Homilía del padre Carlos Padilla - 3 de marzo
Domingo 3 de marzo de 2024 | Carlos PadillaIII Domingo Cuaresma
Éxodo 20, 1-17; 1 Corintios 1, 22-25; Juan 2, 13-25
«Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre. Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: - El celo de tu casa me devora»
3 marzo 2024 P. Carlos Padilla Esteban
«No se puede avanzar con peso en el alma. Hay que vivir más ligero, más libre. Quiero alejar de mí lo que me esclaviza. Miro al Señor desde la hondura del pozo. Jesús puede hacer milagros»
El pilar de la limosna me lleva a detenerme ante mi hermano y adorar en él a Jesús. Me cuesta mucho dar. El corazón tiende a retener, no a entregar. Me cuesta soltar lo que es mío, aquello que me hace feliz, lo que me alegra, lo que me da la vida. Y la iglesia me pide ahora que renuncie amando. Que ame sacrificando. Y el sacrificio tiene que ver con hacer algo sagrado. Que lo que amo con dolor se convierta en santo, sagrado, algo de Dios. Me pide la Iglesia que aprenda a regalar hasta que me duela. Pero no me gustan ni el dolor, ni el sufrimiento. Prefiero recibir a manos llenas. Prefiero que me den y ser feliz poseyendo. En este tiempo la limosna se convierte en un mandato exigente. ¿Qué significa dar realmente hasta que duela? Eso lo decía la madre Teresa de Calcuta: «Debemos crecer en el amor y, para ello, hay que amar constantemente, y dar y seguir dando hasta que nos duela... Hacer cosas ordinarias con un amor extraordinario. Este dar hasta que duela, ese sacrificio, es lo que llamo amor en acción». Ella sí que supo amar hasta que le dolió el corazón, la carne. Hasta que dio su vida por amor a muchos, a los más necesitados. Cuidó a los que nadie cuidaba, abrazó a los que vivían sin nada. Quizás el mandato no consiste en dar demasiadas cosas materiales. Al fin y al cabo la felicidad no me la da el hecho de poseer muchos bienes. Más bien, lo que me da felicidad es saberme amado, querido, tomado en cuenta, abrazado, saberme útil. Comprendo entonces que este mandamiento de la limosna no se reduce a dar algo de dinero, algo de mis bienes, desprendiéndome por lo general de aquello que me sobra. Regalo mi móvil antiguo, la ropa que ya no uso, las cosas que no me sirven. La limosna es algo mucho más profundo que todo eso. Consiste en amar incluso cuando no me sienta amado. Amar a aquellos que me odian. Amar a mi enemigo cuando mi enemigo lo que desea es mi mal. Quizás la limosna se convierte en un mandamiento imposible de esos que me pide Jesús. Se trata de dar aquello que no me sobra y sacrificar lo que me falta movido por el amor. Consiste en sostener a otros cuando yo me estoy cayendo. En dar de beber a mi hermano cuando yo mismo tengo sed. Dar de comer al hambriento cuando tengo hambre. Visitar al que está solo cuando me siento solo. Escuchar al que me cuenta lo que le quita la paz cuando yo necesito contar mis angustias. Sanar al que está herido cuando yo necesito ser sanado. Abrazar al que necesita el abrazo mucho más que yo mismo. Perdonar al otro cuando yo necesito ser perdonado. Perdonar cuando la herida sigue sangrando y duele. Consolar cuando necesito el consuelo de muchos. Quizás la limosna es algo más grande, más imposible. Y no por eso pienso que esa invitación no sea para mí. La Cuaresma me invita a practicar la limosna. A detenerme frente a aquel que está sentado junto a mi puerta. A dejar de correr para mirar a los ojos de mi hermano y preguntarle sin palabras qué es lo que necesita. A callar para escuchar al que habla. Dar limosna es una forma de vivir descentrado. Quiero aprender a pensar más en los demás que en mí mismo. Mi limosna consiste en salir de mí para ir al encuentro de aquel herido al borde del camino. Aunque me cambie los planes que tenía ya trazados. Aunque deje de tener tiempo para mí porque vivo sanando otras vidas. La limosna se convierte en una especie de fuente de salvación porque cuanto más ame a los demás, más paz tendré en el corazón. Quizá amando más no sea yo más amado. Puede que incluso me amen menos. Pero sé que, amando a otros, el amor saldrá de mi corazón y sentiré que ese mismo amor que yo doy podrá sanar mi corazón herido. Deseo entregar mi limosna sin que nadie sepa. Porque las cosas importantes en la vida ocurren en el silencio de mi corazón. Y sé que amando despacio y de forma oculta estaré cambiando el mundo. Ya no me da miedo amar hasta que duela, porque ese amor que doy me acabará dando la vida. Jesús amó así, hasta el extremo. Y me enseñó una forma nueva de entender la vida en la que yo no soy el centro sino Él, aquel que me salva. Ya no quiero dar lo que me sobra, sino más bien incluso aquello que necesito. Ya no quiero amar sólo a quien me ame, porque eso también lo hacen los que no creen. Quiero pedirle al Señor la fuerza para amar a aquel que no me ama. Incluso a aquellos que son mis enemigos.
