Homilía del padre Carlos Padilla - 3 de julio de 2022

Domingo 3 de julio de 2022 | Carlos Padilla

Domingo XIV Tiempo Ordinario

Isaías 66:10-14; Gálatas 6:14-18; Lucas 10:1-12, 17-20

«En la casa en que entréis, decid primero: - Paz a esta casa. Y si hubiere allí un hijo de paz, vuestra paz reposará sobre él; si no, se volverá a vosotros»

3 julio 2022    P. Carlos Padilla Esteban

«Estoy llamado a vivir entrelazado, unido, vinculado. Los vínculos me sanan, me construyen. El querer ser independiente, autosuficiente. El no querer necesitar a nadie acaba enfermándome»

Ser padre es la tarea de toda la vida. Uno no nace sabiendo ser padre. Quizás es más innato el deseo de ser hijo, de depender de alguien que lo controla todo y me permite descansar viviendo en paz. La tranquilidad de saber que hay alguien poderoso, un padre de carne y hueso, que salva mis días, me levanta de mis caídas y me lanza a la aventura. Un padre que me hace creer que puedo lograr las metas que me proponga en esta vida. Un padre que me envía al mundo para que pruebe mis fuerzas. No me retiene por miedo a que me caiga. No me salva de posibles fracasos. No me dice que no voy a lograrlo. Un padre es aquel que ve en mí posibilidades que yo desconozco. Valora mis talentos, reconoce mis fortalezas. No se ríe de mis debilidades, no me ningunea pasándome por alto. Un padre me abraza para liberarme. Me empuja para que vuele. Me espera cuando me alejo perdido por los caminos. Un padre no nace sabiendo cómo acoger a sus hijos y darles un hogar. Sólo sabe que su vida se volvió dependiente desde el momento que aceptó el desafío de educar una vida que Dios ponía en sus manos. Un padre no pretende tener todas las respuestas. Asume sus debilidades. Reconoce los errores que comete. Acepta que ha fracasado muchas veces y entiende que su hijo quiera superarlo. No es perfecto y lo muestra, lo trasparenta. No oculta sus flaquezas. Un padre se levanta desde su pobreza para mostrarle a su hijo el camino de la vida. «El modo en que los padres viven un suceso lo cambia todo para un niño, porque este se crea su propia interpretación del mundo a partir de la vivencia de aquellos»[1]. Todo lo que ve el hijo lo imitará. También la actitud de su padre. Él le pide que no tenga miedo, que sueñe con sueños grandes y crea en las grandes aventuras. Un padre no es autosuficiente, sabe pedir ayuda y reconoce con franqueza cuando no puede dar más de sí mismo. Un padre es hijo antes que padre. Ha vivido en su propia piel el abrazo de su padre. Pero cuando tengo herida mi filialidad y siento rechazo hacia la figura del padre es difícil que pueda ser padre. No querré asumir esa responsabilidad infinita. Y evitaré caer en lo mismo en lo que cayó mi padre conmigo. El padre no puede fingir delante de su hijo, no puede ocultarle la verdad de su propia fragilidad, no puede vivir en la mentira ante sus ojos. Sólo la verdad nos hace libres. Decía Nathaniel Hawthorne: «Ningún hombre, por un periódico de tiempo considerable, puede mostrar una cara para él mismo y otra para la gente sin finalmente confundir cuál es en verdad la real». El padre se desnuda ante su hijo. No puede ocultarle por mucho tiempo quién es en verdad. Y si a su hijo no le gusta lo que ve puede que se aleje. Él sólo podrá quedarse esperando su vuelta a la puerta de la casa. No podrá retenerlo ni engañarlo de nuevo. Y desde su pobreza el padre revela el rostro de Dios en su paternidad herida, incompleta, débil. Siempre he buscado un padre fuerte que no dudara, no temiera y levantara las trampas del camino para que no cayera en ellas. Me asustaba un padre débil, incapaz de despertar la suficiente admiración. Y la verdad es que cada padre puede dar sólo un pálido reflejo del amor de Dios. Puede ser una caricatura tan solo del Padre Dios que sale al encuentro del hombre. La paternidad es un don esquivo. Una gracia que se le concede al padre desde sus propios fracasos y heridas. Ha vivido tal vez una filialidad truncada. Y aun así acepta el reto de llevar a sus hijos hasta la siguiente orilla. Pero sin mentirles, sin hacerles creer que él nunca ha fallado. Los anima a saltar las barreras en las que él tropezó. No miente, pide perdón cuando se equivoca y vuelve a animar al hijo para que no se conforme con lo que ya tiene. Lo expone en tierras indómitas en las cuales no se siente seguro. No importa, tiene que creer en el poder escondido en su alma. Tiene que saber cuál es su nombre verdadero. Y es que el padre le da al hijo su nombre, su misión. Y lo lanza a la aventura de la vida sin defensas, sin protecciones, sin seguridades. Podrá fallar, caer, hundirse. No importa, porque todos sus fracasos serán una oportunidad para crecer, para mejorar, para tocar el cielo. Esa mirada del padre sobre mi espalda es la que me da seguridad para seguir el camino. No importa si me equivoco, si me arrepiento. La vida es larga. Volveré a casa cada vez que pierda. No sólo a buscar el consuelo de mi madre. Volveré a buscar el empuje de mi padre para creer en mí y pensar que ahora sí puedo volver a intentarlo. 

