Homilía del padre Carlos Padilla - 28 de mayo de 2023

Domingo 28 de mayo de 2023 | Carlos Padilla

Domingo de Pentecostés

Hechos 2:1-11; I Corintios 12:3-7, 12-13; Juan 20:19-23

«Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos»

28 mayo 2023    P. Carlos Padilla Esteban

«Esta forma de vivir es la que quiero. Buscar siempre el aporte original que yo puedo hacer. Y respetar siempre las diferencias que vivo en la comunidad, cada uno aporta su don»

Era sábado. Un sábado de mayo. Eran cerca de las dos de la tarde. Un día de sol. Había tenido la primera comunión de la hija de una familia amiga. Quería comer contigo en algún sitio cerca de casa, como tantas veces. Quería estar contigo, reírme contigo. Disfrutar esos pequeños momentos que la vida se lleva, el tiempo. Disfrutar el presente como un niño, como tantas otras veces, ¿recuerdas? Lo recuerdas todo, lo sé. Llegué y allí estabas, en tu sillón, presidiendo tu vida, tus momentos. Sonreíste, ya no hablabas. Me diste un beso o yo te besé. Te tomé de la mano y tú apretaste. Te dije que íbamos a comer y no entendiste. Pero estaba todo listo, preparado. Como tantas veces. Habías estado algo débil, cansada, una infección, me dijeron. Te veía bien, serena. Hacía tan buen día, un día soleado de mayo. Un sábado normal, cotidiano. Recuerdo tantos otros momentos así en mi vida, contigo, de tu mano. De niño o de mayor. Soñando o despierto. Recuerdo tantos otros sábados. Y tus palabras alegres, sencillas. Y tu mirada de mar hondo, tengo nostalgia. Lo estaba preparando todo para irnos. Íbamos a ir cerca. Te miré a los ojos, y de pronto comenzaste a respirar agitada. ¡Qué extraño! Algo iba mal. Llamé a mi hermana rápidamente. Vivía en el piso de abajo. Estaba cerca. Subió. Te tomé de la mano. Respirabas agitada, cada vez con más dificultad. Quise retenerte, darte mi aliento, hacer que respiraras por mí. Había que hacer algo, o tal vez no se podía hacer nada. Nos miraste, como si quisieras decirnos algo en ese momento. Puede que lo imaginara. Como si tuvieras un mundo de cosas que contarnos en ese momento. Como si toda tu vida se apareciera allí entre nosotros en un instante sagrado. Tantas palabras dichas y calladas. Tantas sonrisas y lágrimas. Tanta vida, como un río cargado que va hacia el mar. Nos abrazamos a ti queriendo retenerte, como si esfuerzo valiese para darte nueva vida. No quería que te fueras, que dejaras de estar en silencio al lado de mi vida. Siempre allí esperándome, cada