Excavar rocas es parte de la tarea de esta cuaresma. Excavar en la tierra deseando que salga a la luz lo que me hace daño. Porque a veces no me reconozco cuando estallo con rabia, sin motivo aparente. Cuando grito o me enojo sin razones suficientes. Y quiero que se calme el dolor que siento en mi interior. Excavo buscando esas piedras que me hacen daño. Hay algo en mi alma que no me deja crecer. Saco las piedras del rencor y se las entrego a Dios. En ocasiones el perdón que más me cuesta dar es el perdón a mí mismo. No me perdono, no me reconcilio con mi pasado. Tomé una decisión equivocada. Hice daño a alguien a quien amaba. Dije lo que no debía. No hice lo que debía. Me arrepiento en lo más hondo del alma y no me perdono. No soy capaz de mirarme con misericordia. Si pudiera volver al instante previo al error, al pecado, a la caída. Si pudiera reparar lo que hice mal. Me duele en lo más hondo del alma. La piedra del rencor, del perdón que no acabo de dar. Por orgullo, por fragilidad. Uno puede saber muchas cosas y no por eso las tiene resueltas. Uno puede llegar a hablar de lo que desea, no necesariamente de lo que ya ha conquistado. Hay cosas no resueltas en el alma. Ese perdón me impide seguir avanzando. Necesito romper la piedra en muchos pedazos para que pueda salir. Para que pueda sacar lo que más me pesa. Llegar a perdonarme a mí mismo es una gracia de Dios, un don que necesito pedir de rodillas. No me perdono porque veo que no me valoro ni me quiero como soy. Hay una expectativa sobre mí que no cumplo. No logro hacer las cosas perfectas. Y me confundo, hago las cosas a medias. La perfección es difícil de lograr. Los artistas ven las cosas de una manera y no ven perfecto lo que yo creo que es perfecto. La vida no es perfecta. Nada es perfecto a mi alrededor. Ni yo, ni las personas. Quiero sacar la piedra de hacer las cosas perfectas. Para no sufrir de forma innecesaria. También esa otra piedra que desea ser valorado por todos, siempre, en todo lo que hago. Eso es imposible y no sucederá nunca por mucho que lo intente. Siempre habrá alguien que me diga que no valgo, que no soy tan bueno como algunos dicen. Y me hundiré porque alguien ha dicho que no soy perfecto, que no lo hago todo bien. No quiero ser invisible. Quiero que me vean. Hay muchas veces en las que soy invisible. Nadie me aprecia, nadie me aplaude, nadie me busca, nadie me pide que ocupe el primer lugar. No sucede y me frustro. Esa piedra me pesa y quiero sacarla. Pero necesito que otros me ayuden a sacarla. Hay más piedras, la del egoísmo. Tiende a dejarme quieto en un lugar preocupado de mí mismo, deseando que no me molesten. Digo que no, que no quiero más, que estoy bien con mis cosas. No quiero trabajar más de lo necesario. Lo cómodo es decir que no a todo lo que me saca de mi seguridad, de mi comodidad. Esa piedra me hace pensar que soy yo el importante. Mi prójimo pasa a ser invisible, no lo veo, no lo escucho. Mis problemas son los que importan. Hay personas que cuentan siempre sus problemas, que son grandes. Y no escuchan los problemas menores de aquellas personas con las que viven. No dejan que yo saque lo que llevo dentro, porque su problema es más importante. La autorreferencia es una piedra pesada. Me coloco en el centro y pienso sólo en lo que a mí me falta para estar bien. Quiero que los demás cambien. Son los que tienen que mejorar. Yo estoy bien, ellos están mal. Pienso que los demás deben preocuparse por mí. Yo no puedo ver más allá de mi problema. Hay otras piedras que tienen que ver con las adicciones. No es fácil saber si soy adicto o no a cualquier cosa. Dependo de algo de forma obsesiva. Si no lo tengo me siento enfermo, me duele. Las dependencias me enferman. Pero no necesariamente llegan a ser una adicción. Lo mismo pasa con el TOC que es una enfermedad siquiátrica. No todos tenemos esta enfermedad pero a veces sufro obsesiones pequeñas que me hacen daño. Me obsesiono con ciertos temas. Son toquitos. No son enfermedad