No soy un ser aislado, solitario, perdido en medio del mundo. Estoy llamado a vivir entrelazado, unido, vinculado. Los vínculos me sanan, me construyen. El querer ser independiente, autosuficiente. El no querer necesitar a nadie acaba enfermándome. Los vínculos son fundamentales en mi vida. Y sin esos vínculos en lo humano es difícil llegar al vínculo con el mundo de Dios. Decía el P. Kentenich: «Al hombre de hoy que no haya estado por largo tiempo vinculado de alguna manera a personas o a lugares no se le debe dar demasiado rápido el impulso hacia Dios, no se le debe hacer decir demasiado pronto: - «Mi Dios y mi todo». Un puntapié al mundo y, entonces, «mi Dios y mi todo». ¡No queramos separar a los hombres de todo con demasiada rapidez!»[2]. Vivir vinculado con las personas, las cosas, los lugares, los ideales es una tarea de toda la vida. Pero puedo caer con facilidad en el apego enfermizo. Ese apego no es sano cuando me esclaviza. Los vínculos son cadenas. Pueden llevarme al cielo o pueden hacer que me ancle en la tierra de forma enfermiza. Y añade el P. Kentenich: «Sin una profunda vinculación personal, mi naturaleza nunca llegará a realizar su sentido ni a alcanzar su plenitud interior en una medida suficiente»[3]. Asusta el poder de los vínculos profundos. Necesito vinculaciones personales, auténticas, verdaderas, hondas, que sean para siempre. No dejo de vincularme por miedo a sufrir. No esquivo al que se vincula a mí por miedo a llorar cuando se acabe la experiencia. Todos los vínculos pueden sanarme. Puedo ser mejor persona porque llevo algo de las personas con las que me he vinculado. Decía una persona: «Hablará sobre ti aquella persona que haya perdido el privilegio de hablar contigo». Quiero vínculos sanos en los que no haya abusos, ni tensiones, ni envidias. Relaciones sanas que me lleven al cielo y me hagan ser mejor persona sacando lo mejor del alma. El amor hace posible que el vínculo sea profundo y verdadero. No me vinculo por interés, por necesidad, sino por amor. No quiero que dependan de mí. No deseo que por el vínculo acabe siendo otra persona. El vínculo tiene que darme mi verdadero nombre y sacar lo más noble de mi alma. El vínculo quiero que me lleve a lo alto, que no me ate de forma dependiente. La imagen del hogar es la que mejor me evoca todos los vínculos que necesito para tener una vida plena. En el hogar se dan relaciones que me ayudan a crecer. Me vinculo a las cosas que me pertenecen y me llevan a lo alto. Y me ato a un lugar, a una tierra donde echo mis raíces. En el mundo que habito hay una crisis de hogar. Decía el P. Kentenich: «Asistimos a una tremenda destrucción de las vinculaciones internas de vida, la disolución de su firme unidad, y las consecuencias que acarrea ese fenómeno: desamparo y desarraigo. En la vida del alma del hombre actual esta realidad se documenta sobre todo en el área del amor»[4]. Vivo en un mundo desarraigado. Tantas personas viven sin arraigo, sin raíces, sin hogar. Y Dios me invita a arraigarme en su corazón. Siento un vacío profundo en el alma. Como si mis vínculos no bastaran para llenarlo. Entonces miro a Dios en mi corazón. ¿Podrá Él darle un sentido a todo? No quiero destruir lo que tengo. No quiero perderme. Me hace bien valorar el amor que se me ofrece. La vida es corta, demasiado corta como para perderla haciendo aquello que no me da la felicidad, como para vivir enemistado con mis hermanos y amigos, para vivir en tensión sin querer darme por miedo a perder lo que tengo. Los vínculos me atan a la tierra y me llevan al cielo. Pero me cuesta darme en ese amor que se regala. Me resulta difícil ser fiel al cuidar la vida que me confían. Y luego está el amor a los que no me quieren. Ese amor a los que no me son tan cercanos. Y quiero darme sin miedo al juicio o la crítica. Vincularme sin temor a perder cosas en esa entrega. Desde la verdad, desde la humildad. Desde el respeto y la admiración. Desde la sencillez y la alegría. Un lugar en el que los vínculos pueden crecer sanamente. Donde la verdad es lo habitual. Donde no hay críticas ni cotilleos. Donde no se vive juzgando al hermano. Me gustaría ser capaz de ayudar a crear esos ambientes en los que cualquiera pueda sentirse en casa, amado por lo que es, sin necesidad de tener que demostrar nada a nadie. Ese amor gratuito que se da a todos, sin buscar sólo a los que valen, a los que más tienen, a los poderosos. Ese hogar donde no hace falta ser de una determinada manera para pertenecer. Esos vínculos son sanos y me llevan a lo alto del cielo.