día, un sábado cualquiera. Con tu mirada honda, con tus silencios cargados de mensajes. Te supliqué que no te fueras, no tenía sentido irte así, de golpe. Íbamos a comer fuera, ¿recuerdas? Ese era el trato tácito que aceptaste sin saber, yo lo sabía. Pero te fuiste. De golpe soltaste tu último aliento, dejaste ir la vida como quien se desprende de algo sagrado, blanco, bello. Y te quedaste mirándonos, en silencio, muy quieta. Me abracé a ti para salvarte de ese viaje definitivo, ¿para salvarme a mí? No quería perderte y quedarme huérfano, solo. Dejar que te fueras dolía mucho, demasiado. Quedarme sin ti, papá ya se había ido. Se fue aquella vez sin poder estar con él en su último aliento. Ahora había sido tan distinto, dolía lo mismo, o casi más. Como si no hubiera sido capaz de salvar tu vida. Quizás la estabas recibiendo en ese momento, una vida eterna desde la que ahora me miras, me hablas, me acompañas. Esa vida única que es la misma, pero sin final, sin sombras y sin miedos. Esa vida que ahora tienes desde la que me acompañas en cada momento, sé que estás conmigo. Guardo como un tesoro esa mirada última que se posó en mis ojos. En algún sitio quedó grabada, seguro, como un cuadro. Allí delante nosotros, tú en tu sillón altiva, firme y fiel como siempre fuiste. Lloré contigo. Tú no llorabas, o sí, por dentro, o desde el cielo, ya no lo sé. Te retuve en mis brazos, aún caliente, sintiendo que a lo mejor respirabas de nuevo. Y recuperabas la luz de tu mirada. Lloré callado, sin decir nada. Y luego rezamos a ese Dios que te llevaba, a María que te cargaba como esa niña rubia de ojos azules que siempre fuiste. Y hubo tanto silencio entre tantas lágrimas. Era un sábado de mayo, un sábado de sol, de luz, de calor y alegría. Se llenó el cielo de nubes al despedirte. Y mi alma lloró muy dentro, como si desde mí cayera la lluvia sobre el cielo. Y lo inundé todo con una pena serena y agradecida. Te fuiste con tanta paz, con tanta dulzura. Esperaste a vernos antes de irte. No dijiste nada, ya no podían tus labios expresar las ideas. Callaste serena y yo te dije mil cosas al oído, queriendo que las guardaras. Te dije que te amaba con toda mi alma, que lo supieras, ya lo sabías. Y, antes de que cayera la noche, el cielo se llenó de estrellas, de luz eterna. Y de una vida que es nueva, siempre nueva. Hoy es ese mismo día, han pasado años. Y todo cobra vida en mi alma. Yo sonrío agradecido. El cielo toca mi alma, dentro de mí sigues sonriendo.

