Homilía del padre Carlos Padilla - 25 de febrero
Domingo 25 de febrero de 2024 | Carlos PadillaII Domingo Cuaresma
Génesis 22, 1-2. 9-13. 15-18 Romanos 8, 31b-34; Marcos 9, 2-10
«Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías»
25 febrero 2024 P. Carlos Padilla Esteban
«Recuerdo los momentos en los que el cielo se ha abierto paso en mi vida y he tocado el amor de Dios. Momentos en los que la luz ha sido mucho más fuerte en mi corazón que la oscuridad»
El juicio de los demás no me condena pero tampoco me salva. Me importa demasiado lo que los demás piensan, esa es la verdad. No soy capaz de vivir sin creer que los demás me miran bien y no me condenan. Dos preguntas resuenan en mi corazón. Una de ellas es fácil de responder: «¿Haces las cosas para conseguir la aprobación de las personas? ¿Sientes que los demás te valoran más por lo que haces o por lo que eres? ¿Qué deseas? ¿Que te valoren y admiren por todo lo que has conseguido o por tu forma de ser y por lo que eres?». Yo quiero que me valoren por lo que soy. Que no dependa de mil cosas buenas que puedo hacer o de todas las malas que intento esconder, para que no sepan y me acusen. No siempre lo consigo. Y me afecta ese juicio despiadado por lo que hice, por lo que herí, por lo que dañé. Otra pregunta me resulta muy difícil de responder: «¿Me valoro a mí mismo más por las cosas que logro, por las metas que alcanzo, por las actividades que realizado o por lo que soy, por mi forma de ser?». Es difícil. La verdad es que no me valoro tanto por lo que soy sino por lo que logro. Es como si mis éxitos me definieran. Valgo más cuanto más consigo. Incluso me valoro más si los demás me valoran, si me aprecian, si me admiran, si les gusta cómo soy y lo que hago. Cuando me consideran impuro o incapaz sentiré que no valgo y que soy incapaz. La mirada del mundo me hace creer en lo que ellos ven de mí. Sin conocerme emiten juicios superficiales y apresurados y esos juicios se convierten en aseveraciones absolutas, en verdades irrefutables. Soy lo que los demás dicen que soy más que lo que yo creo de mí mismo. Me fijo en los que me critican más que en los que me alaban. Como si fuera más importante esa opinión que la que yo mismo tengo de mí. Esa pobreza en mi alma me hace daño. El juicio injusto se convierte en verdad absoluta. Y me acabo comportando tal como dicen que soy. Si piensan que soy egoísta me acabaré convirtiendo en egoísta. Si ven en mí impureza acabaré siendo impuro y no haré nada por salir de ahí. Si piensan que soy cobarde acabaré convirtiéndome en un cobarde. Parece que las opiniones vertidas por algunos tienen el poder de crear la realidad. Puedo acabar siendo impuro por el juicio de los hombres. No creo en las cosas buenas que me dicen los que me aman. Porque pienso que son subjetivos en su mirada y me quieren demasiado como para decirme la verdad, lo que en realidad piensan. Puede ser, pero ¿acaso los que me condenan sin conocerme no son subjetivos? No sé por qué le doy más valor a sus palabras que a las de los que me aman. Los que creen en mí no son tan poderosos, no logran aumentar mi autoestima. Me gustaría desear siempre ser amado por lo que soy y amarme de la misma manera, por la verdad inamovible que hay en mi corazón. No tengo que demostrarme a mí mismo ni a nadie cuánto valgo. Si no llego al final de la carrera no soy la peor persona del mundo. Si caigo en un pecado recurrente no soy despreciable para Dios, me sigue amando como antes de haber caído, seguro que me ama más al verme tan débil. Si me equivoco y sigo sendas confusas no por eso soy despreciable a los ojos de mi Padre, soy más amado, porque lo necesito más, al estar perdido y no conocer el camino de regreso a casa. El juicio de los demás no me construye ni me destruye. Simplemente es una opinión más entre muchas otras. No me hace impuro un juicio de impureza, y no me vuelve valioso un halago al ver lo bien que he hecho alguna cosa. Una crítica no puede destruirme, igual que un elogio no puede ensalzarme. No valgo más ni menos. Valgo lo mismo y eso es importante verlo con mucha paz. La mirada del mundo sobre mí no es más valiosa que la mirada que yo tengo sobre mi vida. No soy impuro para Dios aunque muchas veces crea que sí. ¡Cuánta gente veo que se aleja de Dios porque les han dicho que Dios no los ama como son porque han pecado, se han alejado y parecen impuros y despreciables! Cuando aparezco como impuro a los ojos de los hombres es como si tuviera que serlo también para Dios. Homologo las miradas, la de los hombres y la de Dios. Ni siquiera escucho la de Dios y siento que no tiene una opinión sobre mí, que no pesa tanto su mirada. Si fuera capaz de tocar su amor cada día y escuchar su voz repitiéndome que me ama.
