Homilía del padre Carlos Padilla - 29 de mayo de 2022
Domingo 29 de mayo de 2022 | Carlos PadillaDomingo de la ascensión
Hechos 1:1-11; Hebreos 9:24-28; 10:19-23; Lucas 24:46-53
«Mirad, y voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto»
29 mayo 2022 P. Carlos Padilla Esteban
«Necesito quererme más cada mañana. Cuidarme más, dejar que Dios me abrace. Saber que Él me mira mejor de lo que yo lo hago. Él sabe que dentro de mí hay una obra de arte escondida»
Me resulta siempre difícil entender el sentido de las cosas que me suceden. Por más que les doy vueltas no le encuentro un sentido, una explicación, una lógica. Pretendo encontrar un plan oculto, una realización concreta de un sueño de Dios en mi vida. Pero las cosas malas que me suceden no responden a un plan que yo conozcan. El dolor de la pérdida, de la ausencia, del límite no tienen lógica. No encuentro respuestas. No quiero buscarlas. Sólo quisiera abrazar la realidad como es sin querer cambiarla a la fuerza. Quizás me falta fe en ese Dios que me ama con locura y está siempre en todo acompañándome, como me lo recuerda el P. Kentenich: «Dios sabe mejor que yo cómo soy, sabe mejor para qué me ha creado, sabe mejor cómo actúa en mí esto o aquello. Por tanto, si estoy convencido hasta la punta de los dedos de la sabiduría paterna de Dios, entiendo a Pablo cuando dice: - Todas las cosas son para mi bien»[1]. Dios sabe mejor lo que me conviene. Yo no sé pedirlo. Me falta fe en ese Dios que me ama de forma tan real y concreta en mi verdad. Yo trazo mis planes. Quiero que se cumpla un sueño, que se haga realidad un proyecto soñado, pensado. Pero no sale todo como yo espero. No me escucha Dios o es que tal vez me convenga lo que he deseado con fuerzas. Me dan miedo las noches sin estrellas, los días sin sol. Me asusta la soledad sin abrazos y el silencio sin risas. Quiero sostenerme haciendo pie en aguas turbulentas, o caminando sobre ellas. Quiero levantarme después de la caída. Sin miedo a volver a caer, ya que todo es posible. Veo que todo es para mi bien. ¿Cuál es mi bien? No saberlo me inquieta. Porque yo elijo bienes posibles que son atractivos y me gustan. Y cuando se vuelven imposibles, me asalta el miedo. ¿Sabré vivir para otros bienes que desconozco? ¿Hay un bien más grande que yo mismo al que tiendo sin saberlo, sin quererlo? Seguro que ese bien existe en el corazón de Dios. Él ya lo ha pensado para mí, lo ha querido. Hay bienes que me atraen y son un bien en sí mismo. Hay males que se confunden con bienes. Ovidio confiesa: «Reconozco el bien y lo alabo para mí calladamente. Pero el mal me atrae y me encadena a sí». El mal es atractivo. Tiene apariencia de bien. Tal vez no sé elegir lo que me conviene. Ni la persona, ni el lugar, ni el trabajo que me hacen bien. No sé optar por lo bueno en sí mismo, para mí, para todos. Q quizás lo que es un bien para mí no lo es para los demás. Porque soy distinto, tengo una misión concreta, un plan, una meta. Y sólo hay ciertos bienes para los que estoy hecho. Y luego otros males que se muestran atractivos en mi debilidad. Me seduce el mal que no me conviene. Me esclavizan esos amores que no me construyen como persona. Me veo reflejado en vidas que no son la mía. Y me cuesta renunciar a lo que me seduce. Es