Homilía del padre Carlos Padilla - 26 de noviembre

Domingo 26 de noviembre de 2023 | Carlos Padilla

Domingo de Cristo Rey

Ezequiel 34:11-12, 15-17; I Corintios 15:20-26, 28; Mateo 25:31-46

«Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; o sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos forastero, y te acogimos; o desnudo, y te vestimos?»

26 noviembre 2023    P. Carlos Padilla Esteban

«Quiero ser un signo de misericordia para todos no sólo para los que actúan bien. Quisiera aprender a amar a todos con ese amor de Dios. No logro amar con tanta generosidad»

Educar el corazón es una tarea para toda la vida. Permitir que salga lo mejor de mi corazón. Al fin y al cabo sé que educar significa acompañar y hacer que la persona sea autónoma e independiente. Que tome decisiones en su vida que la lleven a realizarse. Educar supone sacar lo mejor que hay en aquel que se me ha confiado. Que sepa amar de forma madura. Que sepa entregarse y tener criterios razonables para tomar decisiones felices. Porque mi felicidad depende de las decisiones que voy tomando en el camino. Elegir mal me lleva a seguir rutas que no me dan la felicidad. Optar por lo que me dice el corazón. Puedo dejarme llevar por los caminos por los que el corazón me muestre. Depende. Sí, depende de mi madurez afectiva, depende de mi capacidad para enfrentar la vida. No siempre el corazón estará bien ordenado. No siempre sabré optar por lo que me conviene. En ocasiones el corazón me lleva por el mal camino. Me hace vivir en dependencias que me esclavizan. Quisiera educar bien mi propio corazón. Deseo tener un corazón sabio, un corazón que sepa elegir lo que le conviene. Un corazón que opte por lo bueno, por lo noble, por lo que me hace más libre. Me da miedo seguir caminos confusos que no me llevan a ninguna parte. La voluntad unida a la razón y al corazón. Que mis afectos y sentimientos estén en armonía. No es tan fácil. El drama del tiempo que vivo es el desorden. La incapacidad para tomar decisiones que me hagan más libre. Si supiera abrazar sin retener a nadie. Si supiera amar sin exigir que me amen. Si supiera vincularme sin crear relaciones tóxicas que hacen daño. Si lograra entregarme sin exigir amor a cambio. Si pudiera ser libre para entregar mi vida. Si tuviera un corazón pacífico que no viva anclado en el resentimiento, en el deseo de venganza. La educación dura toda la vida. Pero hay años fundamentales en los que aprendo a amar de verdad, desde lo hondo, con honestidad. Un amor sincero, profundo, grande. Un amor que acoja al herido y perdone siempre. Sin poder perdonar no avanzo, no crezco, no amo bien. Donde el corazón me lleve, sí, porque sin el corazón no llego a ninguna parte. Las ideas y los sueños se quedan ahí si no tocan mis entrañas. Si no me enamoro del camino elegido no avanzo, no asciendo, no crezco. Donde el corazón me lleve, porque el corazón tiene que amar lo que la razón ve como bueno, lo que la voluntad elige cada mañana. No soy esclavo de las decisiones pasadas salvo que esas decisiones me hayan hecho esclavo, me hayan enfermado. Le pido a Dios que eduque mi corazón. Que me enseñe a vivir la vida que me toca sin desear tener otras vida, que me haga capaz de dar lo mejor que hay en mi corazón sin compararme con nadie. Lo que yo tengo nadie puede entregarlo en mi lugar. Soy único, soy valioso, soy grande. Dios me ha soñado para una misión maravillosa. Y lo es en la medida en la que estoy hecho para dar todo lo que hay en mí. No quiero compararme con otras misiones, con otros proyectos. Soy una creatura amada por Dios. Donde el corazón me lleve para dar vida a otros. Porque sólo el que ama y se vincula logra cambiar el mundo. Sólo el que acepta a las personas como son y las quiere de tal manera que saca lo mejor que hay en sus corazones. No quiero confundirme siguiendo caminos esquivos, que no me hacen feliz. La felicidad no es el único fin de mi vida. El fin último es ser coherente. Que lo que digo lo haga. Que lo que sueño lo persiga. Que lo que amo siga amándolo con el paso del tiempo. No soy esclavo de decisiones pasadas, más bien soy responsable. No tomé esas decisiones en vano. Fue porque Dios las puso en mi corazón y me enamoró de un camino concreto. Luego la vida puede que haya enfriado mi amor. Y yo haya dejado de cuidar el amor que se me había confiado. Creo que todo puede salir bien si sigo el camino que mi corazón señala. Cuando es maduro, cuando está ordenado, cuando ama de forma correcta, cuando está bien anclado y tiene la mirada puesta en el cielo. Sólo así tiene sentido seguir lo que en el camino sueño. Quiero ser fiel a ese amor que Dios puso un día en mi alma. Educarme para sacar de mí lo mejor que hay en mi interior, mi tesoro, mi belleza. Sólo el que es fiel a sí mismo puede llegar más lejos, más alto, más hondo. No quiero dejarme llevar por las corrientes de los tiempos. Con hondas raíces y grandes alas llegaré más lejos.