pero me hacen daño. Necesito conectarme con el mundo, no puedo estar desconectado, quiero que se haga algo de una determinada manera manera y no confío en la forma como tú hagas las cosas. Sufro y esa dependencia es una piedra que me lastra. Me siento atado, enfermo. Miro cara a cara esas piedras que me hacen daño y no me dejan avanzar. Esas piedras necesito que Jesús en esta cuaresma me ayude a sacarlas de mi alma. Lo tengo muy integrado y no soy libre. Son piedras que no me dejan ser libre. Todo esto tiene que ser con la libertad. ¿Me siento libre cuando tengo que ayunar? ¿Vivo con libertad la abstinencia? No es fácil ser libre frente a las personas. Hago las cosas que esperan, no quiero que se enfaden conmigo, no quiero que me juzguen o me critiquen. Las piedras son enfermedades que me atan y me hacen impuro. No me dejan vivir en paz. ¿Cuáles son las piedras que más me pesan? Quiero ponerles nombre a todas las piedras que hay en mi interior. Quiero que en esta Cuaresme el Señor me ayude a ver las piedras que pesan en mi camino. No se puede avanzar con demasiado peso en el alma. Hay que vivir más ligero, más libre, más puro. Quiero alejar de mí lo que me frustra, lo que me esclaviza. Miro al Señor desde la hondura del pozo en el que excavo. Dentro de mí Jesús puede hacer milagros.
Un muro de contención que me proteja, que me dé vida es lo que quiero construir. Un muro firme que sostenga la montaña para que no ceda cuando lleguen las lluvias. Un muro grueso bajo cuyo amparo pueda construir lo que desee. El muro me protege del mundo que me rodea. El ambiente hostil me hace daño y el muro protege mi alma. Necesito protegerme para tener más paz. Un muro firme que ahuyente los peligros. El muro es una opción en mi vida. Lo construyo para proteger mi fragilidad. En ocasiones las tensiones del mundo me debilitan. ¿Qué hago para protegerme? ¿Qué muros necesito construir? No tengo que irme a una isla o encerrarme para ser cristiano. Pero la verdad es que lo mundano se me pega al alma con facilidad y me alejo de Dios. ¿Cuáles son mis muros? Mi vida interior, un grupo de vida, la Iglesia como familia, mis amigos que me acercan al bien. Hay personas que son muros para dar fuerza a mi vida. Necesito un muro de contención que aleje a los que me presionan y me quitan la paz. El muro impide que mi hogar corra peligro. El muro no me aísla de los hombres, sí me permite hacerme más fuerza. Mi familia es un muro de contención que protege a los que están dentro. Es una protección del alma y del cuerpo. Cuando veo a personas que tienen sus muros de contención firmes se ve que son personas estables, seguras, que saben cuánto las ama Dios. Porque realmente Jesús es mi mejor muro de contención. Me gusta pensar en los muros que me protegen. ¿Qué protecciones tengo? No siempre podré enfrentar las tentaciones. En ocasiones deberé alejarme para que su voz no sea tan fuerte y no vaya minando mi voluntad. Los muros tienen esa función. Me dan seguridad, calman mis miedos, de dan tranquilidad para enfrentar la vida. Pienso en los muros que no quiero que caigan. Dios puede hacer posible el milagro de protegerme en mi interior. Creo que puedo correr el peligro de vivir con miedo al mundo, a la vida y eso no es sano. Busco formas que me protejan y las absolutizo. Tengo tanto miedo que me ato a las formas. Comenta el P. Kentenich: «Hay que demoler el formalismo. El espíritu crea su propia forma. La forma protege el espíritu pero también acarrea consigo el peligro de consumir, con el tiempo, el espíritu»[1]. Las formas me protegen pero si me ato a ellas de forma enfermiza me hacen daño. Las formas son una ayuda, como lo es el cauce para el agua del río. Pero no son lo definitivo, lo que más importa es el espíritu. El muro sólo contiene el contenido. Si no hay muro este contenido se escapa. Con el muro corro el riesgo de aislarme del mundo y volverme inaccesible, lejano, distante. En ocasiones, por miedo al qué dirán o por miedo al ver la