Homilía del padre Carlos Padilla - 28 de enero

Sábado 27 de enero de 2024 | Carlos Padilla

IV Domingo tiempo ordinario

Deuteronomio 18,15-20; 1 Pablo a los Corintios 7,32-35; Marcos 1,21-28

«¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen»

28 enero 2024    P. Carlos Padilla Esteban

«La felicidad tiene que ver con mi capacidad para disfrutar y vivir con alegría el presente. Y al mismo tiempo con mi actitud para enfrentar las contrariedades de la vida»

Vivir desorientado es muy común, demasiado. Vivir sin un proyecto, sin un sueño. Vivir sin ilusiones, sin paraísos anhelados. Vivir dejándome llevar por la corriente, sin saber bien hacia dónde camino. Decía el Papa Francisco: «¿Qué sentido tiene mi vida, qué sentido tiene mi paso por esta tierra, qué sentido tienen, en definitiva, mi trabajo y mi esfuerzo?»[1]. ¿Para qué sirve todo lo que hago, aquello por lo que me esfuerzo desde el amanecer hasta la noche? ¿Tanta entrega para nada que valga la pena? ¿Cuáles son mis prioridades? Saber bien a qué dedico mi tiempo y para qué. Descubrir el objetivo de todo lo que hago. Reconocer la verdad escondida en mi pecho, muy adentro, en lo más hondo de mi alma. El nombre que resuena en mi interior al escuchar ciertas notas musicales. La vida se compone de búsquedas y encuentros. De un Dios que me habla en lugares conocidos y nuevos. En rostros familiares y lejanos. Un Dios que sabe la madera de la que estoy hecho y se acerca a mí dispuesto a abrazarme. Me gusta esta reflexión que leía hace unos días: «No pidas una vida fácil, hijo; pide fuerzas para soportar una vida difícil»[2]. busco lo fácil, tiendo al reposo, no me esfuerzo, huyo del sacrificio. Apelo al talento y me olvido del trabajo. Sin esfuerzo no hay resultados. E incluso con mucho trabajo puede que los resultados nunca lleguen. Pero tendré al menos la satisfacción del trabajo bien hecho. Una vida de molicie no me hace más fuerte, puede incluso debilitarme. Dormir mucho aumenta mis ganas de dormir. Cuando el ocio es demasiado en mi vida no crezco, no maduro. El ocio engendra vicios. El trabajo y el esfuerzo me hacen más fuerte. Cuando ejercito músculos que tenía olvidados siento dolor, pero luego me veo más fuerte, más capaz de seguir luchando. No tengo que controlarlo todo para ser feliz. No es necesario conocer todas las variables. La vida puede depararme sorpresas. Puede quebrar mis fuerzas. Puedo romperme. Como esa roca que pensaba indestructible y se quiebra sin que pueda evitarlo. El tiempo pasa y cada vez tengo más claro que la misericordia de Dios es lo más importante. Sentirla en mi alma, saborear ese abrazo inmerecido que me llega por sorpresa. Poner a Dios en el centro de mi vida es lo que me hace religioso. Todo lo demás me convierte en un cumplidor de normas, en un moralista. Aprendo a portarme bien y no salirme de la raya, de los límites marcados y reconocidos por mí, por otros. Ser religioso es algo más profundo. Decía el Papa Francisco: «Alaben a Dios» es el nombre de esta carta. Porque un ser humano que pretende ocupar el lugar de Dios se convierte en el peor peligro para sí mismo»[3]. Conocer mi propósito de vida pasa por conocer a Dios en mi corazón y entender su lenguaje. Saber qué palabras son las que hacen que salte mi alma de alegría. Quiero poner a Jesús en el centro de mi vida. Sin esa certeza no logro avanzar, no crezco. Tengo claro que crecer exige renuncias y sacrificios. Tener una meta en la vida hace que muchas cosas sean más sencillas. Reconocer mi pecado fundamental que me lastra, mi herida más honda, es sólo el comienzo de un camino largo. No le tengo miedo a las exigencias de la vida, no espero que esta sea fácil. Acepto mis límites y los que me imponen el tiempo, el espacio y las personas que me rodean, a las que amo. Saber quién está a mi lado cada mañana me da mucha seguridad, muchas paz, es una certeza. Aprender a vivir con calma, sin prisas es una tarea. Saber dónde pongo mi felicidad. No puede ser que las circunstancias determinen cómo me siento. Si sonrío o si lloro. No dejaré de expresar lo que siento. No dejaré de soñar con las cumbres más altas aunque caiga y tropiece en el camino. Me gustan los mares revueltos aun cuando mi barca no sea firme ni segura. Descanso en la palma de Dios que sostiene mis días. No le tengo miedo al futuro, está demasiado lejos de mi alcance. Confío en el amor que Dios me ha mostrado cada mañana. Ese amor es el que me salva y sana.

