Homilía del padre Carlos Padilla - 24 de julio de 2022

Domingo 24 de julio de 2022 | Carlos Padilla

Domingo XVII Tiempo Ordinario

Génesis 18:20-32; Colosenses 2:12-14; Lucas 11:1-13

«Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá»

24 julio 2022    P. Carlos Padilla Esteban

«Soy mejor ahora de lo que fui nunca. Porque el paso de Dios ha dejado una huella profunda. Me gusta agradecer por lo vivido. Tomarlo en mis manos como un niño lleno de sorpresa»

El color del mar, ¿viene de la luz que se refleja? ¿O es el color que yo tengo en mi alma que se desliza sobre el mar? ¿Las personas son como yo las veo o son como ellas se ven? ¿El cielo refleja el estado de mi ánimo o soy yo el que influye en su color con mis cambios de humor? ¿La lluvia pone triste el alma o la alegra? ¿Todo depende del color del cristal con que lo miro o hay cosas inmutables que no cambian aunque para mí sí parezcan diferentes? ¿Tengo más razón cuando grito o mi silencio puede ser más demoledor que mil palabras? ¿El tiempo siempre pasa más rápido cuando no quiero que pase? ¿Los sueños que no hago realidad los acabaré olvidando? ¿Decir que sí o no a la realidad es tan determinante? ¿Todo depende de la luz con la que miro las cosas? ¿La realidad es mejor porque yo la veo así? Todo influye. Y podría hacer un montón más de preguntas pero prefiero callarme. No sé si a la larga tanto preguntar me llevará a algún sitio. Las olas en el mar son imprevisibles cuando las ves de lejos. No sabes cuál es la que puede acabar rompiendo con más fuerza. Lo mismo que las personas, nunca las veo venir. Y me sorprenden con reacciones no esperadas. Pienso que conozco a una persona y lo que piensa. Pero luego me dicen que dice otras cosas y me muestran a alguien muy distinto. ¿Me he equivocado yo en mi juicio o son ellos los que se han alejado de la realidad que yo había creído? ¿Tienen que adaptarse ellos a mi juicio o tendré que cambiar yo mi pensamiento sobre ellos? Pienso mucho más rápido de lo que actúo. O quizás no pienso, simplemente las ideas van y vienen dentro de mi alma. Sin claridad, sin juicio. Me gustaría que lo que pienso se corresponda con la realidad. Para no vivir ficciones. Para percibir las cosas como son. Para no temer las decepciones. Cuando creía que todo era más bonito, más lleno de bondad, más idílico de lo que luego resulta. No le tengo miedo a cometer errores. Sólo me duele que alguien me lo recuerde día tras día después de mi caída. No me da miedo herir a alguien. Lo que me asusta es no poder pedir perdón o no lograr abrazar las heridas causadas. Camino despacio para llegar lejos. No tengo prisa en avanzar cada mañana. El próximo día será mejor que hoy. O tal vez será lo mismo. No espero que las cosas salgan como tenía pensado. Las ilusiones se tejen a partir de las expectativas y el corazón se alegra pensando en lo que ha de venir. ¿Todo saldrá bien? Una voz me dice en el alma. No temas, todo va a salir bien. ¿A mí manera? Eso no importa. Los contratiempos y las derrotas me quitan la alegría. Y la esperanza la dibuja Dios cada mañana sobre mi amanecer, para que la tristeza no me embargue. He decidido abrazar al menos un millón de veces. Y el olor de la vida se me ha pegado a la piel. La aventura de la vivir merece la pena. No tengo que solucionar todos los problemas. Tampoco intento dar respuesta a todos los misterios. Hay demasiadas cosas incomprensibles. Y el miedo es demasiado real. ¿Por qué me asusta tanto lo que no logro controlar? Hay una tendencia en el alma a la audacia y un freno interior que no me deja volar. Como si me asustara más la caída final que el vértigo y la emoción del vuelo. Los hijos son los dones que Dios pone en mi vida. Y su presencia bendice mis pasos. No sé cómo hacer que todo encaje en el cuaderno de mis días. Asumo las equivocaciones propias tanto como las ajenas. ¿Saben los sabios lo que hay que hacer en cada momento? No lo sé si algún día me dará Dios algo más de sabiduría. De momento como los necios deambulo intentando acertar con los desvíos. He aprendido a vivir el presente como un regalo. Sé que la nostalgia pasa con una sonrisa. Al menos cuando uno se siente querido en medio de su pena. Y entonces las montañas se allanan. Y los desiertos son cubiertos por aguas que todo lo anegan. He aprendido a creer en lo imposible, en ese Dios oculto que todo lo contiene. Ya no me asusta la crítica de los que no me conocen. Son como papel mojado, se pierda sin que lo vea. He anotado en mi alma los últimos recuerdos que guardo como sagrados, para no olvidarlos. Tengo escrito en el corazón el nombre que Dios me ha dado. Y cuando siento tristeza lo repito en voz alta, lentamente, llamándome. El color de la vida se lo dan mis propios ojos, lo he comprobado. Miraré bien todo lo que me rodea. Así sabré que la felicidad está dentro de mí y se derrama, llenándolo todo de vida.

