Homilía del padre Carlos Padilla - 27 de noviembre de 2022

Sábado 26 de noviembre de 2022 | Carlos Padilla

I Domingo de Adviento

Isaías 2:1-5; Romanos 13:11-14; Mateo 24:37-44

«Velad, pues, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor. Vosotros estad preparados, porque en el momento que no penséis, vendrá el Hijo del hombre»

27 noviembre 2022    P. Carlos Padilla Esteban

«Vivo aquí y ahora. El cielo está pensado para mí. Yo quiero ser feliz hoy, en el camino y hacer felices a los que me rodean. No pierdo la paz aunque las cosas no resulten como esperaba»

Voy a dibujar en una hoja en blanco un camino nevado. De esos que se esconden en un bosque y salen después siguiendo una ruta incierta. Bordeando montes, sorteando ríos. Un camino bañado de hojas otoñales. Un camino difícil, o sencillo, todo depende. El alma que camina sabe qué caminos son más duros y encrespados. Y cuáles da gusto pisar porque los pies corren por ellos sin pausa, sin cansancio. Es la vida mi camino por el que voy descifrando sombras y luces, y marcas que me indiquen si voy hacia el lugar correcto o estoy equivocado. Desandar lo andado es lo que más me cuesta. Y dudo a veces si voy bien o tengo que tomar algún camino paralelo o en la dirección opuesta. Me da miedo errar y dejarme llevar sin mantenerme firme. La dirección correcta. El camino adecuado. Entre dos puntos siempre el recto, un lugar de partida y una meta. Ese hogar que me espera. Allí donde descansar y cargar otra vez el ánimo. Me cansan los kilómetros que recorro perplejo. No me da miedo andar. Sólo empezar me cuesta. Luego la inercia me lleva. Sin importar las pausas necesarias para recuperar fuerzas. Habrá quienes me indiquen otros caminos más fáciles. «Hay camino que parece derecho al hombre, pero su fin es camino de muerte» (Proverbios 16.25). Me sugieran volver al punto de partida. O buscar otras metas más sencillas, más fáciles que me llevarán a la muerte, a la oscuridad, dejando en ellas de ser yo mismo. Yo dudo y la duda se convierte en parte de mí mismo. ¿Estaré acertando cada vez que camino? ¿No será mejor seguir otros consejos? Escucho a quien me habla y me gusta lo que dice. Pienso quizás que no hay salida. Que es la única posibilidad el camino que sigo. Tengo miedo a confundirme. A desilusionar a los que me aconsejan. Miedo a fallar a un Dios al que desconozco. La ruta parece muy fija. Las decisiones pasadas la dejaron así, muy marcada. Entonces creo que no puedo volver a empezar en ningún caso. No es posible. Me da miedo todo lo nuevo que desconozco. Y todo el dolor de