Homilía del padre Carlos Padilla - 29 de octubre
Domingo 29 de octubre de 2023 | Carlos PadillaDomingo XXX Tiempo Ordinario
Éxodo 22,20-26; 1 Tesalonicenses 1,5c-10; Mateo 22,34-40
«Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Amarás a tu prójimo como a ti mismo»
29 octubre 2023 P. Carlos Padilla Esteban
«El amor de Dios es inmerecido. No estoy a esa altura que me impongo. No soy puro, ni perfecto. Dios me ama, no me deja solo, no me suelta de su abrazo. Es incondicional»
A la luz del alba Pedro y Juan descubren a Jesús en la orilla del lago. Habían pasado la noche pescando sin lograr nada. Jesús les había pedido que volvieran a Galilea. Ellos han vuelto para hacer lo que sabían hacer. Salieron a pescar en una noche aciaga. No lograron nada. Vuelven, amanece, la luz del alba apenas les deja ver. En medio de esa tenue claridad ven a Jesús. No lo reconocen. Les anima a echar las redes y obedecen. Las redes son pesadas, las cargan con dolor. En la orilla ven al mismo hombre y Juan lo reconoce, grita: Es el Señor. Pedro salta de la barca y corre hacia Él. Lo reconoce. Lo abraza. Jesús está en la orilla y los mira. Está preparando la comida, unos peces, unas brasas, pan. Pedro corre, Juan corre. El reencuentro. El miedo a perder a Jesús para siempre. Hay un momento en el día en el que la noche aún no muere y el día todavía no amanece. Ese instante sagrado en el que apenas se distinguen los rostros. El sol intenta imponerse sobre las aguas cubriéndolo todo de luz, suavemente, como un manto. Es el momento en el que las dudas aún tienen fuerza. Necesito una voz que me grite como lo hace Juan. Es el Señor. Quiero distinguirlo y no puedo. La noche es demasiado oscura. El día aún no tiene fuerza. Necesito oír una voz que me recuerde para lo que estoy hecho. Que les dé un sentido a mis pasos. Jesús sabe mejor que yo lo que me conviene. Yo me confundo a menudo y vuelvo a lo de siempre. Hago lo que sé hacer, aunque no sirva para nada, aun cuando no consiga nada. Tengo miedo de ahogarme en ese mar en el que la noche poderosa me ha dejado infecundo. Me pide el Señor que eche las redes. Que crea y confíe cuando aún el sol no es fuerte en mi vida. Cuando todavía no tengo certezas y sí muchos interrogantes. Me gustaría vencer por encima de mis miedos. Hacerme con una fuerza que me dé aliento. Navegar sin sentido no sirve para nada. Navegar sin pescar. Avanzar sin avanzar. Luchar sin lograr la victoria. Reconozco que ese grito me saca de mi comodidad. A la luz del alba se decide el sentido de mis pasos y encuentro una razón para seguir luchando. Ver a Jesús en ese claroscuro de mi vida es lo que pretendo todos los días y no siempre lo consigo. Veo a otros que gritan más. Quieren que siga otros caminos, que me confunda, que me pierda. Me da miedo que en ese momento de dudas y de miedos no logre oír, no logre ver. Cuando oigo y veo corro hacia Jesús y lo abrazo. En medio de mi vida siento que me está esperando para amarme, para decirme que ya puedo descansar, que no tengo que seguir peleando con molinos de viento. Me dice que las batallas perdidas son ya pasado. Y las futuras batallas vendrán más adelante. Me pregunta si lo amo, como a Pedro mismo un día en aquella playa. Y le diré como él dijo, que sí, que lo amo, con toda mi alma, con todos mis miedos. Me lo preguntará tres veces, y a mí me dolerán sus dudas. Y le confirmaré que Él ya lo sabe, que lo amo