A veces no logro perseverar. Me canso, caigo derrotado y me doy por vencido. ¡Cuántas veces he sentido que no podía, que no tenía sentido nadar contra corriente! En la película Wonka una frase queda suspendida en el aire: «Todo lo bueno en este mundo comenzó con un sueño. Así que conserva el tuyo». Me gustó esa mirada. Todo lo bueno partió en medio de las dificultades, como un pequeño sueño, insignificante. En un momento dice una de las protagonistas: «La codicia abusa de la pobreza. Así es como funciona el mundo». A lo que Willy le responde que va a cambiar el mundo. ¿Será posible cambiar el mundo? Uno piensa a lo grande y siente la desproporción que existe entre el mal del mundo y las desgracias que suceden y lo poco que puedo aportar con mi vida, con mis años, con mi entrega. ¿Podré cambiar el mundo si me aferro a mis sueños? ¿Con qué sueño? Puede ser que la vida me haya dejado demasiado herido o cansado para poder soñar. He dejado de esperar cosas buenas de la vida. He perdido la inocencia y la ingenuidad. Me han engañado, me han hecho daño y ya no puedo pensar en un mundo mejor. ¿Qué puedo hacer para que todo sea mejor? Me gustaría cambiar muchas cosas de este mundo. La injusticia, la impunidad, los abusos, la maldad, el odio, la codicia. El corazón humano es capaz de albergar los peores sentimientos. ¿Podrá cambiar el corazón del hombre que está lleno de maldad? ¿Somos totalmente malos o totalmente malos? ¿No existe acaso en todo corazón una lucha eterna entre el bien y el mal? Deseo hacerlo todo bien y me encuentro que fracaso, no lo consigo y los sueños se olvidan, casi como si fueran quimeras que se lleva el viento. Necesito amigos, corazones nobles que estén dispuestos a ayudarme a perseguir mis sueños. Necesito a personas a mi lado que también crean que el bien es posible, que se pueden hacer las cosas mejor, que algo puede cambiar si yo pongo de mi parte. Desde mi originalidad puedo aportar algo a la realidad en la que me toca vivir, en el tiempo que tengo por delante. No sé cuánto será pero quiero aprovecharlo y no dejarlo escapar. Lo que yo no entregue nadie lo hará. Lo que yo no sueñe nadie lo soñará. Si no creo en mis propios sueños. ¿Quién lo hará por mí? Nadie. Yo tengo que ser portador de grandes sueños. Decía el Papa Francisco: «El bien, como también el amor, la justicia y la solidaridad, no se alcanzan de una vez para siempre; han de ser conquistados cada día»[4]. Yo tengo que luchar cada día, nunca me puedo cansar de hacerlo. No puedo luchar por todo lo que hay que mejorar y cambiar. No puedo embarcarme en todas las empresas ni luchar todas las batallas. Algunas serán para mí, otras serán para mi hermano. Tengo claro lo que puedo dar y lo que no es mío. Decía Johann Wolfgang Goethe: «Nuestros deseos son presentimientos de las cualidades que yacen en nosotros, anuncios de lo que seremos capaces de hacer»[5]. Lo que soy capaz de aportar yace dormido en mi alma. Lo puedo despertar para que se haga realidad. Ese sueño escondido. Ese deseo más profundo y grande que mueve mi corazón. Me alegran muchas cosas. Confío en que Dios puede hacerlo posible en mí cuando se me acaben las fuerzas. No dejo de creer, de esperar, de pedir ayuda, de buscar aliados para una misión que Dios ha sembrado dentro de mí. Me gusta pensar que es posible llegar más lejos, subir más alto, nadar más hondo. Es posible si creo en lo que hay en mí. Cuando ya parece que no me quedan fuerzas surge en mi interior una fuerza oculta que pensaba agotada. Algo en mí grita diciéndome que es posible dar algo más de mí. Me da miedo caer en la pereza, en la molicie, en la procrastinación. O en la indiferencia y en el egoísmo. Busco que no me molesten, que no me pidan demasiado, que me dejen tranquilo. Y así las cosas no avanzan. Espero que este mundo sea mejor de lo que es. Tenga más luz, más alegría, más justicia, más verdad. Y el primero que tengo que vivir esas virtudes soy yo. Sólo si desde mí florecen serán visibles en mi mundo pequeño, en mi entorno, en los más cercanos. Una vida lograda no es la que aparece en las noticias, no es la que vende más titulares y acapara más atención. Una vida lograda es aquellas en la que los deseos de Dios se hacen vida en la carne humana. Jesús vuelve a nacer en mí y ocupa un espacio sagrado, el de mi corazón, el de mi familia y mis amigos. En ese núcleo cerrado y aparentemente insignificante se manifiesta el amor de Dios. Parece que no cambia nada pero es mentira, algo está cambiando. Aunque no se vea, aunque no se note. Aunque nadie hable de todo lo que está pasando. No importa, basta con que un corazón viva enamorado de Jesús para que su amor se haga visible. Basta con que alguien practique la justicia para que el mundo sea más justo. Basta con que yo haga las cosas bien para que aumente la bondad en torno a mí. El bien es difusivo. La bondad de          spierta el amor en la persona que la recibe. El amor es poderoso y el bien. Todo lo bueno que haga es una semilla de eternidad en esta tierra. Confío en el poder de Dios.

