Homilía del padre Carlos Padilla - 26 de junio de 2022
Domingo 26 de junio de 2022 | Carlos PadillaDomingo XIII Tiempo Ordinario
1 Reyes; Corintios 11,23-26; Gálatas 5, 1. 13-18; Lucas 9, 51-62
«Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de mi familia. Jesús le contestó: - El que echa mano al arado y sigue mirando atrás no vale para el reino de Dios»
26 junio 2022 P. Carlos Padilla Esteban
«No saberlo todo me da serenidad. Y caminar en las manos de Dios me regala una confianza infinita. Tengo toda la vida por delante para caminar por ella. Sin prisas, sin pausa, sin miedo»
No estoy seguro de muchas cosas. Me cuesta afirmar cosas con mucha contundencia. Decía el tenista Rafa Nadal: «Yo pienso que las dudas son buenas. Si uno no tiene dudas, en la vida en general, es porque es un profundo arrogante, ya que las cosas en la vida no son claras siempre. Creo que las dudas te ayudan a estar despierto y te ayudan a mejorar, porque cuando uno tiene dudas significa que no está tan seguro de uno mismo, y entonces hace un extra para buscar esa seguridad». La arrogancia me hace creer que estoy bien, que estoy seguro de todo. Pero no es así. Dudo en mi interior aunque quiero aparentar una seguridad extrema. Que los demás piensen que no necesito a nadie. Si creen que estoy bien no me amenazarán. Dudarán ellos de sus posibilidades. Mostrarme inseguro forma parte de mi verdad. Aparentar seguridades que no tengo no me hace bien. Leía el otro día: «La mayoría de nosotros estamos aparentando nuestro paso por la vida. Sólo escogemos las batallas que estamos seguros de ganar, sólo aquellas aventuras que estamos seguros de manejar, sólo esas bellezas que estamos seguros de rescatar»[1]. Busco seguridades que me salven, que me sostengan. Certezas sobre las que construir mis creencias. Pilares estables que no me hagan tambalear en los momentos de duda. Me aferro a aquellas actividades en las que me siento seguro. Huyo de esas otras en las que veo una posibilidad muy grande de fallar, de caer, de no lograr el éxito deseado. Me cuesta mucho reconocer que no estoy seguro de ciertas cosas. Pero no tengo todas las respuestas. No hallo el consejo ideal que resuelva los conflictos. Las dudas forman parte de mi camino. Tengo dudas, me siento inseguro. Necesito una mano amiga sobre mis hombros que me recuerde quién soy, de dónde vengo. No necesito estar seguro de todo. Eso sólo Dios. Él tiene todas las respuestas y conoce todos los caminos. Yo sólo voy desvelando cada mañana el nuevo día y pretendo encontrar coherencias que me den paz y sabiduría. La seguridad me la dará el esfuerzo y la lucha. Seguiré adelante aunque no esté seguro de todo lo que hago. Dios sabe mejor lo que me conviene. Me bastan algunas certezas para recorrer esta vida. El amor de Dios, el de algunas personas que son pilares en mi camino. Me bastan algunas alegrías cotidianas para no dudar de mi misión. Y algún que otro éxito que me dé confianza. Necesito que el mundo me sonría de vez en cuando, no siempre. Y saber que tras la tormenta y la noche amanecerá un nuevo día luminoso, lleno de vida. me alegran los misterios que aún no desvelo. Sé que la esperanza no la voy a perder nunca porque soñar es gratis y no pienso dejar de hacerlo. No por mostrarme débil e inseguro está todo perdido. No quiero caer en la soberbia ni en la vanidad que me hacen pensar que soy mejor de lo que realmente soy. No vivo compitiendo con los demás para demostrarme a mí mismo cuánto valgo. Si no me valoran en un lugar, tendré que cambiarme de sitio, frecuentar otras personas. Los que no me conocen pueden juzgarme por las apariencias. Para los que me conocen su amor hacia mí no depende de mis logros ni de mi comportamiento. Me da paz saber que las decisiones que he tomado no siempre fueron acertadas. Hubo errores, hubo pecado, debilidad y carencias. Hubo todo eso que el mundo detesta y trata de ocultar, para que no se vean las debilidades y nadie venga a decirme lo que debo hacer. No quiero cumplir las expectativas de los demás. Al menos no pretendo estar a la altura por muchos esperada. Si fallo no pasa nada, habrá nuevas posibilidades. Las oportunidades que no logro sacar adelante no me dejan hundido, todo lo contrario, son un aliciente para seguir luchando. Apago el dolor del alma cuando duele el orgullo. Sé que la vanidad me debilita y la humildad me hace fuerte. No saberlo todo me da serenidad. Y caminar en las manos de Dios me regala una confianza infinita. Tengo toda la vida por delante para caminar por ella. Sin prisas, sin pausa, sin miedo.
