bueno es Dios para con todos, y sus ternuras sobre todas sus obras. Te darán gracias, Señor, todas tus obras y tus amigos te bendecirán; dirán la gloria de tu reino, de tus proezas hablarán. Dios es fiel en todas sus palabras, en todas sus obras amoroso; sostiene a todos los que caen, a todos los encorvados endereza». Dios es compasivo, es misericordioso, es fiel y me sostiene cada vez que caigo. Esos dos dioses entran en conflicto en mi interior. Luchan por ganarse un espacio cada vez mayor en mi alma. Yo alimento a uno de los dos. Y veo que crece más y apaga al otro. Si me impongo mil normas y no me doy un respiro por miedo al castigo alimento a ese Dios juez que no deja de vigilar mis pasos, controlar mis decisiones, pendiente de cualquier error, preparado para descargar sobre mí su cólera. Si creo en su misericordia y hablo de ella a tiempo y a destiempo alimento a ese Dios compasivo que ama a todos, a todos los comprende y los consuela. No vive apartando de su lado a los que han pecado. Los abraza diciéndoles que siempre serán bienvenidos, que no duden, que no se turben. Veo que depende de mí en gran medida. Con mis gestos pertenezco a un Dios o al otro. Con mis palabras defiendo una de esas imágenes estando las dos grabadas en mi alma. Cada vez que toque la misericordia en mi camino, cada vez que experimente un perdón que no merezco, la misericordia ganará hueco en mi alma y ese rostro de Dios bueno que me mira con ternura será más fuerte, tendrá más espacio en mi interior. Y cada vez que sienta una culpa terrible por las decisiones tomadas y sienta el miedo al castigo en mi piel. Cada vez que ese temor sea más fuerte que el amor en mi interior. Y la norma prevalezca siempre por encima de cualquier mirada misericordiosa sobre los hombres, estaré dejando que el Dios juez se erija en el dueño de mi vida. Sé que soy yo el único que puede alimentar esa imagen del Dios al que amo. Depende de mí y de mi forma de vivir. Si no creo en la misericordia o juzgo a los que no viven de acuerdo con cada precepto, dejaré de lado la ternura de Dios. Si creo sólo en la misericordia, corro el peligro de olvidarme de lo que está bien y de lo que está mal y no me hace libre. Quiero que la misericordia sea más fuerte en mi alma. Y a la vez no quiero dejar de elegir el bien que es lo que me llena de paz y me salva. Adhiriéndome a ese Dios que me ama es como mi vida será plena y tendrá sentido. 