la tentación que no sé esquivar de mi camino tan fácilmente. Rehúyo los problemas y me enfrento a ellos. Quiero cruzar el mar y navego entre charcos que me enferman. Sé que sólo los hombres libres y veraces serán felices y yo compro sucedáneos de felicidad a precios altos. Me acabo acostumbrando a lo que es falso por miedo a enfrentar la verdad de todos mis límites. Y siento que estoy hecho de otra madera, distinta al mundo, siendo yo de la misma pasta que ellos. ¿Para qué me engaño? La vida dará muchas vueltas pero al final siempre estoy yo solo ante este mundo. Dispuesto a comérmelo todo y al mismo tiempo incapaz de ser valiente. Pero me dice Dios que todo es para mi bien. ¿Lo será también mi pecado? Ya no lo sé. Pero sigo siendo incapaz de doblegar la mano más fuerte que me promete bienes inigualables. Lejos del bien supremo al que me lleva Dios. ¿Cómo es tan sutil siempre la mentira? Me dicen que seré más feliz si renuncio, si hago, si digo, si dejo. Y luego no es así. El límite del placer acaba opacando mi deseo de amar hasta el extremo. Y navego en aguas turbias pretendiendo que sean el ancho mar. Todo es para mi bien si elijo a Dios en medio de confusiones, si me agarro a su brazo para salir de las aguas. Me falta fe en ese Dios que puede hacerlo todo nuevo en mi interior. Si me dejo hacer, si dejo que me doblegue con su amor.
A veces la tristeza tiñe mi ánimo de gris. Penetra todos los sentidos y mata la alegría para que no crezca. Esa tristeza no me deja ver la vida en su belleza. No me deja alegrarme con lo bueno que me sucede. Sucumbo a ese dolor hondo que se aferra a mi alma queriéndome quitar la vida que me queda. Hay una canción, Sopla Señor, que dice: «Sopla, Señor, en mi vida y arráncame esa tristeza». Es ese deseo último de que Dios me arranque la tristeza que envuelve el corazón. Tengo claro que Dios puede hacerlo si detengo ese pensamiento negativo del cual ha surgido todo. Esa sensación absurda de no estar haciendo absolutamente nada bien. Pero no es tan fácil cambiarme a mí mismo. No logro arrancar la tristeza que no me deja ver la realidad con cierta objetividad. La tristeza no entiende lo objetivo, navega en los mares de mi subjetividad y se dejan engañar por mis ojos que sólo ven lo que no está funcionando a mi alrededor. Me detengo en lo que está seco, podrido, herido. La tristeza puede estar provocada por hechos realmente malos que irrumpen en mi vida tornando en desgracia lo que era felicidad. En esos momentos de dolor la tristeza se adueña de mi estado de ánimo. Y acabo creyendo, así me lo dice la tristeza, que nada va a salir bien a partir de ese momento. Sin lo que he perdido ya no puedo caminar. Nunca más podré amar. Nunca más seré amado de nuevo. Tengo hechos concretos que me demuestran esta percepción. Una pérdida, una muerte, una enfermedad, una derrota, un fracaso tienen demasiado peso en el presente que vivo. Pensar en un futuro mejor me parece imposible. El presente tiene demasiada fuerza. Basta algo negativo para que la tristeza se erija en triunfadora. Y es que el mundo me ha prometido felicidades eternas que nadie ni nada podrán erradicar del alma. Y yo me lo he creído. Pero luego veo que no es así, no me resulta todo lo que emprendo. Y la tristeza se adueña de