No es fácil soñar con lo que es imposible. El riesgo de que todo salga mal es demasiado alto. Y me da miedo cometer errores. Tal vez por eso me cuesta tomar decisiones. ¿Qué quiere Dios que haga en cada circunstancia de mi vida? ¿Qué pasos quiere que dé en medio de mi camino? Saber lo que puedo elegir entre un bien y un mal parece fácil. Luego pueden fallar las fuerzas y dejo de hacer el bien que deseo y acabo eligiendo el mal que no quiero. Más difícil todavía es elegir entre dos bienes que se me presentan. Dos opciones delante de mis ojos. Necesito que el Espíritu Santo me muestre lo que tendría que hacer, lo que me conviene, lo que me construye como persona. No sé hacerlo solo, si no soy capaz de hacer introspección y buscar respuestas dentro del alma. Me gustaría poder hacerlo, elegir siempre lo que me construye, lo que me hace pleno. Hay un camino que se abre ante mis ojos. Sólo tengo que descubrir las señales para hacer lo que me hace bien. El P. Kentenich hablaba de la resultante creadora. Después de haber dado un paso importante, miro hacia atrás y veo los frutos de ese sí que di en un momento concreto, en medio de mil dudas. Una vez me decido a hacer algo tengo que llevarlo a cabo. De nada me sirve saber lo que tengo que hacer si me olvido, o la pereza me invade y no me deja realizar lo que me va a hacer bien. Mi fuerza de voluntad es muy importante. La fuerza para ponerme en marcha y realizar ese proyecto que se abre ante mis ojos. Sueño con poder llevarlo a cabo. Depende de mí, de mi capacidad, de mi pasión por hacer vida lo que deseo. A veces caigo en la desidia, en la tibieza y no pongo el corazón en lo que vivo. Mis obras entonces son mediocres, me quedo en la superficie de la vida. Hago todo rápido para salir del paso. No me tomo en serio mis responsabilidades. Pienso que me va a salir bien aunque no me prepare. Y cuando lo hago no pongo todo mi esfuerzo. Esas obras mías no son grandes, son pequeñas. Porque no pongo todo mi afán en ellas. Quisiera no caer en la tibieza que no me hace bien. Calor o frío, pero no tibio. Mi corazón puesto en todo lo que hago. Eso es lo que me da paz. Y luego quiero revisar las intenciones que me mueven en mis decisiones. ¿Qué motiva lo que estoy haciendo? ¿Qué pretendo lograr? Hay intenciones escondidas detrás de mis actos. Intenciones que no siempre son buenas, puras, o sanas. En ocasiones pretendo el reconocimiento, la aceptación y el cariño de todos. Busco enfermizamente algo distinto a lo que estoy haciendo. Bajo la apariencia de un servicio generoso, estoy buscando que me quieran