Homilía del padre Carlos Padilla - 27 de febrero de 2022
Sábado 26 de febrero de 2022 | Carlos PadillaVIII Domingo Tiempo ordinario
Eclesiástico 27:4-7; I Corintios 15:54-58; Lucas 6:39-45
«El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca lo bueno, y el malo, del malo saca lo malo. Porque de lo que rebosa el corazón habla su boca»
27 febrero 2022 P. Carlos Padilla Esteban
«Hay una lucha entre el bien y el mal. Una generosidad clara y un egoísmo que me encierra. Dios no acaba con el mal, sino que fortalece mis manos para la pelea y me da esperanza»
Me gusta pensar que la santidad tiene que ver con transparentar a Dios más que con hacerlo todo a la perfección. Sigo pensando que el santo es el que lo hace todo bien. Brilla por méritos propios. Sus virtudes son vividas en grado máximo. Es prudente, servicial, misericordioso, generoso, fiel, bondadoso, acertado en todas sus decisiones, no falla nunca, no yerra, no se aleja del camino marcado. Esa santidad es lo que yo admiro en otros. O quizás es la que quiero imaginar. Desde lejos todo parece mejor que cuando me acerco. Una santidad envidiable, inalcanzable. Tal vez no acabo de entender que la santidad no es un bien que el hombre posee por obra de sus grandes talentos. Es más bien un don, una gracia, un milagro. Los santos nunca se sintieron santos. Sabían que estaban en camino, nunca al final de este. Y por lo tanto siempre aprendiendo, cambiando cosas, tomando decisiones y cometiendo errores. La vida se juega en esos momentos en los que tengo que optar por el amor, por lo que de verdad importa. Me dicen que tengo que ser santo o mejor, que si soy santo voy a ser feliz. O quizás me dicen que Dios va a estar feliz conmigo. ¿Y si no lo soy va a volverme la espalda? No lo creo. Imagino a ese Dios lleno de misericordia que me ama con locura y no puede sino salir a buscarme cada vez que me alejo de Él. Quiero ser santo no porque quiera agradar a Dios sino porque quiero vivir a su lado cada día de mi vida. Quiero ser santo no porque quiera ser un ejemplo para otros, infalible, perfecto, inmaculado. Quiero ser santo porque siéndolo seré más feliz, Tendré paz en medio de la guerra y serenidad en medio de la tormenta. No estaré tan apegado al mundo que vivo. Porque habré puesto mi confianza en Dios y así todo será más sencillo. Tengo claro que voy a defraudar a muchos y no estaré a la altura de lo que tanta gente espera. Pero esa no es la meta de mi vida. Quiero ser santo porque quiero vivir en las manos de Dios, confiado y tranquilo. Tengo claro que la santidad es esa pertenencia a Dios que lo cambia todo, es esa raíz honda que me deja descansar en su regazo cada día. No soy santo porque tenga muchas capacidades para ello. No lo soy porque esté seguro de que siempre voy a ser fiel. Cada mañana me levanto con miedo en el alma. ¿Fallaré, me confundiré, estaré a la altura, seré infiel? No subestimo las tentaciones. No paso por alto los peligros. Sé que todo es posible, que no siempre voy a vencer en todas las batallas y que si Dios no está conmigo nada va a funcionar de forma correcta. Me gusta esa santidad construida sobre el barro de mi fragilidad. Es la santidad construida en mi alma con las manos de Dios. No es una santidad llena de méritos, sino de misericordia. A esa santidad aspiro, no a esa otra que me produce tensión y angustia. Lo he vivido cada vez que me empeño en controlarlo todo para que salga todo bien. Luego las cosas no funcionan. Cada vez que me pongo tenso para no cometer errores, me angustio lleno de ansiedad. Cada vez que pongo el acento en no fallar, en no pecar, en no caer acabo derribado, con dolor. Y el miedo me turba el ánimo. Los santos se construyen desde sus pecados y caídas. Se levantan por encima de sus cenizas. Y vuelan con sus alas rotas. Porque una fuerza misteriosa los sostiene. El sacrificio, la