los que caminaron conmigo. Pienso en los bosques que nunca he pisado. En los paisajes nuevos llenos de vientos confusos. Y en las voces que gritan en mi interior para que me calme o me inquiete. No sé cómo hacer para estar seguro de todo. Es imposible. No hay certezas absolutas. Bueno sí, hay una que me acompaña desde niño. Una voz que me dice en lo más hondo de mi infancia. No temas, siempre estaré conmigo. Y una mano que se resiste a dejar la mía. O soy yo el que no quiere soltarla por miedo. Esa voz me da paz. Pase lo que pase estará conmigo. Ese amor que no me abandona, de madre, de María, de amigo, de Jesús, de hermano. Ese amor incondicional. Ese amor fiel y puro que nunca me dejará perdido por los caminos. Irá a buscarme allí donde me encuentre dispuesto a escuchar mis penas. Hoy escucho: «Venid, subamos al monte de Yahveh, a la Casa del Dios de Jacob, para que él nos enseñe sus caminos y nosotros sigamos sus senderos». Dios me mostrará los senderos y me dirá cuáles son los que me llevan a un oasis en el que calmar la sed. Y me dice que no tema, que siempre estará a mi lado. Me dará fuerzas para caminar cada mañana. Me dirá que soy su peregrino y que vaya donde vaya podré echar raíces. Y que siempre en Él tendré mi hogar. Y así podré fundar hogares allá donde camine. Necesito caminar para probarme en la vida. Decía Albert Espinosa: «La propia experiencia es a veces el camino más corto hacia la verdad». Caminar me acerca a mi verdad. Me hace ver que puedo llegar más lejos. Me confronta con mis límites y debilidades. Desvela todos mis temores y oscuridades. Me hace ver que todo comienza en el momento en el que acepto la vida como es. Y doy un paso, el primero. Siguiendo la luz de Dios: «Vayamos, caminemos a la luz de Yahveh». Sólo en su luz las cosas tendrán sentido. No sé caminar en la oscuridad. Temo más que nada quedarme ciego y no poderle poner color y forma a lo que me rodea. Hay videntes que no ven, o distorsionan lo que ven por la lente que usan para percibir el mundo. Hay ciegos que no se creen ciegos pero lo son. Y hay otros que son ciegos pero se dejan guiar por Dios en la oscuridad de sus ojos. Ellos llegarán lejos porque no tienen que desandar ningún camino errado. La luz de Dios es interior. Brota en lo más hondo de mi alma y me deja ver si estoy en lo correcto o tengo que volver atrás y buscar más señales. La luz de Dios no logra acabar con mi ceguera. Me da alguna certeza. Nunca estaré solo mientras recorra mi camino. Dios irá conmigo tomándome de la mano. Vaya donde vaya, llegue cuando llegue, estará conmigo.