y acepten en un grupo. Mis intenciones raramente son totalmente puras. Se mezclan intenciones que hay en mi corazón. Me gustaría preguntarme sobre ellas, saber lo que me mueve a hacer las cosas. No siempre serán intenciones malas. Aun así no tendrán nada que ver posiblemente con el bien que estoy realizando. Mis obras son mías, pero no sólo mías. En ellas Dios actúa y obra milagros. Yo hago algo pequeño y María obra grandes milagros. El Espíritu Santo actúa a través de mis obras, de mis palabras, de mis silencios. Los milagros son obra de Dios, no me pertenecen. Las obras de Dios son maravillosas: «¡Dios mío, qué grande eres! Vestido de esplendor y majestad, ¡Cuán numerosas tus obras! Todas las has hecho con sabiduría. Envías tu soplo y son creados, y renuevas la faz de la tierra. ¡Sea por siempre la gloria de Dios! Yo en Dios tengo mi gozo». Pienso en las obras de Dios en mi propia vida. Él actúa sin que yo me dé cuenta. ¡Cuántas cosas terribles podría haber vivido, y no ha sido así! A menudo me fijo sólo en lo malo que me sucede y dejo de agradecer por todo lo bueno que he vivido. Hay muchas más obras buenas de Dios en mi camino. Muchos más gestos de su amor, de su bondad. Los miro y el corazón se llena de alegría. Las obras malas que sufro, provocadas por los pecados del hombre, me hacen daño. No acaban con mis fuerzas, no me derrotan. Son más fuertes las obras buenas de Dios en mí, las bendiciones que recibo, la oración de los que me aman. Es más fuerte el bien que el mal, más fuerte Dios que el demonio, más fuerte su amor que el odio. Eso no lo puedo olvidar porque me da fuerza para vivir unido a Dios en todo lo que hago. En su Espíritu podré hacer milagros. En su paz podré soportar las adversidades. No habrá mal que me haga daño. No habrá luchas que acaben conmigo. Podré sobreponerme a las dificultades y vencer pese a que todo parezca demasiado difícil. Siempre que deje que Dios esté en todo lo que hago. En definitiva, quiero actuar bien, quiero hacer el bien. Quiero llevar a cabo la misión que Dios pone en mis hombros. No tengo miedo de hacer algo. Es mejor hacer algo mal que nunca hacer nada movido por el miedo al fracaso. Mejor una Iglesia que sale y se accidenta que una Iglesia acomodada. Una derrota nunca es el final de nada, es simplemente parte de mi camino. No podré vencer siempre. Habrá días malos en los que mis obras no sean buenas. No pasa nada. Asumo mi responsabilidad sin hundirme por el sentimiento de culpa. Acepto lo que no he hecho bien y me pongo manos a la obra para tratar de hacerlo mejor la próxima vez.