lucha y la entrega los deja más finos, más trasparentes. Y a través de su carne traslúcida se alcanza a ver a Dios. Ya no me fijo en su perfección. Sino en la luz que procede del cielo. No lo puedo entender de otra forma. ¿Cómo son capaces los santos de sonreír en medio de la derrota? ¿Por qué tienen paz en la pérdida? ¿De dónde sacan esa serenidad habiéndolo perdido todo? Algo sobrenatural se deja ver en sus palabras. Como una tenue presencia de un Dios invisible que se aferra a su piel herida para mostrar su belleza. No tienen luz propia los santos. No nace la santidad de su carne herida, rota por el mismo pecado con el que nacieron. No son sus decisiones siempre correctas y lo que dicen no siempre es acertado. No importa. Su vida tiene una luz que no les pertenece. No se apropian de ese Dios que los sostiene por misericordia. No tienen miedo de defraudarme porque no buscan agradar ni cumplir mis expectativas. No quieren impresionarme. No pretenden hacerlo todo bien. Sólo son como esos vitrales de mi santuario que dejan entrar una luz del cielo llena de colores. Dejan ver el cielo desde el interior. Y hacen que el cielo inunde de luz ese hogar tranquilo en el que descanso.
Me gusta pensar que el crecimiento siempre es lento. Las cosas no cambian de la noche a la mañana. Algunas simplemente nunca cambian porque no tienen que cambiar, no es necesario. El árbol echa sus raíces en lo hondo de la tierra. Lentamente se abren paso entre las piedras, buscando agua. Y luego crecen el tronco y sus ramas. Todo lentamente, no lo percibo. A veces no podrán las raíces eliminar las piedras que cierran su paso. Tendrán que bordear el obstáculo para seguir su camino. Las cosas crecen desde dentro. Son las verdaderas. El amor que dura es el que nace en lo profundo, no el que se hace fuerte en la superficie de la piel, donde está el sentimiento. La vida sólida es la que tiene hondas raíces, suficientes para impedir que el viento cambie el lugar en el que me asiento. El crecimiento no siempre es global. Crece más un lado, luego el otro. Tal vez en altura, luego en profundidad, o hacia los lados. No sé bien qué es la perfección de la que tanto hablan. ¿Que todo esté a la misma altura al mismo tiempo? No lo creo. En ocasiones hay crecimientos falsos, que me llevan por caminos equivocados. ¿Es eso crecimiento o simplemente en ese instante me hago más pequeño, menos sabio, menos sólido, más volátil? Crecer es lo que deseo, pero no demasiado, ni demasiado rápido. Cada cosa a su tiempo. No le puedo exigir a la vida lo que sólo da el paso de los días, de los años. Llevo toda la vida sembrando semillas de esperanza. No sé cuántas dieron fruto, cuántas se pudrieron por exceso de agua, o por mucha sequedad. Crecer significa dejar que Dios me pode y corte lo que sobra, para crecer más recto, para llegar más alto. Eliminar aquello que no me conviene o no me hace bien, aunque lo haya elegido. Desconocer nunca es una excusa para no aventurarme. No debo tenerlo todo claro para comenzar un camino nuevo. No tengo que saber el final para comenzar a andar. Siempre hay riesgo en todo lo que intento. Eso no me desanima, quizás al contrario. Crecer en algunos aspectos de mi vida de forma unilateral no siempre es malo. Quizás es lo que necesito en ese momento. Son acentuaciones en ámbitos de mi vida que me ayudan a ser mejor persona. No quiero forzar el crecimiento. No quiero ahogar la vida. No quiero exigirle lo que no me puede dar en ese momento. Quizás sí más tarde. O quizás nunca. Hoy escucho: «Florece el justo como la palmera, crece como un cedro del Líbano. Plantados en la Casa de Yahveh, dan flores en los atrios del Dios nuestro». El crecimiento verdadero es el que brota de lo hondo. Desde dentro. Es más lento. Es progresivo, sin pausa. A veces parece que se detiene. Pero sigue creciendo, a su manera. Decía