Alzar la mirada al cielo es peligroso. El que mira a lo alto puede desviarse de su camino. Me gusta mirar bien por dónde voy, qué terreno piso, qué obstáculos tengo que esquivar. Mirar al cielo es un peligro evidente. Puedo caerme, tropezar, perder el camino. El Papa Francisco comentaba sobre los pastores: «Los pastores y los Magos son muy distintos entre ellos, pero tienen algo en común: el cielo. Los pastores de Belén corrieron a ver a Jesús no porque fueran particularmente buenos, sino porque velaban en la noche y, alzando los ojos al cielo, vieron una señal, escucharon su mensaje y lo siguieron. Para encontrar a Jesús es necesario saber alzar la mirada al cielo, no replegarse sobre sí mismo, sino tener el corazón y la mente abiertos al horizonte de Dios, que siempre nos sorprende, saber acoger sus mensajes y responder con prontitud y generosidad». Alzar la mirada al cielo tiene sentido cuando busco alguna señal para saber hacia dónde ir. Los Magos de mi nacimiento se ponen en camino porque miran al cielo y ven una estrella. Y saben que esa es la dirección correcta. Los pastores levantan la mirada al cielo y ven una señal y un coro de ángeles que les hacen ver lo que era invisible a sus ojos. Me sorprende su fe, me conmueve. Yo vivo mirando al suelo, o a mi móvil, o buscando en mi alma ensimismado. ¡Qué peligro vivir pendiente de lo que yo necesito! En una película se encontraban personas que sufrían trastornos obsesivos de la personalidad. Todos ellos no podían dejar de hacer lo que su obsesión les marcaba. Sólo cuando la necesidad del otro, del que estaba junto a ellos era apremiante, dejaban de pensar en sus cosas, en su problema y miraban el corazón del necesitado. En ese momento lograban dominar su obsesión aunque fuera por unos segundos. Parece ser que cuando me descentro, cuando miro fuera de mí, cuando dejo de tomarme tan en serio y aprendo a reírme de mí mismo soy más libre. El que vive alzando la mirada al cielo es más libre. Es más pleno y ve señales que no ve el que vive sólo pendiente de lo que a él le falta, de lo que necesita. Para ello tengo que hacer lo que hacían los pastores y los magos, velar. Estar despierto y atento. Buscando fuera de mí lo que es más importante que todas mis preocupaciones y obsesiones: «Velad, pues, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor. Entendedlo bien: si el dueño de casa supiese a qué hora de la noche iba a venir el ladrón, estaría en vela y no permitiría que le horadasen su casa. Por eso, también vosotros estad preparados, porque en el momento que no penséis, vendrá el Hijo del hombre». Me resulta difícil estar atento a lo que pasa fuera de mí. Vivo preocupado de lo que les sucede a los demás. ¿No me ha sucedido que cuando me cuentan algo importante para el otro espero a que acabe para contarle lo que a mí me sucede sin decirle nada, sin responder a su confianza? Si me sucede algo así tengo que hacérmelo ver, tengo un problema. Cuando lo que me cuentan sólo da pie a que yo cuente lo mío, es que algo no está en orden en mi interior. Me estoy tomando demasiado en serio. Estoy demasiado pendiente de mí, del eco de mi vida en el mundo, en los demás. Es una inmadurez que me hace daño a mí y a los que me rodean. No crearé lazos sanos pues todos girarán en torno a mí o no me interesarán. Si lo que sucede a mi alrededor no surge de mí no me interesa. Si lo que sucede no es gracias a mi fuerza y verdad, no lo atiendo. Si yo no estoy en el centro de las relaciones buscaré otro espacio para mí. Cuando vivo centrado en mí y en lo que me hace falta no veo la necesidad de los demás. Siempre seré yo la víctima y no me pondré en el papel de sanador. Seré un buscador de lugares que me hagan sentirme querido y huiré de aquellos sitios que me exijan dar sin recibir nada a cambio. ¡Cuántas personas buscan fuera de casa el reconocimiento y el aplauso que no reciben de los suyos! Vivo lamiéndome mis heridas y obsesionándome por cosas que me quitan la paz. Me gustaría tener una mirada con horizontes amplios. Una mirada abierta y alzada al cielo. Viendo las estrellas sentiré que mi vida es diminuta en comparación, muy pequeña. Pero no me importará sentir que la misión es desproporcionada teniendo en cuenta mis pocas fuerzas. Velar es el esfuerzo que hago por no quedarme dormido. En ocasiones el cansancio y el hartazgo me hacen vivir dormitando. Sin mirar más allá de mis intereses personales. Lo demás no me interesa. Lo de los otros me parece poco importante. Yo quiero ser el centro de todo lo que sucede. Que me busquen, que me quieran, que pregunten por mí, que sea más apreciado que los demás, más requerido. Es como si tuviera un ansia infinita de ser amado y valorado. Una necesidad algo oscura de figurar siempre en el primer plano. Ser yo el que brilla, el que triunfa, el que destaca. Y dejo de ver las estrellas. Dejo de mirar fuera de mí. Dejo de interesarme por lo que los otros hacen o necesitan. Soy yo el centro de todo. Yo el que necesita ser querido por encima del resto. Yo el que vale y vence. Yo soy la estrella. En este Adviento se me invita a mirar a lo alto, a mirar al que está frente a mí. Es el que importa, el que cuenta, el que vale. Más que mis obsesiones algo enfermizas que me hacen tanto daño.