Las adicciones pueden esclavizarme y llevarme por donde no quiero ir. Hay muchas adicciones posibles a mi alrededor. La pantalla se ha convertido en una seducción constante. En momentos de aburrimiento o estrés recurro a ella. Pierdo el tiempo viendo videos, temas interesantes o simplemente divertidos. Paso el tiempo o lo pierdo viendo otras vidas, otros intereses. Algo que me esclaviza y me hace perder un tiempo que es tan valioso. Quisiera ser más libre de esas pantallas. ¿Cómo se educa el corazón? Marián Rojas Estapé comenta: «Las pantallas encapsulan. Enseñamos a los jóvenes a no concentrarse y de mayores a que presten atención. Algo no estamos haciendo bien. Hay que educar off line. Sobre todo a nivel emocional y social. La comunicación cara a cara es el mejor modo de aprender a percibir las emociones del otro. La pantalla es la peor manera de educar en la inteligencia emocional. Aísla el niño de todo lo que le rodea. Frena la capacidad de entender las emociones. De conectar con las personas con sus emociones. Y anula la capacidad de expresar lo que uno siente mirando los ojos. Y no al teclado o la pantalla». Me cuesta no retrasar la rápida satisfacción de mis deseos. Me dejo llevar y no tengo una voluntad firme para hacer frente a la vida. Vivo encapsulado en mi pantalla y no logro mirar a los ojos a quien está a mi lado. Y así no educo mi voluntad. Cuando lleguen los contratiempos, ¿cómo voy a hacerles frente? ¿Cómo sabré estar firme en medio de las turbulencias del camino? Tengo miedo de vivir con un corazón voluble. No soy capaz de vivir el aburrimiento sin buscar compensaciones. Y después del cansancio del día, de la tensión del trabajo, busco compensaciones rápidas. Algo que me relaje y me haga reír. Muchas veces son entretenciones inocentes que no me hacen bien. Me enferman, me esclavizan, me atan. Quisiera vivir con el corazón en libertad. Necesito saber que puedo estar en silencio sin pensar en nada durante un tiempo largo. No necesito escuchar música o ver imágenes para ser feliz. No pasa nada si un día me quedo sin celular y no sé lo que está pasando a mi alrededor. No soy tan imprescindible. El mundo podrá seguir girando sin mi colaboración. El tiempo seguirá su curso aunque yo me detenga al borde del camino a pensar, a vivir de otra manera. Se ha puesto de moda el estilo de vida llamado slow life. El corazón desea más calma, más paz, no correr de un lado a otro continuamente tratando de estar al tanto de todo. Parece que si no subo en el mismo instante a las redes lo que estoy haciendo es como si no estuviera pasando. Si no informo al mundo de mi vida es como si no fuera real. Es necesario cambiar el ritmo de vida. Detenerme un momento, dejar de pensar, observar las pequeñas cosas de mi día a día, vivir el momento como algo sagrado. Saber estar con el otro sin perseguir una utilidad. Saber descansar, ¡cuánto cuesta descansar de verdad en vacaciones! Desconectar para conectarme con el que está frente a mí. Estar para los demás. Saber estar en silencio y sin mirar la pantalla. No estar al pendiente de todas las peticiones y reclamos de los demás. Saber esperar, ser pacientes. Hace bien de repente estar en una fila sin alterarse, esperando a que llegue mi turno. O vivir un atasco en el tráfico con paz en el corazón disfrutando el momento. Me hace bien incluso pasar una noche con insomnio sin perder la paz. ¿Qué cosas me alteran y me hacen perder la paz? Casi siempre son miedos que tienen que ver con amenazas del futuro. No lo controlo y me hace vivir el presente alterado e inquieto. Temiendo que suceda lo peor hago que mi presente no sea agradable para los que están conmigo. Me gustaría tener un corazón más grande, más libre, más desconectado de todas las redes sociales y adicciones que me esclavizan. ¿Cómo se educa de verdad el corazón? La felicidad tiene que ver con mi capacidad para disfrutar y vivir con alegría el presente que me toca, la realidad en la que me encuentro. Y al mismo tiempo con mi actitud para enfrentar las contrariedades de la vida, las dificultades y las cruces de las que no me voy a escapar nunca. Siempre vendrán cruces, las busque o no las busque. No siempre van a salir bien mis planes y mis proyectos. Vivir confiado y con paz ahora mismo, aquí donde estoy es una sabiduría que quiero aprender cada día. Si no vivo así nunca voy a ser feliz y no voy a tener una vida plena. Me gustaría ser capaz de ser más libre de todo tipo de adicciones y dependencias. Libre para vivir en presente y con aquellos con los que comparto la vida. Libre para no depender de que las cosas salgan bien para ser feliz. Libre para que la carga de trabajo y el estrés no logren quitarme nunca la sonrisa. Libre para saber que las malas épocas pasarán y que tengo que educar el corazón para vivir en la abundancia y en la escasez, en las cosas buenas que siempre gustan y en las malas de las que trato de huir. Nunca la vida me va a sonreír en todas sus facetas. Pero yo sí estoy llamado a sonreír en todo momento. No quiero perder la alegría ni la paz interior. No quiero que los miedos me bloqueen y anulen mi capacidad de entrega. La santa indiferencia ante lo que pueda ocurrir mañana es el don para vivir santamente. Sólo quiero atarme a Jesús en medio de las dificultades del camino. Los tiempos de Dios no son mis tiempos y mis planes no siempre van a coincidir con los suyos. Quiero ser libre y vivir atado a Dios.