Me gusta detenerme ante el corazón herido de Jesús. Comprender que Él es como yo, lo han herido, está dañado. Porque la piel del alma es muy sensible. Y todo lo que sucede en mi vida deja su huella. No hay olvido, sólo recuerdo en forma de alegría, paz, tristeza, dolor, rabia, rencor. Las heridas forman parte del pasado y del presente. Vuelven a tocar la misma herida y lloro, grito, me enojo sin acabar de comprender de dónde viene esa rabia incontrolable. Tiendo a esconder mis heridas en un pozo profundo. Leía el otro día: «Cualquier cosa que se niegue no se puede sanar. Ese es el problema. La mayoría de los hombres niegan sus heridas, niegan lo sucedido, niegan que duele, y en realidad niegan que afecta hoy día la manera en que viven»[5]. Negar mis heridas me condena a vivir de espaldas a mi verdad. Me conforta saber que Jesús puede sanar mis heridas al mismo tiempo que las acaricia: «Lo importante es esto: la sanidad nunca ocurre fuera de la intimidad con Cristo. La sanidad de nuestra herida fluye de nuestra unión con Él»[6]. Me rebelo con frecuencia contra los que me hirieron. Tal vez nunca lo sepan, el daño que me causaron. Ignoren que sus manos rasgaron el velo de mi inocencia. Sin luz en la mirada es imposible sumergirme en el pozo del alma. Sin la luz del Espíritu no soy capaz de ver nada. Sin tiempo y silencio no escucho el grito ahogado de mi dolor. No importan los que me hirieron. No quiero recrear momentos pasados. Sólo me enfrento a la herida que me hace protegerme. Y quizás por eso adopto imágenes de seguridad que me mantienen a salvo de nuevas heridas. Si me muestro fuerte y seguro nadie se atreverá a hacerme daño. Si me mantengo haciendo lo que sé hacer nadie osará reírse de mis deficiencias. Si me escondo estaré seguro de las críticas y las burlas. Si no me expongo nadie podrá hacer escarnio de mi vida. Y así sigo construyendo muros fortificados que me mantienen a salvo con mi herida. Sin querer enfrentarla, sin querer mirarla a los ojos. Bien escondido nadie me hará daño. Miro a Jesús herido, expuesto, en soledad, muriendo ante mis ojos. Su corazón abierto para mí. Tal vez si yo no estuviera herido no heriría. O sí, muchas heridas las causan mis torpezas, mis olvidos, mis carencias, mis debilidades. Hay otras, eso sí, que proceden de mi herida. Hago daño. Construir la comunión es la tarea más difícil. Un corazón que se rompe para que todos sean uno. Es el corazón de Jesús que muriendo nos une en su misma sangre. Para que no tengamos miedo al estar juntos. Unir es un milagro. Hay personas que unen, suman, construyen. Hay otras que