Una persona plenamente es viva quien conoce sus capacidades humanas y las utiliza hasta el extremo. No las guarda sino que las pone al servicio de los demás. El otro día leía: «Muy a menudo, lo que impide la acción de la gracia divina en nuestra vida no son tanto nuestros pecados o errores como esa falta de aceptación de nuestra debilidad, todos esos rechazos más o menos conscientes de lo que somos o de nuestra situación concreta»[1]. A veces no me siento a gusto conmigo mismo y no estoy abierto a todas las emociones que siento. Las reprimo, las niego, no soy capaz de ponerles nombre ni de trabajarlas. Por eso necesito llegar a ser una persona viva de mente, corazón y voluntad. Necesito aprender a vivir con paz el fracaso y el éxito. Vivir con paz el gozo y el dolor. Tengo muchas preguntas y sólo algunas respuestas, no importa, sigo caminando. No dejo de soñar y esperar siempre. Lo único que es ajeno a mí es la apatía y la pasividad. Quiero ser capaz de llorar y de reír, de pronunciar un decidido sí a la vida y un enérgico amén al amor. Quiero sentir en mis carnes las punzadas del crecimiento y estar siempre dispuesto al cambio. Quiero ser libre de esas ataduras que no me permiten madurar. Esas dependencias que se arraigan en mi corazón y no me dejan tener un dominio total de mi vida. Deseo aceptar mis emociones, comprender mis reacciones, saber reconducir mi vida después de haber fracasado en muchos intentos, poner mi voluntad por delante, para hacer aquello que me conviene llevar a cabo. Sin voluntad me pierdo. La libertad la cuido desde mi decisión. Opto por lo bueno, por lo bello, por lo que me hace bien como persona. Lo elijo ahora y lo mantengo mañana. No dudo, no me retracto de lo que dije o hice, sigo hacia delante sin dudar. Quiero ser una persona libre, con el corazón bien arraigado, con las alas desplegadas hacia el cielo. No le tengo miedo a la vida como es, como viene. Sueño a lo grande para no perder la emoción. Siento que si no tengo grandes sueños no llegaré muy lejos. Como decía Antoine de Saint-Exupéry: «Si quieres construir un barco no empieces por buscar madera, cortar tablas o distribuir el trabajo; primero has de evocar en los hombres el anhelo del mar libre y ancho». El anhelo del mar es lo que me hace ponerme manos a la obra. En lo pequeño se muestra mi decisión, mi libertad, mi voluntad. Libremente me pongo al servicio de un gran sueño que me moviliza. Libre de todo lo que me ata para entregar la vida totalmente. Mientras tenga en mente el ancho mar será fácil cortar tablones para construir un barco. Mientras siga enamorado de María será más fácil ir construyéndole una casa en la que pueda Ella habitar. Me gustan esos sueños grandes que me sacan del lodo y me ponen en camino. No importan la lluvia ni el frío. No tienen importancia las contrariedades que sufro en el camino. La adversidad siempre es pasajera. Vendrán días mejores en los que todo brillará bajo la luz del sol. Me alegran el corazón los que sueñan porque no se detienen abrumados por la tristeza. Toman decisiones en libertad sabiendo que la vida se juega en esas pequeñas decisiones de cada día. Mientras tallo y trabajo una piedra pequeña sé que todo importa en la construcción de la casita de María. No me desanimo. No me confundo. A veces tomo decisiones precipitadas y me confundo. No sé lo que me corresponde hacer y lo hago mal. Acepto con humildad mis equivocaciones. La imagen que tenían sobre mí habrá cambiado. Aceptaré que me traten de acuerdo con mi pobreza. La humildad se gana a través de humillaciones. La libertad crece cuando me despojo de ese miedo al qué dirán, a la crítica y al juicio de mis hermanos. No me importará que hablen mal de mí. Siempre lo van a hacer, haga lo que haga. No tengo miedo a la condena. No me asusta el rechazo de los míos. Siempre estará Dios mirándome y sosteniéndome. No hay una libertad verdadera donde existe el miedo al fracaso y a las caídas. Los errores son parte de mi camino. Pido perdón y aprendo, vuelvo a comenzar y continúo. La vida es muy larga y me equivocaré muy a menudo. Salgo de mi zona de confort y me enfrento con los que están ante mis ojos. No dudo, sigo soñando. Con una vida más grande, con unos amores que ensanchen el alma. Cuanto más amo, más grande es el corazón y el sentimiento más hondo y duradero. No le tengo miedo a la vida. Pongo mi voluntad para que se fortalezca. Y lo importante después de todo es el amor. Como decía el Papa Francisco en la JMJ de Lisboa 2023: «Quien ama no se queda de brazos cruzados, quien ama, sirve, y quien ama corre a servir, corre a entregarse en el servicio a los demás». No quiero dejar de soñar, no quiero conformarme con la vida tal y como es. Me subo a las alas de mis sueños. Dejo que el amor que siento sea más maduro, más firme. Para que no lo arranque el viento de mi corazón. Confío en todo lo que voy a lograr si soy un instrumento útil en las manos de María. Tengo demasiado poco tiempo por delante. No malgasto mi tiempo ni mi vida, no dejo de luchar por aquello en lo que creo y confío. Después de todo no sé cuánto tiempo me queda. Espero aprovechar hasta el último aliento de vida.