Me gustaría aprender a escuchar con el corazón. Grabarlo todo muy hondo, lo realmente importante, lo que cuenta. Hoy escucho: «Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor. No endurezcáis vuestro corazón como en Meribá; como aquel día en Masá, en el desierto, cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras». En ese momento en el desierto el pueblo de Israel dudó. Habían visto las obras de Dios, es cierto. Habían sentido su mano salvadora. Habían experimentado el poder de su Dios que los libró de todos los enemigos. Habían huido de los egipcios salvando su vida y siendo así liberados de la esclavitud. Pero luego el desierto fue duro y tuvieron hambre y sed. Quisieron que Dios hiciera un milagro. El pueblo exclama ese día (Números 20, 1-5): «¡Ojalá hubiéramos muerto con los otros israelitas que hizo morir el Señor! ¿Para qué habéis traído al pueblo del Señor a este desierto? ¿Acaso queréis que muramos nosotros y nuestro ganado? ¿Para qué nos sacasteis de Egipto y nos trajisteis a este horrible lugar? Aquí no se puede sembrar nada; y no hay higueras, viñedos ni granados. ¡Ni siquiera hay agua para beber!». Se desaniman y dejan de creer en el poder de Dios. Parece que todo se complica y no encuentran esperanza. el Dios que los ha conducido a la libertad los deja morir ahora de hambre. ¿Para qué los liberó Dios si ahora van a morir? Su corazón se endurece. Dejan de creer en el amor de ese Dios que puede salvarlos. Dejan de creer en esa misericordia infinita. Me conmueve ese momento. A menudo tengo hambre y sed. Son parte de las necesidades del camino. Siento que no puedo caminar cerca del Señor. Recuerdo tiempos mejores. Me falta fe en su poder, en su amor, en sus planes. ¿Tendrá un plan de salvación para mi vida cuando yo lo he seguido hasta esta orilla? ¿Será capaz de mostrarme un plan definitivo cuando muchos planes han fracasado aparentemente? La vida humana es tan frágil. Todo lo que vivo es pasajero, caduco, muere sin que pueda encontrar una solución para mi vida. Siento hambre y tengo sed. Le pido a Dios milagros. Si me liberó de mi esclavitud, ¿por qué no me salva ahora que sufro? El libro Números sigue contando la historia: «Moisés tomó el bastón que estaba delante del Señor, tal como él se lo ordenó; luego Moisés y Aarón reunieron a la gente delante de la roca, y Moisés les dijo: –Escuchad, rebeldes: ¿acaso tendremos que sacar agua de esta roca para daros de beber? Y diciendo esto, Moisés levantó la mano y golpeó dos veces la roca con el bastón, y brotó mucha agua. Así la gente y el ganado se pusieron a beber. Pero el Señor dijo a Moisés y a Aarón: –Puesto que vosotros no tuvisteis confianza en mí ni me honrasteis