Homilía del padre Carlos Padilla - 25 de junio

Domingo 25 de junio de 2023 | Carlos Padilla

Domingo XII Tiempo Ordinario

Jeremías 20:10-13; Romanos 5:12-15; Mateo 10:26-33

«Y no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. Temed más bien a Aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna»

25 junio 2023    P. Carlos Padilla Esteban

«No tengo miedo, no me olvido de la luz, de su amor incondicional, del sí que pronuncia Dios sobre mi vida. Quiero gritar a los vientos quién soy. Soy pobre, hijo, débil. Sonrío»

Intento siempre que las cosas salgan bien, como yo quiero, aunque no lo consigo. Digo que suelto las manos y confío. Mientras me aferro con mis uñas en la caída tratando de evitar seguir cayendo. Busco vencer, que nadie me gane. Busco que las cosas sean justas, el mundo es injusto, la vida misma. No todo es lo que parece ser. Las apariencias engañan, me lo han dicho a menudo. No por mucho pedirte que me quieras, acabarás haciéndolo. Tal vez te canses y me dejes, hastiado. El tiempo no corre igual de rápido. Cuando soy niño no pasa el tiempo, cuando soy viejo vuela. Cuando estoy feliz haciendo algo se me escapan las horas. Cuando he sufrido una pérdida y sufro, se ralentiza el reloj en mis manos. Poner todo de mi parte para obtener un resultado no me asegurará conseguirlo. Enfadarme cuando las cosas no salen como esperaba, no es la solución a los problemas. Tengo una inquietud dentro que me hace impaciente. No le pido a Dios la paciencia, no vaya a ser que me mande oportunidades para ejercitarla. Un niño que sonríe siendo niño, sonreirá de mayor. Un niño enfadado de pequeño seguirá enfadado cuando crezca. ¿Cómo hago para que mi amigo sonría? No lo sé muy bien, tal vez tenga que reírme de mí mismo, para que él se ría. Pretendo justificar mis actitudes, aun cuando no tengan defensa alguna. Mis reacciones irascibles no pueden quedar justificadas, nunca mi violencia ni mis gritos. Mi pasividad extrema no es justificable, algo tengo que hacer para mejorar el mundo. Decirte lo que pienso siempre no es la solución. De vez en cuando tengo que dejar pasar cosas y no vivir controlándolo todo. Los días más bonitos de mi vida son aquellos en los que amo y me siento amado. Hay otros días que me agotan, cumplo y hago mucho, pero no sé si estoy amando al hacerlo. Hay muchos sueños volando como mariposas en torno a mis ojos. Se alegra el alma. No quiero hacerme ilusiones, me da miedo que las esperanzas se frustren. Leía el otro día: «Entonces surgía la esperanza que tanto miedo me daba. Las posibilidades. Los sueños. Porque los deseos son como pompas de jabón, bonitas mientras flotan en el aire, ascendiendo suavemente, reflejando la luz y transformándola en pequeños arcoíris. Hasta que algo las roza y entonces explotan. Yo estaba rodeado de aristas. Y mi mundo, de realidades»[1]. Vivir de esperanzas ensancha el alma. Aun cuando después las desilusiones apachurran el corazón por un tiempo. Más vale soñar a veces que no soñar nunca. Más vale reír que vivir siempre quejándome. Paso lentamente las páginas de mi vida, como quien quiere saborear cada paso, cada segundo que vivo. Tengo en el corazón una ilusión dibujada. Nunca la apagaré. No importa que las cosas sean diferentes a lo esperado. No lograré alcanzar todas las cumbres que se dibujan sobre el cielo. No sentiré que mi vida está completa hasta rozar el cielo. Y poder vivir en él echando raíces. La verdad de mí mismo pocos la conocen. Dios seguro, y algún amigo. Lo demás son reflejos de una verdad más honda. Algunos de ellos muy ciertos. Otros quizás un poco efímeros. Detrás de todo lo que hoy vivo he descubierto una vocación sincera. A dar la vida, a sentir con otros. No es fácil colocarse en la piel de nadie. No tengo derecho a hacerlo, ni a opinar sobre ellos. La realidad es mucho más bella que la que observo. No tengo miedo. Me defraudan las expectativas que se abren cada vez que sueño. No por eso dejo de volar más alto, lejos de la mediocridad, de la soledad que me invade cada vez que decido no amar ni dejarme amar por nadie. He descubierto una sombra escondida detrás de tantas luces. Me he empeñado en subir más alto, trepar más lejos. Tengo el corazón tranquilo cada vez que pasa el tiempo. Un día más, un mes, un año. Una vida entera que se desgasta por amor, así de fácil. He comenzado a vivir los sueños que brotan como semillas de mostaza, las más pequeñas, en mi pecho. Crecerán más alto y firmes. Eso me alegra por dentro. No dejaré de correr, aun cuando esté cansado. Y abrazaré las vidas que Dios me confíe. Así son los pasos de los niños sobre la arena de la playa. Tratando de entrar en el mar, más lejos, más hondo.