torpemente, desde mi mediocridad, desde mi pecado. Y sonreirá. Y me dirá que me va a enviar a gritar como Juan en medio de los lagos, al alba, en ese momento de dudas en el que se decide el destino de los hombres. Me pedirá que lo señale con mi dedo mientras grito: Es el Señor. Está todo más claro cuando logro verlo y gritar su nombre. Es Él, no tengo dudas. Es Jesús que me espera en la orilla, espera en la orilla a todos los que van en su barca a la deriva. Quiero señalarlo sin miedo, confiado. Sólo Él sabe cuánto he sufrido, cuántos dioses esquivos me han confundido y cuántas batallas perdidas me han dejado herido. Sólo Él conoce la hondura de mi corazón y comprende mis miedos porque ama mi alma. Y en ese momento me envía a dar esperanza a los corazones con miedo, a guiar a los que están perdidos sin tener yo todas las respuestas, a consolar a los que lloran incluso en medio de mis lágrimas. A la luz del alba se decide mi vida y la de muchos. Porque es el momento en el que me despierto para la vida. O me mantengo encendido esperando encontrar algo de luz cuando va cediendo la noche. Es ese instante mágico en el que las preguntas siguen doliendo. Y los miedos siguen teniendo mucha fuerza en mi corazón. Me gustaría vencer todas las tentaciones y abrirme paso en medio de las olas. Con las redes vacías o con las redes llenas. Descubrir su rostro amado que me llama por mi nombre y gritar su propio nombre, el nombre de quien me ama, a quien tanto amo. A la luz del alba, yo lo vi, siempre es Él, el Señor. Confío. Escucho la voz de los que lo ven. Creo en los que creen antes que yo.
Veo con algo de nostalgia que mi corazón es humano y muy pequeño. Muy de la tierra y muy del cielo. Llora y ríe casi al mismo tiempo. Se calma y se llena rabia en un solo instante. Acumula rencores y perdones sin saber cómo seguir adelante. Se levanta feliz y se sume en un sueño triste de repente, un sueño lleno de pesadumbre. Alza la mirada al cielo mi corazón y se da cuenta de algo importante. Está hecho para el cielo, para vivir un amor exclusivo, un amor eterno y un amor incondicional. El amor que hoy el mundo me propone es demasiado pequeño, inconsistente y frágil. Dios me habla de un amor más grande, más pleno, más completo. Lo primero que veo es que busco la exclusividad. Quiero amar y que me amen de forma exclusiva, única, diferente. Quiero que tengan conmigo atenciones y costumbres especiales, distintas. En el matrimonio ese amor exclusivo sucede de forma natural. Un amor confidente, íntimo, sagrado. Un espacio en el que sólo los dos pueden amarse de forma única y especial. Esa misma exclusividad la busco en otros amores. Que mi amor de hijo sea único y el amor de mis padres igualmente. Un amor exclusivo, sólo para mí. Igual que deseo que Dios me ame de forma exclusiva. Sólo a mí de esa manera. Sólo conmigo. Ese deseo de exclusividad late en mi interior. Deseo un amor así, formado de gestos únicos. Un amor que sólo yo puedo dar y recibir. Algo santo que acaricio con mi alma y lo conservo como el camino para ser feliz. Sé que Dios ama a todos, pero a cada uno de forma exclusiva, única, con sus propios gestos y costumbres. Al mismo tiempo miro al cielo y deseo que mi amor sea eterno. No me llena un amor de días, de meses, de años. No quiero un amor caduco que puede acabarse cuando menos lo espere. Quiero que tu amor no me deje nunca. Que no dudes de mi fidelidad. Que