Cuesta mucho entender la vida. Caminando hacia delante los pasos parecen confusos. El futuro siempre es incierto. Y no logro descifrar si lo que voy a hacer me conviene o no. Si es bueno para mí o todo lo contrario. Si creceré o perderé mucho en el intento. Como decía el protagonista de una película: «La vida sería más fácil si la viviéramos al revés, desde el futuro hacia atrás». Hacerlo así no es posible. Y tampoco sería tan bueno quitarle el misterio a los días. En el fondo me gusta soñar con cosas que puede que nunca sucedan. Aún no sé cómo serán muchas cosas que seguro serán realidad y ahora no imagino. La vida es un misterio. Acepto su verdad. A menudo me pregunto por el porqué de las cosas. Por su sentido último. Por la razón de tantas pérdidas y desgracias. Viene a mi alma el silencio, el vacío, la ausencia de respuestas ante lo que no comprendo y me sorprende o decepciona. Y mi corazón se inquieta. Quizás esperaba más de la vida, de mis pasos. O los demás me dijeron que tenía dones para lograr muchas más cosas. Puede que me haya quedado estancado. Una y otra vez quiero saber cómo va a hacer Dios realidad su promesa de felicidad en mi vida. No me toca a mí saberlo. Como leía el otro día: «El cómo es el departamento de Dios. Él le está preguntando qué. ¿Qué hay escrito en su corazón? ¿Qué lo hace vivir? Si usted pudiera hacer lo que siempre ha querido hacer, ¿qué sería? Verá usted, el llamado de un hombre está escrito en su verdadero corazón y lo descubre cuando pasa la frontera de sus más profundos anhelos. Para parafrasear a Bailie, no pida lo que el mundo necesita, pida lo que lo hace vivir porque lo que el mundo necesita es hombres que hayan vivido»[1]. Hay un grito grabado en mi corazón. Hay un nombre que Dios sembró y escribió con buena letra. Para que yo aprenda a vivir y a soñar. Vivir es lo que tengo que hacer, es lo verdaderamente importante. Quiero vivir en primera persona. Yo vivo. No quiero dejarme vivir por la vida. No quiero que otros tomen el timón de mi barca y decidan por mí. No quiero ser sólo la marioneta en las manos de una voluntad más fuerte que la mía. Puedo actuar, puedo decidir, puedo decir lo que pienso y deseo, puedo hacer lo que de verdad vive en mi interior. Puedo ser más grande que el mismo universo si me lo propongo. Puedo ser más poderoso que el mismo Dios en mi vida si dejo que Él actúe. Puedo llegar lejos si asumo que dentro de mí se esconde la fuerza del universo entero. Veo todas las posibilidades inmensas e ignotas de llegar a ser quien todavía no soy. Aún estoy muy lejos. Por eso quiero aprender a mirar el futuro sin temor, sin angustia, sin turbarme. Lo único que Dios pone entre mis manos cada amanecer es un nuevo día. Es ese día que amanece ante mis ojos para que yo comience a vivir desde cero. Una nueva oportunidad de ser feliz y hacer que sean felices los demás. No puedo exigirle a nadie que me haga feliz. O que haga todo lo que está en su mano para que mi vida sea más fácil. No puedo exigir que me amen según mi manera, a mi ritmo, en mi misma medida. La asimetría del amor siempre me desconcierta. En ocasiones no tolero que el amor de mi hermano sea menor que el mío. Exijo más, pido más. Y cuando no cumplen mis deseos me decepciono. Mirando hacia atrás todo parece sencillo. Un año, una vida entera. Decisiones erradas y otras que fueron las mejores. Mirando mi historia puedo interpretar los acontecimientos. Descubro pecados, caídas, debilidades. Veo cómo las cosas se han desarrollado a partir de una semilla incipiente. Veo el cuidado de Dios regando el amor que sembró un día. Veo su mano oculta detrás de personas que caminaron a mi lado. Ellos fueron capaces de cambiar mi vida. Soy mejor ahora de lo que fui nunca. Porque el paso de Dios ha dejado una huella profunda. Me gusta agradecer por lo vivido. Tomarlo en mis manos como un niño lleno de sorpresa. Me gusta pensar que nada va a ser mejor de lo que hoy es sólo porque yo me empeñe en que así sea. No logro cambiar las cosas. No puedo acabar con el mal, con el odio, con la guerra. Pero tampoco dejo que me turben las tormentas. Mantengo fija la mirada en Dios. Él me lo dio todo. Él me dio la vida y me cuidó. El cómo se iba a realizar su promesa está en su mano. La manera del amor, la forma de la felicidad. Tengo un plan, unos caprichos se han dibujado en mis entrañas. Y me obsesiono con ciertas cosas sólo porque me parecen buenas. Pero el cómo no me corresponde a mí saberlo. Es de Dios, Él lo sabe. Tan sólo me pide que yo me mantenga fiel sin renunciar a mis principios, a mis creencias, a mi forma de ser. Dios sabe que dentro de mí hay escondida la madera de un santo. Y puede pulirla, trabajarla y sacar de ella una obra de arte. Yo sólo me levanto cada mañana dispuesto a servir, a trabajar, a ponerme a las órdenes de ese Dios que me ama con todo su ser. Me gusta esa mirada y acepto la vida como es, sin miedo, día a día. 