Es bonito mirar hacia delante y seguir los sueños. No quiero dejar pasar oportunidades por estar atado al pasado, a lo que ya se fue. Es verdad que el futuro siempre se abre incierto y tembloroso ante mis ojos. Me da miedo y creo que a lo mejor no podré ir tan lejos como yo quisiera. Me pesan las piedras que cargo sin darme cuenta, cargas antiguas. No soy capaz de soltar lo que me ata a un día en el ayer. Sé que si me libero puedo correr y volar. «Leí en alguna parte que no podemos alcanzar lo que tenemos delante hasta que dejamos ir lo que nos persigue. Y me estoy dando cuenta de que no puedo permitir que el pasado me rompa más futuros»[2]. Dejar ir lo que me pesa me permite no romper más futuros. ¡Cuántas almas rotas, cuantas vidas divididas en mil pedazos! ¡Cuántos futuros despedazados por el miedo que tengo a seguir adelante! Siento como si nada me permitiera volver a juntar todas las piezas caídas. ¿Es posible volver a empezar después de haberlo perdido todo? El horizonte se ensancha cuando más acepto el pasado. Lo que no hice, lo que no dije. O tal vez lo que sí hice sin querer o deseándolo. Las heridas causadas, las recibidas. Cuando hice lo que no debía en un momento de turbación o de rabia. Cuando no era consciente de las consecuencias de mis actos, de mis palabras, de mis decisiones. Y el pasado se convierte en un lastre pesado del que querría liberarme para salir corriendo hacia delante. Intento recomponer las piezas de mi pasado para que encajen, no encuentro las instrucciones para hacerlo. Me dan consejos pero sé que sólo yo puedo arreglar lo que está roto en mi interior. Parecen piezas de un puzle deshecho del que no tengo ninguna imagen de la obra cuando esté completa. «A veces, las cosas se rompen y es imposible volver a unirlas»[3]. Tengo que dejar ir, soltar el ayer, intentar olvidar o al menos perdonar a los que me hicieron daño y, especialmente, perdonarme. Llevo mucho pasado guardado en el alma. Y cuesta más vivir el presente, porque todo pesa y me tira de la espalda. El futuro se vuelve tan incierto. Quisiera que encajaran las piezas de mi vida. Como un jarrón roto que intento recomponer pensando que ya no se va a salir el agua, cuando acabe. Sé que lo que he vivido forma parte de mi semblante, del rostro que Dios conoce. Y no quiero que se me olviden las cicatrices que dibujan mi alma. Lo vivido queda grabado para siempre. Y es parte de mi esencia, de mi verdadero yo. No quiero pasar por alto lo vivido. Pero necesito liberarme de lo que me encadena a mi ayer, para poder seguir adelante. Hablar de lo que tengo dentro ayuda, sacarlo fuera, exteriorizar lo que me envenena el alma. Dejarlo ante Dios, ante alguien que escuche con respeto, en silencio, sin darme sabios consejos. Quiero aprender a escribir la vida de nuevo, letra a letra. No me quiero inventar nada. Sé que la felicidad está ante mis ojos: «La felicidad no está en el exterior ni en las personas que nos rodean, está dentro de nosotros. La felicidad es un lienzo en blanco y solo nosotros decidimos cómo pintarlo. En no esperar nada y dejar que todo me sorprendiera. En deshacerme de los malos recuerdos y crear otros nuevos sin su sombra»[4]. Tengo un lienzo en blanco ante mí. Estoy dispuesto a dibujar de nuevo sobre él, lo que Dios quiera. Deseo pintar lo que veo, lo que espero, lo que sueño. No me da miedo borrar lo que no me gusta. Y estoy dispuesto siempre a emprender una vida llena de esperanza. Las cosas no siempre serán lo que parecen. Hay escondidas bajo la piel un montón de emociones. Esas que me componen y descomponen casi al mismo tiempo. Sostener la mirada al cielo sin pestañear una sola vez es lo que me salva. Bajar los ojos en señal de derrota es lo que me condena. La carrera más larga es la que nunca se comienza. Y el sueño imposible es el que ni siquiera intento. Abrazar las mentiras que yo mismo me digo me destroza por dentro. Creer en el bien que llevo dentro es lo que me salva. He aprendido a decirme a mí mismo que puedo subir más alto. Y he deseado que los días sean más largos para poder meter en ellos todo lo que deseo hacer, me faltan horas. La soledad es el bálsamo que cura las heridas. Intentar que los demás llenen mis vacíos no hace más que aumentar la angustia. Nadie podrá llenar el vacío de las ausencias. Nadie podrá rehacer los pasos dados. Mantengo la esperanza virgen de llegar a pertenecer a Dios un día. No como recompensa por el camino andado, sino más bien como un don de su misericordia. Mirarme con humildad hace que mi vida sea más sencilla. No tengo pretensiones que superen mi capacidad. Ni vivo de expectativas imposibles que sólo Dios podrá hacer realidad si Él lo desea. Mientras tanto abrazo al que está junto a mí sin reprocharle nada. Sin retenerlo a mi lado, sin pretender que cambie. Sólo intento mostrarle ese amor humano que Dios me regala. Para que suba más alto y toque el cielo.