no cuestiones mi amor eterno. Así quiero amar yo y así quiero que me amen. Amar merece la pena si es para siempre. Todo lo demás no calma mis ansias de infinito. Ese deseo inmenso que tengo de dar la vida para siempre, de entregarlo todo sin llevar cuenta de los años. Cuando celebro unas bodas de oro me asombro. Es un misterio un amor mantenido en un sí sostenido a lo largo de los días, de los meses, de los años. A lo largo de las cruces y las alegrías. Ansiar y luchar por ese amor eterno es una tarea de toda la vida. Pronuncio mi sí a ese amor con temor y temblor. El P. Kentenich me recuerda que tengo la ayuda de Dios: «Por eso todo depende de que nosotros nos recojamos en nosotros mismos, a fin de tomar clara conciencia de las fuerzas sobrenaturales que Dios ha depositado en nosotros, y luego hagamos decidido uso de ellas»[1]. Dios ha puesto en mi corazón una fuerza sobrenatural para vivir el amor eterno en mi vida. Tocar ese amor de lo alto me da fuerzas para amar más, para mantener mi amor en un acto de fe, de voluntad. Amar así siempre no es un sentimiento, es una decisión. Es volver a decir que sí en los peores momentos del camino. Cuando las fuerzas flaquean y las decepciones son muchas. En ese momento elevo la mirada al cielo y confío. Dios puede hacerlo posible en mí, yo solo no puedo. Lo miro a Él que es eterno porque yo quiero vivir cosas que sean eternas. Quiero que lo que viva en la tierra se proyecte después en el cielo. No me conformo con lo que ahora poseo. Es todo demasiado efímero. Yo quiero amores de verdad en mi vida que duren siempre. Que tengan raíces hondas en la tierra y estén ancladas sus ramas en el cielo. Al mismo tiempo, miro mi alma y escucho un grito de incondicionalidad. Quiero que me amen por lo que soy, no por lo que tengo, no por lo que hago. Quiero que me amen aunque no esté a la altura, aunque no logre llegar a la meta esperada, aunque no satisfaga todas las expectativas. Mi corazón quiere un amor incondicional. Porque si no, siempre estaré luchando por dar la talla. Querré controlarlo todo para que la vida me resulte bien. Desearé hacer lo que toca en cada momento. Para no desilusionar a nadie. Han puesto en mí su confianza. Me da miedo sentir que la vida se me escapa entre los dedos y sólo recibo un amor merecido. Ámame cuando menos lo merezca, porque será cuando más lo necesite. Le digo a los que me aman. El amor merecido es el que yo doy a menudo. En la vida matrimonial calculo, espero, busco. Amo de acuerdo con lo que he recibido. Espero más de lo que me entregan. Quiero siempre más, nunca es suficiente y me decepciono. Y entonces yo también acabo dando menos. Porque he llevado cuentas y no es justo. Busco el equilibrio en el amor, sin entender que el amor siempre es asimétrico. Una madre ama a su hijo sin esperar nada. Es el amor más parecido al que me tiene Dios. Un amor incondicional que no quiere cambiarme para justificar el amor. Ese amor de Dios me levanta sobre mis miserias. Me busca y me abraza cuando más me hace falta su misericordia. El amor de Dios es inmerecido. No logro nunca estar a esa altura que yo mismo me impongo como meta. No consigo ser tan puro, tan perfecto. Y siento que Dios me sigue amando, no me deja solo, no me suelta de su abrazo eterno. Es el amor que deseo. Ojalá en aquellos que me aman en la tierra, especialmente en mi familia, tocara un amor parecido a ese amor incondicional.