Quiero cuidar bien a las personas que se me han confiado. ¿Cómo lo hago? Una madre me preguntaba un día preocupada: «¿Cómo hago para que mis hijos me salgan sanos y santos? Me preocupan tantas cosas desde que somos padres. ¿Cómo ayudar a estas pequeñas vidas que ahora dependen de nosotros?». Una pregunta intensa y llena de aristas. El que es padre quiere ser el mejor padre del mundo, pero nadie nace sabiendo. Se aprende sobre la marcha, caminando, educando, logrando avances y retrocesos, cayendo y volviendo a empezar. El que acepta en su vida la llegada de un hijo sabe dónde se está metiendo, al menos lo intuye. Por eso hay tantos que no quieren tener hijos. Es complicado educar a otro. Es más fácil eludir esa responsabilidad y no permitir que el amor esponsal se transforme en un amor de padres. En un amor que crea una vida independiente y única. Educar es el camino de toda la vida. Comenta el P. Kentenich: «Educar significa mantener contacto vivo. Y tal contacto es también capaz de recibir vida. Vale decir, recibo a la vez la vida de los que me fueron confiados. Por lo tanto no me conformaré con colocar simplemente en un molde a tal o cual persona. He de acoger la vida que palpita en quienes me fueron confiados. La vida sólo se genera por la vida»[2]. Educar significa conducir la vida y sacar lo mejor de cada hijo, desde su verdad, desde su originalidad. Supone ser capaz de ver esa belleza que hay escondida dentro de cada uno. ¿Cómo hago para que mis hijos crezcan sanos y lleguen a ser santos? ¿Cómo logro que lleven vidas felices, realizadas, plenas? Un hijo adolescente estallaba frente a su terapeuta: «Yo lo único que quiero es ser feliz y no me dejan. Me llenan de normas y obligaciones. Quiero hacer lo que me gusta, ser feliz, en una palabra. Pero mis padres no me dejan». Ese concepto tan limitado de felicidad es el que mucha gente maneja. Hacer lo que quiero. Disfrutar de una vida sin obligaciones. Es corto el tiempo que tengo por delante. Necesito espacio para ser yo mismo. Uno olvida que la felicidad es la consecuencia de las decisiones que tomo y de los proyectos que emprendo. Si esas decisiones son sabias creceré como persona y podré llevar una vida lograda. Si no es así, y no aprendo a vivir, no seré feliz por mucho que crea que estoy haciendo lo que quiero. El niño aprende mirando. Son mis actos, mis gestos los que educan, mucho más que mis palabras. Poner límites es esencial y ayudar al hijo a respetarlos. Educar supone tener paciencia y asumir que los procesos son necesarios. Son etapas de un crecimiento. No dejo de ver la meta, aquello a lo que aspiro, el ideal con el que