separan, restan, destruyen. Es fácil esparcir una mentira y darle aspecto de verosímil. Es posible. Sí, es probable que esa persona hiciera, pensara, dijera. Esparzo como las hojas al aire palabras sobre los demás que les hacen daño. No están presente y son temas de mi conversación. No han hecho nada y yo juzgo sus intenciones ocultas. O han actuado de una forma determinada y yo veo lo que realmente sintieron o desearon. Es fácil hablar de los demás. Y así se ventilan los juicios y se esparcen. Luego ya no los puedo recoger. Y mis palabras van hundiéndose en otros corazones heridos. Van sembrando pantanos, ciénagas en las que no hay luz. Mi mirada enferma brota de una herida profunda a la que no sé ponerle nombre. Tampoco quiero nombrarla de ninguna manera. Me gustaría que no estuviera ahí. ¿Por qué sigue doliendo? ¿Por qué sigo queriendo estar a la altura de lo que esperan de mí? ¿Por qué sufro con cada crítica, juicio u opinión que el mundo vierte sobre mi vida? No lo sé, pero la vida es tan frágil. Y siento que o me validan o moriré. O me reconocen o me quitaré la vida. O me aplauden o viviré sin ilusión. Y entonces quiero estar presente en todo, tener poder, conseguir influencias, vencer en las batallas, ser elegido, ser amado. Y voy contando las batallas ganadas. Aunque las perdidas son las que más duelen. Y ningún triunfo logra apagar el escozor de la derrota. Miro a los demás como potenciales enemigos. En cuanto den la vuelta pueden comenzar a hablar mal de mí a mis espaldas. Y me dolerá, no por lo que digan, sino por mi herida de abandono, de olvido. Algún día sucedió algo en mi vida que rompió la suave piel de mi alma. Algo que no tiene nombre, o quizás yo lo he asociado a alguien sin saber bien por qué. Pero está ahí, quieto, como en un retrato, al pie de mi herida, como el causante. Quizás no fue sólo él. Es sólo lo que veo saliendo en la superficie. No importa el culpable, aunque siempre busco nombres. La herida que llevo es la que me hace comportarme como no soy. Oculto mi vulnerabilidad, no quiero que se rían de mí, que se mofen, que me hagan daño. Soy fuerte, no tengo debilidades. He nacido con el fuego de Dios. Soy humano pero estoy cerca del cielo y me engaño. Sólo si soy creatura podré ser salvado. Sólo si me abro ante Dios y le dejo tocar mi herida seré sanado. Sólo si me sincero conmigo mismo, con los demás seré de verdad quien quiero ser. Abajo las máscaras y los disfraces. Estoy hecho para vivir en la verdad. Ante la herida del corazón de Jesús me desnudo. Dejo ver lo que más quiero ocultar. La piel rasgada del alma. Dios me salva. Sólo Él.