La pasión por la vida es algo que puedo perder. El paso inexorable del tiempo, las dificultades y los fracasos, los contratiempos e imprevistos, los cambios personales o de las circunstancias. Todo influye y el fuego, como el amor, pueden acabar convirtiéndose en cenizas. Y entonces, ¿qué me queda de aquel fuego primero? El profeta Jeremías escribe: «Cómo no hablar de ti si tu voz me quema dentro. Dije entonces. No volveré a recordarlo, no quiero hablar más en su nombre. Pero en mi corazón ardía un fuego, encerrado dentro de mis huesos; yo intentaba ahogarlo pero no lo conseguía. Jer 20,9». Es fácil que el fuego se apague cuando no se cuida. Y la voz enmudezca cuando dejo de gritar, de cantar. ¿Qué hago con la pasión cuando no la alimento? ¿Y con ese amor inmenso que vive dentro de mi alma? ¿Qué puedo hacer para dejar que el fuego encerrado en mis huesos incendie los campos? La vida da muchas vueltas y los caminos cambian. Los de ida pueden que sean distintos a los de vuelta. No siempre se recorre la misma senda. Y el fuego, ¿cómo se alimenta? ¿Cómo hago para ser más audaz dejando a un lado la cobardía? Puede que el viento no sople dentro de mi alma, será sólo una brisa. Pero esa brisa basta para avivar de nuevo el fuego dentro del alma. Depende de mí que siga gritando en medio de tanto silencio. Que siga amando cuando el odio tiene tanta fuerza. Que siga sintiendo cuando el mundo quiere apagar mis sentidos. ¿Cómo no escuchar esa voz que brota con fuerza en mis entrañas? Escuchar a ese Cristo que surge en medio de mis caminos para llamarme, para seducirme, para enamorarme. ¿Cómo dejar de hablar cuando su voz sigue gritando? Me asustan los vientos que me llevan donde no quiero ir. Y me da miedo la voz del que me acusa incluso de lo que no hice. No me importa. Puedo seguir navegando los mares esquivos. Y prefiero el color del mar a las arenas firmes del desierto. La voz de Dios me quema dentro. Tengo el deseo de dar agua al sediento. En esta época dura de sequía. Cuando falta el agua y mi alma está reseca, como mi voz, como mi cuerpo. Y entonces sé que cavando más hondo encontraré pozos escondidos, corrientes desconocidas. Mostraré caminos no recorridos y soñaré sueños aún no encarnados. Pero no le tengo miedo a la posibilidad real que tengo de no llegar a la meta. Sé que puede que el silencio ahogue mis gritos, tu voz me quema dentro. ¿Y si deja de quemar y me acostumbro a una voz de Dios que no me enciende, no arrasa en mi alma, no vence en mi frialdad? La mediocridad, la tibieza, la pereza, el cansancio son síntomas de un alma enferma, muerta, fría. Puede que me pase lo que leía: «Dado que el ideal que tenía en la mira parecía ser tan audaz y ajeno al mundo, me vi forzado a guardarlo silenciosamente en el corazón como un secreto»[2]. Que guarde mis ideales, mis sueños, mis anhelos. Porque son demasiado grandes y no me siento con fuerza para enfrentar la oposición de las aguas, nadando contra corriente. Y sucede tal vez que deja de apasionarme la vida de los hombres y me olvido así del fuego que quema dentro. No quiero que me pase y por eso vuelvo a optar por el amor primero de Dios en mi alma. El amor primero de Jesús que se levanta vivo en medio de mis cenizas, de mis miedos. Lo peor que me puede suceder ya lo he imaginado y no es tan terrible. La muerte da paso a la vida. La esperanza nunca muere porque mi corazón sigue