Cuando me siento herido tengo que ser valiente. Hay una escena en el Evangelio que me conmueve. Una mujer que padece flujos de sangre tiene mucha fe y valor: «Entonces, una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años, y que había sufrido mucho con muchos médicos y había gastado todos sus bienes sin provecho alguno, antes bien, yendo a peor, habiendo oído lo que se decía de Jesús, se acercó por detrás entre la gente y tocó su manto». No tuvo miedo. Quizás ya lo había perdido todo. El dinero gastado, el honor que un día le dio fuerzas, la fama ahora inexistente. Ya no tenía nada que defender, no había nada que perder. Yo a veces tengo miedo porque tengo muchas cosas que proteger con mi vida. Mi fama, mi imagen, mi cargo, mi poder, mi trabajo, mi entorno. Busco defender mi lugar porque creo además que haciendo cosas buenas voy a poder mantener a flote mi barco herido. Y así lograré que los demás me admiren, me quieran más. Uno se vuelve valiente cuando ya no le queda nada que perder. Y tal vez se vuelve cobarde al sentir que hay mucho en juego. Cuando ya lo he perdido todo me la juego, me arriesgo. Al fin y al cabo, ¿qué más puedo perder en el intento? Nada y esa respuesta me da valor. Me vuelvo valiente en ese intento por salvar la vida. Creo que voy a perderme y siento que no sobreviviré. ¿Es necesario haberlo perdido todo para ser valiente? ¿No será esa actitud más bien temeraria? En realidad esa mujer fue temeraria. Se aferró a su fe como a un clavo ardiendo. Podría no haber llegado nunca hasta Jesús. Había mucha gente y ella era impura, la conocían. Creyó que bastaría con tocar el manto de Jesús. Su fe en el poder del tacto era muy fuerte. Pensaba que con sólo tocar bastaría para salvar la vida. Como Santa Bernardita que obedece a María y escarba en el barro buscando agua. Como los peregrinos a Santiago que se conmueven al tocar al santo. Como yo cuando toco lugares que están llenos de Dios y me dan seguridad. Sé que tocar un cuadro de María, de la Virgen de Guadalupe tiene mucha fuerza. Tocar al Papa y darle la mano es algo muy fuerte. Porque veo en él a Jesucristo. O tocar a esa persona que tiene a Dios dentro y quiero tocar a Dios en carne humana. Basta con tocar, es lo que pensaba esa mujer, aunque a lo mejor no podría llegar a tocarlo. Podrían detenerla antes, evitar que convirtiera con su gesto al puro en impuro. ¿Sería eso real? No, ella sabe que no, porque no ha sido Él el que la ha tocado. A veces me erijo en norma de conducta. Digo lo que hay que hacer y lo que está prohibido. Y quiero que los demás se adapten a las normas de conducta que he creado para todos. Está mal tocar a alguien estando impuro. Y decido lo que está bien y lo que está mal. Por eso sufro cuando los demás no hacen lo que espero de ellos. Me desespero y quiero que sean como yo soy. Esta mujer es valiente porque no hace caso de esa voz interior que le decía que fuera prudente. Tampoco escucha a los que le gritan que no se acerque al Maestro. Y es que la prudencia es lo contrario a la temeridad. Los prudentes son los que actúan de forma mesurada. Sin arriesgar demasiado. Sin exponerse del todo. Sin decir más de lo que corresponde en cada momento. La valentía y la prudencia parecen contradictorias. Si soy valiente, ¿ya no soy prudente? Si me mantengo prudente, ¿no puedo hacer cosas valientes? Es extraño. Esta mujer, que en la serie Chosen es llamada Verónica, verdadero ícono de Jesús, se arriesga a ser golpeada, herida, insultada. No le importa, es mucho más lo que puede ganar. ¿Y yo? ¿Soy cobardee o