delante de los israelitas, no entraréis con esta gente en el país que les he dado. Ese es el manantial de Meribá, donde los israelitas se querellaron contra el Señor y él les mostró su santidad». Dios les mostró su santidad, Dios manifestó su poder y los alimentó, les dio de beber. Habían dudado. Su corazón se había endurecido. Habían perdido la fe en el poder de Dios. Me impresiona siempre esa falta de fidelidad del pueblo rescatado. Pienso en mi vida. A menudo paso por alto todo lo que ha hecho Dios por mí. Se me olvida que me sacó de la esclavitud y me hico morar a su lado. Olvido sus enseñanzas, su misericordia conmigo. Olvido que me ha llamado en mi debilidad para hacer de mí un instrumento apto en sus manos. Yo vivo quejándome de todo lo que me falta. Tengo hambre, sed, tengo necesidades muy concretas. Sufro cada día y no soy capaz de mirar mi libertad con alegría. Me ha llamado, me ha rescatado pero yo me olvido de todo lo que ha hecho conmigo. Me gustaría tener más capacidad para amar, para entregarme. Me fijo sólo en lo que me falta. Mi corazón se endurece y olvida los milagros. Dejo de confiar en el poder de Dios. Hoy le pido que me recuerde siempre esta escena del pueblo elegido. Ellos dudaron. No creyeron pero no murieron. Tenían al alcance la tierra prometida pero les faltaba fe. Yo no quiero dudar en la promesa de Dios. No necesito señales ni milagros. A veces los busco. Quiero obras extraordinarias que confirmen mi fe. ¿No me basta con ese amor de Dios que me ha mostrado de muchas maneras? Quiero ser más agradecido. Quiero buscar en mi historia de salvación su mano conduciendo mis pasos. Me ha guiado por tierras extrañas, ha mandado profetas en mi vida que han señalado a Dios a mi lado, para que lo vea, para que no lo olvide. No quiero que se endurezca mi corazón. No quiero perder la fe en el poder de Dios en mi vida. No quiero ser desagradecido después de haber visto tantos milagros a mi alrededor. Un corazón endurecido es un corazón miserable y lleno de amargura que vive quejándose. No me quiero quejar, no quiero ver lo que me falta para llegar a la meta. Quiero detenerme agradecido, mirar al cielo y saber que Dios me quiere, no se olvida de mí. Puede que a veces me falte agua, no importa, no me quejaré, miraré agradecido todo lo vivido. Eso es lo que cuenta, lo que importa. Miraré al cielo y contaré las estrellas. Sabré que Dios se alegra al ver mi fidelidad. Sabe que voy a caer muchas veces. Me mira y me da ánimos para que vuelva a levantarme. Abrirá un manantial en cada roca de mi desierto. Me dará su maná para que no me olvide que el alimento viene de su mano. No quiero vivir con miedo. Su poder es más grande y me salva.