soñando con el cielo, aún caminando en la tierra. No le tengo miedo a la derrota que vaticinan los cobardes. No me asusta el abandono cuando huyen los que decían amarme. Camino tranquilo por las sendas que se abren ante mis pasos. Escojo una dirección posible. Llevo el fuego encendido, que no se apague. La pasión del profeta, del cristiano, del apóstol. La pasión del que sabe que la vida son dos días y es necesario aprovecharlos. Que no deje de brillar la luz dentro de mis ojos. Que no se apague el mar al morir sus olas en la playa. Vuelvo a tomar en mis manos la llamada de Dios, su invitación a dar la vida. A luchar hasta que las fuerzas se apaguen. Que no sea por mi pobreza. Que no sea porque me cansé de luchar y de entregarlo todo. Que no sea porque me aburguesé y acomodé en un cristianismo de salón donde todo cabe, todo vale, todo es posible. No quiero que mis sueños queden arrumados en algún rincón del alma. No deseo que mi voz se convierta en un susurro que no logra despertar a nadie de su letargo. Quiero gritar, quiero llamar, quiero decir. Que no cese el viento que brota dentro de mi alma. Que no se apague ese fuego que quiere que el mundo arda. Necesito cambiar todo lo que toco para que sea más de Dios y menos mundano. Enraizado en la tierra y en el cielo. Así de fácil, como los sueños que comienzan a ser realidad cuando digo que sí, que estoy dispuesto, que quiero ser fiel en medio de la dureza del camino. No me turban las rocas que cierran los caminos. No me detienen los dolores que alberga el esfuerzo hasta el final. Sé que puedo luchar si me dejo encender por el fuego de Dios, si no permito que el frío hiele mi sangre y apague mi voz. Le pido al Señor que siga siendo Él ese fuego que arde dentro de mi alma.
Me gusta pensar en los sentimientos que habitan el sagrado corazón de Jesús. ¿Qué siente Jesús? ¿Se parece lo que Él siente a lo que yo siento? ¿Se confunden nuestros sentimientos, los suyos y los míos, en un solo corazón? ¿En qué ha cambiado mi corazón desde el día en que sellé una alianza con María? ¿En qué he cambiado desde el día en el que me enamoré de Jesús y seguí su paso? Hay muchos corazones abiertos que representan en imágenes el de Jesús. No me enamoran. Me enamora más fijarme en su corazón aquí en la tierra, cuando sufría por los débiles, cuando lloraba, cuando reía, cuando se volvía solidario, hermano, amigo. Todos los corazones están rotos. El de Jesús se rompió en el camino. Porque se enamoró, amó, sufrió, se sintió herido, olvidado, odiado. Y el corazón es sensible, tiene una piel muy fina. Y luego los recuerdos se graban para siempre doliendo. Y no hay cura cuando todo se rompe. Sí hay formas para seguir creyendo, confiando sin llenarse de amargura. Pero lleva tiempo. El tiempo juega a favor del corazón que está partido. Porque en muchas ocasiones el corazón roto es el que se ha partido para amar más. Como Jesús esa noche aciaga y oscura en la que cenó con sus amigos por última vez y partió ante sus ojos, su vida, sus sueños, su amor. Y ellos salieron tristes, rotos, pero llenos de un amor que no comprendían. El amor se entrega mejor cuando se rompe el frasco que lo contiene, como el perfume. Llega a más partes, es ese pan más capaz de alimentar a todos. El corazón partido es el mío cuando no logro llegar a donde deseo, ni vivir como yo quiero. El corazón que se parte es el único que alimenta