valiente? ¿Soy demasiado prudente? Nunca me gustó tanto la prudencia pero sí me da miedo a veces pecar de cauto, de cobarde, de pusilánime. Dejo que se me escape el tiempo y huyan las oportunidades. Me gustaría ser más valiente para ponerme en camino, para hacer cosas extraordinarias por mí, por otros. Arriesgarme a buscar los milagros. Emprender caminos nuevos nunca recorridos. Tomar decisiones audaces que a lo mejor muchos no valorarán y no compartirán. El valor es un don de Dios que pido cada día para no perder el paso, para no pecar por ser excesivamente prudente. Me gusta esa mujer valiente que se lanza a tocar a Jesús. Me gustaría ser así y tener el valor suficiente para ponerme en movimiento con el riesgo de perder lo que tengo seguro. Con la posibilidad por delante de ser juzgado por mis actitudes, por mis formas, por mis acciones temerarias. No quiero vivir con miedo a perderlo todo. Quiero tener valor para estar dispuesto a perder la vida. Si pierdo lo que hoy poseo no pasa nada. Cuando se cierre una puerta se abrirá una ventana. Cuando un camino parezcaa no llegar a ninguna parte surgirá una nueva senda que estaba escondida. Tener valor es propio de este tiempo de cuaresma. Es una oportunidad para crecer, para avanzar. Nada de lo que hoy tengo seguro durará siempre. No puedo vivir con miedo, paralizado, estático, quieto. ¿Dónde me pide Dios que sea hoy valiente? ¿En qué aspectos de mi vida veo que estoy actuando como un auténtico cobarde? Miro mi vida con los ojos de esta mujer enferma. Ella se ve impura y no duda en tocar a Jesús, en acercarse. No quiero que mis pecados me alejen nunca de Dios. Él me salva y se conmueve al verme enfermo. Sabe que es cuando menos lo merezco cuando más necesito su amor.
El pilar del ayuno es importante. Me cuesta mucho renunciar a lo que deseo. Me he acostumbrado a la satisfacción inmediata de todo lo que me gusta o apetece. Lo que quiero lo consigo. Lo que me agrada lo hago. Lo que me gusta lo compro. Así no puedo vivir porque se seca el alma, se aburguesa, se vuelve blanda. La satisfacción inmediata de los deseos no trae la felicidad, más bien me convierte en un insatisfecho. Lo sé, pero no puedo evitarlo. La película La Sociedad de la nieve narra la historia real de un avión que transportaba un equipo de rugby de Uruguay a Chile. El avión cayó en medio de los Andes y estuvieron más de setenta días perdidos. Los dieron por muertos porque era prácticamente imposible que hubieran sobrevivido. Lo lograron por su fe, por el amor y por la solidaridad entre ellos. Como dijo uno de ellos: «Nunca fuimos mejores personas que en la montaña». En un lugar imposible para sobrevivir ellos lo lograron. Su fe y el amor los salvaron. Hay un diálogo entre Numa y Arturo en la película que me dejó pensando: «Tengo más fe de la que tuve toda mi vida. Pero mi fe... discúlpame, Numa, no está en tu Dios. Porque ese Dios me dice lo que tengo que hacer en mi casa, pero no me dice lo que tengo que hacer en la montaña. Lo que está pasando acá no se puede ver con los ojos de antes. Numa. Este es mi cielo y yo creo en otro dios. Creo en el dios que tiene Roberto en la cabeza cuando viene a curarme las heridas. En el dios que tiene Nando en las piernas para salir a caminar sin condiciones. Creo en las manos de Daniel cuando corta la carne. Y Fito cuando la reparte sin decirnos a qué amigo perteneció y así podamos comerla sin... sin tener que recordar». Es el Dios presente en cada uno de ellos el que Arturo veía. El Dios que me da fuerzas para hacer lo imposible, para dejar a un