el Papa Francisco: «La educación debe ser un crecimiento armónico de la persona». La armonía es lo que deseo. No siempre está al alcance de mi mano. No puedo forzar la vida. Debo dejar que crezca junto a la maleza la flor preciosa. Dejar que el sol casi la queme. O que el agua la anegue. Cada cosa tiene su tiempo. Cada día su afán. Crezco a paso lento, al ritmo de la vida que nunca se precipita. Siempre fluye, nunca se detiene. ¿Habré crecido con el paso de los años? ¿Seré ahora más maduro? De repente siento que hay retrocesos. El crecimiento no es lineal. Es como si en ocasiones volviera a empezar desde el comienzo. A ritmo lento, yendo desde las cenizas de mi última caída. ¿Seré ya maduro? ¿Cómo se mide la madurez de una persona? Quizás en su forma de enfrentar las dificultades, de encarar los contratiempos y frustraciones. Es más maduro el que logra mantener la calma, no perder la alegría, no dejar de soñar con un futuro mejor, más lleno de esperanza. Tal vez no me sienta maduro en todos los aspectos de mi vida. Veo que no avanzo, no sumo, no llego. Las cuestas largas y empinadas siguen siendo difíciles. El paso de los años no me ha hecho más resiliente. Tal vez más sabio, eso sí. Caminar por caminos nuevos me exigen saber, comprender. Que no siempre tendré respuestas para todo. Eso no importa. Hay preguntas abiertas que habitan en mi corazón. Preguntas que me hacen levantarme cada mañana con ganas de vivir. Puedo hacerlo todo mejor, puedo llegar más lejos. Puedo crecer, madurar, ser más de Dios, más humano y más niño. Puedo amar más, hasta el extremo, si me dejo tocar por esa mano de Dios que me acaricia. Puedo crecer a partir de las heridas. Puedo ser mejor desde el perdón, cuando soy valiente y enfrento mi pasado o navego en las aguas revueltas de mi alma. Soy más fiel cuando me dejo tocar por esa misericordia de Dios reconociendo mis caídas. Con humildad crezco, el orgullo no me deja avanzar. La vida puede dar muchas vueltas y al final tengo que buscar de nuevo el camino a seguir, la dirección correcta. Esos pasos que doy me van edificando, incluso cuando me confundo y son los pasos errados. Madurar lleva tiempo. Sol y frío, sequedad y lluvia. Todo lo que pasa suma haciendo que mi alma se vaya liberando de sus cadenas.
Las cosas importantes no suceden de golpe. Hay mucho trabajo detrás, mucho esfuerzo. Los grandes éxitos están precedidos de mucho sacrificio, de muchas renuncias. También detrás de los fracasos hay esfuerzo y renuncias. Porque la vida no siempre es justa y no todo lo que hago obtiene su recompensa. El amor exige sacrificio y renuncia, es el abono para que crezca. Y aún así nadie me garantiza el éxito en mis relaciones humanas. Todo es tan frágil y el corazón humano está tan roto. Hay tantas heridas escondidas, tantas historias que fracasan. Uno no sabe bien cuándo ni cómo comienza una infidelidad. Ya es infidelidad el primer gesto de desamor, de distancia, de olvido. Ya mi negligencia voluntaria es infidelidad aunque no le ponga ese nombre. Dejar de avivar el fuego es un gesto infiel. Distraerme cuando me cuenta lo que le importa aquel a quien amo y me ama es un primer descuido. Luego ese dejar de hacer lo que siempre hacía. El sentimiento no lo es todo. Es una parte de la aventura. Sentir no es la razón de mi existencia. Claro que quiero que el sentimiento, la cabeza y la voluntad vayan de la mano. Pero no siempre es así en el amor. Quizás sí al principio cuando pienso que, en mi caso, todo va a salir bien. Y luego la vida es compleja, siempre lo es. Y el paso del tiempo. ¿No me decían que el amor logra cambiar a la persona amada? ¿No me prometió que siempre sería igual y nunca cambiaría? Yo creía en los cambios. Yo pensaba que la estabilidad era lo que haría fiel y firme el amor. Pero luego llegaron los cambios. O lo que esperaba cambiar nunca