mí como si se tratara de una segunda piel. En esos momentos creo que nada podrá sacarme de ahí. Pero tengo que detenerme, mirarme con misericordia y quererme un poco más. Como leía el otro día: «Pero también sabía, intuía, que ese remanso de paz era temporal. Sabía que la labor no estaba terminada del todo, que mi furia, mi tristeza y mi vergüenza volverían a hacer acto de presencia, huyendo de mi corazón y volviendo a instalarse en mi cabeza. Sabía que volvería a enfrentarme a esos pensamientos, una y otra vez, hasta que lenta y decididamente cambiase mi vida entera. Iba a ser una labor ardua y agotadora. Pero en la silenciosa penumbra de aquella playa mi corazón le dijo a mi mente: - Te quiero. Jamás te abandonaré. Siempre cuidaré de ti»[2]. Quiero cuidar mi mente para que mi corazón tenga paz. Quererme como soy, en mi pobreza para alegrarme por la vida que Dios me regala. Sé que esos sentimientos negativos no son definitivos. No van a estar ahí siempre. Y sé que todo lo que siento va precedido por un pensamiento. Cuando siento algo feo dentro del alma es porque hay un pensamiento feo y negativo que lo precede. Tengo grabadas en mi interior frases destructivas que me han hecho mucho daño en mi vida. Algún día las oí, alguien me las dijo o yo mismo las repetí como un mantra en mi alma: «No vales, no vas a triunfar, no podrás, no saldrás adelante, no haces nada bien, tu vida no merece la pena, no le aportas nada a nadie». Se repiten una y otra vez en mi mente quitándome la ilusión y haciéndome creer que efectivamente no podré nunca mejorar, no seré mejor que antes, no logaré vencer en mis batallas. Me hacen creer que no valgo para nada o que mi vida no es tan valiosa como la vida de otros. No quiero quedarme en esas ideas negativas, que me enferman. Por eso me levanto de nuevo por la mañana y miro a Dios. Y le digo que ahí estoy yo de nuevo comenzando mi vida. Le suplico que me arranque la tristeza que nubla mi alegría, que acabe con mis penas que son más fuertes que mis gozos, que me haga mirar todo en positivo y aceptar tanto lo bueno como lo malo con una sonrisa. En cualquier derrota hay pequeñas victorias, en cualquier fracaso hay una nueva oportunidad para salir adelante. Sonrío dentro de mi tristeza, me alegro sintiendo muy fuerte el desánimo y lucho, sí, como si todo pudiera volver a comenzar ahora desde cero. Y es que es posible. Puede triunfar la alegría en mi corazón. Puedo alegrarme con la vida que tengo. Puedo ser positivo y no siempre mirar la botella medio vacía. Veo que hago cosas bien. Disfruto del presente en lugar de querer llegar al mañana antes de tiempo. Vivo la vida ahora contemplando la belleza que Dios me regala. No todo ha salido mal, no todo está fallando en mi historia. Dios puede hacer todas las cosas nuevas. Yo puedo inventarme un mundo mejor, real, con mis manos, con mi voz. Puedo alejar la tristeza que me quita el ánimo. Puedo reírme de la vida y de mí mismo. Necesito quererme más cada mañana. Cuidarme más, dejar que Dios me abrace. Saber que Él me mira siempre mucho mejor de lo que yo lo hago. Él sabe que dentro de mí hay una obra de arte escondida. Me quiere como soy, dentro de mis límites y me lo repite mil veces para que no me olvide: - Eres el más valioso hijo de Dios.