lado mi propia necesidad y pensar en la necesidad de mi hermano. Jesús me lo recuerda en Mt 9,13: «Porque misericordia quiero, y no sacrificio, y conocimiento de Dios más que holocaustos». Amor más que renuncias. El sentido de mi ayuno es para amar más, no para buscarme a mí egoístamente. Eso sucede cuando pienso más en tu dolor que en mi necesidad. En tu carencia más que en la mía. Ser capaz de renunciar por amor a mi hermano es lo más grande. Alegrarme porque tú tienes más que por tener yo. Desear tu bien más que el mío. Entonces mi renuncia, mi sacrificio tiene un sentido y merece la pena. Pienso en todas las cosas a las que quiero aprender a renunciar. Pensar en situaciones extremas no me ayudar de forma especial. Mi vida no es un intento por sobrevivir en medio de la nieve. Pero sí me hace bien decirme que no cuando deseo algo concreto. Renunciar es un bien precioso, que me hace más fuerte. Y necesito fortalecer mi voluntad que se ha vuelto blanda. Hago lo que quiero y cuando lo quiero. El ayuno al que Dios me invita es una renuncia a aquellas cosas que me pesan en el alma y en el cuerpo. Me siento pesado y quiero soltar carga. Miro mi alma débil y quiero que sea más fuerte. Las personas con una voluntad fuerte llegan más lejos en la vida. El que no se sacrifica en aras de un bien mayor, no avanza. El que no estudia, no logra los objetivos académicos. El que no trabaja, nunca obtendrá los resultados deseados. El que no entrena, nunca será un gran deportista. Detrás de todas las renuncias se esconde el sueño que se quiere conseguir. ¿Qué se esconde detrás de la renuncia a la que me invita a vivir la cuaresma? Es este un tiempo especial para dejar atrás lo que me pesa en el alma, en la vida. A veces hay esclavitudes que se han hecho habituales en mi vida. Me he acostumbrado a las redes sociales y no salgo de ellas. O me dejo llevar por las apetencias y no renuncio a nada de lo que me gusta. Puede que tenga dependencias insanas. O dependencias que no me hacen bien, simplemente. Quiero pensar de qué cosas concretas puedo ayunar esta cuaresma. Es como sacar piedras de lo hondo de la tierra y dejar que pueda crecer en mi vida interior. La renuncia que hago es para poder amar más. Comenta el P. Kentenich: «La purificación y el ennoblecimiento de la vida instintiva no son posibles sin una moderada renuncia»[1]. Saber decir que no a los deseos que siento. Poner un freno en mis ansias de tener, de disfrutar, de poseer. Postergar así la satisfacción de todos mis deseos. Es sano aprender a decirme que no para no caer en la molicie, en la pereza, en la dejadez. Un corazón que no se autoeduca, que no se esfuerza, no crece. Renuncio por amor a Dios y al prójimo. Renuncio y me sacrifico por amor al Señor de mi historia. Me hago más libre de tantas cosas que me atan. Renuncio sin quejarme, sin que los demás lo noten. Que mi ayuno no se sepa. Que nadie se dé cuenta de mis sacrificios. Como decía el Papa Francisco: «No pongan cara triste, como hacen los hipócritas, que desfiguran su rostro para que se note que ayunan (Mt 6,16). Más bien, que se vea la alegría en los rostros, que se sienta la fragancia de la libertad, que se libere ese amor que hace nuevas todas las cosas, empezando por las más pequeñas y cercanas. Esto puede suceder en cada comunidad cristiana»[2]. Quiero ser libre para amar y llegar más lejos. Hoy escucho: «Te ofreceré un sacrificio de alabanza, invocando tu nombre, Señor». Un sacrificio que sea alabanza por el amor de Dios en mi vida. Un sacrificio que se convierta en acción de gracias.