El adviento es un tiempo para crecer en humildad. Me gusta verlo así. Tiendo al orgullo y a la vanidad. Creo tener yo las mejores ideas. Hacerlo todo como a mí me parece mejor. Que me alaben, que me ensalcen. Que me quieran. Pero el adviento y la Navidad ponen en el centro a los pastores. Decía el Papa Francisco: «En la noche de Navidad Jesús se manifestó a los pastores, hombres humildes y despreciados. Fueron ellos los primeros en llevar un poco de calor en aquella fría gruta de Belén». No llegó a los fariseos, a los saduceos, a los poderosos. Se fue al campo donde habitaban los pastores para comunicarles a ellos, gente humilde sin muchos conocimientos, que les había nacido la luz, el rey, el salvador. ¿Dejarían de ser pastores si lo reconocían? ¿Cambiarían sus vidas en algo días más tarde, cuando José y María hubieran huido a Egipto para salvar la vida del recién nacido? No. Nada nuevo pasó en sus vidas durante años. Seguirían cuidando los rebaños, velando las noches frías y cálidas, protegiendo la vida de los suyos, esperando, siempre esperando. ¿Merece la pena esperar tanto? Quiero vivir el presente sin tener que esperar nada nuevo. Quiero aferrarme al hoy sin esperar al día en que todo sea distinto. Me falta la fe sencilla de esos hombres. Ellos creyeron que esa noche algo cambió en el universo. Algo tal vez insignificante que no alcanzaban a comprender. Algo nuevo había irrumpido entre pañales y ellos lo habían visto y habían creído. Me sorprende tanta fe, tanta capacidad para asombrarse. Un rey indefenso les ha nacido. No tiene ejército ni poder. Tendrá que huir en la noche para no ser asesinado. Y aun así ven que algo ha cambiado. Las estrellas son las mismas y el sol el mismo cada mañana. Su trabajo el mismo y sus costumbres ancestrales. Pero ellos se ponen en camino hacia una gruta en Belén. Igual que los Magos de oriente esa misma noche. Una promesa infundada. Vuelvo a distinguir en mi vida entre expectativa y esperanza. La expectativa es la necesidad imperiosa que tengo de que algo concreto cambie en mi vida y mejore. Algo nazca que me haga creer. Esa expectativa la pongo en los que me rodean. En los que dicen amarme. En los que comparten mis sueños. Espero que actúen de una determinada manera. Confío en su fidelidad. Creo en el poder de sus obras. Mis expectativas me hacen feliz mientras las tengo. Y me frustran cuando se desinflan perdiendo fuerza. Entonces me desespero. Eran tan reales, tan concretas. Era tanto lo que parecía suceder a mi alrededor. Tanto lo bueno que podía nacer de un día para otro. Mis expectativas son mías, nadie me las ha prometido, pero