Celebrar un aniversario más de la primera alianza de María con los jóvenes en el santuario original ensancha el alma. Decía el P. Kentenich: «La alianza de amor con la Santísima Virgen alcanzó su plenitud, extendiéndose a una alianza con el Dios hecho hombre, con el Dios Trino y con todo el mundo»[2]. Una alianza que va más allá de mis fuerzas humanas. Una alianza que forja una cultura nueva, un mundo nuevo, un hombre nuevo. Renovar la alianza en un día como este me exige volver al primer amor, a ese comienzo lento, pequeño, en un diminuto lugar en tierras alemanas. Las grandes obras de Dios suelen tener comienzos pequeños, sutiles, suaves. El alma se enamora lentamente. Y así las raíces crecen a paso lento. El crecimiento auténtico no sucede de un día para el otro. Hay procesos. La vida crece lentamente, eso me tranquiliza. Los cambios no son tan radicales, son suaves. Así el corazón se va enamorando. María quiso poner su pie en esa pequeña capillita y convertirla así en un lugar sagrado. Lo hizo a través del corazón de unos jóvenes que no sabían mucho, pero sí amaban mucho. En un tiempo preciso en medio de una guerra que acababa de comenzar. En ese peor momento en el que las seguridades se tambaleaban. ¿Quién puede ser dueño del futuro? ¿Es posible caminar sin todas las certezas? En el ruido de las bombas, en el dolor de la guerra, María en el santuario era la única certeza. Yo pretendo construir muros sólidos en la tierra. Quiero evitar así problemas y conflictos, situaciones difíciles. ¡Qué difícil la vida llena de tensiones! No me asombro. Siempre va a haber tensiones, problemas, carencias, ausencias, malentendidos, discusiones. Siempre hay guerras como en este momento que siembran la incertidumbre. ¿Cómo puedo vivir sin seguridades? El alma tiembla. Quisiera tenerlo todo claro, todo seguro. Pero no es así. Apenas logro un avance me encuentro inmerso en mil tensiones. Para atrás, hacia delante. Un paso que me permite soñar, otro que me hace retroceder. Así es la vida. Pienso que siempre puedo construir hacia dentro. Siempre en la hondura del alma. Allí donde las raíces buscan el agua para crecer. Si tuviera el corazón bien puesto, ordenado, anclado. Me dejo llevar por las corrientes, como si mi raíz no lograra atarme a la tierra. Me falta una roca sobre la que levantar mi vida. Busco un terreno firme que no se deslave con la llegada de las aguas. María me espera en la roca del santuario. En esa roca sobre la que ha querido asentar mi vida, mis sueños, mis proyectos, mis deseos. Miro a María en esta hora en la que recuerdo mi primer amor. El mío, el que me hizo soñar con otras tierras, con otros mares. Ese encuentro con esa Madre que me llamó por mi nombre. Lo conocía. Y pudo tocar esa tecla de mi alma que sólo Ella conocía. Así son las madres. Me hizo temblar y me hizo reír. Sólo Ella tenía el control de mi vida. Intercambio de corazones. Le di el mío. Me entregó el suyo. A cambio de nada lo recibí todo. A cambio de mis miserias y mis límites, de mi vulnerabilidad y mi pecado. ¡Cuánta miseria en mi piel de hombre! Quiso recibir lo mío, mi vida herida, para darme la suya, su vida segura, firme, para que tuviera un lugar en el que echar raíces para no seguir temblando. Así lo hizo, con ese amor suyo tan lleno de ternura. Y esa alianza se hizo carne en mi historia. Fue cambiando cosas, puliendo mi corazón, todo lo que tengo y soy. La seguridad de vivir en María me da paz. La paz en la tierra se construye desde el cielo. Sabiendo que no todo es seguro, sólo el final de la vida y el cielo, esa certeza que me alienta. Y sé que puedo cambiar, puedo ser mejor, así me lo ha dicho María. Y quiere que sea instrumento suyo mucho más allá de mi debilidad. Ella me hará fecundo y utilizará mi voz para hacer oír sus palabras. No tiemblo, su seguridad me salva. Ella cree en mí cuando yo no creo. Y confía cuando yo no confío. Un intercambio mágico de corazones. La vida es más fácil cuando soy aliado, cuando me siento seguro en sus manos, cuando camino firme en su abrazo. Cuando estoy solo no puedo caminar. Con otros es más fácil, con Dios es el camino, con María, en sus manos, en su corazón de Madre. Aliado para hacer juntos una misión demasiado extensa. Es grande la mies y pocos son sus obreros. No tiemblo porque es María quien se ha empeñado en ponerme en este lugar, en esta tierra que ahora piso como peregrino. Su amor de Madre me ha pedido que no tenga tanto miedo. No puedo decidir cómo será el mañana, no puedo cambiar las desgracias y eludir los contratiempos. Mi corazón está anclado en lo alto, en eso consiste esa alianza que sellé un día. Estoy atado a Dios en el corazón de mi Madre. Eso me llena el alma de paz y de sonrisas. La confianza es un don que pido cada día.