La subida de Abrahán con su hijo al monte Moria siempre me conmueve. Me costaba entender cómo Dios podía pedirle eso a un padre: «En aquellos días, Dios puso a prueba a Abrahán. Le dijo: - ¡Abrahán! Él respondió: - Aquí estoy. Dios dijo: - Toma a tu hijo único, al que amas, a Isaac, y vete a la tierra de Moria y ofrécemelo allí en holocausto en uno de los montes que yo te indicaré». Dios había sacado a Abrahán de su tierra, le había quitado todos sus dioses exigiéndole fidelidad a Él solo y lo había despojado de su familia. A cambio de tanta renuncia le había prometido muchas cosas. En primer lugar una tierra nueva, rica, llena de belleza, una tierra fecunda. En segundo lugar una alianza íntima con Él, su único Dios. Era un amor íntimo que llenaría todos los vacíos de su alma. En tercer lugar una descendencia, fecundidad de una vida entregada por amor. Abrahán había creído en esas promesas y le había dicho que sí a Dios. Así había comenzado su camino, su exilio. Luego Dios le regaló de forma milagrosa un hijo del vientre estéril de Sara. Un hijo de sus entrañas. Un hijo muy amado. Un hijo diferente al que tuvo con su esclava Agar, llamado Ismael. No era él el elegido. Era más bien el hijo concebido de Sara, Isaac, el que iba a ser su verdadera descendencia. La bendición había recaído sobre Isaac. Entonces, ¿por qué le pide algo tan sin sentido como entregarlo en sacrificio? ¿Por qué le exige lo imposible? Abrahán obedece: «Cuando llegaron al sitio que le había dicho Dios, Abrahán levantó allí el altar y apiló la leña. Entonces Abrahán alargó la mano y tomó el cuchillo para degollar a su hijo». Me impresiona la docilidad de Abrahán, su fe ciega. Se somete al deseo de Dios y está dispuesto a hacer algo que parece absurdo. Isaac era el camino normal para hacer realidad la alianza de Dios con su pueblo. Era la única puerta abierta ante sus ojos. En ese momento parece que Dios quiere cerrarla. ¿Qué sentido tiene? Una promesa que parece no cumplirse. Un camino cerrado. ¿Por qué? Me conmueve la docilidad de este hombre. Y cuando ya va a hacer lo que Dios le pide, cuando ya lo ha entregado todo, sucede el milagro: «Pero el ángel del Señor le gritó desde el cielo: - ¡Abrahán, Abrahán!. Él contestó: - Aquí estoy. El ángel le ordenó: No alargues la mano contra el muchacho ni le hagas nada. Ahora he comprobado que temes a Dios, porque no te has reservado a tu hijo, a tu único hijo. Abrahán levantó los ojos y vio un carnero enredado por los cuernos en la maleza. Se acercó, tomó el carnero y lo ofreció en holocausto en lugar de su hijo». Dios interviene e impide una muerte absurda. Abrahán se puede abrazar a su hijo. Está vivo. La promesa siegue siendo realizable. Abrahán en Moria no se reserva lo más sagrado, se lo ofrece a Dios: «El ángel del Señor llamó a Abrahán por segunda vez desde el cielo y le dijo: - Juro por mí mismo, por haber hecho esto, por no haberte reservado tu hijo, tu hijo único, te colmaré de bendiciones y multiplicaré a tus descendientes como las estrellas del cielo y como la arena de la playa. Tus descendientes conquistarán las puertas de sus enemigos. Todas las naciones de la tierra se bendecirán con tu descendencia, porque has escuchado mi voz». Me impresiona la fe de Abrahán que ha escuchado la voz de Dios y ha sabido leer los pensamientos de amor de su Padre. Me gusta el monte Moria. Lugar sobre el que se asentó el templo de Jerusalén. Lugar del sacrificio y de la