al mundo. El corazón entero es el que no ha amado, no ha sufrido. Los corazones de Jesús y de María lo dieron todo, amaron hasta el extremo, vivieron y murieron amando. Me gustaría adentrarme en el corazón de Jesús y tocar sus sentimientos. Hay pureza en la mirada, en los deseos, en los ideales que mueven su vida. El pensamiento precede al sentimiento. Mis pensamientos me envenenan y me hacen sufrir inútilmente. Si mis sentimientos fueran siempre buenos, ingenuos, puros, santos, sanos. Ojalá pudiera mirar la realidad sin dejarme llevar por mi fragilidad y pobreza. Que mi envidia y mi egoísmo no me condicionaran para mirar a las personas. Quisiera mirar los corazones a mi alrededor y no quedarme en su imagen, en ese rostro que proyectan. Me gustaría sentir compasión, bondad, humildad, alegría, empatía. Un corazón capaz de acoger al que no piensa como yo, capaz de sentir amor hacia todos. Amor en lugar de rabia, de ira o de odio. Que el rencor no envenene nunca mi corazón. Jesús no sintió nunca odio, ni rabia, ni rencor. Perdonó siempre, acogió siempre, amó siempre. ¿Cómo puedo hacer para sentir como siente el corazón de Jesús? No tuvo miedo de perder la vida. No atesoró tesoros en esta tierra, no tuvo miedo de perderlos. No ansió el poder ni quiso retener la admiración de todos. No vivió buscando el reconocimiento ni los halagos. No le inquietaron las críticas. Sufrió las pérdidas porque amaba y no quería su dolor ni su muerte. Yo me dejo llevar por mis sentimientos con demasiada frecuencia. Determinan mis decisiones. Me alejan de las personas. Me aíslan o enojan con el mundo interpretando de forma errónea la realidad. Leía el otro día: «¿Cómo se puede huir de tus propios sentimientos?»[3]. Tienen mucha fuerza y parecen retenerme en la cárcel de mi corazón lleno de odios, rencores, culpas, envidias. Son sentimientos que me atan y enferman. Quiero aprender a educar mi corazón para que madure y esté sano. Para que sea más grande y libre. Decía el P. Kentenich: «Nos educamos de tal manera que no aplastamos ninguno de los afectos sanos de nuestra naturaleza. Esto es lo más importante. Y el hombre de hoy, tan susceptible, lo debemos proteger y precaver de sentimientos, de presiones innecesarias. ¡Cuántos estados de presión coercitiva hoy en día!»[4]. Las presiones de la vida me tensionan. Y despiertan en mí sentimientos que me hacen mal. No quiero convertirme en una persona enferma que aleje de sí a los demás. Leía el otro día al respecto de estas personas: «Actúan como volcanes en erupción y tienen a quienes los rodean en continuas corridas y sobresaltos. Casi nadie aguanta mucho tiempo cerca de ellos, a no ser que esté buscando una oportunidad propicia para ejercitar el heroísmo. Y, en todo ello, están convencidas de que, en ellas, todo está en orden: es tan fuerte su carencia de las formas más rudimentarias de autoconocimiento. Toda su sensibilidad y su actuar se encuentran tan fuertemente bajo el dominio de invencibles sentimientos de rechazo que en cualquier momento puede esperarse una explosión»[5]. Quiero mirar el corazón de Jesús. Quiero que me eduque. Quiero sus sentimientos para hacer feliz la vida de aquellos a los que amo. Que no me dominen mis sentimientos negativos sino los sentimientos de Cristo. Esos sentimientos nobles, buenos, llenos de bondad y compasión. Me gustaría ser así, más de Dios, más niño, más puro.