fragilidad de los vínculos personales, corro el peligro de construir muros que me separen de los hombres. Rehuyó el contacto y la cercanía. Esos muros me vuelven frío y distante y no son los que quiero construir. Sí necesito muros firmes con cimientos firmes. Quiero construir sobre una base sólida y no temer que, con los primeros vientos y lluvias, todo se pierda. Los muros sólidos me hablan de una fe firme. ¿Cómo de fuerte es mi fe? Hoy hay muchas tentaciones que me hacen perder mi fe en Dios. Dejo de creer en su poder, en su bondad, en su amor. Los pilares hacen que mi vida sea firme. Pienso en los pilares solidos que mantienen armada mi vida. El pilar de la oración que se eleva ante mí y se hunde en la tierra. La hondura y la altura de mi amor a Dios. Ese pilar tengo que cuidarlo siempre. El pilar de mis vínculos humanos fundamentales que me salvan. El amor de hijo, de padre, de madre, de hermano, de hermana, de amigo. El amor es un lazo humano que Dios me tiende para llevarme junto a Él. Como escucho en Oseas 11:4: «Con lazos de ternura, con cuerdas de amor, los atraje hacia mí; los acerqué a mis mejillas como si fueran niños de pecho; me incliné a ellos para darles de comer». Los lazos humanos me llevan al cielo y me protegen. Los vínculos estables y sólidos que se basan en la confianza. Cuando me miran de una forma diferente los cimientos de mi alma se vuelven sólidos. En el santuario encuentro un muro de contención. Es la gracia del cobijamiento que me hace sentir amado de forma incondicional por María, por Dios. Nada podrá quitarme la paz porque me sé amado. La fe es el muro de contención que tengo que cuidar. Una fe que nadie me pueda quitar y nadie pueda derribarla. En los muros del santuario se rompen mis dolores. Allí dejan de tener fuerza todas mis penas. En esos muros firmes recupero la paz y me sé amado en lo que soy. Jesús me mira con misericordia y todo lo demás deja de tener fuerza. Es el muro de contención que quiero construir. Y los pilares que quiero levantar. Sobre los cimientos firmes es posible que se eleve la casa de María, de Dios. Son cimientos firmes que me permitan vivir con paz. Hay relaciones humanas que me dan seguridad. Hay vínculos que me sanan por dentro y me permiten ser una persona estable, sólida, firme. Quiero pensar en los pilares fundamentales en la edificación de mi vida personal. Dios puede hacerme de nuevo a partir de mis viejos cimientos. Aquello a lo que no puedo renunciar para tener paz interior. No puedo renunciar a esos pilares que me construyen como persona. Son pilares que se hunden en lo hondo del alma y se elevan hacia lo alto del cielo.
Dios habla a su pueblo y le muestra el camino de la vida: «En aquellos días, el Señor pronunció estas palabras: - Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de la casa de esclavitud. No tendrás otros dioses frente a mí. No te fabricarás ídolos, ni figura alguna de lo que hay arriba en el cielo, abajo en la tierra, o en el agua debajo de la tierra. No te postrarás ante ellos, ni les darás culto; porque yo, el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso, que castigo el pecado de los padres en los hijos, hasta la tercera y la cuarta generación de los que me odian. Pero tengo misericordia por mil generaciones de los que me aman y guardan mis preceptos. No pronunciarás el nombre del Señor, tu Dios, en falso. Porque no dejará el Señor impune a quien pronuncie su nombre en falso. Recuerda el día del sábado para santificarlo. Durante seis días trabajarás y harás todas tus tareas, pero el día séptimo es día de descanso, consagrado al Señor, tu Dios. No harás trabajo alguno, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu esclavo, ni tu esclava, ni tu ganado, ni el emigrante que reside en tus ciudades. Porque en seis días hizo el Señor el cielo, la tierra, el mar y lo que hay en ellos; y el séptimo día descansó. Por eso bendijo el Señor el sábado y lo santificó. Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días en la tierra, que el Señor, tu Dios, te va a dar. No matarás. No cometerás adulterio. No robarás. No darás falso testimonio contra tu prójimo. No codiciarás los bienes de tu prójimo. No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo». Me gusta ese Dios que habla con tanta cercanía con su pueblo amado. Dios busca su fidelidad. Dios ama a sus hijos y quiere que sean plenos, felices. Es un Dios celoso que ama a los suyos. Y es el amor a Dios el que sostiene la vida de su pueblo. Los mandamientos que aparecen ante sus ojos son una consecuencia del amor. Son un camino feliz, no un camino lleno de barreras y trampas. No está Dios vigilando a ver si cumplo o caigo. No espera mi caída como quien desea el fracaso de sus enemigos. Yo soy su amigo, su hijo, su creatura. Y a mí me ama tanto que sólo quiere que me salve. No quiere que me pierda. Sus celos son los de una madre que no puede vivir sin su hijo. Esa fidelidad de Dios es la que me salva. Todo lo demás que sucede en mi vida es una lucha interior entre el bien que deseo hacer y el mal que lucha por imponerse. Ese deseo de amar a los demás y cuidar sus vidas y el empeño mío por no hacer lo que me conviene sino lo que me rompe por dentro. Los síes de los mandamientos me construyen. Honrar a mis padres, santificar un día a la semana, el día de descanso, amar a Dios y transmitir a mis hijos mi propia experiencia de Dios. Hay un Dios bueno detrás de todo que sólo desea que no haga ciertas cosas porque me hacen daño. Matar, robar, cometer adulterio, mentir, codiciar. Me pide Dios que no haga lo que sabe que no me conviene. Yo me olvido y acabo deseando lo que tiene mi hermano. O codiciando lo que otros poseen. Y me enfermo mientras mato, hiero, miento, u ofendo. Todo el mal que hago se convierte en un mal que enferma el alma. Asumo mi condición de pecador. Soy un pobre niño que no tiene derecho a nada de lo que tiene. Todo es misericordia. Esa misericordia de Dios conmigo es mi mayor regalo y enseñanza. Es por misericordia que Dios me ama. Es su amor mucho más grande que el mío. Es Él mucho más fiel. Yo caigo y me alejo. Quiero amar y acabo olvidando. No por eso se aleja de mi camino. Va conmigo y me susurra al oído cuánto me necesita. Creo que la vida se compone de momentos en los que elijo el mal y otros en los que acierto optando por el bien. Cuando me confundo noto cómo la soledad hiere mi corazón. Y cuando me aferro a Dios noto cómo todo en mí cobra sentido y tengo paz. No puedo destruir el pasado que me persigue. Sólo puedo aceptarlo con mucha paz en el alma. El perdón más difícil de dar es el perdón a uno mismo. Dios me perdona pero yo no soy tan misericordioso con mis caídas. Llevo cuentas del mal que hice y de todo el bien que dejé de hacer. Soy consciente de mis límites y he tocado el dolor que pueden hacer mis palabras a mi prójimo. La vida consiste en seguir un camino, no el más ancho, pero tal vez sí el más largo. Es el camino que Dios me propone para llegar más rápido a su presencia. Cuando me alejo del camino marcado Dios va a buscarme como ese pastor que se lanza a la búsqueda de la oveja perdida. El deseo de vivir, el contento de una vida sana, esa felicidad que los hombres me invitan a buscar de forma desesperada. Ese amor de Dios que recompone mis pasos y sana mis heridas. Tal vez sí pueda dar esperanza a los desesperanzados. Y vida a los moribundos. Tal vez pueda abrazar a los que están rotos y sostener a los que ya se doblan. Tal vez pueda ser un instrumento de sanación en este mundo enfermo si me dejo cuidar por Dios y me convierto en su hijo por adopción. Los mandamientos dejan de ser prohibiciones para ser sólo indicaciones que me llevan a la vida. He visto demasiadas veces que el pecado no me hace bien. Me enferma por dentro, me esclaviza. Pesa demasiado el mal que provocan mis palabras y mis actos. Pesa en los que son heridos y en mí. Porque al ser provocados por mí dañan, hieren, duelen. Destruyen todo el amor del que soy capaz.