El pasado está ahí y no se puede borrar. No puedo volver a empezar. «Hay instantes que se deberían poder borrar. Hacerlos desaparecer. Instantes de los que te arrepientes tanto que desearías que nunca hubiesen sucedido»[5]. Como decía una persona: «Recuerdo momentos difíciles en mi vida. Pero si pudiera volver al pasado para cambiarlos, no lo haría. Porque gracias a esos momentos de dolor soy como soy, soy quien soy». Me dan ganas de borrar mis errores, enmendar mis decisiones equivocadas. Tomar una decisión que por miedo no tomé. No dar pasos en falsos que me llevaron a la ruina. Juntar todo el valor posible para hacer aquello que parecía posible pero no pude hacer. Cambiar el corazón para que no sintiera lo que sintió ni deseara lo que deseó. No puedo vivir en el pasado, no funciona. Sólo el presente se coloca ante mis ojos y puedo optar, decidir, hacer u omitir. Puedo recorrer el camino marcado o inventarme otro nuevo. Puedo hacer lo que me recetaron que hiciera o ser creativo y soñar rutas desconocidas. O tal vez todo esté ya inventado y no quede nada por crear. O quizás sí se puede hacer todo nuevo, como hizo Jesús. Depende de mi forma de enfrentar las situaciones. Sí se puede llegar al final, atravesar esa línea imaginaria que he dibujado para marcar mi tope, la zona que nunca podré conquistar, el desafío imposible. Puedo vivir el presente como un regalo que Dios me hace. Mientras tanto he decidido no borrar nada de mi historia. La guardaré, no la oculto, tampoco tengo por qué contarlo todo, no es necesario. Sí podré hablar de aquello que sucedió y me hizo como soy. Mis decisiones, mis errores, mis límites, mis heridas, mis logros, mis fracasos. Soy el que soy lleno de complejos y ansiedades, dispuesto a comerme el mundo y luego incapaz de llegar muy lejos. Soy el mismo que acierta de vez en cuando, cuando se cree virtuoso. El mismo que peca sin calcular las consecuencias de su pecado. Soy responsable de todo lo que hago, digo o callo. Responsable de las oportunidades que dejo escapar y de aquellas que aprovecho a medias, sin darlo todo. No huyo de mi pesado, lo acepto como es. Para que no me pase lo que leía el otro día: «Dicen que el tiempo todo lo cura, y yo lo pensaba, creía que sellaba puertas y ventanas, y abandonaba fuera el pasado. No es cierto, solo las deja a medio cerrar, y crea una falsa seguridad que te hace sentir protegido dentro de tus propios muros. Hasta que un día ese pasado vuelve y te das cuenta de que solo estaba en pausa»[6]. Tengo muchas ganas de vivir el mañana. Y se despierta en mi corazón la ilusión por lo que ha de venir. No me da miedo que los demás sepan cómo soy, quién soy, de dónde vengo. Hoy Jesús me lo recuerda: «No les tengáis miedo. Pues no hay nada encubierto que no haya de ser descubierto, ni oculto que no haya de saberse. Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo vosotros a la luz; y lo que oís al oído, proclamadlo desde los terrados». No necesito publicar todo lo que hago, ni gritar para que me oigan lo que he hecho. No quiero presentarme con el título de mi pecado junto a mi nombre, para que sepan quién soy y cuál es mi historia. No deseo guardar secretos inconfesables que quizás alguien algún día quiera revelar. No me da miedo que sepan lo que hago y lo que digo, lo que soy y lo que no soy. Tampoco voy exponiendo mi vida en las redes sociales esperando la aceptación del mundo, de los que me aman o de los que ni siquiera me conocen. No por conocer mis fotos sabrán quién soy y cuáles son las penas con las que camino. Acepto que no soy tan bueno como otros esperan. Ni tan malo como algunos me ven. No cometo tantos pecados como a veces pienso. Ni soy tan virtuoso como alguno cree. La vida no es blanca ni negra, no me canso de decirlo. Para no olvidarlo y no caer en los extremos. Una foto nunca refleja el estado de mi corazón. Ni siquiera la luz de mis ojos dice que estoy alegre. Ni el rictus serio cuenta mis tristezas. Lo que vivo en el alma es lo que es y no puedo endulzarlo ni fingir que no lo siento. Por eso no espero que los demás me acepten para estar contento. Y sé que Dios sí lo hace. Para Él no hay nada oculto. Todo está diáfano. No tengo miedo, no me olvido de la luz, de su amor incondicional, del sí que pronuncia Dios sobre mi vida. Quiero gritar a los vientos quién soy. Lo proclamo desde las azoteas. Que soy hombre, que soy pobre, que soy hijo, que soy débil. Y luego sonrío porque sé que el mismo Dios sonríe, al verme. No quiero tener muchas máscaras. El que soy hoy saluda al que será algún día, al final del camino. Estoy en movimiento, me estoy haciendo. No soy la versión definitiva de mí mismo. Estoy cambiando a cada paso que doy. Puede que hoy parezca mejor que ayer, o todo lo contrario. No me angustio porque mi historia se está haciendo. Puedo cambiar siempre para mejor. Puedo decaer y ser peor. No me importa. La vida es larga. Dios sabe lo que hay en mi corazón. Me gustan las palabras del profeta: «Dios está conmigo, cual campeón poderoso. Y así mis perseguidores tropezarán impotentes; se avergonzarán mucho de su imprudencia: confusión eterna, inolvidable. ¡Oh Señor, juez de lo justo, que escrutas los riñones y el corazón!». El pasado, el presente y el futuro me dan forma. No vivo guardando secretos inconfesables. No dependo de esa actitud. Todo será descubierto a los ojos de Dios. Eso me tranquiliza. Lo que los hombres piensen o juzguen sobre mí no me da forma.