¿Quién decide lo que está bien o está mal? Hoy parece que esa pregunta no tiene respuesta o casi que cada uno la responde diciendo que yo decido. Yo determino lo que está bien o mal, en mí, en los demás. me convierto en un juez duro e implacable. Siento que tengo todo el derecho a opinar, a juzgar, a pensar mal. Busco aliados en corazones inocentes que antes miraban la realidad con ojos más puros. ¿Cuándo se enferman los ojos, en qué momento pierdo la inocencia? Ese momento en el que creo ver todo con claridad debajo del agua. Sé lo que los demás piensan cuando actúan. Pongo en sus corazones intenciones que tal vez no tenían. Me duelen los chismes, los juicios, las críticas. No porque crea que todo está bien. No soy tan inocente. Pero me duele que aspirando a la santidad se interpongan mi vanidad y mi orgullo por encima de todo lo demás. Grito porque me siento en posesión de la verdad. Veo lo que está mal en los demás y los acuso. Y siento que así estoy sembrando el reino de Dios mientras que dejo escapar la semilla de las sospechas que crece salvaje en cualquier tierra, no le hace falta el agua. Los ojos enfermos ven una realidad enferma. El corazón que tiene rencor o envidia siembra el mal con sus palabras, también con sus silencios. ¿Cómo puedo hacer para sanar la mirada, para limpiar el corazón de todo lo que lo envenena? Pongo intenciones en los demás que quizás no tienen. ¿Y si acierto? Piensa mal y acertarás, dice un viejo dicho. Y me deprime esa mirada condenatoria. Me quita la alegría esa forma de entender las relaciones. Los demás no se pueden equivocar y si lo hacen, ahí estaré yo para acusarlos, para condenarlos. No les dejo defenderse en el juicio. Ni siquiera dejo que sepan que yo los acuso. Sólo dejaré correr la sospecha y la duda acabará con sus seguridades. Me gusta el juego limpio, y las cosas dichas a la cara. Me asustan los que hoy dicen una cosa y mañana la contraria. Me dan pena los que se muestran de una forma y por detrás te condenan abiertamente. Me duele la cobardía de los que no te dicen a la cara lo que sienten. ¿Dónde estoy yo en esa búsqueda de la verdad y de la misericordia? ¿Dónde me encuentro en ese camino de santidad en el que Dios quiere revestirme de blanco para que no me ensucie, para que no me envenene? El camino es largo y las tentaciones son muchas. Miro al cielo conmovido porque creo que Dios puede cambiar mi alma. Sólo si me abro en un sí sencillo y humilde. Desde la pobreza de los niños que no han rozado siquiera la decepción. Prefiero creer que todo está bien a vivir con rabia por mirar la vida con malicia, juzgando. Prefiero creer en tu palabra a pensar que me estás engañando. Me decepcionará siempre el pecado del hombre, mi pecado. Estoy acostumbrado a escucharlo, a vivirlo. He tocado la debilidad. En la piel de mi hermano, en mi propia piel. Y me sigo asombrando del pecado, del mío más que de ninguno. Pero me asusta la desconfianza. Creer en el mal en los demás justificando las propias acciones. Sueño con un mundo perfecto de seres perfectos donde reinen la paz, la verdad, la alegría, el perdón, la misericordia. Pero palpo con frecuencia las mismas heridas en el alma que me hacen herir, llorar y gritar. Como si no hubiera sanación para quien está roto. Prefiero pecar de inocente a vivir culpando. Quiero abrazar los silencios antes que hablar demasiado. Me asustan las mentiras cuando llenan de ponzoña las relaciones. Quisiera exterminar el mal del mundo. Y lograr que la paz habitara en mi alma. Siempre que alguien tiene poder se ve la hondura de su corazón. Quizás si en él hay paz suficiente sembrará paz. Pero el poder puede corromper. Ocurre con frecuencia. La fragilidad del alma y el deseo de vencer, de imponer el propio criterio, la verdad de uno como la única. Y quiero que todos piensen como yo o hagan lo que yo deseo. Un mundo perfecto lleno de luz, de miradas puras, de sonrisas auténticas, de sueños que se hacen realidad. Me gusta creer que el que más sirve es el que tiene poder. Y siento que no siempre que la tentación se presenta voy a dejarme llevar por ella. Puedo ser fuerte si Dios me da la gracia. Prefiero querer a mi hermano antes que alejarlo con mentiras, con insultos. Prefiero perdonar mucho antes que difamar e insultar. Las sombras tienen más poder que la luz cuando llega la noche. Pero el sol durante el día logra ocultar hasta a las estrellas. No le tengo miedo a que me difamen. Las mentiras sobre mí nunca harán que mi verdad sucumba. Y nada de lo que otros piensen será verdad si no es verdad antes de que lo piensen. Admiro a los que halagan a su hermano, a los que admiran al prójimo, a los que piensan bien de su enemigo incluso. Me parece mentira poder llegar a amar de esa forma única. Sólo Jesús lo hace desde la cruz y no acabo de creérmelo. Justo cuando lo están matando perdona, en un susurro, en una mirada al cielo. ¿Será posible amar hasta el extremo? Dios me dice que sí, sólo si me dejo hacer por su mano.