sucedió. Mi amor no fue tan fuerte. Y me sorprendió el cambio. O me cansó la falta de cambios. Es difícil de entender cómo funciona una fidelidad de cincuenta o sesenta años. Me sigue costando creer en un amor eterno, acrisolado, siempre fiel. ¿No habrá alguna pequeña infidelidad en años de historia? ¿No habrá flaqueado alguna vez aquel amor que parecía inamovible, ese sí fuerte y firme sostenido en el tiempo? Me cuesta creer en la fidelidad de los demás cuando me siento infiel y pruebo el sabor amargo de mi pecado. ¿Es posible volver atrás en el tiempo vulnerando las leyes de esta vida? ¿Puedo curar la herida causada por mi desprecio? ¿Apagar el eco de mis insultos, el tono agresivo de mis palabras? ¿Se puede calmar el llanto cuando se desboca con amargura? Tengo que ir a la fuente, al inicio del río, para contener en las palmas cóncavas de mis manos el agua que comienza a nacer. Y así, retenido el amor, lanzarlo al cielo. Pero luego cuando las aguas caen en cascada buscando el mar ya no puedo hacer nada. Ni los diques bastan. No hay remedio cuando la infidelidad se tiñe de duras peleas, gritos y desprecios. Antes sí, al principio puedo detener el llanto que aún no nace. Acallar los gritos que no brotan. Sostener el desprecio que no tiene forma. Puedo sembrar esperanza cuando todavía hay vida. Y contener la rabia cuando sé que lo único que logro es romper el alma de aquel a quien amo. La primera infidelidad es la que es evitable. Ese primer gesto de olvido o desprecio. Ese primer acto de indiferencia. En ese momento sí puedo darme cuenta y echar marcha atrás. En ese instante en el que mi orgullo no se ha erigido todavía en juez de la contienda. Porque cuando manda mi orgullo ya no hay vuelta atrás. Entonces quiero vencer en todas las batallas. Prefiero tener razón a ser feliz. Prefiero que se imponga mi punto de vista antes que abrazar a quien más amo. Mi orgullo herido va desgastando el amor primero. Cuando se va debilitando la piel dejo de sentir el amor que un día llenaba de mi estómago de ilusión. Soñaba con tantas cosas que la vida parecía negarme con el paso de los años. Hubiera sido tan fácil detener al principio el caudal desbocado de mi rabia. En ese instante primero en el que el amor aún era más fuerte. ¿Cómo puedo cultivar el amor para que nunca se enfríe? ¿Qué puedo hacer para cuidar esos detalles pequeños de los que se alimente mi fidelidad? En eso consiste la vida, en tejer día a día los sueños. Partido a partido. Hora a hora. Nada de prisas porque estas nunca son buenas. Envenenan el alma y me aceleran. Cuando quiero que todo suceda de forma rápida me obsesiono y no logro alcanzar lo que mi alma sueña. Siempre de nuevo me sorprendo ante la fidelidad de las personas que siguen queriéndose con ternura después de muchos años. Me parece un milagro. Me detengo ante aquellos que han sido fieles en el tiempo. Quisiera que me dieran una receta para aplicarla siempre. Pero no hay recetas. Sólo saber que lo que no se cuida desde el principio se acaba secando o muriendo. La vida que no se abraza cuando es joven y fuerte dejará de estar viva cuando note la frialdad de la soledad y el invierno. Los gestos fieles más pequeños son como esas pequeñas virtudes que constituyen la base del amor más verdadero y fiel. No se trata de prometer la eternidad, sino de vivir cada día como si fuera el primero y el último al mismo tiempo. Cuando todo se enturbia con el paso del tiempo cuesta mucho más limpiar el alma por dentro. Habré guardado desamores, heridas, gritos, incluso golpes. Y ya no será posible volver a comenzar de nuevo. El perdón es tan difícil. la primera infidelidad sucede cuando dejo de pensar que la persona amada es lo primero. Cuando la pospongo y encuentro otras cosas más importantes, prioritarias. Así comienza todo, así muere todo. Con pequeños gestos, nunca son grandes.