sueño. No me frustro al confrontarme con los mínimos resultados que recibo. No siento que el tiempo juegue en contra sino a favor. La aceptación de mis hijos en su originalidad, en su verdad es lo que me ayuda. Mirarán cómo amo y me entrego. Aprenderán de mi ternura o de mi violencia. Sabrán si lo que les pido yo lo cumplo o al menos aspiro a vivirlo. Verán mis incoherencias y descubrirán mis fallos. Las heridas que tengan mañana las habré causado yo. No lo habré hecho con mala intención pero habrá sido inevitable. No soy perfecto y mis imperfecciones causan dolor. No amo tan bien como quisiera y mi amor no es incondicional. Me gustaría amar a mis hijos sin importar cómo se comporten y actúen. Pero no soy capaz de separar ese momento de sus vidas en el que se encuentran del ideal que aspiro a ver en ellos. Asumir que son limitados me da paz. No puedo exigirles más de lo que me pueden dar. No puedo pretender que lo hagan todo perfecto, ni que cumplan las expectativas en las que yo fallé. No puedo soñar con que tomen siempre las mejores decisiones. Se equivocarán y no impediré que lo hagan. No controlaré todos sus movimientos. Aceptaré que no siempre respetarán los límites que les exijo. Volveré a confiar en ellos aunque me hayan mentido en muchas ocasiones. No le echaré la culpa al colegio de lo que yo he dejado de hacer. Siempre que les pida algo me aseguraré de aspirar yo a cumplirlo. Asumiré los retos que tiene educar niños. Sonreiré cuando no logre llegar tan lejos. Aceptaré que descubran mis miserias y vean que no soy tan digno de admiración como pensaban que era siendo niños. No sé tanto como quisiera y no logro estar a esa altura que yo mismo les exijo. Reconocer que no hago las cosas bien me permite pedir perdón con humildad. Puede que no me perdonen, que no me entiendan. No importa, volveré a pedirles perdón cada día. Sé que el jarrón que se rompe no se recompone fácilmente. Me gustaría soñar con imposibles. Llegar a las cumbres más altas. Es lo que quiero mostrarles a ellos. No dejaré nunca de ser creativo. No los trataré igual, haré diferencias porque cada hijo es diferente y necesita diferentes cosas. No me canso de ser educador. Y cuando no pueda hacer más. Cuando ya no esté a mi alcance, siempre me quedará rezar por mi hijo. Ponerlo en manos de Dios porque a Él le pertenece. No me desespero, no me comparo con otros padres, con otros hijos. Las comparaciones nunca me ayudan, me hacen ver sólo todo lo que me falta. Además yo tengo mi manera de educar, mi originalidad. Como esposos educamos de una manera, con una forma única. No es comparable con otros caminos y otras formas.