La vocación para seguir a Jesús en todo implica dejar muchas cosas atrás. La vocación de Jesús es para vivir sólo para Él. Y esa llamada es algo que sucede sin que uno lo espere. Irrumpe la pregunta y el corazón tiembla. Hoy escucho la voz del Señor: «Mientras iban de camino a otro le dijo: - Sígueme». No pronuncia en este caso Jesús un nombre. No se dirige a Pedro, ni a Juan. No los llama a ellos. Es a otro de los jóvenes que seguramente escuchaban su voz y querían seguir sus pasos. Uno de esos muchos discípulos que lo seguían mientras Él iba de camino. Porque Jesús no estaba quieto en un solo lugar. Quería llegar a todos los corazones. Iba recorriendo una senda. No sabía quizás siquiera dónde iba a reclinar su cabeza esa noche. Su palabra retumba en mis oídos, en mi alma: «Sígueme». Y si me quedo donde me encuentro, haciendo lo que me gusta, allí donde me siento en casa, ¿no lo estoy siguiendo? Y si sigo en mi vida como hasta ahora, haciendo el bien, sembrando esperanza, ¿no estoy haciendo caso a su voz que me grita? Depende. Necesito discernir en el Espíritu, saber lo que me pide a mí en concreto. Cada uno en su corazón sabe si esa llamada es para él o para otros. Y tendrá que ver qué le está pidiendo a él de forma particular. Dios llama a cada uno por su nombre. Junto a esa invitación pongo mi nombre. Y entonces cobra fuerza ese «Sígueme». Hay en la vocación una llamada salvaje. Un grito que rompe el silencio. Un fuego que ilumina las oscuridades del alma. Hay una luz que irrumpe en las tinieblas. Y una soledad que se vuelve compañía. Hay una esperanza dibujada en los labios que gritan. ¿A quién estoy dispuesto a seguir? ¿En qué tengo que cambiar cuando me llama? ¿Qué cadenas tengo que dejar caer? ¿Hacia dónde tengo que ir? Jesús no llama a todos a dejar lo que viven y cambiar su vida. Sólo a algunos. A la mayoría los llama a vivir en su vocación personal, allí donde ya se encuentran, pero en plenitud. Y siendo fieles a la voz de Dios en sus almas, regalando alegría en su camino personal. Pero a algunos les pide que lo dejen todo y sigan sólo al que tenga palabras de vida eterna. Sólo al que tenga respuestas y me diga qué he de hacer con mi vida, con mi vocación. Una llamada escrita en el corazón de Dios. ¿Qué sentido tiene seguir sus pasos? Seguirlo a Él me lleva a caminar en la verdad, en mi verdad. Hoy el apóstol me habla de la verdadera vocación: «Hermanos, su vocación es la libertad: no una libertad para que se aproveche la carne; al contrario, sean esclavos unos de otros por amor. Porque toda la Ley se concentra en esta frase: Amarás al prójimo como a ti mismo». La vocación que sí es para todos es la llamada a vivir en la libertad, en el amor. Es una llamada a vivir en el amor de Dios que es el único que le da sentido a mi vida. ¿Entre