Me gustaría ser más paciente. O quizás me gustaría que las cosas ocurrieran como yo quiero, cuando yo lo quiero y de la forma como deseo. Tal vez eso es lo que me sucede. Ser paciente significa que tengo que vivir con paz el hecho de que los demás no hagan las cosas cuando yo espero o como yo lo espero. Tolerar con paciencia los defectos de los demás. Vivir con calma las demoras y retrasos en aquellas cosas que espero y deseo. La paciencia es un don que se me regala, no lo tengo. Soy impaciente. Nací impaciente. Lloro cuando no recibo lo que deseo y no aguardo con paz y alegría hasta que las cosas sean como yo espero. Me falta paciencia, calma, tranquilidad. Me altero y pierdo los nervios. Me inquieta lo que pueda suceder y lo sufro antes incluso de que suceda. Puede que nunca llegue a ocurrir lo que más temo. La paciencia es un don que cuando lo pido me manda Dios situaciones donde practicarla. Eso me preocupa. No quiero probar mi paciencia, o la falta de esta. Soy inquieto por naturaleza. Me cuesta mucho estar encerrado en un lugar estrecho. Sin hacer nada, sólo esperando mi turno, mi hora, el momento en el que me tocará hacer algo. Me gusta hacer mis planes, me lleno de sueños y deseos. Quiero hacerlos ya, en este momento. La enfermedad detiene mis pasos y me irrita. O las necesidades de los demás que interfieren con las mías. Me cuestan esos encuentros eternos en los que no se dice nada interesante. Muchas palabras, y poca vida. Reconozco mi torpeza para sacar adelante ciertos proyectos. No tengo la respuesta adecuada y mi pecado es parte de mi debilidad. Sé en qué cosas puedo dar lo mejor de mí. Tendré que soportar ciertos escenarios como parte del peaje a pagar para ser feliz. Hay personas que sacan lo mejor de mí, no sé cómo lo consiguen. Hay otras que logran justo lo contrario. También tienen su mérito. No todo lo que hago es virtuoso. Lo admito. Se lo entrego a Dios también, con mis defectos. A Dios no le cansan mis caídas. Se conmueve, siempre lo hace, al verme perdido. He comenzado mil veces el día pensando hacerlo todo bien. Me he acostado con la sensación de no haberlo logrado. Escribo en hojas en blanco mis sueños más tiernos. Me río a carcajadas con las bromas más tontas. El tiempo perdido me duele, como si tuviera que hacer mil cosas antes de perder la vida. Sé que las oportunidades se escapan, pero algunas vuelven. Tengo en el corazón un anhelo inconfesable. Y guardo en mis viejos cajones recuerdos preciosos. He delineado en el jardín una línea del tiempo. Para no olvidarme nada, para recordarlo todo. Llevo en el alma impreso el beso de Dios, como una huella indeleble que el olvido no borra. Aprecio los gestos de cariño, herido estoy en el alma. Y abrazo al que lo busca, al que lo espera. No siempre llueve a gusto de todos, ni lo suficiente. Aun así me levanto esperando que cada día traiga nueva vida. Desde mi ventana no parece cambiar nada, mientras que todo cambia. Lo que ocurre en el alma sólo es visible desde el balcón de otra alma. Y desde allí es posible hablar de lo importante sin necesidad de palabras. He comprobado que tengo más fuerza de la que pensaba. Y logro seguir corriendo cuando no lo deseaba. La vida comienza ese día en el que comienzo a vivir de nuevo. Con el corazón alegre, y la sonrisa dibujada. Llevo dentro de mí mismo el deseo más profundo de dar la vida. Sin escatimar en nada, sin guardar nada para más tarde. Siento mucho los errores que hacen daño a los que encuentro. Mis afrentas, mis ofensas, mis silencios, y mis gritos. Sé que todo lo que hago puede ser interpretado, mal o bien, todo depende. Abrazo con ternura las vidas que me conmueven. Sé que sólo Dios conoce el sentido de mis pasos. Camino por mis caminos, solo o acompañado. Y voy construyendo puentes allí donde hubo barreras. Decir lo que está mal es fácil, basta con ver lo correcto. Pero luego hacerlo no es sencillo, influyen siempre tantas cosas. Juzgar desde fuera a mi hermano casi resulta evidente. Pero no es mi juicio el que importa, sino el de Dios, ese es el que vale, pues Dios mira el corazón y yo sólo veo apariencias. Me gustaría perdonar antes que condenar a nadie. Aguardar pacientemente a que llegue ya mi turno. Sin prisas, sin nervios, sin rabia. Oportunidades no me faltan para demostrarme que he crecido y madurado. Siento que soy mejor persona que cuando nací un día. La vida me ha hecho quien soy, no lo pienso demasiado. Decido que de los pacientes es el reino de los cielos. No se alteran, permanecen fieles al pie del que más sufre. No se inquietan cuando las cosas no son como ellos esperaban. Disfrutan mucho los logros y tienen calma en los fracasos. Se levantan siempre de nuevo con una sonrisa llena de esperanza. El amor de Dios es paciente, no se irrita, no se inquieta, no se altera. Así me gustaría permanecer a mí ante los defectos e inconsistencias de aquellos a los que amo. Que mi amor no conociera el límite. Que mi entrega no fuera con cuentagotas, midiendo siempre el terreno, temiendo no recibir nada a cambio de lo entregado. Quiero dar sin esperar, amar sin querer recibir. Quiero agradecer todo lo que me han dado. Darle gracias al cielo por el don de la vida y de ese amor que me hizo, me crio, me dio la vida. Darle gracias por el amor incondicional que recibo y me recuerda que sólo Dios me ama como soy, sin esperar nada diferente.