El ansia de control es la tentación que siempre tengo. No estoy relajado, vivo en tensión. Quiero que las cosas estén bajo mi control para que nada salga mal. Quiero controlar a las personas y los acontecimientos para que no se escapen de mis manos. Leía el otro día: «El deseo de controlarlo todo genera una gran angustia. Pensamos que el tener seguridad sobre todos los aspectos de la vida es una fuente de felicidad. Resulta completamente lógico y prudente procurar tener los pilares de la vida asegurados y protegidos: un trabajo estable, una vida familiar sana, una situación económica holgada... Lo patológico, lo enfermizo, está en llevar eso al extremo angustiándonos y amargando nuestra vida en pos de una seguridad absoluta inalcanzable. Buscar constantemente apoyos y sustentos materiales que refuercen nuestra vida y que no se caigan o no puedan fallar nunca es una utopía. Ahí radica el error»[1]. Así quiero vivir, sujetándolo todo con firmeza para que nade se caiga. Mi incapacidad para lograrlo me genera ansiedad. Veo que los demás no hacen las cosas tan bien como yo las hago y pretendo que cambien o, si no lo hacen, yo quiero actuar en su lugar. Prescindo de su ayuda, los descalifico, no me fío de sus capacidades, hago todo solo. En el fondo me cuesta distinguir lo que depende de mí de lo que escapa a mi ámbito de influencia. Las personas no están en ese ámbito, mis reacciones sí. Si fuera capaz de distinguirlo me sería más fácil soltar, dejar ir y vivir con más paz. Leía el otro día: «Me enseñó la importancia de desprenderme de aquello que escapa a mi control (los demás) y centrarme en lo que sí puedo controlar (mis reacciones)»[2]. No puedo controlar a los demás, no puedo manejar sus vidas, ni sus reacciones. Sólo puedo controlar cómo reacciono yo ante las contrariedades y reveses que me da la vida. Sé que las personas no dependen de mí y cuando lo pretendo, y busco que hagan lo que yo deseo, fracaso y me frustro. No puedo hacer las cosas en su lugar o a mi manera. Lo que me pasa es que le tengo miedo a la vida. Como los discípulos en el cenáculo, antes del Espíritu Santo: «Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar». También a mí me da miedo llegar a quedarme solo en este mundo. Tengo miedo a perder lo que más amo. ¿De dónde brota el miedo que me quita la paz? De lo más profundo de mi alma. Hay un lugar insondable, casi desconocido en mi interior, donde brota un miedo irracional e incontrolable a la vida, al fracaso, a la muerte. Ese miedo me atenaza y por eso vivo deseando que las cosas salgan siempre bien. Me gustaría hacerlo todo mucho mejor de lo que lo hago. Me duele el alma en cada intento fallido. Sé que tengo que fracasar muchas veces si al final quiero ganar en alguna ocasión. No me gustan las derrotas. Siento que soy el rey de los fracasos. Si Dios lo quiere llegaré al cielo, tocaré las estrellas, tendré paz al final de mi camino. ¡Cuántas veces he caído ya yendo al cielo! Veo con tristeza que la felicidad se ha convertido en una obsesión para el mundo. Parece que hay que ser feliz a cualquier precio, aunque otros junto a mí nunca lo sean. Tengo claro que lo que me da la felicidad no es que las cosas salgan siempre bien y como yo deseo. Cuando eso sucede no dura mucho esa felicidad transitoria que trae el éxito. Además, si la felicidad estuviera unida sólo a la victoria, tendría muchos más momentos de tristeza que de alegría en mi vida. Ahí no puede encontrarse el núcleo de la felicidad. Aun así es lo que el hombre busca hoy. Una felicidad de momentos, de aciertos, de éxitos, de logros. Y lucha por ser feliz a toda costa, en todo momento, ante cualquier circunstancia. Tengo claro que la felicidad es una decisión que he de tomar cada mañana. Me levanto y me pongo en las manos de Dios para vivir una vida plena, llena, sencilla, libre, un día más. Si vivo así tendré más alegría al llegar la noche. Si me dejo llevar por Dios las cosas irán mejor que cuando quiero yo llevar el timón, sin soltarlo nunca. Parece todo tan sencillo y no lo es. Con fuerza me pongo en marcha un día más. ¿Por qué me resulta tan fácil ser quisquilloso y decir continuamente lo que falta? No miro con alegría los pequeños éxitos que obtengo, me fijo mucho más en las sombras que ocultan el sol, en las manchas que desmerecen la belleza del mantel, en las derrotas que empañan las victorias pasadas. La felicidad llega cuando tengo claro un propósito para mi vida. Cuando sé hacia dónde camino en medio de cañadas oscuras, en la tormenta, en las dificultades. Cuando vivo la vida tranquilo, en presente, haciendo lo que Dios quiere para mí. En esos momentos es como si no quisiera estar en ninguna otra parte. Logro vivir sin angustiarme por el futuro que no controlo. Sin querer que los demás hagan lo que yo espero de ellos, porque de nada sirve controlarlo todo. Dejo ir, suelto, me relajo, dejo que las cosas se escapen, confío en que Dios no me va a dejar nunca solo. Confiar de esta manera me da paz. Tengo claro que existe un amor más fuerte que la muerte, una vida eterna que le da un sentido a la vida temporal que vivo y sufro. 