Hoy escucho que tengo motivos para alegrarme. Me lo dice Dios: «Alegraos, Jerusalén, y regocijaos por ella todos los que la amáis, llenaos de alegría por ella todos los que por ella hacíais duelo. Mirad que yo tiendo hacia ella, como río la paz, y como raudal desbordante la gloria de las naciones, seréis alimentados, en brazos seréis llevados y sobre las rodillas seréis acariciados. Como uno a quien su madre le consuela, así yo os consolaré. Al verlo se os regocijará el corazón, vuestros huesos como el césped florecerán». Dios me consuela, me salva, me alegra el alma. Dios es como un río caudaloso que da paz. Son aguas desbordantes en medio de mi sequía. Son alimentos suficientes en medio de mi hambre. El corazón queda saciado. Así me alegro yo al final del día. He disfrutado de la vida. Me han ido bien las cosas. Todo ha funcionado. Y el corazón se alegra. Es lo mismo que les sucede a los discípulos que son enviados por Jesús. Vuelven felices porque han tenido éxito: «Regresaron los setenta y dos alegres, diciendo: - Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre». ¿Acaso no me alegro yo al ver todo lo bueno que sucede en mi vida? ¿Y qué sucede en mi alma cuando no todo sale como esperaba? Estoy feliz cuando me salen bien las cosas. Cuando no me critican y en su lugar recibo halagos. Cuando me abrazan y me siento en casa. Cuando todo fluye y parece que es imposible que algo pueda salir mal. Es la alegría que brota de los logros que me he empeñado en conseguir. He luchado por ellos y he llegado a la meta. ¿Acaso no tengo motivos para estar alegre? Es normal que me alegre cuando me siento poderoso y el mundo se rinde a mis pies. Es lo más humano que tengo. Refleja mi condición vulnerable, frágil. Cuando no salen bien las cosas estoy triste, me hundo, me angustio, pierdo la paz. No conservo esa alegría por la que lucho. Es curioso lo que les dice Jesús a los discípulos: «Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad, os he dado el poder de pisar sobre serpientes y escorpiones, y sobre todo poder del enemigo, y nada os podrá hacer daño; pero no os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos de que vuestros nombres estén escritos en los cielos». Les dice que nada les podrá hacer daño en la tierra. Pero sobre todo les confirma que sus nombres están escritos en el cielo. ¿Y el mío? ¿Tengo mi nombre inscrito en el cielo? Cuando estudiaba en la universidad las listas de los aprobados en algunos exámenes se colgaban en la pared del pasillo. Uno iba temblando a ver si su nombre aparecía en la lista. Recuerdo el gozo al ver mi nombre cuando me aprobaron. Y el dolor cuando no aparecía en la lista. ¿Será