Tiene este domingo mucho de tristeza. Jesús ha podido compartir con los discípulos muchos momentos en estos días de Pascua. Hubo muchas apariciones, mucha presencia de un cuerpo glorioso, de unas heridas llenas de luz. Pero hoy parece que todo llega a su fin. El corazón se llena de dolor, la pena se adueña del ánimo. Hoy escucho: «Los sacó hasta cerca de Betania y, alzando sus manos, los bendijo. Y sucedió que, mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo». Betania había sido un lugar de paz, de predilección, de amistad, de descanso. En Betania Jesús había comido con sus amigos, con Lázaro, con Marta, con María. El corazón estaba lleno con ellos. No había motivos para estar tristes. Ni siquiera la muerte de Lázaro fue causa de desesperación. Ese día todo se llenó de luz con la resurrección de su amigo. Pero hoy todo cambia de golpe. Jesús se los lleva a su lugar predilecto. Los lleva a Betania. Alza las manos, los bendice y se aleja, se eleva sobre sus cabezas. Hay un discurso recogido en Juan 15 que hemos meditado a lo largo de muchos días de Pascua. Jesús se va y les manda el paráclito. Parece que es mejor que se vaya. Pero ellos no entienden. Se despide con amor de sus amigos. Y desde Betania, el lugar más amado, cumple su promesa y los deja. Se va de verdad, deja de ser visible para sus ojos, ya no los hablará con su voz profunda. A partir de este día deja de tocarlos y ya no se dejará tocar por ellos. Les mandará el Espíritu Santo que cambiará su tristeza en alegría. Pero de momento reina la pena. Es un día lleno de nostalgia, de dolor, de pesar. Hace unos días el Santuario María camino al cielo celebró su 20 aniversario en Monterrey. Es un Santuario en lo alto de un monte. Desde él, cuando todo está despejado, se ven la ciudad y los montes lejanos. Después de la lluvia todo está despejado y la mirada se pierde en el horizonte. Dejo que el corazón se ensanche. Pero el otro día justamente el cielo descendió. Y las nubes, como si fueran humo, pasaban entre los que estábamos allí. No se veía mucho, era una niebla espesa. Esa es la imagen que se me viene al corazón al pensar en los discípulos ese día en Betania. Estaban en el lugar predilecto junto a Jerusalén, era su hogar. Allí se habían reído y habían disfrutado el momento. Igual que yo tantas veces en ese santuario lleno de luz. Pero imagino que ese día de la ascensión todo se cubrió de nubes. Como si el cielo entrara en contacto con la tierra para no ver mucho más allá de mis pies. Hay momentos en la vida en los que como ese día de la ascensión el corazón se encoge. Son momentos de cambios y no me gustan los cambios. Momentos de separaciones y de ausencias. Momentos en los que las rutinas dejan de tener vigencia, como si una nube de años, de décadas, descendiera sobre el alma. Es la tristeza de pensar que ahora nada será lo mismo. Ni Betania, ni el cenáculo, ni el lago. Nada será igual sin ese Jesús que me pide que confíe y eche las redes a la derecha. Nada será igual si no escucho con insistencia esa pregunta dura y constante: ¿Me amas? Nada será igual a como lo había sido en esa Pascua llena de luz. Si Jesús se va a ahora definitivamente. ¿Cómo podrán vivir? Hay momentos en mi vida en los que me he detenido antes las puertas del abismo. ¿Ahora cómo voy a vivir? Me he preguntado como ellos. Y he temido que no hubiera un mañana, un después. Como si la vida quedara cortada para siempre, desgajada. Siento que así se percibirían ellos. Abandonados en medio del desierto. Huérfanos en el momento más