entrega. Lugar santo en el que lo más mío, lo que más amo, es ofrecido a Dios para que Él me lo devuelva. Pienso en mi vida y en esos momentos de mi camino en los que he tenido que subir a Moria. He llegado a lo más alto con pena en el alma sintiendo que Dios me pedía renunciar a aquello que más amaba. He tocado el dolor y se me ha helado la sangre al pensar en la renuncia. Dejar de tener lo más mío por amor. Sacrificar lo más amado por amor. Parece una contradicción. ¿Cómo puede Dios desear que me duela y que renuncie a lo que amo? En ocasiones he vivido ese Moria como un acto de liberación. Porque no puedo vivir mi vida con miedo, sintiendo que se me paraliza la vida al tocar un daño posible en el futuro. El miedo a la incertidumbre. El miedo a perder, a dejar de tocar, de amar, de disfrutar. ¿Soy capaz de entregar a mi hijo en sacrificio? ¿Estoy dispuesto a colocar sobre el altar el cordero que hay que degollar? No lo sé. Me aferro tanto a mis bienes, a las personas a las que amo, a mis proyectos y a mis sueños. Subir Moria es un acto sagrado. Algo así como una ofrenda excesiva, nunca exigida. Es un acto de libertad que implica obedecer al Señor hasta la muerte. Como he repetido en el salmo: «Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida. Señor, yo soy tu siervo, siervo tuyo, hijo de tu esclava: rompiste mis cadenas. Cumpliré al Señor mis votos en presencia de todo el pueblo, en el atrio de la casa del Señor, en medio de ti, Jerusalén». Quiero caminar de la mano de Dios. Sé que sólo con Él tiene sentido la promesa. La forma cómo Dios me va a conducir no la conozco entera. Sólo sé que tengo que subir a Moria y entregarle a Dios en sacrificio sagrado lo que más amo. Sólo así se llenará el cielo de estrellas y será inmensa la arena de la playa. Renunciando a lo que amo Dios multiplicará todo lo que llevo en mi corazón, me dará alegría y mucha paz. Quiero subir al monte del Señor y obedecer amando a Dios hasta el extremo.
Hoy dejo el desierto y subo al monte. El monte Tabor me habla de luz, de esperanza, de vida. Jesús llama a los más cercanos y sube con ellos al Tabor: «En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, subió aparte con ellos solos a un monte alto, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús». Es un monte no muy alto pero lo suficiente para divisar desde su altura una gran extensión de terreno. Jesús no sube solo. Sube con tres de sus discípulos, los más cercanos. Y delante de ellos sucede esta escena milagrosa. La belleza de sus vestidos. La pureza, la luz, la vida. Y luego Elías y Moisés en una aparición prodigiosa. Pedro, Juan y Santiago contemplaron el cielo por un momento. Jesús acababa de decirles que lo iban a matar. Pedro había querido defenderlo. Y Jesús lo había apartado de su presencia al sentir que el mismo demonio lo tentaba en él. suben al monte y desde la altura es como si olvidaran todo lo que queda a sus pies. Desde la altura Sienten que nadie podrá acabar con Jesús, con ellos que son sus discípulos. Hay veces en mi vida que siento esa presencia de Dios en mi corazón y me lleno de paz. Y hago mías las palabras que hoy escucho: «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, que murió, más todavía, resucitó y está a la derecha de Dios y que además intercede por nosotros?». Esa mirada pascual de Pablo me consuela siempre. Jesús ha vencido a la muerte. ¿Por qué he de tener miedo? Ese día en el Tabor los discípulos