A veces conozco a una persona y me llevo una impresión, buena o mala. Lo miro por fuera en un momento concreto de su existencia. En una hora, en un momento, en un día. Y luego me imagino cómo debe ser dejándome llevar por las apariencias. Puedo dejarme persuadir de los comentarios que escucho, lo que me dicen, lo que gritan: «Escuchaba las calumnias de la turba». Calumnias, opiniones, juicios, interpretaciones. Es fácil hablar de otros y contar sus historias de acuerdo con lo que me parece. Interpreto las cosas no como son sino como son contadas. La realidad es la que algunos cuentan y yo me la creo. Me parece verosímil, creo que puede ser verdad. Y aunque sean mentiras, no importa, ya me hice una opinión sobre mi hermano. Creo que es de una determinada manera. Me condenan o me alaban. Hablan mal o bien de mí. Poco importa. lo que los demás opinen de mí no me conforma como persona. Soy mucho más que eso. Tengo mucha más belleza dentro. Decía el tenista Rafael Nadal: «La gente opina de algunas cosas desde el desconocimiento. El origen de la radicalización viene de las dos partes, no hay que hacer solo culpable a una de ellas. Siempre hay que tener la mente abierta para analizar las cosas y saber que cuando hay un problema no solo proviene de un lado». La realidad no es sólo como alguien la dibuja. Lo que yo sé de ti es incompleto. Es una mirada, la mía, que puede estar marcada por mi propia historia. No son calumnias las que vierto, sólo opiniones, juicios, descripciones. No pretendo que todos piensen como yo. Tengo que ver las cosas desde muchos ángulos, desde diversos puntos de vista. No me vale sólo preguntar a una persona. Quiero ir más hondo, estudiar más. Quiero saber lo que hay dentro de cada persona. Descubrir la identidad de quien está ante mí. Y aun así ser capaz de reconocer que no sé nada. Sólo tengo una versión, un juicio. Lo mismo les pasa a los que me ven. Por eso hago mías las palabras que escucho en el salmo: «Pues por ti sufro el insulto, y la vergüenza cubre mi semblante; para mis hermanos soy un extranjero, un desconocido para los hijos de mi madre; pues me devora el celo de tu casa, y caen sobre mí los insultos de los que te insultan. Mas mi oración hacia ti, Señor, en el tiempo propicio: por tu gran amor, oh Dios, respóndeme, por la verdad de tu salvación. ¡Respóndeme, Señor, pues tu amor es bondad! En tu inmensa ternura vuelve a mí tus ojos. Dios escucha a los pobres, no desprecia a sus cautivos». No importa tanto lo que digan de mí. Dios no se olvida de mí. Él sabe que soy pobre y limitado. Conoce mis heridas y mis caídas. Ha visto mi pobreza y se acerca a mí conmovido. No me deja solo, no se desentiende de mí. La mirada completa sobre mi vida sólo la tiene Dios. Él me salva como hoy escucho: «Alabad al Señor, porque ha salvado la vida de un pobrecillo de manos de malhechores». Dios me rescata de los malvados, de los que atentan contra mí, de los que me insultan. Me protege cuando me siento abandonado y estoy desolado. Su mirada me levanta de dónde me encuentro. Las calumnias intentan acabar con mi fama. Yo mismo opino sobre los demás. Los observo y no soy justo. Me dejo llevar por mi impresión, por lo que dice o hace. Lo veo desde lo que yo siento y sufro. Veo muchas cosas, las analizo, las interpreto. Creo saber de dónde viene su necesidad de estar en el centro y llamar la atención. Creo que sé por qué grita para que lo quieran. Pero eso no basta. Es sólo un análisis frío de los hechos, nada más. Juzgo, condeno, no tengo misericordia. No veo en su actitud algo digno de mi piedad. No lo quiero en lo que hace. Quizás yo mismo tengo esa necesidad. Y no lo expreso, me lo callo, y al ver cómo el otro no se calla, sino que se pone en el centro impúdicamente, me rebelo. Quiero yo lo mismo y me indigno. Digo que lo suyo es falta de modestia, de humildad, necesidad de ser querido. ¿No tengo yo la misma necesidad? Me bloqueo y hago daño con mis palabras, con mis silencios, con mis miradas. Que sepa que lo que hace no está bien. Grito, difamo, insulto. Es fácil hacer daño cuando soy capaz de observar las cosas y ver la debilidad de mi hermano. Puedo ver con claridad sus torpezas. Las denuncio como un juez eficiente. Que el mundo sepa cómo es él. Parece tan inocente pero sus intenciones no son puras. Lo grito con fuerza tratando de desenmascarar al impostor. Pero soy yo en realidad quien se está mostrando en su pobreza. Yo que no soy capaz de alegrarme con los éxitos y logros de mi hermano. Yo que vivo comparándome con los demás tratando de permanecer siempre en la cima. Eso no es lo importante. Soy pobre, soy niño, soy hijo. Quisiera ser capaz de romper la cadena de dolor que provocan mis palabras y mis actos. Quisiera acabar con tanta miseria que veo provocada por mis palabras llenas de rabia. Mi imagen propia, la de los que me rodean. El éxito y la aceptación del mundo. Lo que se ve en mis redes sociales. Lo que dejo ver, lo que quiero mostrar. La crítica hacia aquellos que lo hacen distinto a como yo lo hago. Juzgo lo que ellos hacen o dicen. Los condeno y digo que buscan a amor. ¿No es eso lo que yo también busco? Quiero que me quieran, que me acepten. Quiero un lugar, un hogar en el que echar raíces y poder ser quien soy.