No bastan las palabras, nunca son suficientes. Quiero convencerte de algo, hacerte ver la vida de una manera diferente. Quiero decirte que las cosas son como yo las veo, no como las ves tú. Pero luego encuentro que no bastan las palabras. Son las obras las que valen, las que cuentan. Son los hechos, no las promesas: «Cuando la criba se sacude, quedan los desechos; así en su reflexión se ven las vilezas del hombre. El horno prueba las vasijas de alfarero, la prueba del hombre está en su razonamiento. El fruto manifiesta el cultivo del árbol; así la palabra, el del pensamiento del corazón humano. Antes que se pronuncie no elogies a nadie, que esa es la prueba de los hombres». Las apariencias engañan. Lo he comprobado muchas veces. Veo rostros, no corazones. Y quisiera poder probar la calidad, la verdad de los corazones. No es tan sencillo. Hay que mirar con el corazón, los ojos no bastan. Los hechos son importantes, pero a veces tampoco son suficientes. Un hecho puede ser interpretado de maneras diferentes. De acuerdo con mi percepción, con mi experiencia. Veo una realidad y no necesariamente se corresponde con la intención del que lo hizo. Las motivaciones para actuar de una manera son muy diferentes. La verdad del corazón sólo la conoce Dios. Y yo quiero que todos crean en mi verdad. Pero no todo es trasparente. Mi verdad no es sólo buena. En mi interior también hay maldad, envidia, odio, rencor, rabia, ira, egoísmo. Y todo esto se mezcla con mi deseo de dar la vida, de amar y ser amado, de buscar el bien de los que me rodean. Un deseo altruista y solidario. Hay todo tipo de sentimientos que se entretejen los unos con los otros formando una imagen. Esa imagen es visible desde fuera. Algunos ven ciertas capas. Los más cercanos acceden a capas interiores. Otros intentan interpretar lo que se esconde debajo de mis palabras o mis actos. Juzgan, para bien o para mal, ensalzan o condenan. ¿Aciertan en sus juicios? Sólo una parte de ellos serán acertados. Porque toda la verdad es más honda. Acceden como a la punta de un iceberg. No logra entrar en las profundidades. No lo necesitan. Yo no les dejo. No es necesario conocerlo todo de la persona para hacerme un juicio. Pero siempre ese juicio puede estar equivocado. Puedo pensar que eres santo porque veo el resplandor de algunas de tus obras. Puedo pensar que eres un criminal porque resalta el dolor que tus obras han causado. Juzgo a partir de una punta del hilo con el que se teje tu vida. No tiro del hilo, no sé qué más hay en su interior. Tal vez he decidido con el paso de los años dejar de hacer juicios rápidos sobre las personas. En todo caso si son buenos los juicios los dejo existir en mi alma. Porque tengo claro que pensar bien de los demás le hace bien a mi alma. Duermo mejor, descanso más tranquilo. Cuando elogio, mi alma se llena de vida y cuando hablo bien de otros, me queda un gusto dulce en el paladar. No me importa vivir engañado. Detesto a los que quieren hacerme ver la verdad oculta, el pecado silencioso que yo no veo, la suciedad de sus pensamientos, el pecado escondido en los pliegues de su piel. Quieren que salga de mi inocencia, consideran que soy demasiado ingenuo. Y yo me empeño en mantener esa imagen parcial, incompleta, superficial, no importa. Esa imagen positiva de los demás me hace bien, me llena de luz, me da esperanza y una fe nueva que me lleva a creer en la bondad del hombre. ¿Tengo que