más cercanos a Jesús dejaron de tener miedo. Las palabras de Pedro así lo expresan: «Entonces Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: - Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Pedro no entiende nada. No entendió lo de la muerte que Jesús les anunció. Y tampoco ahora entendía. Sólo sabía, sólo sentía en su alma una paz imposible, inaudita, milagrosa. Y sabía que con esa paz iba a ser capaz de conquistar para Dios el mundo entero. ¿Cuándo he sentido yo esa paz en el corazón? Recuerdo en mi vida momentos de Tabor. Hay montes a los que subí confiado y una vez en la cima sentí que el mundo me pertenecía. Sentí esa presencia de Dios que me daba la paz. En esos momentos de luz toqué a Dios y acaricié su presencia. Hay lugares en mi vida que son Tabor. Son espacios sagrados en los que me siento seguro, en paz, protegido. Es como si sintiera que nada ni nadie podrán alterar la paz que siento en esos momentos. Creo que esa es la gracia del cobijamiento que recibo en el santuario donde María me espera. Ella me hace sentir en el Tabor. Allí, a su lado, tranquilo, no tengo miedo. Nada podrá hacerme daño, nada podrá sacarme de ese estado de paz. El cobijamiento tiene que ver con la gracia del abandono. Ser capaz de soltar a veces parece imposible. Intento retener lo que amo, impedir que se me escape, no dejo irse a nadie, no dejo que mueran, que fracase mi empresa. No le permito a Dios que me eche a perder mis sueños. Necesito una gracia de santidad para vivir de una manera nueva. Quiero vivir confiado y por eso la gracia que le pido a Dios es la del abandono. ¿Cómo se hace? No quiero vivir con miedo, angustiado, con ansiedad. Quiero confiar. Hay muchas cosas que me inquietan. Son muchos los miedos que me paralizan. Subir al monte es el esfuerzo para tocar a Dios en la subida. Verlo arriba y sentir que la paz vuelve a mi alma. En la distancia los problemas se vuelven pequeños y siento que puedo salir adelante, que no hay nadie que me detenga. Un lugar en el que colocar tres tiendas para quedarme siempre. Ese es el Tabor. ¿En qué lugares me siento así? Tendría que frecuentarlos más para tocar esa paz de Dios. Me alegra la vida saber que Dios no me va a dejar nunca y que Él va a llevarme de su mano siempre. Esa certeza es la que me da seguridad. Ese es el verdadero cobijamiento. En Dios puedo sentir que toda mi vida tiene sentido aunque a veces me parezca que voy a la deriva. Hay personas que son Tabor para mí. Cuando están cerca siento más seguridad, tengo más paz. Es como si el cielo se hiciera presente en la tierra. Es como si la eternidad acariciara la piel de lo tangible. Hay momentos, lugares y personas en los que veo a Dios y siento que su mensaje es eterno. Necesito la vida que Dios me da. Necesito volver al Tabor una y otra vez para acariciar la certeza de esa promesa. Dios me ama más que a nada en este mundo. ¿Por qué he de tener miedo? No merece la pena sufrir por cosas pasajeras que no pueden quitarme la paz del alma. La presencia de Jesús a mi lado me da seguridad, paz y alegría. Me siento uno de esos discípulos elegidos. Escucho su voz en mi oído invitándome a seguir sus pasos. Necesito en esta Cuaresma volver al Tabor con frecuencia. Recordar la luz y la paz que siento siempre al lado de Dios. Subo al monte, dejo el llano. Subo a lo más alto aunque me cueste y miro mi vida con distancia. ¿Acaso no está Dios cuidando mis pasos? Esa fe es la que me salva.