crucial de su existencia. Ya no podían esconderse. Eran creyentes, lo habían visto, lo habían oído, lo habían tocado. Y no podían seguir como si no pasara nada. La desolación hace que en ocasiones no sepamos cómo seguir adelante. El alma se turba y la vida se llena de nubes que tienen la forma del humo. Casi acarician la piel recordándome que tengo que madurar. Porque es eso lo que la vida me pide en ciertos momentos en los que la soledad duele y el alma se inquieta llena de pesadumbre. Jesús parecía que se iba a quedar con ellos eternamente. Pero no ha sido así. Se ha ido, asciende en medio del desconcierto. ¿Qué hago cuando estoy triste porque no sé cómo rearmar mi vida y recomponer mis roturas? En esos momentos me quedo quieto mirando al cielo y le pido a Dios queme regale una confianza que me falta. Los discípulos pensaron que quizás esa resurrección era para cambiar todo en la tierra: «Los que estaban reunidos le preguntaron: - Señor, ¿es en este momento cuando vas a restablecer el Reino de Israel? Él les contestó: - A vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad». Me gusta saber el futuro. Saber el momento y la hora en la que todo suceda. Y me incomoda esa niebla que no me deja vislumbrar lo que vendrá después, cuando venza el dolor, cuando supere la pérdida. Y el presente es pesado, denso, como esas nubes caídas del cielo para recordarme que sólo me queda confiar y no vivir con miedo. Sólo me queda avanzar y no quedarme mirando al cielo: «Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? Este que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá así tal como le habéis visto subir al cielo». Esa voz de los ángeles me saca de mi comodidad, de mi parálisis, de mi dejadez y pereza. Decido que si no me muevo la vida se me escapará de las manos. No quiero perder el tiempo aunque las nubes pesen y duela la pena por no tenerlo todo claro, por no saber todo lo que vendrá.
Pero junto con esa tristeza profunda hay mucha alegría. Jesús les muestra el camino al cielo. Les abre la puerta de entrada a la vida eterna. Y no sólo asciende en espíritu sino en cuerpo de carne y huesos: «Y dicho esto, fue levantado en presencia de ellos, y una nube le ocultó a sus ojos». «Pues no penetró Cristo en un santuario hecho por mano de hombre, en una reproducción del verdadero, sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro». Ascendió y quedó oculto a sus ojos. A partir de ese momento ya no le vieron en la tierra con sus ojos humanos. La carne de su cuerpo ya nunca la verían. Cuarenta días en los que se les apareció a los suyos, a sus amados hijos: «Después de su pasión, se les presentó dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles acerca de lo referente al Reino de Dios. Mientras estaba comiendo con ellos, les mandó que no se ausentasen de Jerusalén». Les habló de muchas cosas. Comió con ellos. Compartió la vida y les entregó la esperanza. Esa carne suya atravesó las nubes del cielo y se alejó prometiendo la plenitud. Desde entonces tengo prometido que un día mi carne herida y enferma llegará al cielo. Un día se abrirán las puertas de la eternidad para mí. Se abrirá el cielo y podré estar allí en mi carne. No quedará nada atrás. No sé cómo será todo pero sí que mi identidad humana, de cuerpo y alma estará completa en el cielo. Esta promesa llena el corazón de esperanza. Se va para indicarme el camino. Se va para abrirme la puerta que estaba cerrada. La alegría de los discípulos después de la partida me emociona: «Ellos, después de postrarse