Comenzar a caminar, comenzar a creer, comenzar a sentir. Todo comienzo es difícil. Todo empieza cuando acepto mi verdad. Brennan Manning dice: «La vida espiritual empieza con la aceptación de nuestro yo herido»[2]. Mi yo herido, ofendido, atacado, difamado, traicionado. Mi yo dejado de lado, olvidado, injuriado. El yo que ha sido denostado, despreciado, ignorado. Mis heridas de amor, de desamor. Las que guardo abiertas, infectadas, con dolor. ¿Sanarán algún día? ¿Podré perdonarlo todo? Lo que me han hecho. Lo que me he hecho. Lo que no me hicieron o yo no hice. La culpa por lo ocurrido. Esa culpa terrible y fiera. Esa culpa que se aferra a la piel del alma y no me deja escapar. Esa culpa compartida o sostenida en soledad. Esa culpa que yo reconozco o la que los demás ven en mí, incluso cuando yo no la veo. Comenzar a volar por encima de todos los límites. Pero siempre desde mi yo herido, enfermo, atado, aprisionado. En ese deseo reconocible de agradar, gustar o estar a la altura de lo que los demás esperan. ¿Cuántas sesiones de terapia son necesaria para sanar todas las heridas? Tal vez infinitas. Aun así seguirán ahí abiertas dentro del alma. Y en ese lugar escondido sólo Dios podrá mirar, incluso aunque no le deje. Podrá entrar, podrá acariciar mis partes llenas de dolor. Gordon W. Allport escribió: «El neurótico que aprende a reírse de sí mismo puede estar en el camino de gobernarse a sí mismo, tal vez de curarse». ¿Aprenderé a reírme de mí mismo? A carcajadas. De mi ridículo. De mi torpeza. De mi incapacidad. Reconocer mis errores y reírme. Dejar que se rían otros de mí. Se rían porque no doy la talla, no estoy a la altura. Que se rían y mi orgullo quede herido de nuevo. Pero si yo me río de mí mismo, sin querer protegerme, sin importarme el ridículo, esa risa mía es sanadora. Comienzo el camino de la curación. Que otros sepan y vean mis carencias. Y se rían. Y yo me ría con ellos. O ellos conmigo, no importa. Reírme incluso de las traiciones sufridas, de los dolores que otros me causaron. ¿Será posible esa risa? Acepto que estoy herido y mi orgullo es ese caparazón que construí un día para que me quieran, para gustar, para que estén contentos conmigo y puedan decirme, y yo escucharlo, qué bien lo has hecho. ¿Eso bastará para sanarme? La risa. La alegría provocada por mi fragilidad. Tal vez entonces no tendré que esconder nada más. Estaré en paz, me sentiré seguro en mi inseguridad. Sin defensas. No tengo que ganarme la aprobación de nadie, sólo la de Dios. No me justifico. No quiero agradar a todos para que estén contentos conmigo. Si busco agradar es porque quiero servir. Pero no pretendo la aprobación. Eso sólo lo espero del Dios de mi vida, de mi camino. No me expongo para que los demás den su voto y digan que valgo, que mi vida es valiosa, que merece la pena y tiene sentido. Comienzo el camino verdadero cuando beso la herida de mi alma. Un beso, un abrazo al niño que tengo escondido en el alma. Ese niño al que hirieron, despreciaron, engañaron. Ese niño que perdió su inocencia. Y tiene miedo de que le hagan daño de nuevo. Por eso comienzo a caminar sólo cuando toco un amor más grande que me sostiene en medio de mi vida. Me levanta en mis caídas. Y cree en mí incluso cuando yo mismo dejo de creer. Ese amor humano, divino, ese abrazo único es el que me ayuda a sanar, a levantarme de nuevo. Comienzo ese camino salvador de la mano del Dios de mi historia. Necesito aprender a abrazar dejándome abrazar. A sostener dejándome levantar, pidiendo ayuda, desde la humildad, la humillación. La amistad es el camino para crecer. El abrazo que me contiene. La ternura y la cercanía. El amor humano que refleja el amor de Dios. Leía el otro día sobre la amistad que sana: «Que comprende la fragilidad y la herida, y valora la fortaleza como talento compartido. Que está hecha de risa y compromiso, de lágrimas desveladas y brazos que apoyan. Una amistad de ternura y firmeza, de sinceridad compasiva, de novedad y rutina, de descanso y tarea, de crisis y renacer. Evoca historias, conversaciones, gestos, encuentros, caminos cruzados y descruzados. Sabe abrazar, pero sin poseer. Sabe acoger, y también deja partir»[3]. Ese amor humano es el que sana, el que me sana. Porque Dios me ha creado no abandonándome a mi suerte sino dejándome entre manos amigas. Corazones capaces de sacar lo mejor de mi alma. El camino no lo recorro solo, porque solo no puedo. Busco sostener sosteniéndome, en ese equilibrio inestable de la entrega sincera y generosa. Reconozco la sed de mi propia alma mientras trato de calmar la sed de otro. Pero sin perder la esperanza en la bondad escondida en el corazón humano. Entiendo que la vida se construye a paso lento, con profundidad, con mucho silencio y respeto. Las palabras a veces sobran. Más las que son sobre otros. Reconozco la verdad escondida en los sueños. Vuelvo a creer en mí, no importa cuántos errores. Y sueño.