yo las espero. Porque soy muy humano, muy de carne, poco del cielo. La esperanza es diferente. Me ensancha la mirada. La esperanza me hace creer en una promesa que no va a reducirse a unos pocos cambios. Es algo más grande, más inabarcable por mi mirada. Yo espero cuando creo en ti aunque en apariencia no hagas nada. Creo en nuestro futuro, en nuestros planes, aunque nada parezca cambiar. Creo en esos milagros que casi nunca suceden. En esos cambios que me parecen imposibles. Espero que algo vendrá que cambiará toda mi vida para siempre. Es la esperanza ciega que surge como una semilla pequeña dentro de mi alma. Esa esperanza nunca me quita el ánimo, todo lo contrario, lo aumenta a cada paso. Esperar lo que no poseo, lo que no veo. El paraíso oculto después de la muerte. La luz del sol en medio de la noche. La salud en el dolor de la enfermedad. La vida en el sufrimiento de la muerte. Esa esperanza nadie me la puede quitar y al mismo tiempo es un don, no un derecho. No puedo exigirle a la vida tener esperanza. Pero es lo que me mantiene con vida cuando todo es noche y desierto. Lo que me permite levantarme cada mañana. Navidad es esperanza. Y el adviento es esperar que algo está ocurriendo ya, algo que todo lo transforma. No le tengo miedo a la noche. No me asusta la soledad. La promesa sigue viva en mi interior. Las palabras que hoy escucho me hablan de esperanza: «Sucederá en días futuros que el monte de la Casa de Yahveh será asentado en la cima de los montes y se alzará por encima de las colinas. Confluirán a él todas las naciones, y acudirán pueblos numerosos. Dirán: De Sión saldrá la Ley, y de Jerusalén la palabra de Yahveh. Juzgará entre las gentes, será árbitro de pueblos numerosos. Forjarán de sus espadas azadones, y de sus lanzas podaderas. No levantará espada nación contra nación, ni se ejercitarán más en la guerra». En medio de la guerra, quiero gritar paz. En medio de la muerte, vida. En medio de las cadenas de la esclavitud, libertad. En medio de las mentiras que me aturden, verdad. En medio de la soledad, amor incondicional. En medio de la traición, perdón. En medio del olvido, memoria. En medio de la discordia, unidad. En medio del odio, amor. En medio de tantas cosas que no me dejan crecer, presencia de Dios que me ama por encima de todo y precisamente en todas mis debilidades. Así es la esperanza que anhelo. Un don venido del cielo que me hace crecer hasta las alturas. No le tengo miedo a la noche porque vivo esperando el día nuevo que todo lo va a cambiar. Dejo de lado mis expectativas mezquinas y me revisto de una esperanza honda y fiel.