Jesús pasó haciendo el bien y sus palabras se convierte a su paso en un camino de vida. Las palabras de Dios me dan la vida: «Señor, tú tienes palabras de vida eterna. La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante. Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos. El temor del Señor es puro y eternamente estable; los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos. Más preciosos que el oro, más que el oro fino; más dulces que la miel de un panal que destila». La sabiduría de Dios en mi alma lo transforma todo. S. Pablo lo expresa de esta manera: «Los judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados —judíos o griegos—, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Pues lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres». Predico a un hombre que ha sido asesinado y desde la muerte ha encontrado el camino de la vida. Es un escándalo para los judíos que no lo creen, y una necedad para los gentiles que no lo entienden. ¿Quién es para mí ese Jesús del que predico, al que digo seguir? Jesús hace obras grandes en mí cuando dejo que actúe. No siempre resulta todo como tenía pensado. Cuando menos lo espero salen las cosas mal y me frustro, me enojo y lloro. Necesito que venga Dios a mi vida en esta Cuaresma a liberarme de todas las ataduras que me impiden ser plenamente libre: «Es Dios quien ve, quien se conmueve y quien libera, no es Israel quien lo pide. El Faraón, en efecto, destruye incluso los sueños, roba el cielo, hace que parezca inmodificable un mundo en el que se pisotea la dignidad y se niegan los vínculos auténticos. Es decir, logra mantener todo sujeto a él»[2]. El faraón esclaviza y mata. Dios libera y da la vida. Jesús me libera y me salva. Me busca en medio de mis esclavitudes. Viene a mí para salvarme. A veces parece que los mandamientos me limitan. Como si recorriera un camino marcado en los bordes por una valla que impide que caiga. Un montón de reglas y exigencias que me duelen y mantienen exigido. Pienso que así es cómo mucha gente ve la Iglesia. Todo está normado. Unos quedan dentro y otros fuera de la Iglesia. Lo ven como un conjunto de normas sin vida. Es una pena verla así. Sin amar a Jesús no tienen sentido esos mandamientos. Cuando amo a una persona doy por evidente que la cuido, la respeto y hago todo lo posible para que sea feliz. Cuando estoy casado todo lo que intento cumplir en mi vida matrimonial es por amor a mi cónyuge. No soy fiel porque un precepto me lo exija, sino porque la amo y no quiero que sufra por mi culpa. La fidelidad entonces brota del amor, como cada uno de esos mandamientos de vida de los que me habla la Escritura, como cada norma que me pide la Iglesia. Cuando sólo pienso en las normas y no tanto en el amor, quiere decir que estoy amando poco. El amor a Dios me lleva a cuidar todas aquellas cosas que me hacen mal a mí y a aquellos que me rodean, a mi prójimo, a mi hermano. Los mandamientos son una fuente de vida, porque cuando me atengo a ellos tengo más vida en el alma, encuentro más paz. Necesito esos preceptos que me muestran una forma de vivir como hijo de Dios enamorado y fiel. La fidelidad brota de un convencimiento íntimo. Quiero ser fiel, necesito ser fiel para ser feliz. Dios quiere que elija el bien por mi propio bien, no por el suyo. Dios desea que sea feliz por mí mismo, no por Él. Sabe que cuando opte por la verdad, por la bondad, por el amor mi vida va a ser más plena. Y sabe que si me alejo de todo lo que me da la vida encontraré la muerte. Dios me ha creado y quiere que obedezca sus deseos. Sabe cómo soy y lo que me hace falta para vivir una vida plena. La obediencia entonces se convierte en una manera de vivir, en una forma de entender las cosas que me pasan. Vivo en contacto con Dios para saber lo que quiere de mí, porque me habla muy quedo al oído. Mi conciencia formada en su amor me permite elegir lo que me da la vida y renunciar a aquello que me la quita. Sigo a mi corazón y voy hacia dónde este me lleva. Dios es amor y por tanto todo lo que haga tiene que estar movido por el amor, si no es así, no se entiende nada. Si el amor no motiva mis decisiones, ¿quién las motiva? ¿El deber, lo que los demás esperan de mí? El amor de Dios en mi vida es un bálsamo que me hace sentir en casa en momentos de crisis y turbación. Su amor me hace saber que valgo siempre, pase lo que pase y que mi vida tiene sentido. Entiendo así que todo lo que emprendo estará guiado por su mano. Diferenciar las voces de Dios de las del demonio es fácil cuando estoy cerca de Dios. No es tan fácil cuando me alejo y me dejo tentar por las cosas del mundo. Como consecuencia no vivo con miedo a caer y pecar. La vida es mucho más que mis pecados. La verdad es que lo que en realidad me da miedo es no ser capaz de amar.