Me rebelo ante las injusticias. Odio el mal y las desigualdades. Cuando veo que tratan mal a alguien me duele por dentro el alma. No puedo callarme ante lo injusto. Me enfrento contra un mundo que permite que el justo sufra y que el que daña y ofende salga libre e ileso. Me duele muy dentro que el culpable quede sin pena. Me cuesta que los buenos obtengan el mal en sus vidas después de haber hecho tanto bien. No acepto que el reparto de las riquezas sea tan desigual. Sufro con los que sufren. Tanto mal, tanto dolor, tantas penas son una espina clavada en el alma. Pero ¿Qué hago yo para solucionarlo? ¿Qué aporto para que el mundo sea mejor? Me siento tan inútil. No puedo cambiar el mundo. No me acabo de convertir. No consigo ser mejor de lo que soy. Veo el mundo tan distinto a lo que deseo. Me gustaría que todo cambiara. Que las injusticias desaparecieran. Me gustaría que el que está alejado de Dios se acercara a Él y encontrara en su corazón un nuevo hogar. Deseo que el malvado cambie de vida y se convierta. Sueño con un cielo claro sin nubes, con tierra con agua suficiente, con días cálidos, sin extremos, ni mucho frío, ni mucho calor. Deseo una vida nueva llena de encuentros donde no haya desencuentros. Me visto de gala para ser feliz. Sonrío, me río, para dejar salir la alegría en un mundo triste. ¿Cómo voy a cambiar todas las injusticias que laceran la piel del hombre? Imposible, me siento impotente. Y escondo la cabeza bajo tierra para no ver, para no seguir sufriendo. Si no puedo cambiarlo todo, no hago nada. Pero me equivoco. Es mucho lo que puedo hacer, lo que puedo cambiar. Por eso me uno a Abrahán en sus plegarias: «¿Así que vas a borrar al justo con el malvado? Tal vez haya cincuenta justos en la ciudad. ¿Es que vas a borrarlos, y no perdonarás a aquel lugar por los cincuenta justos que hubiere dentro? Tú no puedes hacer tal cosa: dejar morir al justo con el malvado, y que corran parejas el uno con el otro. Tú no puedes. El juez de toda la tierra ¿va a fallar una injusticia?». Le suplica a Dios que no haga nada en esa ciudad en la que el mal impera y la injusticia se impone. Porque hay justos que no merecen morir por culpa de los injustos. Le pide que tenga misericordia si encuentra un justo, o cientos de justos. Eso es suficiente para salvar a todo un pueblo. No quiere que perezcan los justos igual que los injustos. Lo que desea en el fondo, como yo, es que el bien se imponga sobre el mal y la justicia venza la injusticia. Dios escucha su oración: «Vaya, no se enfade mi Señor, que ya sólo hablaré esta vez: - ¿Y si se encuentran allí diez? Dijo: - Tampoco haría destrucción, en gracia de los diez». Basta con