Dios es mi pastor. Me cuida como su rebaño. Conozco su voz, lo sigo: «Porque así dice el Señor: Aquí estoy yo; yo mismo cuidaré de mi rebaño y velaré por él. Como un pastor vela por su rebaño cuando se encuentra en medio de sus ovejas dispersas, así velaré yo por mis ovejas. Las recobraré de todos los lugares donde se habían dispersado en día de nubes y brumas. Yo mismo apacentaré mis ovejas y yo las llevaré a reposar. Buscaré la oveja perdida, tornaré a la descarriada, curaré a la herida, confortaré a la enferma; pero a la que está gorda y robusta la exterminaré: las pastorearé con justicia. En cuanto a vosotras, ovejas mías, así dice el Señor: He aquí que yo voy a juzgar entre oveja y oveja». Es el pastor que me cuida. El Dios que me espera al final del camino. Me sanará cuando esté enfermo. Me cuidará cuando esté angustiado. Me buscará cuando me haya perdido. Es el pastor al que le importan sus ovejas. Me impresiona esa mirada del pastor. Sale a buscarme por los caminos cuando sabe que no estoy a salvo. En el salmo lo repito: «Dios es mi pastor, nada me falta. Por prados de fresca hierba me apacienta. Hacia las aguas de reposo me conduce, y conforta mi alma; me guía por senderos de justicia, en gracia de su nombre. Tú preparas ante mí una mesa frente a mis adversarios; unges con óleo mi cabeza, rebosante está mi copa. Sí, dicha y gracia me acompañarán todos los días de mi vida; mi morada será la casa del Señor a lo largo de los días». Él es mi pastor, mi Padre, mi Señor. La imagen del pastor me ayuda a entender cómo es Dios. Él conoce sus ovejas y ellas le conocen a Él. Dios me conoce y sólo quiere que reconozca su voz entre muchas voces. Que escuche su querer entre muchos deseos posibles. Me espera al final del camino y sale siempre a buscarme de nuevo. No me deja solo, no me abandona. Ese pastor se preocupa por mí cada día. El rebaño de ovejas se encuentra protegido por el pastor. No importa lo que pasa alrededor, en el mundo. El pastor vela para que las ovejas estén protegidas. En ocasiones pienso que Dios me guarda en su redil. Vivo en una burbuja en la que experimento el amor de Dios. ¿Me dedico a peinar ovejas? ¿Es lo que hace Dios conmigo? Quiero salir a buscar a las ovejas perdidas, a las que no tienen luz en sus vidas, a las que han vivido la derrota y se encuentran sin rumbo. Me gustaría vivir con esa actitud de búsqueda. No me importará dejar a las noventainueve en el redil protegidas mientras voy a buscar a la que se ha extraviado. Hay muchas personas lejos de Dios, que no lo conocen y por eso no lo aman. Han escuchado hablar de un Dios vengador, justiciero, implacable. Y no han sabido nada de su