Hay que revestirse de Jesús para comenzar el Adviento. Hay que volverse niño para dejarse llenar por Dios y ver nacer al Niño. Hay que desnudarse de lo viejo, apartar de mí lo que me pesa. Hay que hacer caso omiso de las malas noticias para escuchar solo las buenas. Hay que levantar la mirada y soñar más alto. Hoy lo escucho: «Y esto, teniendo en cuenta el momento en que vivimos. Porque es ya hora de levantaros del sueño; que la salvación está más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe. La noche está avanzada. El día se avecina. Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz. Como en pleno día, procedamos con decoro: nada de comilonas y borracheras; nada de lujurias y desenfrenos; nada de rivalidades y envidias. Revestíos más bien del Señor Jesucristo y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias». Me gusta esa mirada de S. Pablo. Dejemos las actividades de las tinieblas, dejemos a un lado la noche, acabemos con la oscuridad. Dejemos el dolor y la muerte. Tomemos en brazos la vida. Así quiero comenzar el Adviento, revistiéndome de Cristo. Me gusta ese revestimiento de luz que necesito para caminar más ligero. Pienso en mis obras nacidas de la oscuridad. Veo sombras en mis pecados, en mis omisiones. Pienso en todo lo que no me da alegría. Me quedo tocando la muerte fría que dejo atrás cada amanecer. Vivo como en pleno día. A veces la oscuridad es tentadora. En la noche el alma se vuelve más sensible, más vulnerable. Toca la fragilidad y se deja tentar más fácilmente. Dejo de lado las borracheras y las comilonas, la lujuria y el desenfreno, las envidias y las rivalidades. Pienso en lo que quiero hacer con mi vida. En mis deseos más profundos, más míos. Creo que puedo llegar más lejos. Y al mismo tiempo la salvación está más cerca de lo que pienso. ¿De qué salvación me habla la Escritura? De esa que me saca de mi ensimismamiento, de mi soledad. Jesús viene a darle un sentido más grande a mi existencia. Un horizonte más amplio. Dios se hace carne de mi carne para que aprenda a vivir cerca del cielo permaneciendo sujeto a la tierra. Dios en su Hijo me dice que mi carne está sana y no enferma. Me grita que me ama en mi carne. Sabe que soy yo el que enferma mi carne viviendo en las tinieblas. Pero en mí hay madera de santo. Puedo pertenecerle a Dios con mi carne. No puedo renunciar a ella. No es mi cárcel la carne. Es mi camino de salvación. Es mi escalera al cielo. La rampa que me permite ascender a lo más alto. No es mi carne un peso que no pueda llevar. A Dios le gusta mi carne. Más aún cuando me siento débil, enfermo, sucio. Jesús toma esa carne flácida en sus brazos tiernos y poderoso y me dice que no tenga miedo. Que Él se va a encargar de llevarme a lo más alto y me susurra al oído que todo va a salir bien. Él es el que me toma en brazos. Mis piernas no pueden correr, ni mis brazos trepar. Mi corazón está demasiado débil. Mi carne se encuentra llena de llagas. Jesús yace en la cruz, abrazado a sus heridas y desde ahí, desde su dolor y abandono, abre un camino nuevo a las alturas. Desde Jesús, muerto y crucificado, vivo en su carne gloriosa y tiene sentido todo lo que vivo. No puedo llegar al cielo sin la carne que habito. Aunque sienta en ocasiones que la carne me retiene y ralentiza mis pasos, la necesito. Es mi carne limitada y torpe, herida y esclava de tantas pasiones. Esa carne es liberada cada vez que abro mis brazos hacia el cielo y dejo que el poder de Dios reavive mis miembros cansados. Pienso en esas armas de la luz que necesito para salir de las tinieblas. Si permanezco en la verdad seré libre. Si me mantengo firme en la alegría podré dar paz a muchos. Si cuido la esperanza señalaré un camino a recorrer. Anuncio con mi vida que la perseverancia y la pasión por vivir son mi salvación. Cuido el respeto, la ternura, el amor cálido, la sencillez y la confianza como expresiones del amor más verdadero. Son todas las armas que me permiten confiar en un mundo lleno de noches y más amaneceres. Decía el P. Kentenich: «Así, debemos estar apegados a las cosas de forma sana, pero no esclavizarnos sino ser conducidos hacia Dios»[1]. Me gusta ese amor sano, ese vínculo noble que me lleva al cielo y no me esclaviza a la noche. Estoy hecho para vivir apegado sanamente a la vida. Quiero vincularme a las personas, a los bienes, al dinero, a las cosas que me dan una alegría momentánea. Son catapultas al cielo. Pero quiero hacerlo sin dejar de mirar a lo alto. Los vínculos sanos me llevan a Dios de forma inevitable. Los vínculos enfermos me esclavizan, me vuelven egoísta, me denigran, me hacen peor persona. Tengo el alma tan apegada a la vida que vivo desparramado en ocasiones. Vivo dependiendo de que las cosas salgan bien y como yo quiero. Me gusta levantar la mirada al cielo y confiar. Las estrellas marcan la ruta a seguir. Vivo soñando con el cielo sin soltar la mano de la tierra. Me da paz saber que la carne es importante, me hace más humano y más de Dios. No quiero ser un ser espiritual sin carne. Quiero ser el alma que nutre y anima la carne en la que vivo. Así me ama Dios.