diez justos para salvar a un pueblo. Basta con un justo, Jesús, para salvar a todos los hombres. Un solo justo, un solo hombre capaz de entregar su vida por entero. Me impresiona la misericordia de Dios que mira el corazón del hombre y se conmueve. Mira mi corazón y sabe que en él hay injusticias y justicias, virtudes y pecados, luces y sombras. Y me mira conmovido porque ve el bien escondido. Un Dios misericordioso que salva a todos si es que encuentra sólo diez justos. Esos justos pueden ser nuestra Iglesia. En ella hay justos y pecadores, como en todas partes. Hombres buenos y malos. Hombres pobres y heridos que quieren hacer la voluntad de Dios aunque se equivoquen. Basta con que haya un puñado de justos. Son necesarios pocos, muy pocos. No todos en la Iglesia son justos. Hay justos y pecadores, una mezcla imposible. Sé que habrá algunos, unos pocos, que la salven. Conozco a algunos justos que, con su vida sencilla y humilde, con su testimonio frágil, con su entrega silenciosa y llena de amor, bastan para salvar al hombre. Me impresiona esa fe de esos pocos, esa perseverancia que lucha contra toda esperanza, esa resiliencia firme y recia en medio de la batalla y la soledad. Son sólo unos pocos que luchan contra un mal que es más fuerte que ellos, más numeroso, más ruidoso. Siempre me sorprenden esos hombres y mujeres fieles que se elevan como un muro para resistir la potencia de las aguas que chocan con furia. El mal parece más fuerte, y la muerte, y el odio. Ellos tan pequeños. Es como si nada pudiera detener la furia del demonio. Nada pudiera vencer y hacer que el mundo sea más justo. Parece imposible la perseverancia de los justos. Permanecen escondidos, ocultos en medio de la vida. Son como un agua silenciosa que se adentra en la grieta de la roca. Y esperan ocultos a ver si Dios hace con ellos milagros. Me gustaría que fuera posible. Los pocos justos que son más fuertes que los injustos. Los pocos santos que logran enfrentarse a los que obran el mal. Siento en mí un poder inmenso que viene de lo alto. Yo no lo he conseguido, no es mío. No es obra de mi voluntad. No sucede gracias a mi fuerza. No soy yo, es Dios en mí. No son los justos aunque sean miles los que vencen. No tienen ese poder, esa fuerza. Es Dios que tiene misericordia al verlos en medio de la brecha. La brecha que se abre en la muralla. Por ella entra el mal. Y los justos están ahí pertrechados, fieles, haciendo frente. No son enviados para obtener la victoria y tener éxito. No tienen que triunfar, no deben tener éxito. La vida no consiste en lograr el éxito sino en ser fieles. Es más sencillo, o más difícil, pero Dios puede hacerlo. Tengo fe.