Pienso en los que me pueden hacer daño. Hoy Jesús me pide que no tenga miedo de todos: «Y no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma». No temo entonces a los que no pueden llegar a lo más hondo de mi ser. Se quedan en la superficie de las cosas, en mi piel. No entran dentro de mí, no tienen el poder para entrar en mi alma. No pueden hacerme esclavo, no tienen poder. Sólo pueden hacer daño a mi cuerpo. Pero eso no es tanto. Importa más el alma, mi interior. Por eso me previene Jesús: «Temed más bien a Aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna». Y ahí sí hay peligro. Las tentaciones, todo lo que me aleja del querer de Dios. Hay un demonio que se adueña de mi alma. Y la domina. Tiene el poder suficiente para decidir dentro de mí lo que me hace bien, lo que no me hace daño. Y elige a veces por mí con argumentos confusos. Llega a disfrazar la verdad de mentira. Me hace creer que es la voluntad de Dios esa decisión que me está enfermando. Me hacen daño sus palabras suaves y convincentes. Como si todo estuviera bien cuando me parece que no es así. No todo está en orden. Me convence y me dice que no haga caso de los que viven la virtud. Y no siga a los que están cercanos a Dios. Que no voy a ser feliz siguiendo esos caminos confusos. Me turbo. Quisiera ser capaz de discernir con sabiduría. ¿Qué quiere Dios que haga en cada momento? ¡Qué difícil! Dios me susurra en el alma palabras de aliento. Me dice lo que me conviene hacer. Me convence del mejor camino a seguir. Pero yo hago caso de otras voces. En ellas prevalece mi egoísmo y se imponen mis apetencias. Lo que ahora quiero, lo que me gusta, lo que me apasiona. Me dejo llevar por la corriente. ¿Quién tiene poder en mi interior? ¿Quién es dueño de mi alma? Me siento tan herido. Como si un monstruo poderoso fuera capaz de decidir por mí, quitándome la libertad y la voluntad. Decía el P. Kentenich: «También después del pecado original hay muchas predisposiciones nobles en nosotros, sin embargo también predisposiciones sospechosas»[7]. Soy capaz de hacer el bien. Sé que puedo hacerlo. Porque hay en mí una tendencia clara a hacer el bien a mis hermanos. ¿Cómo logro educar el corazón para que tienda al bien y no se deje persuadir para elegir el mal? No sé hacerlo bien. No logro educarme bien. Tengo tensión en el alma y no sé lo que de verdad me conviene. La vida es larga y en medio de los años puedo perder de vista la meta que persigo, el bien que elegí hace años y me conviene. Se debilita mi voluntad y siento que voy por buen camino cuando justo estoy eligiendo lo contrario de lo que Dios quiere. ¿Cómo sé cuándo vivo en el bien y cuándo en el mal que me enferma? La libertad, un corazón grande y libre. Un corazón de niño capaz de optar por el bien en medio del dolor que sufro. Cuando alguien me ha herido y no soy capaz de perdonar. Mis heridas me llevan por el camino del mal. He dado mucho poder a los que me ofendieron, me difamaron, me insultaron, me menospreciaron, prescindieron de mis talentos, no me tomaron en cuenta. He llevado en mi interior cuentas del mal recibido. Haciendo que todo dentro de mí se llenara de dolor y de angustia. Como si todo lo vivido hasta ese momento, bueno y virtuoso, no valiera la pena. Le he dado poder al mundo para hacerme daño y así sufro en soledad, abandonado. Quisiera ser capaz de optar siempre por el bien. El pecado me aísla, me hace esclavo. En ese estado de pecado dejo que la tristeza se adueñe de mi ánimo. No me veo capaz de dar la vida. Me siento tan débil, tan torpe. Por mi pecado entra el mal en mi corazón y en el mundo. Abro una puerta al desánimo y al odio. Dejo que el deseo de venganza se asiente en muchos corazones a los que he herido, con mis palabras, con mis silencios, con mi propio dolor. Mi herida ha herido a otros. Y así voy llenando de oscuridad el mundo que habito, en el que debería reinar la luz. Me da miedo vivir escondido en mi individualismo. No creo en los cambios que Dios puede hacer en mí si le dejo entrar. Quiero cerrarle la puerta a aquel que con su poder puede hacerme daño. El demonio me seduce y me dice que nadie tiene derecho a hacerme daño. Y tiene razón. Porque realmente no tienen derecho. Pero me dice entonces que haga daño yo antes de que nadie puede herirme. Que me cierre, que levante muros, que huya, que me esconda. Me dice que yo valgo más que nadie y la vanidad se instala en mi pecho. Hay una marea que me envenena. Quisiera ser más libre, más valiente, más humilde. Me dejo llevar por los vientos que me engañan y me conducen a otras tierras. Tengo el corazón roto y dividido. Y en lugar de amor surge el rencor con más fuerza. Quisiera ser capaz de mirar con amor a mi hermano.