En la vida busco saber lo que Dios me pide. Quiero certezas, seguridades. Un joven se preguntaba: «¿Cómo hago para vivir sin miedo al futuro? ¿Cómo se supera la incertidumbre, la ansiedad ante lo que puede suceder, la angustia al no poder controlar nada?». Me lo decía un joven con todo el futuro por delante. Tal vez por eso sufría, por pensar que tenía mucho futuro ante sus ojos y poco pasado en sus espaldas. ¿Cómo se puede controlar el río de la vida que brota junto a mí sin dejarme a mí ser el dueño de mis pasos? Quisiera dominarlo todo, saber lo que va a venir. Busco a veces a alguien que desde fuera me dé seguridad. Una especia de genio, de mago, de loco. Alguien que sepa más que yo de la vida y me pueda dar paz. ¿Existe ese alguien a mi alrededor? El pueblo de Israel sufría en el desierto. Sentían la incertidumbre por una promesa que no parecía cumplirse. ¿Cuándo llegarían a la tierra prometida? Se rebelan porque no tienen lo que desean como yo tantas veces. Hoy escucho: «Moisés habló al pueblo, diciendo: - Un profeta, de entre los tuyos, de entre tus hermanos, como yo, te suscitará el Señor, tu Dios. A él lo escucharéis. Es lo que pediste al Señor, tu Dios, en el Horeb, el día de la asamblea: - No quiero volver a escuchar la voz del Señor, mi Dios, ni quiero ver más ese terrible incendio; no quiero morir. El Señor me respondió: - Tienen razón; suscitaré un profeta de entre sus hermanos, como tú. Pondré mis palabras en su boca, y les dirá lo que yo le mande. A quien no escuche las palabras que pronuncie en mi nombre, yo le pediré cuentas. Y el profeta que tenga la arrogancia de decir en mi nombre lo que yo no le haya mandado, o hable en nombre de dioses extranjeros, ese profeta morirá». ¿Seré capaz de escuchar a los profetas? Quizás sólo cuando me digan lo que quiero oír. Cuando me aseguren que nada malo me va a pasar, que todo va a ir bien. Alguien que con su fortaleza y serenidad acabe con mis miedos prometiéndome lo imposible. Me gustaría tener a alguien que de un plumazo me liberara de mis angustias. ¿Dónde están esos profetas a los que sigo, a los que escucho? Hay personajes a los que busco en las redes. Me gusta saber lo que piensan de la vida, lo que han reflexionado. Quiero entender sus meditaciones y comprender lo que puedo aprender de ellos. ¿Son profetas verdaderos que me hablan de Dios? Hay demasiada oferta, demasiados profetas a mi alrededor. Me asusta que no me acerquen a Dios con sus palabras. Sólo Dios me da la paz verdadera como hoy escucho: «Venid, aclamemos al Señor, demos vítores a la Roca que nos salva; entremos a su presencia dándole gracias, aclamándolo con cantos. Entrad, postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro. Porque él es nuestro Dios, y nosotros