Jesús entra en Jericó. Camina acompañado de sus discípulos: «Habiendo entrado en Jericó, atravesaba la ciudad». Habría mucha gente queriendo estar con Él. Querrían acercarse, tocar su manto, escuchar su palabra. La fama lo precede. Esperan algo de Él, algún milagro. Saben que Jesús llega y puede cambiar sus vidas. Todos quieren verlo. Hay un hombre de baja estatura que hace todo lo posible por verlo: «Había un hombre llamado Zaqueo, que era jefe de publicanos, y rico. Trataba de ver quién era Jesús, pero no podía a causa de la gente, porque era de pequeña estatura. Se adelantó corriendo y se subió a un sicómoro para verle, pues iba a pasar por allí». Zaqueo era bajito de estatura. No tenía la capacidad para ver a Jesús con su propia fuerza, con sus dones naturales. Y se sirve de una higuera, de un sicómoro. Desde allí, refugiado en las ramas más altas, podría ver a Jesús. Su único sueño era verlo. No aspiraba a nada más. Con verlo era suficiente. Y usa los medios que encuentra a su alcance. Hay personas especialistas que logran lo que desean buscando los medios más sencillos que encuentran cerca. No se desesperan, no pierden la ilusión. Buscan y encuentran. Piden y reciben. Se esfuerzan y lo logran. Hoy me dicen que podré conseguir todo lo que quiero si me esfuerzo, si trabajo por ello, si pongo los medios correctos. No creo que el fin pueda justificar los medios. No lo veo posible. No vale cualquier medio para lograr el objetivo. Si tengo que mentir, herir, robar, abusar para lograr lo que quiero no es lícito. No cualquier medio vale. Pero sí aquellos medios buenos que tengo a mi disposición. El no ya lo tengo cuando empiezo. Pero si me esfuerzo y lucho puedo lograr lo que persigo. Depende de mí, de mi capacidad de entrega, de mi espíritu de lucha. No me amargo si las cosas no salen bien, no me frustro si no funciona todo como yo quisiera. Simplemente me pongo en camino, aprieto los dientes, cierro los puños y lucho, corro, me esfuerzo. Creo en el poder del esfuerzo. Creo en esos talentos que Dios me ha dado y en esas fuerzas que ha puesto en mi corazón. No me desespero al ver lo lejana que está la meta. El tenista Djokovic comentaba: «Cuando conseguí la meta de tener los cuatro Grand Slam a la vez, sentí mucho alivio, pero no me sentí realizado. No sé por qué, creo que no fui capaz de disfrutar el camino porque estaba obsesionado con el objetivo. Entonces entendí la filosofía de la vida, de vivir el momento. Aprendí tantas cosas de mí mismo y de la vida en ese tiempo. En esos momentos en los que te enfrentas a la adversidad debes mirar siempre dentro. Cuando entendí lo que significaba, encontré fortaleza y la motivación para seguir adelante». Quizás se trata de eso esta vida. Siempre habrá nuevos objetivos por delante. Lograré uno y quizás no me sienta satisfecho porque surgen otros deseos con más fuerza. Puedo vivir saltando alocadamente de uno a otro sin valorar lo que voy consiguiendo. Vivir en presente es la clave para tener paz, para disfrutar los logros, para alegrarme con las pequeñas conquistas de esta vida. Paso a paso sin angustiarme. Lo demás vendrá por añadidura, yo sólo tengo que hacer mi parte. Un día después del otro. Así hizo Zaqueo ese día. Quería ver a Jesús y lo vio. Y se alegró al poder ver a Jesús aunque fuera desde la distancia. Lo vio, lo miró. ¿Le bastaba eso para ser feliz? Quizás en ese momento sí lo disfrutó. ¿Disfruto yo cada paso que doy? En el camino que uno recorre para llegar a Santiago de Compostela la meta está clara. Está lejos Santiago. Lo más cercano es el siguiente pueblo. Quiero aprender a disfrutar la llegada a cada pueblo y también el regalo de vivir caminando. Así es mi vida hoy. No me bastan las metas que voy consiguiendo. Sólo son peldaños que me siguen dejando insatisfecho. Pero tengo que aprender a disfrutar la vida. Cada momento, cada oportunidad que Dios me da. No sé cuándo se me acabará el tiempo. No sé cuándo me llevarán a la última meta, al último paso. Pero no lo pienso. Dios sabe más que yo. Lo único que quiere es que sea feliz y disfrute como Zaqueo de ver a Jesús desde un sicómoro. Lo demás vendrá solo por añadidura cuando me relaje y observe la vida. Así fue, Jesús lo vio a él: «Y cuando Jesús llegó a aquel sitio, alzando la vista, le dijo: Zaqueo, baja pronto; porque conviene que hoy me quede yo en tu casa». Gracias a que Zaqueo estaba en lo alto del sicómoro Jesús lo vio. Si hubiera estado escondido entre la multitud no lo hubiera visto. Y lo que realmente necesitaba Zaqueo, sin saberlo, era ser visto. No tanto ver. En ocasiones creo que mi relación con Jesús tiene puesto el acento en mí. Soy yo el que logra el crecimiento, yo el que llega a las alturas, yo el que consigue los objetivos marcados. Soy yo el que reza, el que hace buenas obras, el que se confiesa y le pide perdón a Dios. Soy yo el que se levanta cada mañana y renuncia y vuelve a empezar con el corazón renovado. Yo el que deja de lado la tentación y se esfuerza por la virtud. Yo el que consigue eliminar las malas pasiones y resistir todos los caminos posibles que me alejan de Dios. Soy yo el que hace, construye, consigue, vence, resiste, renuncia, sana, se salva. Yo con mi fuerza de voluntad y mi lucha diaria. Soy yo con mi poder inmenso y mi esfuerzo. Tal vez me equivoco y no consista en eso la vida. Yo sólo tengo que subirme a un sicómoro, a lo alto de un árbol, para que Dios me vea. Tengo que acercarme al lugar donde Él habita, recorrer sus calles, no perder de vista sus pasos. Soy yo el que lo único que puede hacer es servirme de los medios más pequeños y humildes que Dios ha puesto cerca de mí. Lo demás será don, gracia y misericordia. Será la obra de Dios en mí.