Sueño con llegar a tener corazón integrado y en armonía. En ocasiones me sorprende mirar mi alma y ver sentimientos sorprendentes. El odio, la ira, la violencia, la envidia, la tristeza, la desidia, la desesperanza, la lujuria, el egoísmo. Pensaba que estaba todo en orden dentro de mí y me encuentro con sorpresas. Algo no debe estar bien en mi corazón cuando siento lo que siento. Hay un desorden, un desequilibrio, una herida que no sabía que tenía o lo sabía y la había tapado. Hay un abandono que recuerdo sin recordarlo. Hay un apego enfermizo donde pensaba que había un amor serio y profundo. O descubro un miedo inconfesable a ser abandonado en medio de mi vida. Tengo un deber ser muy grande que me lleva a enfrentarme con todas las dificultades. Y una incapacidad terrible para hacer frente con alegría a las contrariedades. No funciona todo como pensaba. No me resultan las cosas como soñaba. La palabra fracaso se dibuja ante mí y tiemblo. Sé muchas cosas del mundo. Soy un experto en esos temas que he estudiado y manejo con facilidad. Me quedo en la superficie de las cosas y soy incapaz de profundizar en mis sentimientos. ¿Cómo me siento? ¿Qué nombre le pongo a lo que me pasa? ¿Cuál es el origen del dolor que siento? ¿Por qué reacciono desproporcionadamente ante cualquier situación difícil, ante cualquier tensión o problema? Me cuesta responder con altura. No sé decirte lo que me pasa. No sé de dónde viene ese desorden enfermizo que anida en mi alma. ¿Quién podrá poner algo de orden? Lo primero que necesito es conocerme. Saber cómo soy por dentro. Desentrañar las fibras de mi alma. Acariciar todos mis recuerdos buscando un sentido. ¿El orden me dará paz? ¿Quién me puede decir quién soy, definir mi esencia, descifrar las notas de mi canción? Las heridas, las roturas, los fracasos, los abandonos, los apegos insanos que me recorren. Si supiera detenerme y buscar en mi interior. Si pudiera hacer algo de silencio y no vivir compensando todas mis carencias, todos mis vacíos. Hoy he mirado a Dios desesperado y le he dicho: «Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza, Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador. Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte. Invoco al Señor de mi alabanza y quedo libre de mis enemigos. Viva el Señor, bendita sea mi Roca, sea ensalzado mi Dios y Salvador. Tú diste gran victoria a tu rey, tuviste misericordia de tu Ungido». Miro a Dios en mi vida y me gustaría que Él llenara todo lo que en mí está vacío, muerto, yermo. Sé que sólo Él calma el dolor y la ansiedad. Pero antes le pido que me ilumine por dentro para verme bien, para saber quién soy. De dónde vengo, esa historia que es pasada pero que me constituye. Saber hacia dónde voy. Conocer es lo que me permite ahondar. Y después aceptar cómo soy, sabe que mi debilidad es manifiesta. Y entender que no pasa nada. Que Dios me ama como soy, mejor aún, me ama en mi pecado, en mi torpeza. Sabe bien cuáles son mis debilidades y cuáles mis virtudes. Ha mirado mi vida con misericordia. Me ha salvado en medio de mis guerras. Me ha buscado. Me ha acariciado sobre todo cuando más lo necesitaba y menos lo merecía. Él quiere que en mi alma reine el orden. ¿Qué es el orden? ¿Cómo es una persona sana? ¿No estamos todos algo enfermos? Me miro y me veo enfermo, desordenado, en camino, buscando. Quiero aceptar lo que veo en mí. Lo que me gusta de mí es más fácil. Lo que no me gusta es más complicado. Me duele la imperfección y huyo