Quisiera aprender a orar. En ocasiones pienso que tengo que orar como obedeciendo un mandato de Dios. Como si Dios me pidiera que rezara casi como una obligación. Detente y reza, parece decirme. Pero no es una obligación la oración, más bien es una necesidad. Necesito rezar. Necesito hacer silencio en el alma. Necesito detener mis pasos y meditar. Necesito contemplar en silencio el presente que me abraza. Y entonces, como no sé hacerlo, surge acuciante en mi alma la pregunta de los discípulos cuando ven a Jesús en oración: «Y sucedió que, estando él orando en cierto lugar, cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos: - Señor, ensénanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos». ¿Qué habrían visto en Jesús que despertaba el deseo de rezar? ¿Cómo habría enseñado a rezar Juan el Bautista a sus discípulos? Juan buscaba la conversión del corazón y en el desierto enseñó a los suyos a rezar, a orar, a calmar la sed del alma. Una y otra vez brota esta misma pregunta en mi corazón. Me siento como los discípulos, torpe para orar, para meditar, para calmar el ansia que tengo. Quisiera mirar a Dios como un niño y suplicarle que me dé su paz, que calme mis dolores. No tengo la obligación de orar, no debo hacerlo. Simplemente lo necesito. Sin oración soy un metal que resuena. Una cáscara vacía. Un fuego fatuo que se apaga. Una caña mecida al viento. Sin oración soy un hombre frágil incapaz de mantenerme firme y fiel en medio de las batallas. Sin oración, sin vida interior, me siento como una hoja llevada por las aguas del río. Sin pausa, sin descanso. Y Jesús les habla al corazón: «Cuando oréis, decid: - Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino, danos cada día nuestro pan cotidiano, y perdónanos nuestros pecados porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe, y no nos dejes caer en tentación». El padrenuestro es esa oración que aprendí de niño. La aprendí de memoria y casi no pienso lo que digo. Es como un mantra que repito sin darme cuenta. Pero es la oración más completa y sencilla que conozco. Jesús no quiso que le hablaran a Dios con las palabras de los salmos. No quiso que fueran rebuscados y complicados en su oración. Simplemente quiso que fueran niños sencillos. Que le hablaran a Dios como a su papá. Que le dijeran lo que necesitaban y le entregaran el timón de su vida. Tan sencillo como eso, tan complicado. Porque yo me complico en mis oraciones y no son tan sencillas como el padrenuestro. Es una oración llena de cariño y simplicidad. Y a la vez que dice cosas grandes lo hace con palabras de niños. En esa oración se recoge el alma del hijo