misericordia. Se sienten condenados, juzgados por la misma Iglesia. No quieren acercarse a Dios porque le tienen miedo. No es un pastor solícito y amable que conoce su voz y las llama por su nombre. Ven en Dios más bien a un Juez que no las ama, no las espera, no las busca. Esta imagen del pastor me da mucha paz. Me gustaría vivir así mi relación con Dios. Soy su hijo, su oveja, su propiedad. Me ha llamado y amado tal como soy. No quiere que cambie, sólo que permanezca a su lado. Y esa permanencia irá cambiando mi corazón. Todos tienen algo de pastores en el ámbito en el que viven su autoridad. El padre con sus hijos. El profesor con sus alumnos. El jefe con sus empleados. Todos tenemos algo de ese Dios que es pastor lleno de misericordia. Sabemos lo importantes que son aquellos que tienen alguna autoridad en la vida. Decía el Santo Cura de Ars: «Un buen pastor según el corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia». Un pastor es el que guía a los suyos por el buen camino, para que no se pierdan. Ser pastor es un regalo inmenso y una tremenda responsabilidad. El que tiene un poder corre el riesgo de usarlo mal y no ser fiel a la misión que se le ha confiado. El poder del pastor es grande. Puede olvidarse de las ovejas perdidas o puede tratar mal a las ovejas que viven en su redil. Puedo ser un dictador, un déspota abusando de la confianza que se me ha dado. La humildad del pastor es fundamental. Necesito aprender a vivir. Saber que puedo llegar más lejos si me dejo hacer por Dios según la forma de su corazón. No sé si podré estar a la altura del buen pastor que es Cristo. Antes tendré que aprender a ser oveja para vivir en mi carne el poder sanador del amor del pastor. Y luego pedir la gracia de poder acompañar a los que me ha confiado por su gracia. Soy pastor tratando de vivir el amor de Cristo en mi vida. Ser pastor según el modo de Jesús. A su imagen, tal como Él se acercó a sus ovejas. Con la misma paciencia, delicadeza y respeto. Un pastor que ama a cada oveja de acuerdo con su necesidad. Un pastor que no se cansa de buscar a la oveja perdida, dejando su comodidad para ponerse siempre en camino. Me gustan esas ovejas que vuelven al redil al oír la voz de Dios. Saben que si se quedan lejos se acabarán perdiendo. Y estando cerca del pastor la vida es más fácil. Huir del redil es posible, porque la fidelidad no se impone. El pastor ama a su oveja y sólo desea que permanezca a su lado por amor, en libertad, no por obligación. No se impone, no presiona. Sólo seduce y llama por el nombre a la oveja amada. Esa forma de ver las cosas me da paz. No me importa perderme por los caminos si el Pastor sale a buscarme.