Siento que la tristeza se introduce en el ánimo y no me deja levantar la mirada al cielo. La tristeza provocada por la soledad, por el fracaso, por el abandono. O la tristeza que no tiene una causa clara. Simplemente surge y hace que la vida se tiña de desesperanza. En esos momentos no bastan los consejos. Habrá que buscar soluciones cuando lo que sufra sea una depresión, tendré que pedir ayuda. ¡Qué difícil ayudar al que está triste y deprimido! Me gustaría sacarlo de su pozo, elevarlo por encima de sus nubes que ocultan la luz de sus días. Me gustaría que Dios hiciera el milagro. Tendrá que dejarse ayudar y eso no siempre resulta. Cuando estoy triste, deprimido, no quiero salir de ahí. En ese lugar me siento seguro y además los demás tratan de ayudarme. Pero yo prefiero las cadenas. Cuando la tristeza es muy honda e infundada hace falta que Dios irrumpa como lo hizo un día en el cenáculo con los discípulos reunidos con María: «De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo». Me cierro en mis muros. Protegido en mi espacio sagrado. Allí donde no dejo que nadie entre. Pero Dios sí lo hace. Así estaban los discípulos perseverando en oración con María. Rogaban a Dios que los ayudara, que les diera fuerza. Porque cuando la tristeza me invade no tengo fuerzas para nada. Cualquier tarea me parece demasiado grande, imposible para mí. El Espíritu Santo desciende sobre los apóstoles y les regala una fuerza única. Lo primero que les regala es el don de hablar otras lenguas: «Y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse. Había en Jerusalén hombres piadosos, que allí residían, venidos de todas las naciones que hay bajo el cielo. Al producirse aquel ruido la gente se congregó y se llenó de estupor al oírles hablar cada uno en su propia lengua. Estupefactos y admirados decían: - ¿Es que no son galileos todos estos que están hablando? Pues ¿cómo cada uno de nosotros les oímos en nuestra propia lengua nativa? Partos, medos y elamitas; habitantes de Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto, la parte de Libia fronteriza con Cirene, forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos les oímos hablar en nuestra lengua las maravillas de Dios». Hablan la lengua de los que escuchan. Su forma de hablar une a los que son diferentes y están separados. Los une, los convoca. Esos discípulos que estaban aislados y hundidos, sin esperanza, se levantan con pasión y predican en el idioma de los demás. En ocasiones siento que hablo mi idioma, no el de los que me buscan. No logro hablar en su lengua. No consigo que me entiendan. El Espíritu Santo obra el milagro. Consigue que los que me escuchen se sientan parte de una sola Iglesia, de una comunidad. En ocasiones el lenguaje que uso es el que me separa de las personas. No entienden lo que digo. No hablo de lo que les preocupa a ellos. El Espíritu Santo puede hacer milagros en mí. Puede hacer que mis palabras sean las que ellos necesitan oír. Me gustan las personas que unen cuando hablan. Integran a los que están lejos. Acogen a los que se sienten rechazados. Me gustan los que usan en sus palabras la misericordia. Hablan con pasión y humildad. No quieren convencer a nadie, sólo cuentan lo que les sucede y están viviendo. Son veraces en sus palabras porque lo que viven tiene que ver con lo que comparten. Los apóstoles en Pentecostés empezaron a hablar de lo que les había pasado. Cuentan el encuentro con Jesús que les cambió la vida. Hablan de su soledad cuando ascendió al cielo. Y les cuentan cómo acaba de descender el fuego de Dios sobre ellos y se encuentran llenos de paz, de alegría, de luz. Parecían borrachos al hablar con esa fuerza. Ya no hay división en su corazón y entre ellos: «Y todos hemos bebido de un solo Espíritu». Son un solo cuerpo, una sola Iglesia, una comunidad cohesionada, que se ama. La unidad es el don que regala el Espíritu. Y la fuerza para salir de la soledad en la que me ancla la tristeza. Cuando estoy triste y me siento solo no quiero estar con otros. Me cierro en mi mundo estrecho y egoísta. La tristeza me quita la pasión por la vida. No quiero hacer nada nuevo, cualquier cosa pesa demasiado. El Espíritu me regala la luz para vivir alegre. Me da la fuerza para vencer el peso de mi desidia. Me hace buscar aquellas cosas que me unen a mis hermanos. Es lo que deseo, vivir en la fuerza del Espíritu de Dios que me una a los demás. No estoy solo, no tengo motivos para estar triste. Es más fuerte el amor que el odio, la vida que la muerte. Y mi vida merece la pena. Valgo a los ojos de Dios. Soy su hijo querido y por eso, para que no esté solo, me regala la presencia de su Espíritu. Unido a Jesús en su Espíritu mi vida cobra sentido. Ya nadie podrá encerrarme en mi cenáculo. Nadie tendrá la fuerza de dejarme solo otra vez. Estoy llamado a vivir alegre y con un corazón confiado. Mis palabras tienen la fuerza de Dios. Él puede hacerlo en mí.