Me gusta caminar con alegría hacia ese lugar en el que descansaré. El adviento es un camino que comienzo feliz entre luces de fiesta y cantos, muchos cantos. Hoy escucho y rezo: «¡Oh, qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la Casa de Yahveh! ¡Ya estamos, ya se posan nuestros pies en tus puertas, Jerusalén! Jerusalén, construida cual ciudad de compacta armonía, a donde suben las tribus, las tribus de Yahveh, es para Israel el motivo de dar gracias al nombre de Yahveh. Pedid la paz para Jerusalén: ¡en calma estén tus tiendas, haya paz en tus muros, en tus palacios calma! Por amor de mis hermanos y de mis amigos, quiero decir: ¡La paz contigo!». El primer mensaje que escucho tiene que ver con la alegría y con la paz. La alegría porque el lugar al que peregrino es un lugar de esperanza, es mi hogar, es mi meta. Jerusalén es la tierra de la promesa en la que Dios hará plenos mis sueños. Es el lugar de la esperanza que me anima en el presente. El que peregrina sabe que desea algo que aún no posee. Sabe que quiere estar donde aún no han llegado sus pasos. Tiembla y confía al mismo tiempo. Se pone en camino. Deja todo lo que lo retiene y camina hacia la ciudad bendita. Para los judíos era Jerusalén. Para mí es Belén, la ciudad de mi esperanza, esa ciudad amurallada que alberga al hijo de Dios. Allí donde Jesús viene a hacerse carne para mostrarme un camino. Viene a cambiar mi historia de una vez por todas. Viene a darme la paz que necesito, porque vivo en continua guerra. En guerra con la realidad a la que me enfrento. Con las cosas que no me gustan. Con las personas con las que no encajo. Con aquellos a los que no quiero. Vivo en guerra con mis propios juicios y críticas sobre los demás. Si supiera dejar pasar por alto muchas cosas que me molestan. Si supiera obviar lo que no me gusta de mi hermano y fijarme sólo en lo bueno que hay en su corazón. Si fuera capaz de hacerlo tendría más paz. La paz surge en mi alma cuando no vive en él la envidia y la frustración. Cuando acepta las cosas como son. El otro día un niño de tres años quería ver una tortuga de tierra que ya estaba hibernando. Lloraba amargamente y no entendía. Si quería verla tendría que esperar hasta marzo. La tortuga tenía frío. ¿Cómo le puedo hacer entender a esa edad que la realidad no siempre es como deseo y espero? Él tenía sólo tres años. Y a mí con algunos más me pasa lo mismo. Toco la realidad y me quita la paz no tener lo que deseo en este momento, no conseguir lo que quiero cuando lucho por ello, no alcanzar la expectativa que alimenta mis pasos cuando corro tras ella. La frustración me lleva a vivir en guerra con el mundo, con los hombres. Vivo dispuesto a saltar al cuello de cualquiera, sea este mi amigo o sólo un desconocido. La envidia endurece el alma al desear lo que otros tienen, al soñar con lo que alguno ha conseguido. Me rebelo, me indigno, me enciendo, no acepto que las cosas sean como son. Querría que fueran de otra manera. Que el día tuviera otro color. O más horas. O volver al pasado cuando lo he hecho todo mal, al instante previo al error. Quisiera que mis planes se hicieran realidad siempre que los planeo. Es bochornoso ver cómo algunas personas, aparentemente maduras, reaccionan de forma tan inmadura ante la frustración. ¿Estoy entre ellos? No lo quisiera. Me gustaría reaccionar siempre con paz ante lo que no controlo, ante lo que no me gusta, ante el dolor y la pérdida, ante los desencuentros. No sé si seré capaz de ser tan maduro, de tener tanta altura. Cada vez que sucede algo que no me gusta la ira se enciende en mi interior. Brotan la rabia, el rencor, el deseo de venganza, la infelicidad. La inmadurez hecha fuego en mi interior. Necesito mucha más paz dentro de mí. Por eso me pongo en camino hacia ese lugar soñado que cambie mi vida, mi forma de entender las cosas. Me gustaría que las cosas fueran de otra manera pero no me decepciono cuando son tal como son. Las acepto, las contemplo. No lloro desconsoladamente. Camino en la tranquilidad que me regala ese Dios que me ha prometido la paz como recompensa y un abrazo como el consuelo que necesito. Tomo entre mis dedos la alegría que Dios me tiende para el camino, para mi llegada. Él sabe que necesito su sonrisa para caminar. Así es el Adviento, un volver a confiar cada mañana y creer en su promesa. Estoy hecho para la vida eterna y no quiero vivir pensando en lo que un día vendrá. Vivo hoy, aquí y ahora. El cielo está pensado para mí. Lo sé, me da ánimo, pero yo quiero ser feliz en este momento, en el camino y hacer felices a los que me rodean. No pierdo la paz aunque las cosas no resulten como esperaba. Camino a mi ritmo, con mis miedos y angustias y con la esperanza que llena el corazón. Confío en un tiempo en el que no haya guerras, sólo una paz libre de tensiones. En el camino no voy solo. Muchos van conmigo, siguiendo el paso, acompañándome. Su amor me sostiene y me da alas. Para vivir ahora como Dios quiere que viva. Llegaré a la meta cuando llegue el momento. De momento le digo que sí a ese Dios que camina conmigo para que no me despiste, para que no me pierda, para que no siga otras rutas diferentes a la mía. Vivo el paso que me toca dar hoy, eso basta.