su pueblo, el rebaño que él guía». Dios puede hacer el milagro de sacar agua para calmar mi sed de cualquier roca. Jesús es ese profeta del que habla Moisés. No lo van a escuchar aunque en ciertos momentos se van a asombrar como hoy escucho: «¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen. Su fama se extendió en seguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea». La fama del profeta se extiende porque habla con autoridad. Habla de forma diferente. Tiene un poder oculto como si fuera el hijo del mismo Dios. Tiene autoridad y aun así no vivirá eternamente en la tierra, lo matarán. Los verdaderos profetas están en contacto continuo con Dios. Por eso saben lo que pueden decir. Sus palabras las puso Dios mismo en sus labios. Son palabras nuevas que cambian la realidad. Pero no siempre dirán lo que yo quiero escuchar. Sentiré que dicen cosas difíciles de seguir. Me propondrán caminos difíciles de entender. Los profetas tendrán suerte de profeta. Al hablar de algo imposible de creer tendrán enemigos. Jesús era ese profeta que hablaba de la misericordia pero también pedía a los hombres que cambiaran de vida. Los animaba a convertir sus corazones y empezar un nuevo camino. Seguir a Jesús tenía muchos riesgos. Tal vez era mejor que un hombre muriera para evitar contratiempos, para no perder la comodidad en la vida. Los profetas son esas personas que me hacen ver las cosas como no quiero verlas. Me muestran un camino sencillo pero que me parece imposible de recorrer, irrealizable. Me hablan de planes soñadores pero con los pies puestos en la tierra y el corazón en el corazón de Dios. Los profetas no hablan de sí mismos, sino de Dios. No se anuncian a sí mismos sino lo que Dios ha pensado para los hombres. Hay pocos profetas en estos tiempos que vivo. Y normalmente no tendrán fama de profetas. Irán por la vida con humildad diciendo lo que ven, lo que piensan. Serán un testimonio de verdad, de autenticidad. Serán fieles a Dios no a lo que la gente espera de ellos. Me gusta creer que ese Dios al que amo manda sus mensajeros en medio de los hombres para mostrar a los demás su rostro. Yo mismo, como muchos, siento esa vocación de profeta. Para denunciar lo que no está bien. Para hablar de lo que puede estar mejor, para mostrar un horizonte amplio en el que pueda crecer como persona. Quiero ser fiel a Dios en mi vida y no predicar otras cosas que no sean las que Él pone en mi corazón. Aunque mi vocación de profeta traiga suerte de profeta y no sea aceptado ni comprendido. Los falsos profetas sí que tienen fama. Dicen lo que los demás desean oír. Y no buscan la voluntad de Dios. No quiero parecerme a ellos. No quiero ponerme a mí mismo en el centro. No quiero buscar los halagos ni la adulación.