La resurrección de Jesús es el sentido de mi vida de fe. Creo en ese Jesús que murió por mí y resucitó de entre los muertos. Hoy lo escucho: «¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron. Porque, habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo. Pero cada cual en su rango: Cristo como primicias; luego los de Cristo en su Venida. Luego, el fin, cuando entregue a Dios Padre el Reino, después de haber destruido todo Principado, Dominación y Potestad. Porque debe él reinar hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies. El último enemigo en ser destruido será la Muerte. Cuando hayan sido sometidas a él todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá a Aquel que ha sometido a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todo». Y me anuncia así el apóstol lo que será la segunda venida de Jesús en Gloria. Cuando venga para establecer su reino definitivo, para siempre. Y allí nos encontraremos todos. Mientras tanto la vida se juega en la tierra, entre dolores y fracasos. En el bullicio de una vida que quiere entregarse por amor. En todo momento, darse por entero. En esta tierra camino a ver el sepulcro vacío en Jerusalén. Una losa sobre la que estuvo su cuerpo me recuerda que ya no está en su carne. Yo beso la losa y pienso que ese vacío es el pilar de mi fe. Sobre ella vuelvo a creer cuando me asaltan las dudas. Jesús está vivo, no está encerrado en un sepulcro. No murió para siempre. Es primicia de los vivos. Es la esperanza que tengo de morir para volver a nacer. Acabaré en un sepulcro para luego resucitar. Esa esperanza me sostiene el alma. Creo en ese Jesús que me sujeta desde el cielo y me anima a creer que detrás de la muerte siempre hay esperanza. Hoy Jesús me muestra ese día en el que Jesús vendrá a establecer su reino definitivo: «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles, entonces se sentará en su trono de gloria. Serán congregadas delante de él todas las naciones, y él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos». El Reino de Jesús es el reino de un amor más grande, imposible, misericordioso. Es ese Reino de amor que comenzó cuando se hizo carne entre los hombres. Me dejó un testimonio de vida, de un amor imposible que se iba a entregar a todos. Por eso tienen sentido las palabras que hoy escucho en boca de Jesús. En ese día del juicio la pregunta no tendrá que ver con el cumplimiento de normas sino con el amor. Dios me quiere por encima de todos mis cumplimientos y caídas. Dios no me deja y quiere saber cómo ha sido mi forma de amar y entregarme. Jesús se fija y pone el acento en las cosas buenas que he hecho, no tanto en las malas. Me recuerda lo que hice y lo que dejé de hacer. A menudo parece que me importan más las cosas malas que hago. Tengo miedo de pecar, de hacer daño, de caer en esclavitudes y dependencias. Miedo de no ser como podría haber sido. Hoy el examen parece sencillo. Unos lo pasan con creces. Otros no lo pasan: «Pondrá las ovejas a su derecha, y los cabritos a su izquierda. Entonces dirá el Rey a los de su derecha: - Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme. Entonces los justos le responderán: - Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; o sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos forastero, y te acogimos; o desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel, y fuimos a verte?». Los primeros que se acercan son los que cumplieron. Jesús pasa a enumerar las obras de misericordia: vestir al desnudo. Dar de beber al sediento. De comer al hambriento. Acoger al forastero. Visitar al enfermo o al que está en la cárcel. Son obras sencillas que estoy llamado a hacer. No siempre las hago. Jesús les dice que sí las han hecho. Pero ellos no entienden. ¿Estaba Jesús en esos pobres, presos, hambrientos, menesterosos a los que socorrieron con misericordia? «Y el Rey les dirá: - En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis». Los más pequeños son Jesús caminando entre los hombres. Los pequeños son los débiles, los que no han tenido oportunidades en su vida para salir adelante. Son los abandonados, los más menesterosos entre los hombres. Se me olvida que en el pobre, en el que es un necesitado, está de forma especial Jesús. Al servir al que necesita es a Jesús a quien sirvo. ¡Cuánto me cuesta descubrir a Jesús en los rostros humanos! Me parece fácil verlo en los consagrados, en los que hablan con palabras bonitas de Dios, en los que tienen autoridad moral para señalarme dónde está Dios presente. Veo a Jesús en los que no pecan tanto porque están distantes de mí. Me cuesta más verlo en el pobre, en el indigente, en el que no brilla, en el ignorante, en el que está lejos de Dios. Me cuesta encontrarlo en aquel a quien conozco mucho, en mi hermano, en mis padres, en mi amigo, en mi cónyuge. Creo que en ellos es más visible el pecado que la virtud, lo humano que lo divino, la mancha que la pureza. El rostro de Dios queda oculto, difuminado en esos rasgos humanos que me hablan de la tierra más que del cielo. Se esconde en ellos para que mi servicio sea libre. Sirvo al pobre porque es pobre, no porque es Jesús, no para que me dé algo a cambio. Y al hacerlo, sirvo a Jesús que está escondido. Si viera el rostro de Jesús sentiría que lo hago por Él, no por el necesitado. Jesús, al llegar ese día, me recordará detrás de quiénes estaba escondido.