Los días de Noé fueron días de perdición. Días en los que todos estaban centrados en el amor propio, en satisfacer sus propios deseos. Cuando no hay amor verdadero el corazón se enfría, se agria, se llena de rencor. Cuando vivo buscando recibir, ser amado, ser admirado hago todo lo posible para que encajen las piezas del puzle de mi vida. Quiero que todo esté en orden. Quiero ser el centro de todo. Cuando me busco a mí mismo continuamente no miro a mi alrededor, no busco nada fuera de mí. Creo que lo tengo todo. Y necesito ser el centro de todo. Así me pasa como a los que vivían en tiempos de Noé: «Como en los días de Noé, así será la venida del Hijo del hombre. Porque como en los días que precedieron al diluvio, comían, bebían, tomaban mujer o marido, hasta el día en que entró Noé en el arca, y no se dieron cuenta hasta que vino el diluvio y los arrastró a todos, así será también la venida del Hijo del hombre. Entonces, estarán dos en el campo: uno es tomado, el otro dejado; dos mujeres moliendo en el molino: una es tomada, la otra dejada». En esos momentos de ansiedad y egoísmo, de pecados y búsqueda de uno mismo, no se dan cuenta de nada. Es lo que me pasa a mí cada vez que vivo centrado en mí, en la búsqueda de mí mismo. Lo que me salva es mirar al cielo y mirar a mi hermano que está junto a mí. Me salva amar y buscar la felicidad de los demás. Me salva pensar en los que me necesitan. Me salva amar y sacrificarme en silencio por aquel a quien amo. Vivir el presente como puente al cielo. El presente como el hoy que tiene en su seno la semilla de eternidad. Me salva pensar en los caminos que me sacan de mi egoísmo. Cuando vivo pensando en mis necesidades, en lo que no tengo, en lo que me falta, la vida se vuelve áspera, dura y fría. Y en ese egoísmo que late en mi interior dejo de confiar en un Dios que venga a salvarme. Dejo de mirar a ese Jesús que va a nacer para darle sentido a mi vida. Yo no le doy sentido a mis pasos. Yo no encuentro un sentido a todo lo que sueño. Tiene que haber alguien fuera de mí, más grande y poderoso que me levante lejos de mí. Que me lleve de la mano y me salve. La salvación no está en mis manos. Yo no le doy sentido a mi presente. En mí se agotan los días y no encuentro la eternidad. En mi egoísmo no hay salida. Sólo cuando mi amor deja de ser eros y se convierte en ágape algo cambia. Decía Santa Teresita del Niño Jesús: «La caridad no ha de consistir en los sentimientos sino en las obras». Son obras el amor que entrego. Gestos por los que me doy a mi hermano. No bastan las palabras ni los deseos. Tomás de Aquino decía de la caridad: «La caridad, en razón de su naturaleza, no tiene límite de aumento, ya que es una participación de la infinita caridad, que es el Espíritu Santo»[2]. La caridad es un don de Dios en mí, un don del Espíritu Santo porque yo no tiendo a amar entregándolo todo, tiendo a guardar, a ser egoísta, a reservarme lo que llevo dentro. La caridad son obras no buenos deseos. Igual que en la búsqueda de mi amor propio tampoco me bastan las promesas, quiero hechos, realidades. El amor que no se demuestra y no se expresa, no es amor verdadero, o parece un amor dormido. Del mismo modo la vida que se da son gestos concretos, no promesas sin fundamento. El adviento me ayuda a salir de mi egoísmo en obras concretas de caridad. Me lleva fuera de las paredes que me encierran en mi autorreferencia. Hace que piense en los demás más que en mí mismo. Que desee un amor generoso antes que recibir un abrazo que de satisfacción de mis deseos de ser amado, admirado, cobijado. Si realmente me creyera todo lo que predico. Si de verdad quisiera vivir como vivió Jesús. Las palabras de Friedrich Nietzsche me impresionan: «Mejores canciones tendrían que cantarme para que yo aprendiese a creer en su redentor: ¡más redimidos tendrían que parecerme los discípulos de ese Redentor!»[3]. Puede que no parezca un redimido por ese Jesús que viene a darme un corazón más grande, más generoso, más sobrenatural, más anclado en lo alto. Así me gustaría vivir siempre, en lugar de vivir buscándome por los caminos, deseando a saciar la sed de mi alma. Si fuera de verdad fiel a Jesús en quien creo cambiarían mis prioridades, mis opciones, mi forma de vivir. Quiero vivir con el corazón abierto. Quiero que la luz entre y me llene de esperanza. Buscaré a los demás antes que mi comodidad. Ese es el camino del adviento que me salva. Me pongo en camino.



[1] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[2] Papa Francisco, Exhortación Amoris Laetitia

[3] Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra, 2a Parte, Los sacerdotes

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