conocerlo todo? ¿Es necesario que sea consciente de todos sus pecados? ¿Me tengo que detener en la maldad cometida o puedo seguir adelante recordando sus buenas obras o sus gratas palabras? La verdad ante todo parece ser el grito de muchos, el mío quizás también. Porque la honestidad es lo primero, y la transparencia, y la pureza en las intenciones y el anhelo verdadero y puro de llegar a ser santo. Sí, eso es lo que pretendo en medio de este camino lleno de esperanza. Quiero quedarme con lo bueno, con lo positivo, con la luz. Pero también me gusta la verdad escondida. La mía propia. El otro día leía: «Recordé a mi padre diciéndome que si una persona se irritaba ante una observación personal era, generalmente, porque dicha observación encerraba algo de verdad»[1]. Hay verdades que no quiero reconocer en mi corazón y soy también eso que oculto. Eso que escondo y que aflora cuando alguien desde fuera me hace ver que no soy tan bueno, tan honesto, tan puro, tan brillante. Me hacen ver las sombras que es esconden en mi alma. Mis miedos, mis egoísmos, mis lujurias, mis envidias, mis rabias y demás tentaciones. Me hacen comprender que mi verdad sólo Dios la conoce y sólo Él la puede mirar con misericordia. Porque cuando alguien lo conoce todo sólo puede seguir mirando si la misericordia habita en su interior. Ante esa mezcla de pecado y virtud sólo la misericordia importa. Es lo único que me permite aceptar la vida en toda su verdad. Pecado y virtud. Luces y sombras. Una única verdad amada por Dios. Eso es lo único que cuenta al final del camino.
Los frutos son los que siempre busco en esta vida. Estudio para obtener un resultado positivo y lograr ciertas metas que anhelo. Trabajo con ahínco para lograr un buen puesto de trabajo, un ascenso. Me esfuerzo en una lucha sin cuartel por ponerme en forma y lograr ciertas metas deportivas. Rezo y busco la presencia del Señor deseando el fruto de la paz, de la libertad interior, de una santidad que me llene el alma de alegría. Siempre busco frutos, mi entrega no parece tan desinteresada. Doy y espero recibir aunque solo sea una gratitud visible. Le digo sí a María o al Señor porque lo que quiero es sentirme en paz conmigo mismo, con Dios. Hago meditación para lograr la paz que no tengo. Siembro semillas en mi campo para que den buenos frutos. Hoy me dice Jesús: «Porque no hay árbol bueno que dé fruto malo y, a la inversa, no hay árbol malo que dé fruto bueno. Cada árbol se conoce por su fruto. No se recogen higos de los espinos, ni de la zarza se vendimian uvas. El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca lo bueno, y el malo, del malo saca lo malo. Porque de lo que rebosa el corazón habla su boca». Cada árbol está llamado a dar su fruto. ¿Cuál es el mío? Siento que busco dar frutos. Y cuando no veo frutos en alguna persona creo que no han actuado bien. ¿Podrá dar frutos buenos un árbol que está podrido en su interior, seco por dentro? No lo sé, sigo creyendo en los milagros. Un árbol bueno da frutos buenos. La higuera da higos y no melones. Eso lo tengo claro. Daré los frutos que corresponden a mi ser. Seré fecundo de acuerdo con mi originalidad, con mi verdad. ¿Cuáles son los frutos que estoy llamado a dar? ¿Soy un árbol bueno o mi pecado hace que mi fruto sea malo? Para Dios no hay nada imposible y así como puede sacar hijos de Abrahán de debajo de las piedras, también puede sacar frutos buenos de cualquier árbol. Lo