Para Dios soy importante. Me ama mucho. Me mira y se conmueve al verme. Me dice que valgo mucho más que un pajarillo: «¿No se venden dos pajarillos por un as? Pues bien, ni uno de ellos caerá en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. No temáis, pues; vosotros valéis más que muchos pajarillos». Valgo más que muchos pajarillos. Le importo más a Dios. Soy suyo por entero. Me ha elegido. Soy su hijo. Y mi vida es importante para Él. Hasta el punto de que ni un solo cabello de mi cabeza cae sin que a Él le importe. Soy muy valioso en sus manos. Le importa lo que me pase. No me manda cruces y dolores para que crezca y madure en mi amor infantil. No pone a prueba mi amor como si quisiera hacerme ver que no soy capaz de amar. Es todo lo contario. Nunca me dice que soy un desastre y no pone a prueba mi paciencia mandándome dificultades en el camino. Bastante difícil es la vida por sí misma. Dios no es así, no es un padre cruel. Como si a un padre un hijo le pidiera de comer y le diera una piedra. Dios no es así. Es bueno y misericordioso y me mira con compasión. Siempre me mira bien. Me pide que no viva con angustia, que confíe, que sepa que todo al final del camino va a estar bien. ¿Y si sufro? Dios está conmigo y me abraza. Me sostiene de la mano. Me da su aliento. Sabe cuáles son mis deseos y mis sueños. Entiendo que no siempre va a suceder lo que he pedido. No lograré llegar a lo más alto de esa montaña que diviso ante mí. Dios me sostiene en la palma de su mano. Y me dice que no puedo vivir lleno de miedos y ansiedades. Me muestra un camino de perfección. Porque sabe que mi corazón está hecho para el infinito. Me dice lo que me hará mal si lo elijo, me muestra a dónde llegaré si no le escucho. Pero me da libertad para que yo elija. Claro que pueden suceder cosas difíciles y malas en mi camino. No porque Él las mande, sino porque la vida en la tierra es caduca, falible. Y sé que puede haber pérdidas y dolores. Puedo dejar de ver el cielo azul en muchos días de tormenta. No le tengo miedo a la ruta que sigo, al menos no quiero vivir con miedo, atenazado, bloqueado. Porque la vida es muy corta y no quiero vivirla atormentado, pensando en posibles desgracias que me puedan sobrevenir. Miro al cielo sonriendo, sabiendo que no siempre será fiesta. Miro a Dios y sé que valgo tanto a sus ojos. Como un hijo es valioso para sus padres. Lo miran siempre fascinados, haga lo que haga. No dudan del oro que hay en su corazón. No cuestionan la bondad de sus intenciones. Siempre lo buscan en medio de sus caídas para darle un abrazo lleno de ternura y limpiar todas sus manchas. Así es Dios conmigo. Y por eso yo me levanto