así en el cielo? ¿Estará mi nombre en la lista? Estoy seguro de la promesa de Dios. Tengo una certeza, mi nombre ya está en la lista que sostiene María en el cielo. ¿Cómo voy a dudarlo si fue Ella la que me llamó para que caminara a su lado? No dudo de su fidelidad. No tengo miedo al fracaso. Sé que estoy en la lista de los aprobados. Porque el amor de Dios es más fuerte que todos mis pecados y debilidades. Estoy inscrito en esa lista porque sé que su mirada ha purificado mis entrañas y me ha llenado de paz. ¿Cómo puedo dudar de su elección? A veces me da miedo fallar. Me asusta mi pecado y tiemblo. Siento que nadie podrá perdonarme y la tristeza nubla mi memoria. ¿No había escrito Dios mi nombre en esa lista? Sí, estoy en ella. En los aprobados. Pero no han sido mis méritos los que lo han logrado. No ha sido gracias a mis horas de estudio. No cuentan tanto mis capacidades, esos donde naturales con los que nací. La santidad no es la consecuencia de mi comportamiento impoluto y limpio. No es así. No voy juntando méritos todos los años intentando tapar mis debilidades e imperfecciones, aunque a veces lo intente. No centro mi alegría en hacerlo todo bien. No espero escuchar: ¡Qué bien hace todas las cosas! No lo necesito. Cometeré errores. Pecaré y caeré. No estaré a la altura de tantas expectativas. Pero una sola cosa mantiene en lo alto mi alegría. Mi nombre ya está inscrito en el corazón de Dios. Estoy dentro del corazón de Jesús, del corazón de María. Me aman por encima de todos los momentos de mi vida. No se detiene Dios a mirar cada una de mis imperfecciones. La santidad es el don de Dios en mi alma. Cuando le digo que sí y me abro a su presencia. Cuando le entrego todo lo que tengo y le susurro al oído que lo amo con todo mi corazón. Al fin y al cabo mi vida consiste en amar. Seré feliz, estaré alegre, al amar y al saberme amado. Sonreiré al ver la mirada de Dios posarse en mi corazón. No creo en un Dios juez que va buscando los más pequeños defectos en mi caminar. Así no es Dios. Él me da poder para muchas cosas. Me dice que nada me hará daño incluso cuando yo me sienta herido y roto. Y me promete que no tenga miedo, que mi alegría es porque ya he vencido. Ya me ha prometido el cielo para siempre. Y ha escrito mi nombre en las paredes de ese cielo con el que sueño. La paz de su mirada me tranquiliza. No quiero hacerlo todo bien. No pretendo llegar a todos y a todo. Me basta esa mirada llena de misericordia que me busca y me recuerda que soy un hijo elegido y amado por Dios. Eso me basta para seguir adelante. Para alegrarme porque las aguas de su amor van a saciar mi sed ya calmar mi hambre. Su mirada me da esperanza.