de las cosas mal hechas. Me doy cuenta de que para poder amar es necesario que me conozca y me acepte. Sólo entonces podré amarme y amar a los demás. Mi amor depende de mi orden, de la sanidad de mi corazón. Cuando vivo buscando compensaciones quizás es que algo no está en orden en mi vida. Miro dentro, no fuera. Me miro a mí, no quiero mirar a otros. No juzgo, no me juzgo ni me condeno. Quiero aceptar lo que veo, amarlo, mirarlo con misericordia: «Escogía el dolor a la indiferencia, porque sentir algo y aceptarlo era mejor que fingir no sentir nada»[3]. Duele ver la debilidad desnuda ante mí. Como ese niño que no tiene cómo esconder sus miserias. Su padre lo mira con misericordia y lo abraza. Así hace Dios conmigo. Así me gustaría hacer yo con muchos. No lo consigo. Me cuesta la debilidad de los demás. Soy inmisericorde con ellos. Necesito tocar a ese Dios que me abraza y sostiene. Él conoce mi indigencia. Ha visto mi interior y me acepta, me ama. Me quiere todavía más por mis defectos. Es increíble la incondicionalidad de su amor. Cuando me conozco, me acepto y me amo es más fácil emprender el camino. Es más fácil amar cuando no busco apegos enfermizos que pretenden calmar mis ansias. Quiero decirte que estoy bien, para no buscar más, para que no me preguntes, para que no pretendas que tenga respuestas a tus preguntas. Sufro la soledad más devastadora. Me duele el alma y no sé muy bien de dónde vienen el dolor y la tristeza. ¿Cómo puedo amar de forma armónica? ¿Cómo puedo amar bien cuando a mí no me han amado? Sigo buscando. Me detengo. Miro mi vida. Pido ayuda para poder hablar de lo que me pasa. Dios sabe que no soy capaz de mirarme bien. Quiero hacer ese camino desde dentro hacia el cielo. Desde lo alto hacia lo más hondo. Desde mi verdad aceptada y amada hacia la verdad de aquel al que amo.
El poder me atrae y me tienta. La posibilidad de decidir, de actuar de acuerdo con lo que yo deseo. La facultad de tomar decisiones importantes. El poder tienta y también puede corromper mi alma. Me gustaría no tener nunca tanto poder que pueda usarlo mal. Es tan fácil dejarme tentar y no ser humilde. Hacer las cosas cuando yo quiero, como yo quiero. Oprimir al débil, al que no puede hacer las cosas de forma autónoma. Hoy escucho: «No oprimirás ni vejarás al forastero, porque forasteros fuisteis vosotros en Egipto. No explotarás a viudas ni a huérfanos, porque, si los explotas y ellos gritan a mí, yo los escucharé. Se encenderá mi ira y os haré morir a espada, dejando a vuestras mujeres viudas y a vuestros hijos huérfanos. Si prestas dinero a uno de mi pueblo, a un pobre que habita contigo, no serás con él un usurero, cargándole intereses. Si tomas en prenda el manto de tu prójimo, se lo devolverás antes de ponerse el sol, porque no tiene otro vestido para cubrir su cuerpo, ¿y dónde, si no, se va a acostar? Si grita a mí, yo lo escucharé, porque yo soy compasivo». El oprimido, el abusado, el huérfano, el migrante, el que no tiene derechos. Ellos clamarán a Dios y Él los escuchará. Miro a mi alrededor y veo tantos perseguidos, abandonados, indigentes, pobres, menesterosos, prostitutas, personas denigradas, mujeres maltratadas, niños heridos. Es tan terrible el abuso de poder. Quisiera no tener nunca poder para no usarlo mal. Pero es imposible, siempre tengo una cuota de poder en mis manos, aunque esta sea pequeña. El que ama da poder a la persona amada. El amante es poderoso. Puede usar bien ese poder sacando lo mejor de mí que lo