En medio del silencio del monte, envueltos en una nube, escuchan una voz: «No sabía qué decir, pues estaban asustados. Se formó una nube que los cubrió y salió una voz de la nube: - Este es mi Hijo, el amado; escuchadlo. De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos. Cuando bajaban del monte, les ordenó que no contasen a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Esto se les quedó grabado y discutían qué quería decir aquello de resucitar de entre los muertos». Una voz que da esperanza en medio de sus ansiedades. Hay que escuchar a Jesús, a ese Hijo tan amado por el Padre. El camino de santidad en mi vida comienza cuando me sé amado por Dios, profundamente y haga lo que haga. El camino de la Cuaresma comienza con un beso de Jesús en la frente, con la ceniza. Es la certeza de un amor que parecía imposible. Dios me ama en mi pequeñez, viéndome vulnerable y herido. Se alegra al ver mi pobreza. No se siente incómodo al tocar mi suciedad. No le asustan ni mi pecado, ni mi maldad. Los discípulos bajaron felices del monte porque habían visto el cielo abierto en la tierra. Es cierto que seguían dándole vueltas a lo de la muerte y resurrección de la cual Jesús les hablaba. No entendían. Habían visto la eternidad y eso les llenaba de alegría. Bajaron felices, con la certeza de que algo había cambiado en sus vidas para siempre. Pero ¿el qué? ¿Ya no morirían? ¿Dejaba de haber peligros? No. Seguiría la vida como antes del Tabor y los peligros seguirían acechando. El mal seguía presente. ¿Qué significaba haber visto a Jesús revestido de blanco? La vida, la resurrección, el cielo, la victoria final después de muchas derrotas. ¿Y el miedo? Seguirían teniendo miedo, mucho miedo. Porque la vida es un caminar sobre un alambre expuestos a las inclemencias del tiempo. Y todo puede salir mal. A veces parece que si se lo pido a Dios Él me lo va a conceder todo. Como si la enfermedad siempre fuera vencida en aquellos que aman a Dios y se dicen cristianos. Como si bastara con elevar al cielo mi plegaria para que sucedieran los milagros. En el Tabor no habían visto ante sus ojos un camino de rosas sin espinas. No. Sabían en su interior que nada iba a ser distinto. Podrían matar a Jesús. Y aun así tenían la certeza de que la última palabra la tenía Dios. Un Dios que era amor, como había dicho esa voz desde el cielo. Un Dios preocupado de cuidar a su Hijo. Un Dios amante que no se iba a cansar nunca de amar. Porque el amor por los nuestros no logra evitar que caigan en todas las trampas que tiende el futuro. No me libra el amor de los peligros ni de las tentaciones. No me salva de todas las posibles desgracias que me puedan acaecer. Pero sí logra algo ese amor, me da fuerzas para la lucha. Hace que mi vida parezca más sencilla y el camino más ancho hacia la eternidad. porque la única certeza que tengo después de vivir en el Tabor es que mi esperanza es eterna. Hoy falta justamente eso, esperanza. Comenta el papa Francisco que hay «un déficit de esperanza. Es un impedimento para soñar, un grito mudo que llega hasta el cielo y conmueve el corazón de Dios. Se parece a esa añoranza por la esclavitud que paraliza a Israel en el desierto, impidiéndole avanzar. El éxodo puede interrumpirse. De otro modo no se explicaría que una humanidad que ha alcanzado el umbral de la fraternidad universal y niveles de desarrollo científico, técnico, cultural y jurídico, capaces de garantizar la dignidad de todos, camine en la oscuridad de las desigualdades y los conflictos»[3]. El hombre camina en la oscuridad y necesita certezas para seguir luchando. Necesita una mirada optimista sobre el futuro. Una mirada llena de esperanza. Quiero volver al Tabor con frecuencia para recuperar la luz en mi alma. Mirar el futuro sabiendo que Jesús camina a mi lado. Así comienza la Cuaresma, de la mano de ese Jesús subiendo un monte. Dejo atrás el desierto para adentrarme en un camino que me lleva a lo alto de la montaña. Desde allí las cosas se ven con otra perspectiva. Hay lugares y personas que me ayudan a mirar la vida de una forma diferente. Eso me alegra el alma. Recuerdo los momentos en los que el cielo se ha abierto paso en mi vida. Momentos en los que he tocado el amor de Dios y he notado su presencia salvadora. Momentos en los que la luz ha sido mucho más fuerte en mi corazón que la oscuridad. Instantes de paz en los que la guerra y el odio han desaparecido de mi alma y han dejado paso a la calma en el corazón.