Las diferencias no desaparecen. Cada uno tiene su lugar, su originalidad, su carisma. Y todos formamos parte de un solo cuerpo: «Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo; diversidad de operaciones, pero es el mismo Dios que obra en todos. A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común, Pues del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, no obstante su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo, así también Cristo. Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres». Dios me mira como soy. Me ha creado único. Esa certeza me alegra. Veo mis diferencias, veo mi originalidad. Decía Jodorowsky: «Trata de ser lo que tú eres y no lo que los otros quieren que tú seas. Ser uno mismo es sagrado y bello». Quiero respetar mi originalidad, mi belleza interior. Soy único, esa certeza me alegra. Vivo toda la vida queriendo parecerme a otros, a los que admiro, a los que sigo. Quiero imitar sus formas, sus hábitos, sus palabras. Si me dejo llevar por esa tentación voy a perder lo más auténtico que tengo en mi corazón. Una frase de Carl Jung describe lo que sucede a veces: «Todos nacemos originales y morimos copias». No quiero morir como una copia de otros. Quiero luchar por hacer vida en mí lo que Dios sembró un día. Esa semilla de eternidad, ese don único que puso en mi alma para que yo lo entregue a otros. Hay diversidad de carismas escucho hoy. Diversidad de misiones en este vasto mundo. Muchas posibilidades por hacer realidad. Muchos caminos que se pueden recorrer. No tengo miedo. Sé que mi don lo llevo en una vasija de barro. Soy pobre, soy limitado, soy inútil. Dios ha puesto en mí una misión que sólo yo podré llevar a cabo. Desde mis limites, desde mi grandeza. No hay nada mejor en esta vida que llegar a ser aquello para lo que he nacido. Hasta ese momento no seré feliz. Dios me soñó con un color, con mucha belleza. No me exige lo que no puedo dar. No pone sobre mis hombros cargas que no puedo asumir. Me dice que soy la mayor obra de arte que ha creado. Me lo dice a mí y se lo dice a mi hermano. Porque es verdad. Cada uno lo es en su originalidad. En mi camino, en mi lugar soy perfecto. Allí donde tengo que brillar porque soy único. Esa belleza quiero que el mundo la vea. Diversidad de dones y carismas. No me comparo entonces con nadie, no sufro por envidia, no le deseo a mi hermano que fracase. Yo sólo tengo que cumplir mi misión. Puede que, como en un tablero de ajedrez, mi misión sea la del peón. Dios me necesitará para estar en el frente, desprotegido, indefenso. Nadie se fijará en mí a medida que avanzo por el campo de batalla. No sobresaldré en medio de otros más talentosos, más brillantes, más poderosos. Ante ellos yo no brillo ni destaco. No importa, mi misión es la del peón que sigue avanzando en medio de las granadas que caen cerca de él. No desespera, no se cansa de caminar en soledad. Sabe que esa es su misión, es su camino. Es la ruta marcada por Dios para él, en su alma. Así me siento, como ese peón que desafía a los vientos, a las lluvias, a los miedos. Y cuando logra llegar al final del camino, cosa que parecía imposible, se convierte en reina. Y así esa reina hace todo lo posible para ganar la batalla. No es el peón, es la reina. Pero el peón tuvo que sacrificarse en silencio, sin hacer ruido, para poder vencer al final del camino. Me gusta esa imagen. Basta con el don que Dios ha puesto en mi corazón. Habrá otros que tengan más talentos y carismas que yo. Algunos que sientan que son mejores y más poderosos. No importa porque yo seguiré caminando sin miedo, sin envidia, sin rabia. Sólo se me puede pedir que dé lo que tengo, no lo que poseen otros. Por eso estoy feliz con quien soy. Leía el otro día: «Lo que significa que el primer paso para ser comprensivos con los demás consiste en ser comprensivos con uno mismo, acogiendo el patrimonio de la propia afectividad»[3]. Quiero aceptarme como soy, en mis límites y en mis talentos. Mi originalidad tiene que ser amada. Quiero quererme como soy, no querer la imagen que proyecto y otros admiran, sino la verdad que sólo yo conozco. Sé quién soy y no me da miedo mirarme y quererme. Soy yo con mi verdad, con mi carisma. Cuando logro quererme y aceptarme seré capaz de aceptar y querer a los demás en su carisma, en su originalidad. El Espíritu Santo me hace consciente de mi valor, de mi grandeza. Y me permite además amar la belleza original de mi hermano, su carisma, su don. Sin juzgarlo por lo que él aporta, sin poner en duda su valía. Sin criticar lo que hace. Casi todas las críticas surgen de la envidia. No son constructivas y destruyen. Unidad en la diversidad es lo que me regala Pentecostés. En ese cenáculo las diferencias se mantienen, hablan diferentes lenguas, pero hay comunión, todos se entienden y respetan, se aman como son y no buscan ser personas diferentes. Esta forma de vivir es la que quiero. Buscar siempre el aporte original que yo puedo hacer. Y respetar siempre las diferencias que vivo en la comunidad, cada uno aporta su don.