Luego llegan ante Jesús los otros, los que no hicieron nada, los que no actuaron con misericordia: «Entonces dirá también a los de su izquierda: - Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el Diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; era forastero, y no me acogisteis; estaba desnudo, y no me vestisteis; enfermo y en la cárcel, y no me visitasteis. Entonces dirán también éstos: - Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento o forastero o desnudo o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos? Y él entonces les responderá: - En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo». El rechazo viene dado porque esos no hicieron ninguna obra de misericordia. No les echa en cara los actos malos sino más bien las omisiones culpables. Dejaron de amar, de cuidar, de vestir, de alimentar, de sanar. Dejaron de atender al que suplicaba misericordia en medio del camino. Todos tenemos un Lázaro en la puerta de nuestra casa al que ignoramos pasando por delante sin hacerle caso. Tengo un Lázaro que me suplica ayuda mirándome, con silencios y con palabras. Como aquel ciego al borde del camino que gritaba: «Hijo de David, ten misericordia de mí». Así suplican muchos y no los escucho. Pienso que me van a engañar, que se lo piden a todos, que es mentira lo que me están contando. Los veo venir a mi puerta y evito abrirles por miedo de sentir que al hacerlo dejo que entren en mi vida y me lo compliquen todo. Deseo que se alejen, que vayan mejor a otras puertas, a otras vidas. Yo me refugio en la comodidad. No cometo grandes pecados. No hiero a otros, no hago mucho daño. Pero dejo de hacer obras de misericordia. No visito a ese enfermo que yace en el hospital, en su cama, solo y sin ayuda. No lo visito porque tengo cosas más importantes que hacer. No visto al desnudo porque me gusta mi ropa, amo mis bienes y no pienso desprenderme de ellos. La generosidad es un don de Dios que me falta. Y el egoísmo se cuela en mi alma haciendo que deje de hacer cosas. Dejo de hacer el bien. No hago el mal, pero omito el bien. Dejo de ser generoso y mi egoísmo es silencioso. Pienso en los que no he socorrido cuando pasaban necesidad. En los que he dejado de lado porque tenía a otras personas más importantes a las que ver, con las que estar. Porque estaba rezando en el templo. Porque estaba con Jesús en la eucaristía. Tenía buenas excusas para no hacerlo. Siempre surge la misma pregunta: ¿Qué más puedo hacer por los demás? A menudo veo que no hago lo suficiente. Me acomodo en mi zona de confort y espero a que se abran los cielos y Dios me diga lo que tengo que hacer. Se me olvida lo importante. Dios me habla en los pequeños, en las periferias, en los que sufren, en los enfermos, en los que están solos, en los que no me pueden pagar mi servicio ni devolverme con creces lo que yo les entrego. Lo más valioso que tengo es mi tiempo y no se lo doy a los que más lo necesitan. Lo valioso que tengo es mi ternura, mi amabilidad, mi amor sincero y me lo guardo sólo para algunos o para aquellos que me han dado su amor primero. Se lo devuelvo para no estar en deuda. Me olvido del Lázaro que está sentado a mi puerta. No veo al enfermo. No escucho al que grita mi nombre pidiendo ayuda. Me justifico. No tenía tiempo o mi agenda está imposible. No hago más porque no puedo. Me digo para tranquilizar la conciencia. Pero esta siempre está activa, al menos eso me salva. Puedo hacer más, siempre puedo ayudar a más personas, ser más misericordioso, más generoso, más compasivo, más dispuesto a entregar la vida por aquellos pequeños en los que está oculto Jesús llamándome a gritos. El P. Kentenich me recuerda cómo ha de ser el verdadero amor: «El amor sobrenatural no debe excluir a nadie: ni a cristianos, ni a judíos ni a paganos, ni a ricos ni a pobres, ni a benefactores ni a enemigos, ni a personas simpáticas ni a antipáticas»[3]. Mi amor no puede ser restrictivo. Quiero amar a todos, no sólo a aquellos que merezcan mi simpatía y amabilidad. Quiero ser un signo de misericordia para todos no sólo para los que actúan bien, con justicia. Quisiera aprender a amar a todos con ese amor de Dios. No es tan sencillo porque no logro estar a la altura, no amo con tanta generosidad.



[1] Jacques Philip, la libertad interior

[2] Jose Kentenich, King4. Pensar y vivir orgánicos

[3] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

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