Hoy Jesús está en Cafarnaúm: «En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos entraron en Cafarnaúm, y cuando el sábado siguiente fue a la sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su doctrina, porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad». Me gusta Jesús cuando actúa, predica, enseña, hace milagros. Cafarnaúm fue su casa. Allí vivían algunos de sus discípulos más cercanos. Allí hizo más milagros que en ningún otro lugar. Hoy no queda nada de esa ciudad. Sólo algunos restos de la sinagoga y de la casa de Pedro. Una ciudad próspera por el comercio en la época de Jesús acabó destruida. Esa ciudad en cuyas calles Jesús hizo muchos milagros. Tantas personas serían testigos de milagros como el de hoy: «Estaba precisamente en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo, y se puso a gritar: - ¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios. Jesús lo increpó: Cállate y sal de él. El espíritu inmundo lo retorció y, dando un grito muy fuerte, salió». Jesús cura a un endemoniado en la sinagoga. Mientras predica y todos se quedan admirados al ver la autoridad con la que habla y hace obras prodigiosas. Lo admiran, sienten que tiene un poder venido del cielo. Se asombran. ¿Se convierten, cambian de vida? Entre el asombro y la conversión hay un camino largo que no siempre soy capaz de recorrer. Me gustaría convertirme y cambiar de vida cada vez que siento asombro, cada vez que me enfrento a la vida en su fuerza, en su grandeza. No lo hago. quizás no necesito milagros sorprendentes para cambiar de vida. ¡Cuánta gente conozco que busca milagros continuamente! Incluso los ven. Son capaces de analizar su propia vida descubriendo milagros. Ven cómo Dios los ha conducido y se asombran. Los milagros siempre asombran. Son espectaculares. Los relato fascinado porque es verdad que lo ilógico, lo que no es natural, me enamora. Me asombro y quiero más. Necesito más para seguir creyendo. Que Dios cure al enfermo, que sane al que le tiende la mano, que escuche las oraciones. Cuando es así y sólo busco al Dios del asombro no aprovecho la vida ordinaria en la que no sucede nada extraordinario. No me acostumbro a rezar en el día a día sin esperar nada sorprendente. Me malacostumbro cuando espero milagros continuamente. Busco señales maravillosas. Quiero que sucedan obras grandes y las pequeñas me parecen demasiado insignificantes. Quiero vivir una fe de lo cotidiano pero no una fe mediocre. Quiero una vida religiosa honda que aspire a darlo todo y no se conforme con los mínimos. Me gusta lo que leía el otro día: «Soy de la teoría de que si a un hombre le pides que haga más de lo que puede, lo hará; en cambio, si solo le pides lo que puede hacer, no hará nada»[6]. Dios me pide más de lo que puedo dar. Espera mucho más de mí y no quiero conformarme con el mínimo posible. No quiero cumplir las normas y nada más. Quiero vivir la magnanimidad que no depende de los grandes milagros. Vivir el día a día de forma extraordinaria dando todo lo que hay en mi interior. Si aspiro a llegar a las estrellas lograré alcanzar lo más alto de alguna cumbre. Si me conformo con el llano viviré continuamente arrastrándome por el lodo. Sin grandes aspiraciones no hay crecimiento. Sin esperar más de mí de lo que tengo no voy a crecer nunca. Dicen que en el deporte crezco cuando supero la barrera de lo soportable. En ese momento doy un salto y crezco más que cuando no hago ningún esfuerzo. Leía también: «Hay veces que no sabemos lo que deseamos hasta que lo vemos. Hasta que lo tocamos con la yema de los dedos»[7]. Quiero desear cosas grandes y para eso necesito mirar fuera de mí. Salir de mi comodidad y aspirar a lo más alto. Lo que deseo, lo que me hace feliz, lo que me hace crecer como persona y no me deja conformarme con lo ya conquistado. Los milagros de Jesús son una invitación a subir más alto, a tocar las cumbres, a mirar las estrellas. Son una invitación a no dejar nunca de correr, de esforzarme, de luchar. A no sentir que ya lo he dado todo. Cuando piense que ya no puedo más es el momento para hacer lo imposible. A veces le pido que dé más al que ya lo da todo, porque seguro que es capaz de ir más lejos todavía. El que no hace nada y se conforma con lo mínimo nunca tendrá un alma grande, nunca será magnánimo ni generoso. Quiero ser dadivoso en mi entrega. Quiero darlo todo, no guardarme nada. Ver milagros es el acicate para subir más alto y soñar.

 



[1] Papa Francisco, Exhortación apostólica Laudate Deum

[2] Luz Gabás, Lejos de Luisiana

[3] Papa Francisco, Exhortación apostólica Laudate Deum

[4] Papa Francisco, Exhortación apostólica Laudate Deum

[5] Charlotte Lucas, Tu año perfecto

[6] Rafael Tarradas Bultó, El valle de los arcángeles

[7] Rafael Tarradas Bultó, El valle de los arcángeles

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