que confía en el amor paternal. Así eran los discípulos con Jesús. Se fiaban, lo amaban, lo seguían, no querían separarse de Él. Y sabían que Jesús amaba a Dios, su Padre. Y así querían hacerlo ellos. Toman las palabras que les enseñan y las hacen propias. Una oración de niños. Unas peticiones normales, nada especial. El pan de cada día, que su Reino venga a mi vida. Que se haga su voluntad y no la mía. Que pueda perdonar a los que me han ofendido. Que me libre de todo mal. Son las peticiones del hijo que busca en Dios ese poder misericordioso que salva. Me gusta esa mirada de Jesús. Me gusta que los discípulos le hicieron caso y se pusieron en camino, comenzaron a rezar con esas palabras sabias. Me gusta esa forma de mirar la vida. Yo también quiero aprender a orar con palabras sencillas. Puede que hable demasiado y no dejo que Dios me hable. La sencillez de mi oración es fundamental. Y quizás debería simplemente hacer silencio. Callar mientras el tiempo pasa por el alma. Quedarme quieto y escuchar lo que Dios quiere despertar en mi corazón. Me gusta la oración en la que me quedo quieto y callado, soy tan inquieto. Me gustan esos cantos que me permiten adentrarme en mi alma y callar. Dejar que el tiempo pase entre los dedos. Simplemente estando quieto, en silencio, mudo. Me gusta la vida que se hace fuerte en el alma. Decía el P. Kentenich algo muy cierto: «Si quieren llevar una vida sana, tanto en lo corporal como en lo psíquico, tienen que aprender el arte de elaborar junto con Dios y la Santísima Virgen las impresiones no elaboradas»[4]. Tengo que elaborar en la oración todo lo que me sucede. Meditar la vida es dejar que pase por el corazón todo lo vivido. Lo bueno y lo malo. Lo fácil y lo difícil. Las penas y las alegrías. Dejar que el alma se llene de paz al mirar con distancia lo que ha sucedido. Impresiones no elaboradas. Corro el peligro de taparlas, encerrarlas en algún lugar del recuerdo. Pero luego mi memoria es afectiva y hace que recuerde lo que más me ha dolido. Elaborar significa ponerlo todo en las manos de Dios. Entregarlo, perdonarlo, sanarlo. Acariciarlo con paciencia. Degustarlo. Saber que todo lo que me sucede es una palabra de Dios que Él deja caer en mi alma. Para atraerme, como un lazo lanzado desde el cielo. Me gusta esa forma de entender la oración. Un descanso en Dios. Un dejar que el alma se vacíe en Él. Necesito rezar para elaborar, para pacificar el corazón. Quizás también para comprender lo que me ha pasado. Lo que está sucediendo dentro de mí. Me gusta callarme para no hablar en exceso. Porque decir muchas palabras no me da paz, sólo me la quita.