todos mis amores soy capaz de elegir a Dios? No lo sé, el alma tiembla, me pongo inseguro si Dios llega a ponerme en esa encrucijada. ¿Renunciar a lo que amo por amor? Parece una paradoja. Dios quiere que reine el amor en mi vida. Y al mismo tiempo desea que elija el camino que me completa, que me hace mejor persona, que me levanta por encima de mi mediocridad. Porque la llamada es una vocación a algo más grande de lo que ahora poseo. Un cambio radical de paradigmas. Un comenzar de cero rompiendo con aquello que me ata y quizás no me hace bien aunque no lo sepa, o no lo entienda. El Papa Francisco en medio de la pandemia me recordaba lo importante: «Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos. también nosotros descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino sólo juntos. El tiempo para elegir entre lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de lo que no lo es, de restablecer el rumbo de la vida hacia ti, Señor, y hacia los demás». La llamada de Jesús es una invitación a vivir en la verdad con mis hermanos. No importa cuál sea la llamada y lo que implique para cada uno. La voz de Dios resuena en el corazón de cada persona. Y allí se decide lo que uno cree que Dios le pide. Pero lo central, no lo quiero olvidar, será amar siempre más. Da igual que sea aquí o en otra parte. Lo fundamental será que ame hasta el extremo, sin importarme los miedos y las consecuencias. Vivir en plenitud junto a Jesús allí donde me quiera llevar, sin guardarme, sin cuidarme tanto. Habrá decisiones equivocadas. No quiero tener miedo a avanzar y dar pasos en la dirección que creo la correcta. Seguir sus pasos supondrá dar saltos en el abismo y confiar que Jesús va a estar allí también para seguir caminando a mi lado. La llamada es una invitación a dejar todo lo que me atrapa en la oscuridad y permitir que entre la luz en mi vida. Vencer en una vida en la que me dejo llevar sin tomar decisiones. No significa dejar lo que amo necesariamente. En muchas ocasiones lo que quiere Jesús es que viva plenamente lo que ya vivo, lo que ya amo, con un sentido más claro, con una libertad más absoluta, con una fe más honda y verdadera, sin miedo. Me gusta esta escena del Evangelio en el que Jesús sólo me pide que lo deje todo por Él. Puede que tenga que dejar lo que ahora hago. O puede que no, depende de lo que Él quiera. El arte de discernir en el Espíritu es un misterio. No está claro nunca todo lo que tengo que elegir en cada momento. No sé muy bien cuál es el siguiente paso que dar. Puedo afirmar con rotundidad que es en esa dirección, al mismo tiempo que estoy temblando de miedo porque me asaltan las dudas. Sólo tengo la certeza de que Jesús no se bajará nunca de mi barca. Puede que otros lo hagan y se vayan lejos de mi rumbo, pero Jesús no.