he visto y sé que es así. Dios llama a vivir en su presencia a todos y busca los medios para que eso suceda. Me puede usar a mí con mi debilidad, con mi pecado. Tal vez si lo saben muchos se escandalicen. No es oro todo lo que reluce. Pero mi vida en su pobreza puede dar frutos porque los frutos son de Dios. mientras tanto tengo que cuidar el árbol para que crezca sano. Apartarlo de la tentación. Regarlo para que esté fuerte y vigoroso. Dejar que sus ramas tiendan al cielo buscando el resguardo de Dios. Los frutos no son míos, no nacen como un logro de mi esfuerzo. No soy yo el que va perfeccionando el fruto en mi corazón. Es más bien Dios el que logra sacar de mí un fruto bueno. Sabiendo que yo no soy tan bueno hace que mi fruto sea excelente. En ocasiones miro el fruto y me vanaglorio. Pienso que valgo mucho. Que todo es gracias a mí, a mi lucha, a mi entrega. Y me olvido de lo importante. Tengo que darlo todo como si todo dependiera de mí, pero el fruto es pura gracia de Dios. Lo pongo todo en sus manos porque todo depende de Él. Por eso no dejo de agradecer continuamente: «Bueno es dar gracias a Yahveh, y salmodiar a tu nombre. Publicar tu amor por la mañana, y tu lealtad por las noches, Todavía en la vejez producen fruto, se mantienen frescos y lozanos, para anunciar lo recto que es Yahveh: mi Roca, no hay falsedad en él». Esas palabras del salmo se convierten en mi oración diaria. Doy gracias por todo lo que Dios hace en mí. Me consuela, me levanta, me anima. Doy gracias a Dios por todo lo que obra en mí con mis pocos medios humanos, con mis límites y pecados. Sobre el barro de mi alma, sobre el estiércol de mi corazón, logra que la semilla dé su fruto. Yo sólo tengo que creer contra toda esperanza. Mantener la fe en el bien que puede salir de mis manos, de mis obras, de mis palabras, de mis gestos. Esa fecundidad a mí no me corresponde determinarla. No me la van a exigir porque no es mía. De mí no depende que la Iglesia sea fecunda. De mí no depende que haya conversiones. Yo sólo soy un instrumento en las manos de Dios. Y Él puede hacer conmigo lo que quiera sólo cuando yo le dejo entrar en mí, abriendo la puerta de mi alma. Sé que mi corazón hablará de lo que lleva dentro. Por eso quiero que en mi interior reinen la paz, la alegría, la serenidad, el deseo de dar, el anhelo de entregarme. Si esos deseos viven en mi corazón mi boca hablará de lo que llevo dentro. Comenta el Papa Francisco: «Creo que los demás son buenos y que debo amarlos sin temor y sin traicionarlos nunca buscando una seguridad para mí. Creo que quiero amar mucho». Quiero creer en la bondad que hay en cada alma. Hay una lucha entre el bien y el mal. Hay un deseo de amar y un odio contenido. Hay una generosidad clara y un egoísmo que me encierra. Como en cada alma luchan el bien y el mal en una batalla continua. Y Dios no acaba con el mal, sino que fortalece mis manos para la pelea. Así hablaré de lo que hay en mi alma. Cuando se imponga el bien en mi interior sobre ese mal que lucha por hacerse fuerte. Quiero llenar mi corazón de buenas obras y buenos deseos. De todo el amor del que soy capaz y de todo ese amor que recibo sin merecerlo, porque nunca mereceré ser amado por quienes me aman. Nada es seguro, tampoco el amor que es frágil. Nada es tan firme, tampoco la fidelidad prometida. Pero Dios me cuida y riega, para que dé su fruto. Según mi naturaleza, según mi verdad y originalidad.