Hoy Jesús envía a sus discípulos. Los envía al mundo porque son del mundo: «Después de esto, designó el Señor a otros 72, y los envió de dos en dos delante de sí, a todas las ciudades y sitios a donde él había de ir». Y lo que importa es que los envía a los mismos lugares a los que luego irá Jesús. No los dejará solo en medio de la batalla. Esta promesa me da paz. Allí donde me envía va Él de camino. Me calmo de todos mis miedos. Comprendo que nada podrá salir mal. ¿O tal vez sí? Decido entonces seguir sus pasos y hacer su voluntad. Realizar sus sueños, mis sueños. No sé si todas las decisiones en mi vida fueron las adecuadas. No sé qué hubiera pasado si en lugar de un no hubiera dicho un sí. Algo habría cambiado, alguien ha ido en mi lugar a esos lugares. Si hubiera ido yo otra hubiera sido la historia. Ya no importa. No se puede volver atrás. No hay camino de regreso. Sólo se camina hacia delante, no hacia atrás. El tiempo no retrocede. Eso me da paz porque Dios sigue presente allí donde yo he ido. Y lo que me ha pasado es lo mejor que me podía haber pasado. La mejor decisión es la que he tomado. No puedo quedarme pensando si lo hice bien o no, si decidí lo correcto o me equivoqué. Tomo conciencia de lo importante. Dios me envía a la mies porque le hago falta: «La mies es mucha, y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies. Id; mirad que os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias. Y no saludéis a nadie en el camino». La mies es abundante. El trabajo es inmenso. Hay mucho por hacer. Muchas ciudades que recorrer, muchos lugares a los que Dios quiere llegar. Me necesita para llegar por medio de mi voz, de mis palabras, de mis abrazos, de mis sonrisas, de mi esperanza. Eso me tranquiliza. Los obreros son pocos. Y yo me quejo del trabajo, del exceso de problemas, de la debilidad de mis fuerzas. Pero sé que tengo en mi interior una fuerza inmensa. No soy pecado salvado por su misericordia. Soy bondad, amor, generosidad. Vivo en lucha con ese demonio que me tienta y hace despertar en mí el egoísmo, la envidia, el odio. Y entonces no hago el bien que deseo y realizo el mal que quiero evitar. Pero es así como Dios me necesita. Y me envía como cordero. Porque sabe que no son mis fuerzas las que me salvan en medio de las batallas. No son mis armas las que vencen al enemigo. No soy mis talentos los que hacen retroceder la astucia de mis contrarios. No. Soy yo en mi fragilidad sostenido por Cristo. Una oveja en medio de los lobos. Y todo esto para que se note que es Dios el que me sostiene, su amor el que me salva. Por eso me dice que no me llene de falsas seguridades. Tengo muchas seguridades para caminar. Seguro de vida, mi banco, mi dinero, mis estudios, mis títulos. La apariencia de poder que el mundo me presta. Para que me sienta importante y piense que todos se arrodillan ante mí. Una y otra vez necesito el aplauso de los hombres. Los halagos que en lugar de fortalecerme me debilitan. Si supiera vivir en paz conmigo mismo. Sin caer en la tentación de querer ser adulado por los hombres. No quiere que lleve alforja, ni bolsa, ni sandalias. Nada que me haga sentir más fuerte que mi hermano. Nada falso a lo que aferrarme. A menudo me ato a mentiras que viven en mi alma. O yo mismo o el mundo me han llevado a mentir. Vivo mintiendo a los demás, mintiéndome. Soy tan frágil que me asusta todo lo que veo en mi interior. Me da miedo caminar por esos caminos sin seguridades. ¿Quién es el que de verdad me sostiene en medio de mis miedos? Sin nada que me dé seguridad. Sólo la promesa de Dios. Él irá conmigo a visitar otros pueblos. Y quiere que lleve al mundo mi paz, su paz: «En la casa en que entréis, decid primero: - Paz a esta casa. Y si hubiere allí un hijo de paz, vuestra paz reposará sobre él; si no, se volverá a vosotros. Permaneced en la misma casa, comiendo y bebiendo lo que tengan, porque el obrero merece su salario. No vayáis de casa en casa». Entro en una casa y dejo mi paz. Si la aceptan será un regalo para ellos. Si la rechazan me la llevaré conmigo. Es lo que deseo, tener paz. Y al mismo tiempo quiero regalar paz a mis hermanos, allí donde llegue a descansar. La paz es un don valioso. Hay personas que siembran guerras. Siempre están en disposición para la lucha. No miran con bondad a las personas. Las escrutan, las juzgan, las condenan. No salen palabras que edifican de su boca. Salen juicios duros y ofensas. Sé que la paz la puedo dar incluso aunque a mí me falte. Basta con que sea cauce que deje pasar el agua. Algo de esa paz quedará en mí. Pero sentiré que el flujo de la paz viene de Dios, de lo más alto. Me quedo en la casa que me acoja. Echo raíces en los corazones que se abran a mi presencia. No pierdo la esperanza. No abandono el lugar donde me encuentro hasta que Jesús me llame a ir a otro lado. Me gusta este concepto de la misión. No es mi misión, no es mi obra. No es mi logro ni mi éxito. Es Dios el que puede cambiar el mundo y sólo me necesita para que sea cauce de su agua, voz de su palabra, piel de su cariño y su ternura. El amor que entrego es el que recibo de sus manos.