La verdad es que ante esa llamada puedo responder con un sí sin condiciones o puedo ponerle condiciones a Dios. Puedo pedirle tiempo o dejarlo todo sin dilación. Tal vez los dos caminos son posibles. Lo importante es que conserve la paz y no pierda la alegría. En el caso del profeta pide tiempo y el profeta le permite regresar a acabar con lo que estaba haciendo hasta ese momento: «Déjame decir adiós a mis padres; luego vuelvo y te sigo. Elías le dijo: - Ve y vuelve; ¿quién te lo impide? Eliseo dio la vuelta, cogió la yunta de bueyes y los ofreció en sacrificio; hizo fuego con los aperos, asó la carne y ofreció de comer a su gente; luego se levantó, marchó tras Elías y se puso a su servicio». Me gusta la actitud de Eliseo. Entiende que su camino es seguir a Elías y no duda. Sólo pide algo de tiempo para cerrar una etapa en su vida. Quema en ese momento sus aperos de trabajo y entonces ya es libre para seguir al profeta. Me gusta esa libertad de Eliseo y de Elías. El camino empieza pero el cómo se vaya concretando lleva su tiempo. Dios me pide que lo deje todo por amor a Él y yo iré viendo las etapas que tengo que recorrer. Me gustan esa actitud y esa mirada. La llamada se expresa en un manto que cae sobre los hombros de Eliseo: «Elías se marchó y encontró a Eliseo, hijo de Safat, arando con doce yuntas en fila, él con la última. Elías pasó a su lado y le echó encima el manto. Entonces Eliseo, dejando los bueyes, corrió tras Elías». Su vida era algo muy distinto pero reconoce su destino, su camino, y se pone en marcha. El manto del profeta cae sobre él. La llamada es concreta, tiene voz y gestos y exige exclusividad. Sucede todo en un tiempo muy determinado. Eliseo escucha y obedece. Se pone en camino. Hoy me sigue llamando Dios dentro de mi propia llamada. A veces digo lo que Eliseo y pido tiempo. Elías me deja acabar con lo que estaba haciendo. Otras veces es Jesús más exigente: «Déjame primero ir a enterrar a mi padre. Le contestó: - Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios. Otro le dijo: - Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de mi familia. Jesús le contestó: - El que echa mano al arado y sigue mirando atrás no vale para el reino de Dios». Siempre me duelen esas palabras. Yo le digo con frecuencia a Jesús: «Te seguiré adonde vayas». Quiero seguirlo aunque escucho sus advertencias: «Las zorras tienen madriguera, y los pájaros nido, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza». Sé todo lo que implica seguir a Jesús en la vida. No tengo miedo a las dificultades, a los problemas y contratiempos. Pero me parece dura esa exigencia de no volver la vista atrás. A vece le pido tiempo para acabar ciertas cosas, para cerrar asuntos. Sé que mirar atrás es tan normal dentro de mi pecado, de mi debilidad. Mirar hacia otras vidas, hacia otros caminos. Como si la vida lejos de mi propia vida fuera más fácil o feliz. No he entendido nada. Quiero mirar hacia delante. Miro de nuevo a Jesús en este día. Lo miro y le repito con calma que seguiré sus pasos, que no lo dejaré alejarse de mí, que no tengo miedo a cambiar mis planes. Y Él me sonríe. Sabe quién soy yo, sabe de dónde vengo, sabe que soy frágil. Le digo lo que hoy escucho: «Tú eres mi bien. El lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en tu mano». Se lo digo para que sepa que soy suyo, que no le tengo miedo a la soledad porque en ella habita Él. Pero luego pasan los días y los años y algo se remueve en mi interior. Tiemblo. ¿Seré fiel siempre a la promesa? ¿Seré capaz de no mirar nunca hacia atrás? El alma tiembla, soy de barro, el hombre es de barro. La vocación es de Dios. Y Él me da la gracia para seguir sus pasos. Me invita a no dudar. Me dice que mi vida vale mucho como es. Que no tenga miedo a mis propias caídas porque Él me sostiene y me levanta. No sólo me llama desde lejos. Se acerca y me sujeta por la espalda con una mano firme. Me dice que no tenga dudas porque Él va a mi lado siempre: «Con él a mi derecha no vacilaré. Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena». En mi vocación, y en la de cualquiera, Jesús habita. Y se repite siempre esta escena. Jesús me sujeta por la espalda y me invita a mirar hacia delante confiado y agradecido. Cada paso que doy es un consuelo, un motivo de alegría. Jesús me sigue llamando mientras camino confiado de su mano.
[1] John Eldredge, Salvaje de corazón: Descubramos el secreto del alma masculina
[2] Christian Feldmann, Rebelde de Dios
[3] Amelia Noguera, Escrita en tu nombre
[4] J. Kentenich: Conferiencias 1963, 2, 45 f. En libertad ser plenamente hombres, Tomo 1, 190.
[5] Marian Rojas Estapé, Cómo hacer que te pasen cosas buenas