Hoy Jesús me invita a no juzgar, a mirar bien a mi hermano, a saber que yo también cargo con el pecado y la debilidad. «¿Podrá un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? No está el discípulo por encima del maestro. Todo el que esté bien formado, será como su maestro. ¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: - Hermano, deja que saque la brizna que hay en tu ojo, no viendo tú mismo la viga que hay en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver para sacar la brizna que hay en el ojo de tu hermano». Creo que puedo guiar a otros pero estoy ciego. ¿Cómo podré hacerlo? A menudo me veo aconsejando a otros desde mis propias debilidades. Ser consciente de mi ceguera me hace más dócil para Dios. No me siento más fuerte que otros. No creo tener todas las respuestas ni una mirada sabia sobre todas las cosas. No siempre hallo respuestas. No logro ser el que quiero ser. Hay en mi alma una pasión por la vida muy fuerte. Un deseo de amar y ser amado. Una rabia contra las injusticias, contra el mal causado a inocentes, contra las brutalidades que muchos cometen, contra la guerra y la maldad. Hay en mi alma un afán contenido por cambiar este mundo para que sea mejor, más justo. Para que haya menos dolor, menos guerras, menos odio. Hay una intuición en mi corazón que me dice que yo no puedo cambiarlo todo pero sí puedo cambiar esos metros cuadrados en los que me muevo. Puedo cambiar mi forma de mirar a los hombres. Puedo ver que la brizna en el ojo de mi hermano no es tan grave como mi viga. Después de confesar tanto llego a la conclusión de que no soy mejor que nadie y tengo sus mismos pecados. Soy consciente de que sólo puedo sembrar esperanza y plantar árboles que den sombra al que sufre el sol. No puedo volver a nacer, tampoco lo deseo. Miro con gratitud todo lo que Dios ha hecho en mi vida. Me alegra ser como soy, no me da miedo mirar la oscuridad de mis sombras, cuando me sumerjo buscando respuestas en mi interior. Veo la viga, veo la noche pero no me asusto y no pierdo nunca la esperanza. Sé que soy corruptible, como hoy escucho, pero estoy llamado a la incorruptibilidad: «Y cuando este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad, se cumplirá la palabra que está escrita: - La muerte ha sido devorada en la victoria. ¡Gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo! Así pues, hermanos míos amados, manteneos firmes, inconmovibles, progresando siempre en la obra del Señor, conscientes de que vuestro trabajo no es vano el Señor». Palpo la debilidad de mi carne. Siento mi fragilidad ante la tentación. Sucumbo a menudo pero no me desanimo. Cristo ya ha vencido y eso me anima, me da tanta paz. Ya ha logrado la victoria, que es mi victoria. Ha salido triunfante de la muerte y me ha abierto el camino al cielo, a la inmortalidad. La muerte ha sido vencida. Sigo sin saber si podré guiar a otro ciego siendo yo igual de invidente. Sigo sin ver, sin poder mirar. Sigo sin claridad y no por ello me desanimo. Camino y me mantengo firme, inconmovible. No me dejo llevar por la tristeza. Puedo guiar a otros ciegos desde mis sombras. No me escandalizo ni de mi oscuridad ni de la que veo en otros. Me alegra saber que la vida se juega en las decisiones que tomo cada día. Puede tener segundas oportunidades, incluso terceras, o muchas más. Porque Dios sale a mi encuentro a rescatar mi vida. Pero no quiere que me deje llevar por el orgullo. No hay nada peor que ese orgullo mío que me hace pensar que soy mejor que otros. Nada más lejos de la realidad que observo cada día. Soy un ciego que busca ver. Tengo una viga en mi interior que pesa, es mi pecado, mi fragilidad. Miro con misericordia a mi hermano, no lo juzgo, no lo condeno. No salen malas palabras de mis labios. No considero injusta mi vida, es todo lo contrario. Tengo un corazón hecho a la medida de Dios. Esa verdad me alegra en lo profundo. Sé que puedo dar más, siempre hay margen de mejora. No he llegado al final del ningún camino, por eso me gusta caminar más que llegar a la meta. Quizás algún día, cuando amanezca en el cielo, habré llegado al final de un punto para iniciar la verdadera vida. Entonces se caerán todos los miedos y brotará la esperanza que llevo guardando dentro de mi alma. Saber que la victoria ya ha sido lograda por Jesús no le quita un ápice de emoción a la vida de cada día. Persevero, elijo, opto y sé que el camino que tomo es el que Dios ha soñado para mí. Esa paz habita dentro de mí. Él ha vencido.