Hoy Jesús llega al templo y lo ve convertido en lugar de vendedores: «Se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo: - Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre. Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: - El celo de tu casa me devora». La ira santa de Jesús en el templo siempre me desconcierta. ¿No ha venido a traer la paz? Es una furia que no conocía en Él. ¿Por qué reacciona con tanta dureza? Parece un signo profético. Una forma de llamar la atención del pueblo judío: «Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron: - ¿Qué signos nos muestras para obrar así? Jesús contestó: - Destruid este templo, y en tres días lo levantaré. Los judíos replicaron: - Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días? Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y creyeron a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús». Un templo que habían tardado en construirlo tantos años. Jesús no habla del templo que años más tarde será destruido. Se refiere al cuerpo que iban a destruir en poco tiempo. Se levantará de la muerte y alcanzará esa gloria a la que estoy llamado. Jesús no tolera que el templo de Dios se convierta en una cueva de ladrones. No puede soportar a todos los que sacan provecho, beneficio del culto a Dios. A menudo, al escuchar este Evangelio, pienso en mi propia alma. Tengo mi corazón lleno de cambistas y vendedores, lleno de ladrones que no me dan paz. No es un lugar tranquilo, de oración en el que descansar y en el que encontrar consuelo. Tal vez Jesús tenga que venir a mí a sembrar esa paz que necesito. Que mi casa interior sea una casa de oración. Justamente la cuaresma es el tiempo para limpiar mi templo interior, mi santuario corazón. En él quiero que habite Dios pero lo he llenado de intereses mundanos que no me dejan vivir tranquilo. Todo me parece más importante, más prioritario que el mundo de Dios. Dejo que lo intereses de este mundo tengan más peso que las palabras que me llevan a Dios. Un templo en el que uno pueda estar en paz descansando en los brazos de María. Quiero que en mi alma haya paz. Que un surtidor de agua viva limpie las impurezas y las muertes que me atormentan. Necesito vivir en paz. Quiero que Dios venga a mí y me dé la alegría de vivir en su casa, con Él. Siento dolor al pensar en todo lo que podría hacer si fuera hijo suyo de verdad. Si me dejara conducir en todo por su palabra. Jesús conoce perfectamente mi corazón. Sabe cómo soy, conoce mis sentimientos y mis miedos: «Mientras estaba en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía; pero Jesús no se confiaba a ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre». En ocasiones me dejo llevar por mis egoísmos. Busco sólo sus milagros cuando me solucionan los problemas en los que vivo. Como si seguir a Cristo fuera la solución en esta vida para no sufrir y lograr el éxito en todo lo que me propongo. Los milagros son escasos. Y no puedo depender de ellos para llamarme de verdad cristiano. Lo sigo en mis fracasos, en mis derrotas, en mis soledades. Lo sigo cuando no confío en mis fuerzas y sólo pongo mi confianza en el Dios de mi vida. Dios ha mirado a mi corazón y conoce mis entrañas. Me gustaría poder decir al final de mi vida lo que decía hace poco una persona en su lecho de muerte: «No le debo nada a la vida y la vida no me debe nada a mí. es tanto el amor que he recibido, el amor entregado». Porque vivo quejándome de lo que no tengo y aspirando a lo que no alcanzo. Y me duele el alma por la insatisfacción. Me gustaría vivir una vida lograda de la mano de Dios. Confiando en su poder y sabiendo que a su lado las penas son más pequeñas y las alegrías son inmensas. Quiero aprender a caminar por caminos difíciles y a sortear los obstáculos sin caer ni en la ansiedad ni en la angustia. Los dolores propios siempre son más grandes que los ajenos y el jardín de mi vecino parece siempre mejor. No quiero acostumbrarme a las comodidades, llegarán tiempos difíciles en los que todo se ponga cuesta arriba. No por ello me desanimo ni pierdo la esperanza. Llegarán días de luz en los que todo tendrá un sentido y la paz llenará mi corazón de vida. Y cuando me turbe miraré a mi Dios, quien, lleno de compasión y misericordia, nunca me suelta de su mano. He aprendido a renunciar a lo que no es mío y cada vez valoro más todo lo que me ha dado. Dios sabe lo que hay dentro de cada corazón y eso me consuela. Conoce todas mis inconsistencias y mis contradicciones. Sabe que tengo una alma débil y un deseo grande de dar la vida. Eso le basta para entender que todo lo que tengo es un don de su bondad y amor.