ante él, se volvieron a Jerusalén con gran gozo, y estaban siempre en el Templo bendiciendo a Dios». Regresan a Jerusalén y van al templo. Han vencido el miedo. Ya no está Jesús con ellos en su cuerpo, no come a su lado, y aún sin tener al Espíritu Santo en plenitud tienen alegría suficiente para ir a alabar a Dios al templo. Dios me pide que sea capaz de alabar sin tener todas las certezas, sin poseer todas las seguridades. Alabar a Dios por la vida, por los pequeños regalos que me hace. Algo sucede el día de la ascensión que hace que la alegría en su alma sea más poderosa que la tristeza. No se dejan llevar por el desánimo. Cristo ha vencido a la muerte y ha regresado junto a su Padre que lo abrazará en el cielo con misericordia infinita. Y así me recuerda que mi vida no acaba con las cenizas que entierro. Ni en esa muerte contra la que me rebelo. Hay un mañana aún desconocido. Una nube que se me abre para que siga viviendo el presente sin temer el mañana. Lo que venga será lo mejor porque el amor es más fuerte y nada podrá retener mis pasos. No dudo del poder de Dios en mi vida. Su poder es más fuerte que toda mi impotencia. Siento que me faltan las fuerzas. Pero Dios viene a mi alma. Verlo partir es el comienzo de mi salvación. Se abre el cielo, se cierran las puertas del abismo. Una escalera se yergue ante mis ojos. Estoy llamado a una plenitud que no poseo. Dios tiene para mí pensado un camino de esperanza y eso me alegra. Siento a veces que no todo es plenitud. Se me muestra el camino que espero realizar. Y el corazón se alegra porque Dios es mucho más de lo que yo he soñado: «¡Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de alegría! Porque el Altísimo, Rey grande sobre la tierra toda. Sube Dios entre aclamaciones. ¡salmodiad para nuestro Dios, salmodiad, salmodiad para nuestro Rey, salmodiad! ¡salmodiad a Dios con destreza! Reina Dios sobre las naciones, Dios, sentado en su sagrado trono». Dios me pide que le dé gracias por todo lo que tengo. Que alabe su nombre siempre glorioso. Que no viva con miedo, que sepa que la vida merece la pena y que nada de lo que tengo me lo puede quitar Dios. Esa esperanza es la que llena mi corazón de alegría. Dios ha vencido y no tengo que temer. Él ya ha llegado y me espera allí con mucho espacio para que pueda descansar a su lado. El corazón confía en ese poder inmenso que me llena de luz en medio de la noche. De sonrisas en medio de las lágrimas. Esa alabanza es propia del que sabe que no tiene derecho a nada en esta vida. Es cierto, no tengo derecho a nada, ni a la vida, ni al amor, ni a que las cosas salgan como yo quiero. Dios me ha pensado para estar siempre a su lado y quiere que ya en la tierra confíe en su mano protectora y no me aleje de su lado. Me esperará cuando me vaya pero me viene a decir que si permanezco junto a Él mi vida será más plena, más sencilla y segura. Me gusta en esta fecha mirar al cielo y confiar. Saber que en medio de la oscuridad de estos días de espera Él no se aleja. Sube al cielo y permanece a mi lado. Por eso alabo a Dios y le doy gracias por todo lo que tengo. También le alabo por la vida cuando no es exactamente como había deseado. La vida será más plena al final del camino pero ya ahora en medio de la lucha es una vida perfecta. No tengo miedo cuando me quedo mirando al cielo. Jesús me sonríe desde lo alto. Nada malo va a pasarme poque Él acaba de atravesar la puerta de la vida. Allí donde mis sueños se harán realidad y podré descansar para siempre de todas mis fatigas.