amo en verdad. O puede hacerme daño porque para él me he vuelto vulnerable e indefenso. ¡Qué fácil abusar de la persona amada! Puedo herir, lastimar, denigrar, romper la inocencia, escandalizar. No quiero usar mal ese poder que me ha dado el amor. No quiero dejarme llevar por esa confianza que he recibido. Dios me da poder para que haga el bien. Pone en mis manos un don inmenso para que lo use con misericordia y en verdad. Me dice que puedo amar más, nunca herir, nunca odiar, nunca menospreciar ni ignorar a quien me ama, a quien digo amar. El poder es algo que le pertenece a Dios y Él me lo confía. El poder ha de estar unido al amor. Porque amo puedo usar bien ese poder. Y hoy Jesús me explica cómo ha de ser mi amor. Y lo primero que me dice es que tiene que ser un amor exclusivo: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser». El corazón humano está hecho para la exclusividad. Quiero amar de esa forma a Dios. No sé si lo consigo porque pongo muchas cosas antes que Dios. Pongo mi interés, mis deseos, mis planes, antes que Dios. No sé si lo que hago lo quiere Dios o tenía pensados para mí otros planes. Quiere que mi amor hacia Él sea en exclusividad. No quiere competir con otros dioses. En mi alma se hacen fuertes esos otros dioses que compiten con el amor a Dios. Amar a Dios sobre todas las cosas es un don de Dios. Humanamente busco mi interés, mi felicidad. ¿No me dará Dios la felicidad que ansío? ¿Estoy donde quiero estar? ¿Es el presente que vivo el mejor momento de mi vida? ¿Estoy con paz aquí donde Dios me deja vivir? Me impresiona ver a tanta gente infeliz con la vida que lleva. Hastiada con su presente. ¿Cómo puedo hacer para cambiar mi mirada y llenarla de esperanza? Permanezco donde Dios quiere porque quiero crecer. Depende de mí que Dios se sitúe en el centro de mi alma y reine en ese caos que es mi corazón. Puede hacerlo porque me ha llamado a ser feliz, pleno. Quiere que me realice como persona en la vocación a la que me llama cada día. La pertenencia a Dios llena mi alma. Con todo mi corazón. Es decir, que lo ame con todo lo que hay en mí, sin medias tintas, sin mediocridad. Quiere que lo ame en todo lo que hago y en todas las personas a las que amo. Quiere estar en mi alma habitando. Que mis pensamientos giren en torno a Él. ¿No amo a Jesús con todo mi corazón? Me gustaría decir que sí, que lo amo por encima de todo. Con toda mi alma, con mi ser, con mi cuerpo. Se colocan entre Dios y mi corazón muchos intereses mundanos que me quitan la paz. Quiero ser del todo para Jesús y no lo soy. Busco la sensación de felicidad en placeres caducos. Espero ser feliz con personas que sólo me desgastan. Quiero estar solo con Dios y a la vez con Dios en todas las personas que me rodean. No quiere Dios que me aísle. Quiere que lo ame a Él en todos aquellos a los que amo. No es tan sencillo, es el camino que quiero seguir. Para eso necesito saberme amado por Dios. El amor que recibo despierta el amor que doy. Cuando me sé amado por Dios brota de mi corazón un amor más grande. El amor de Dios logra que sanen mis heridas. Porque su amor es único, incondicional, poderoso. El amor de Dios me salva y hace que brote del corazón un amor que no es mío, sino de Dios. Un amor mucho más grande y pleno del que yo poseo. Él puede hacer posible ese milagro del amor en mí. Puede cambiarme por dentro y lograr que la paz, la alegría y la mansedumbre sean fuertes en mi alma. Me hace capaz de un amor que se entrega hasta dar la vida.