Me gusta Pentecostés. Un día de sorpresas y vida. De luz y esperanza: «Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos». Esta vez no fue Jesús en su cuerpo glorioso. Fue el Espíritu Santo en lenguas de fuego. Y el corazón de estos hombres que perseveraban con María en oración se llenó de alegría. Me gusta la paz, la alegría y la esperanza que contagia el Espíritu Santo al que lo recibe. «La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío». Jesús me regala su paz y el Espíritu Santo pacífica mi ánimo. Me conmueve. Quiero recibir el Espíritu Santo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». Quiero el Espíritu Santo que me quite los miedos, que haga desaparecer las guerras de mi ánimo y me permita perdonar a otros. Regalar el perdón y la misericordia de Dios. Con eso me basta. Quiero la fuerza del Espíritu que pacifique mi corazón cuando está en guerra, revuelto, inquieto. ¿Qué me pasa? No tengo la paz de Dios. Necesito que venga el Espíritu y me calme por dentro. Quiero ese poder que me haga mejor persona, que aumente mi capacidad de hacer el bien a los que me rodean. El Espíritu Santo me empuja fuera de mis comodidades. Me saca de mi estabilidad y desidia. Hace vencer en mí la fuerza de su amor. Me gusta ese Espíritu Santo que me llena de gozo y de fuego. Una lengua que cambia mi forma de pensar y de mirar la vida. Vence mis miedos que no me dejan salir y volar. El miedo es poderoso y me encierra en mis paredes. Pido el Espíritu Santo que me haga capaz de salir de mí mismo, de mi comodidad y ponerme en camino hacia mi hermano. El Espíritu me enseña a amar y a perdonar como Cristo perdona. Ese don es el que necesito. Un perdón que supere todas mis barreras y me acerque a aquel que más necesita vivir la misericordia en su vida. El Espíritu me hace dócil a la voluntad de Dios, elimina las durezas y ensancha el alma. Para que en ella quepan más personas y sea posible vivir perdonando y acogiendo al que más lo necesita. El Espíritu me convierte en testigo del amor de Dios, de su presencia en este mundo. Él me capacita para aquello en lo que no tengo capacidad. Pone palabras en mis labios que no me pertenecen. Me da luz y esperanza cuando estoy más desanimado. El Espíritu de Dios llena mi alma de luz cuando tiendo a vivir en la oscuridad. Me une a mi hermano y me hace parte de una sola familia. Comentaba el P. Kentenich: «Cuando sopla el Espíritu, nuestra actitud respecto de la falta del hermano será en primer lugar compadecernos y compartir su dolor. Luego nos preocuparemos de corregir y superar esas faltas; pero sin gestos ni palabras soberbias»[4]. El Espíritu me hace misericordioso, bondadoso, humilde, fiel. El Espíritu me transforma por dentro como ese amor que desciende sobre mí desde el corazón de Dios. Quiero perseverar junto a María implorando que venga sobre mí el Espíritu de Dios. Sin esa fuerza del cielo no podré caminar y no acabaré nunca de creer en mis capacidades. El Espíritu me da la fortaleza que necesito para vencer las adversidades de la vida. Me da descanso cuando más lo necesito. Y fuerza para vencer en medio de las luchas. El Espíritu ilumina mi camino acabando con todas las sombras. Me da paz mirar al cielo. Desde ahí me vendrá el amor de Dios siempre. Confío en ese poder oculto en lo alto y muy dentro de mí mismo. Quiero que el poder de Dios me enseñe el camino a seguir y me instruya sobre todo lo que tengo que hacer y dejar para llegar más alto. Sé que no puedo dejar de mirar al cielo. Hacia allí camino y la vida eterna es la fuente de mi esperanza en todo momento. La vida aquí en la tierra pasará, las cosas temporales dejarán de estar presentes. No importa. El amor de Dios es más fuerte que el odio y que el mal. El bien se acabará imponiendo al final del camino. Ese pensamiento me tranquiliza por dentro. El Espíritu Santo me santifica. La santidad no es fruto de mis esfuerzos y renuncias. Por supuesto que sacrificarme por amor ensancha mi alma. Pero la santidad es un don, no una conquista. Yo sólo puedo trabajar la tierra para que la semilla dé su fruto. El fruto es de Dios. Yo sólo puedo vivir el amor de Dios en mi corazón para que su vida llegue a los demás. Yo sólo puedo perseverar en oración junto a María encerrado en mi cenáculo. El Espíritu de su amor descenderá sobre mí y cambiará mi forma de vivir, de amar, de pensar, de mirar a los demás. Creo en el poder del Espíritu Santo que pondrá en mis labios palabras para la defensa que no conocía. No me preocupo por el futuro, está en las manos de Dios y su Espíritu no me dejará nunca, me acompañará en el camino, permanecerá a mi lado y me enseñará a amar. Imploro ese Espíritu Santo que descienda sobre mí acabando con todas las durezas del alma que no me dejan amar con bondad.

 



[1] Marien Rojas, ¿Cómo hacer que te pasen cosas buenas?

[2] Ali Hazelwood, La química del amor

[3] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad

[4] José Kentenich, Envía tu Espíritu

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