Jesús no me va a dejar solo. Me enviará su Espíritu Santo para que me acompañe, me ilumine y me muestre el camino: «Mirad, y voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto». Me dice que será mejor, que no tengo que temer nada. Porque el Espíritu Santo será mi defensor, se pondrá de mi parte y me explicará todo lo que no comprendo. Me mostrará el sentido de mi vida, me dará un poder que supera todas mis fuerzas, me alentará en la pena y en el cansancio. Por ese Espíritu seré su testigo: «Seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días, recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra». El Espíritu Santo me enviará como testigo para llevar su luz, su verdad, su amor. No me harán falta muchas palabras para defenderme porque el Espíritu Santo me dirá lo que tengo que decir. De momento sólo tengo que esperar su venida. Aguardo diez días desde la ascensión para implorar con María su venida. Porque con Ella a mi lado todo es más fácil. Decía el P. Kentenich: «La Santísima Virgen no tiene otro interés más que lograr que, por su intercesión, todo sea divinizado. Donde ella aparece, no sólo ha aparecido Cristo, sino también el Espíritu Santo»[3]. Me uno a María para implorar la venida del Espíritu. No quiero dejarme llevar por los miedos, los nervios, las angustias y la ira. Dios puede hacerlo todo en mí a través de su Espíritu. Me lo envía para hacerme un hombre nuevo. Experimento tantas veces mis límites. Me dice que soy testigo de su amor pero yo me anuncio a mí mismo y no tanto a Él. Me pongo en el centro y no dejo que Dios esté en el centro de mi vida. Necesito un Espíritu que lo cambie todo porque yo no sé cambiar nada. Quiero llenarme de alegría y por eso suplico que descienda sobre mí el poder del Espíritu. Creo que sin el Espíritu Santo no soy nada. Camino en la oscuridad y no veo bien el camino. El otro día las nubes descendieron sobre el monte donde se encuentra el Santuario María camino al cielo. No se veía mucho. No lograba ver los montes cercanos. Y no alcanzaba mi vista para ver a quienes estaban a pocos metros. Las nubes pasaban como humo junto a mí. Creo que así es mi vida muchas veces cuando estoy lejos de Dios. Cuando no dejo que su luz ilumine mis pasos. Camino casi perdido, en tinieblas, en medio de una densa niebla. No logro avanzar con rapidez porque me da miedo confundirme de camino o tropezar y caerme. En esos momentos creo que todo pasa por mí, depende de mí. Las nubes no me dejan crecer. Entonces surge el sol y se dispersan las nubes. Y lo que antes no se veía aparece con nitidez ante mis ojos. Así es el Espíritu Santo. Nunca tendré una claridad absoluta sobre todo. No sabré bien cuál es el camino que tengo que seguir. Pero habrá más luz, mayor claridad y tendré claro hacia dónde caminar. Veré las montañas, veré el mar, veré la vida como es. Porque cuando hay muchas nubes la realidad parece diferente. Se distorsiona todo lo que hay a mi alrededor. Y no confío, porque no veo. El Espíritu Santo me ayuda a ver con claridad a mi alrededor. La ceguera es provocada por la ausencia de Dios en mi vida. Lo necesito pero no lo encuentro. Lo busco y no está junto a mí. Espero con ansia a que llegue el Espíritu Santo. Quiero saber qué camino seguir y cómo actuar en cada momento de mi vida. Me gustaría tener paz y luz. Me gustaría confiar más en el poder de Dios. Esa forma de vivir lleno del Espíritu Santo es la que quiero. Lleno del agua que me hace ser flexible y estar abierto a lo que Dios quiera para mí. No me gusta la rigidez en la que caigo. O los enojos o la rabia que nublan mi corazón. Quiero llenarme de ese Dios que todo lo limpia y purifica. Sentimientos enfermos, dependencias enfermizas. Quiero que el Espíritu Santo tome posesión de mi corazón y me haga más dócil a los deseos de Dios. Nada podrá turbar mi ánimo. En Él confío, en su fuerza y en su poder. Me dejo llevar por Dios por dónde Él quiera. Dejo que su gracia ilumine mis pasos. Me callo para que Dios hable y susurre mi nombre al oído, en el corazón. Llevo toda la vida queriendo cambiar y no dejo que Dios tome posesión de mi voluntad.