El mandamiento más importante es el que habla del amor. Necesito recordar ese amor que me salva, esa intimidad con Dios que me construye por dentro. Sin esa alianza con Dios no valgo nada. Ese amor tan grande de Dios por mí me sostiene, me levante. A cambio yo le entrego ese amor mezquino, el mío, que no logra corresponder sino de manera pobre a todo lo que recibe. Cuando me sé amado puedo amar. Cuando he sanado mis heridas y estoy en paz conmigo mismo puedo darme. Sé que mi amor a mis hermanos nace del amor a Dios: «El segundo es semejante a él: - Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Ese amor a mi prójimo es semejante al amor a mí mismo. ¿Cuál es la medida del amor? ¿Hasta cuándo puedo seguir amando? ¿Es justo cuando no recibo tanto amor como el que doy? No quiero vivir comparando el amor que me dan con el que entrego. Así no funciona. Cuando vivo en esa comparativa no soy feliz. Puede que no me amen tanto como yo amo. Por eso la medida del amor no es la medida del amor que recibo. Cuando lo hago así sucede que mi amor cada vez es más pequeño. No siempre mi amor despierta el amor en mi prójimo. Puedo recibir indiferencia, incluso desprecio. Jesús pasó haciendo el bien y amando hasta el extremo. Su amor fue mucho y mucho también fue el odio que recibió. A cambio de su amor lo mataron. No fue suficiente todo lo que me amó para salvar su vida. Su amor excesivo se quebró en el corazón herido de los hombres. Siento en ocasiones que doy demasiado. Y veo que mi alma está seca, que no me aman tanto como a mí me gustaría. ¿Cuál debe ser la medida del amor? Hoy Jesús me lo dice. Tengo que amar a los demás como a mí mismo. ¿Cuánto me amo? Hoy conozco a muchas personas que no se aman. Se aman mal, se desprecian, no se quieren. Conozco a muchos que mendigan amor porque están heridos. Y no son capaces de recibir ese amor. Odian en lugar de amar. No se aman a sí mismos. Se aman de forma enferma y así no es posible amar bien a los demás. Necesito poseerme, quererme, aceptarme, comprenderme. Cuando me quiero bien la medida de mi amor va a ser inmensa. En ese momento de paz ya no mendigo amor. Estoy feliz con mi vida como es. No me importa si no recibo tanto amor como yo entrego. Bajo las expectativas y no vivo esperando lo que los demás no pueden darme. Seré más feliz cuando comprenda cómo es el juego del amor. Cuanto más amor entregue seré más feliz. Pero no porque los demás me vayan a dar todavía más a cambio. Sino porque seré feliz en el hecho de amar los otros. Porque me amo a mí mismo, porque quiero mi fragilidad, porque entiendo que en la vida es importante darlo todo sin esperar recibir recompensas. Entonces aparece un concepto que me cuesta entender. Se trata de la gratuidad. Mi amor quiere ser gratuito. Te amo por lo que eres, no por lo que me das, no porque te has portado bien conmigo. Te amo sin esperar nada. No te sientas en deuda conmigo. No necesitas pagarme por el amor recibido con la misma moneda. Mi amor nace del amor de Dios, eso lo hace todo más fácil. Hoy Jesús responde con claridad a la pregunta que le hacen: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?». Si esa pregunta me la hicieran hoy, ¿respondería lo mismo? Sin duda el amor es el gran examen que me harán al acabar mis días en la tierra. ¿A quién he amado? ¿Cómo ha sido mi amor a Dios? A veces pienso que amar a Dios consiste en cumplir muchas normas. No es eso. El verdadero fin de la religión es lograr que mi vida completa gire en torno a Dios, no por obligación, sino por necesidad. Es conseguir que mi amor a los demás sea misericordioso y regale alegría a tantos que no se sienten amados en este mundo. El mandamiento más importante es el del amor. Y yo vivo obsesionado con el cumplimiento, con salvar los mínimos con estar a la altura de lo que otros esperan. El amor comienza cuando me siento amado como soy. Entonces me amo como soy, sin querer ser distinto, ni estar en un lugar distinto o haciendo cosas diferentes. Amo mi vida como es y eso me da paz. No quiero estar en otra parte. Estoy feliz aquí y miro con alegría todo lo que hago. No espero recompensa por mi fidelidad. Sólo quiero amar a los demás con mi vida, dándoles mi tiempo, entregándoles lo que he recibido gratis. La gratitud es el sentimiento que alimenta el amor. Lo contrario es el rencor, la queja, la amargura. El que se queja y se amarga no puede amar. En lugar de amor brota de su alma el odio. El que está feliz con su vida acepta todo con alegría, no se turba, no se enoja y vive regalando paz a aquellos a los que ama.