Hoy Jesús me invita a pedir, a suplicar. En ocasiones pienso que Dios tendrá que hacer realidad en mi vida todo lo que le pido. Hoy escucho: «Si uno de vosotros tiene un amigo y, acudiendo a él a medianoche, le dice: - Amigo, préstame tres panes, porque ha llegado de viaje a mi casa un amigo mío y no tengo qué ofrecerle, y aquél, desde dentro, le responde: - No me molestes; la puerta ya está cerrada, y mis hijos y yo estamos acostados; no puedo levantarme a dártelo", os aseguro, que si no se levanta a dárselos por ser su amigo, al menos se levantará por su importunidad, y le dará cuanto necesite. Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá. ¿Qué padre hay entre vosotros que, si su hijo le pide un pez, en lugar de un pez le da una culebra; o, si pide un huevo, le da un escorpión? Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!». Me impresionan estas palabras de Jesús. Parece que Dios hará realidad en mi vida todo lo que le pida. Eso me dice. Luego veo que no es verdad. ¡Cuántas cosas le he pedido y no han sido posibles! Parecía que sí, que podía ser, pero no, al final no han ocurrido. Y entonces podré repetir en mi corazón lo que he escuchado algunas veces: «¿Dónde está ese Dios tuyo que nos deja solos en medio de tantas desgracias?». Mucha gente pierde la fe cuando esta es poco profunda. Dejan de creer porque sienten que la vida es injusta, sobre todo cuando esta injusticia les afecta. Saben que mueren niños de forma injusta, y que a muchos buenos les suceden cosas malas. Pero sólo cuando ellos son los damnificados, se indignan. Entonces su fe desaparece como una pompa de jabón. La protagonista de una película que era muy religiosa se sorprende cuando con el asesinato de su marido su fe estalló con inmediatez. Dejó de creer al instante en un Dios que permitía tales injusticias. Se indignó, sufrió y se alejó de Dios. Es posible que suceda y me puede suceder a mí mismo. Puede que mi fe no sea tan firme y dependa de que alcance todos mis deseos. Me da miedo vivir pendiente de eso que hoy Jesús me promete. Hará todo lo que le pida. Pero sobre todo será el Espíritu Santo lo que me dará si se lo pido con fe. Eso sí me lo dará. Tengo claro que Dios no es una máquina que me conceda todos los deseos que le pido. No es un mago que hace realidad mis más nimios sueños. Dios me quiere y me respeta. Escucha todo lo que le pido. Sabe mejor que yo lo que me conviene. Y en cualquier caso no desea mi mal. La parábola de hoy me conmueve. El amigo importuno que pide, insiste, suplica. Y el amigo al final accede a su deseo. ¿Cómo podría negarle la ayuda al que tanto insiste y siendo la petición tan razonable? Y en cualquier caso, aunque no fuera razonable, por insistente el amigo accede. Así soy yo con los que me suplican. Accedo a sus deseos aunque por dentro no quiera hacerlo. Dios no es así. Él me ama. Me ha creado por amor y me conoce por dentro. Sabe que lo que le pido es justo casi siempre. Son deseos normales del que ama la vida. Y entiende que quiera la salud antes que la enfermedad. El bienestar antes que el sufrimiento. La abundancia por encima de la escasez. Él me ha creado con mi sed y con mi hambre. Ha puesto en mí un deseo infinito de amar y ser amado. No me deja solo en esa búsqueda. Sabe para lo que estoy hecho porque me conoce mucho mejor que yo a mí mismo. Sabe cuándo le pido algo insensato y también entiende que le pida la vida y el amor antes que la muerte y el odio. No puede darme todo lo que le pido, tal como se lo pido y exactamente en el momento en el que se lo pido. Yo mismo veo que deseos de un día se perdieron con el paso del tiempo y dejaron de ser importantes. Los pedía con insistencia y luego ya no tuvieron valor. Dios conoce mi historia. Sabe muy bien cuáles son mis anhelos y mis planes. No los desprecia, los ama. Pero no se dedica a conceder deseos. Me da el Espíritu Santo, eso sí, para que ame, para que busque su querer. Quiere que ame su voluntad antes de vivir apegado a todos mis deseos. Me conoce muy dentro de mí. Ama mi alma pequeña e inconstante. Desea que sea feliz. Pero la vida no consiste en conseguir todo lo que quiero. Y no me enfado con Dios. No me alejo. Tengo fe en ese Dios que no me deja solo, no me suelta, no me abandona. Va a mi lado y me cuida. Sabe que soy su hijo predilecto y que le quiero. Ne busca y acompaña. Me sube sobre sus hombros cuando estoy más cansado, o más triste en mis dolores. No logro todo lo que quiero pero sigo insistiendo, pidiendo, soñando. Y Él está a mi lado escuchando, guardándome, cuidándome. Así es Dios, no me suelta nunca de la mano.



[1] John Eldredge, Salvaje de corazón: Descubramos el secreto del alma masculina

[2] John Eldredge, Salvaje de corazón: Descubramos el secreto del alma masculina

[3] José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, nunca solo

[4] J. Kentenich, Lunes por la tarde,Tomo 2: Caminar con Dios a lo largo del día

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