Además Jesús quiere que sus discípulos hagan milagros y les da poder para ello. Quiere que yo haga lo mismo. Les dice: «Decidles: - El Reino de Dios está cerca de vosotros. En la ciudad en que entréis y no os reciban, salid a sus plazas y decid: - Hasta el polvo de vuestra ciudad que se nos ha pegado a los pies, os lo sacudimos. Pero sabed, con todo, que el Reino de Dios está cerca. Os digo que en aquel Día habrá menos rigor para Sodoma que para aquella ciudad». El Reino de Dios está cerca. Este era el mensaje de Jesús. El Reino de misericordia, de paz, de esperanza. El Reino de la libertad, de la alegría, de la verdad que comienza cuando Él toma mi carne y mis límites. El Reino de la vida, de la humildad, de la honestidad que Él vive con su coherencia, con su entrega. Se trata de un mundo nuevo en un cuerpo nuevo, transformado en la fuerza de Dios. Y me dice Jesús que yo, como sus discípulos, curaré enfermedades, podré bendecir a los que se sienten abandonados, levantaré a los que han caído, expulsaré a los demonios, liberaré a los esclavos y regalaré un perdón que procede del cielo, de lo más alto para todos aquellos que se hayan alejado del buen camino. Todo eso me parece imposible. Me siento demasiado débil y veo que la mies es inmensa. Los obreros somos pocos. El trabajo es demasiado. ¿Cómo quiere Jesús que haga todo eso con mi carne humana, con mis límites tan precisos, con mis debilidades y pecados? Me siento demasiado expuesto e incapaz de llevar a buen término la empresa que pone en mis manos. Me da miedo dejarme llevar por la tentación del desánimo. Lo que yo puedo hacer es poco y al mismo tiempo es mucho aunque me parezca insignificante. Creo que puedo llegar a lo más alto si me dejo cambiar por Dios y permito que Él construya algo nuevo sobre mí. Seguiré siendo hijo de Dios cuando me abra a su presencia. Pero noto el dolor de la carne y me siento esclavo. Quisiera aprender a dejarme hacer por Él, para que logre vencer en mí. Quiero hacer el esfuerzo por mantenerme fiel en medio de la batalla y no alejarme del lugar que se me ha confiado. Sé que si me aparto a un lado dejaré un hueco que otros habrán de llenar y tal vez faltan obreros. Sé que no es mi obra, no es mi reino, es el Reino de Dios y eso me da paz, calma. No son mis milagros, es el poder de Dios el que brilla en la suciedad de mi carne. No soy yo con mis fuerzas, es Dios con su misericordia, con su luz que brilla en mí. No quiero pecar de miedoso y poco audaz al temer que no salgan las cosas como yo quiero, como muchos esperan. Tengo mis límites y puede que no pueda luchar más en algún momento. Pediré su fuerza que será la que me sostenga. Eso me da paz. Quiero que Dios me dé el valor de los enviados. Porque así saldré de mis comodidades, de mis rutinas rígidas, de mis egoísmos que se convierten en forma de vida. Y cuando logre ciertos éxitos me comprometo a no caer en la vanidad. Las victorias son de Dios, Él lo logra. Sólo necesita que yo me mantenga firme, en pie a su lado. Las palabras del apóstol me dan el sentido de lo que debe ser mi vida: «En cuanto a mí ¡Dios me libre gloriarme si nos es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo!». No me glorío en mi fuerza. No creo en mis grandes talentos y capacidades. No busco que los demás me reconozcan y me den el amor que me falta. No exijo que me alaben. Me gusta una imagen, la del peón en la partida de ajedrez. Aparentemente no tiene muchas habilidades. No descuella por sus rápidos movimientos. No puede destruir al enemigo. Simplemente se forma frente al rey, en primera línea, como esos soldados silenciosos en el campo de batalla. Está allí obedeciendo las órdenes del rey y camina hacia el frente. No mira atrás, nunca retrocede, no puede hacerlo. Simplemente avanza aún expuesto al peligro de la muerte. Otros peones a su lado lo protegen, amenazando con la muerte al que intente hacerme daño. Yo sigo caminando, un paso tras otro entre líneas enemigas. Bordeando el peligro. Amenazando con mi presencia, muy pobre, muy pequeña. Pero es la fidelidad del peón lo que lo salva. Cuando logra llegar de milagro al final del tablero se convierte en reina, la figura más poderosa del ajedrez. Y con ello puede enfrentar con más poder al enemigo. Revestido con el poder de la reina vence y se mueve con habilidad de un lado a otro presionando al contrario. Me gusta esa forma de vencer. Revestidos con el poder de la reina. Así es en mi vida. Si persevero como peón, María, mi Reina, me reviste con su poder. No soy yo el que vence sino Ella. No es mi mano la que salva, sino Dios mismo haciendo milagros en mi interior

 



[1] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad

[2] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[3] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[4] J. Kentenich, Herbert. King, El pensar y vivir orgánicos

[5] John Eldredge, Salvaje de corazón: Descubramos el secreto del alma masculina

[6] John Eldredge, Salvaje de corazón: Descubramos el secreto del alma masculina

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