Porque es así como Jesús actúa. Me llama, me invita, quiere comer conmigo. Y yo sólo tengo que recibirlo en mi casa con alegría, como Zaqueo: «Se apresuró a bajar y le recibió con alegría». A menudo pienso que debo tener mi vida en orden para que Jesús pueda entrar. Tengo que cavar la tierra de mi huerto para que crezcan las plantas y den su fruto. Pienso que depende de mí el hecho de que Jesús quiera entrar. Pero Zaqueo era publicano. Su único gesto, su único esfuerzo había consistido en subir a un árbol. Nada importante, nada grande. Simplemente subió por necesidad. Igual que el hijo pródigo regresó a casa porque tenía hambre. Subirme a un árbol no tiene mérito. Pero sí es un medio. Es como llenar de agua un gran recipiente confiando en que Jesús me dé su vino. Y así fue como ocurrió todo. Jesús lo vio a él y se invitó a su casa. Zaqueo no contaba con eso, pero se llenó de alegría al escuchar la invitación. Claro que quería comer con Jesús. Era el mayor regalo que podía recibir. Abrió su casa. Todo estaba en desorden en su interior. Él no había previsto esa visita inesperada. No había cambiado de vida. Seguía siendo un publicano. Posiblemente vivía con muchos bienes, con mucho dinero. No le tenía miedo a Jesús. Sólo hay alegría en él. Pero pronto la gente comienza a murmurar. Jesús come con publicanos y prostitutas. Y eso es un escándalo. Come con muchos que todavía no han cambiado de vida. Siguen siendo pecadores, siguen estando lejos de Dios. ¿No se dará cuenta de su error? Piensan los fariseos. Parece que con eso está aprobando sus costumbres, sus métodos, su pecado. ¿No me pasa a mí a veces? Me alejo de los que son pecadores, de los que no viven como yo, de los que no comulgan con mis creencias. Los alejo de mí, no como con ellos porque pienso que hacerlo daría a entender al mundo que yo estoy de acuerdo con su estilo de vida. Entonces me alejo. Rompo relaciones de amistad, de parentesco. Me alejo de los que han elegido un camino muy diferente al mío. Siento que no tengo nada que compartir con ellos. Y que si lo hago los demás van a murmurar: «Al verlo, todos murmuraban diciendo: Ha ido a hospedarse a casa de un hombre pecador». Me dan miedo las murmuraciones. Me asusta estar en boca de todos y pensar que mi fama está en peligro. Mi integridad, mi pureza. ¿Qué dirán si me ven comiendo con esos pecadores, compartiendo su vida como si nada, sin condiciones? ¿Acaso Jesús le puso condiciones a Zaqueo? No, simplemente quiso comer con él. Quiso entrar en su casa. Quiso ser su amigo. No lo merecía y quiso ser su amigo. Yo pienso que para comulgar tengo que llevar una vida inmaculada. Que, para dejar que María entre en mi casa y coloque su santuario, debo tener una familia perfecta, sin mancha, sin pecado. ¿No será que Jesús viene a mi vida para poner orden? ¿No será que viene a mí para despertar deseos que antes no estaban? Zaqueo reacciona cambiando de vida: «Zaqueo, puesto en pie, dijo al Señor: Daré, Señor, la mitad de mis bienes a los pobres; y si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo». No deja de ser publicano, pero sí cambia y actúa de forma honrada. Me gusta esa mirada de Zaqueo. Devuelve sus bienes tomados de forma injusta. Y ayuda al que lo necesita. Devolverá más de lo que se ha llevado. Cambia en su forma de hacer las cosas. No deja de ser publicano, pero actuará desde ahora de forma honesta. Todo porque Jesús está cerca de él. Algo cambia con esa presencia que lo transforma todo. Jesús lo ama y él se siente amado en lo que es, como es, sin tener que cambiar. El amor de Dios es tan fuerte que lo lleva a cambiar de vida. Así suele es en mi relación con Jesús. Su amor es tan fuerte que me lleva a cambiar de vida. Si lo dejo entrar en mi alma Él obra milagros: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también éste es hijo de Abraham, pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido». Llega la salvación cambiando su vida. Estaba perdido y fue encontrado. Y todo porque se subió a un sicómoro y Jesús lo vio. Bastó con esa mirada y esa invitación a caminar con Él. Sólo eso. Siempre me conmueve.

 



[1] Cardenal Robert Sarah, la fuerza del silencio, 66

[2] Algo parecido al verdadero amor. Cristina Petit

[3] Niños ante Dios, José Kentenich

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