y hago lo que hoy me pide Jesús: «Por todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos». Me pongo ante los hombres y soy capaz de dar testimonio de mi fe. Dios me ha elegido, me ha enviado a los hombres, me ama con locura y quiere que hable bien de Él. Quiere que ponga su nombre en mis labios. Quiere que tome la decisión de seguirlo por los caminos. Sólo Él tiene palabras que me dan vida. Dios no es un charlatán. Me duele cuando muchas personas se alejan de la Iglesia. Reniegan de esa comunidad de hombres imperfectos. Huyen de normas que consideran excesivas y no están de acuerdo con ellas. No se han sentido amados en la Iglesia, por mí, por muchos. Sienten que en ese recinto, en esa comunidad no son amados en su verdad. Y huyen de mí. Buscan a Dios sin Iglesia, sin comunidad, sin hombres, sin pecado. Un Dios lejano, ajeno a toda la debilidad humana. Dios lo ha hecho más difícil todavía al mandarme a mí. Ha decidido que otros han de conocer su rostro en el mío. Ver su virtud a través de la oscuridad de mi pecado. Ver su bondad en la fragilidad de mis gestos torpes. Ha decidido elegir a los imperfectos para hablar de su perfección. Ha tomado el camino largo, el difícil. Por eso quiere que dé fe de Él ante los hombres. Quiere que yo hable de su amor desde mi amor torpe y mezquino. Que hable de su bondad desde mi egoísmo. Quiere que muestre que su amor es perfecto cuando el mío carece de tantas cosas. Así es Dios que me busca por los caminos y desea vivir conmigo. Me da miedo no estar a la altura. Pero sé que sólo si acepto su invitación Él podrá hacer milagros conmigo. Sólo cuando no me aleje de Él y lo niegue. La Iglesia seguirá actuando desde la pobreza de los hombres. No necesita hombre inmaculados. Es curioso lo que puede hacer Dios con su infinito poder. Puede cambiarme la vida y hacer que brille entre los hombres. Porque la luz que procede de mi interior no es mía, viene de lo alto, es de Dios. Me gusta esa mirada que me traspasa, eses corazón que se abraza al mío para sostenerlo. Así quiero ser yo siempre, no lo consigo. Camino de su mano y me dejo hacer. Para que Él brille. Mis obras no brillan pero sí las suyas.



[1] María Martínez, La fragilidad de un corazón bajo la lluvia

[2] María Martínez, La fragilidad de un corazón bajo la lluvia

[3] María Martínez, La fragilidad de un corazón bajo la lluvia

[4] María Martínez, La fragilidad de un corazón bajo la lluvia

[5] María Martínez, La fragilidad de un corazón bajo la lluvia

[6] María Martínez, La fragilidad de un corazón bajo la lluvia

 [7] J. Kentenich, Terciado de Milwauke (1963), 7, 153.

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