Homilía del padre Carlos Padilla - 23 de octubre de 2022

Sábado 22 de octubre de 2022 | Carlos Padilla

Domingo XXX Tiempo Ordinario

Eclesiástico 35, 12-14. 16-19a; 2 Timoteo 4, 6-8. 16-18; Lucas 18, 9-14

«Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido»

23 octubre 2022    P. Carlos Padilla Esteban

«Si dejo entrar en mi interior a Dios todo cobra sentido. Él le da a mi verdad un valor único. Me hace feliz su presencia. En Él encuentro sentido a todo lo que me sucede. Mi verdad»

Hay días de gracias, días de bendiciones. Días en los que el cielo se abre y derrama su amor. Hay momentos que marcan mi vida, mis pasos. Decisiones tomadas en el corazón de Dios. Hay silencios más elocuentes que mil palabras. Como el sí de María pronunciado en la gruta en la que el Ángel vino a comunicarle el más íntimo deseo de Dios. O cuando en mi vida un día tomé la decisión más importante. O empecé un camino callado, meditabundo, consciente del peso de lo que estaba haciendo. Hay horas que marcan todas las siguientes. Como la hora en la que un joven sacerdote el P. José Kentenich dio un paso que marcó mi vida, muchas vidas, su propia vida. Un sí pequeño y grande al mismo tiempo. Un sí seguro y dubitativo. Un sí audaz y lleno de miedo. Un sí capaz de cambiar el rumbo de los acontecimientos. Porque en mí sí se esconde la semilla del árbol más grande. En mi fe que ve más allá del horizonte visible. Detrás de las nubes donde se esconden el sol, la luna y las estrellas. El sí más solemne y el más sencillo. La hora en la que todo cambia cuando yo cambio y miro la vida de forma diferente. El sí de mi alianza es hoy un sí con voz de grito, con alma de estrella. No dejo de confiar en todo lo que Dios puede hacer con mi sí cuando lo pronuncio lleno de dudas, cuando lo vierto sobre el campo para que sea fecundo y dé vida. Como esas semillas pequeñas que se tejen con la tierra para formar un mundo nuevo. Con mi sí sin palabras, que se abre paso entre los miedos y las resistencias de mi alma herida. El sí de la alianza renueva mis pasos, mi vida. Es como comenzar a nacer cada día de nuevo. Es un sí sostenido en el tiempo, en los años. Hoy vuelvo a peregrinar en mi espíritu a ese día hace muchos años en que un joven sacerdote dijo que sí con dudas, con miedos, en el fragor de una guerra que comenzaba y con el deseo de que María se quedara en esa capilla, en esa tierra, en esos corazones para siempre. Y vuelvo al mismo tiempo a ese sí mío pronunciado en otra tierra, en otra capillita como esa, con otra edad, con otros miedos. Mi sí de entonces que vuelvo a renovar hoy convencido de que no depende tanto de mi fidelidad como de la de María. Ella no falla, no se esconde, no se calla. Ella no se baja de mi corazón, no huye. Ella no desconfía cuando siente el miedo, es mi roca, mi pilar, mi columna en la que me guardo. Ella es la barca con la que navego mares ignotos llenos de peligros desconocidos. No veo la forma de salir vivo de tantas encrucijadas y al pronunciar mi sí de nuevo cargo el corazón de esperanza. No todo será un desastre. La vida es mucho más que lo que ahora veo y presiento. Y el futuro comienza en esta hora temprana en la que vuelvo a decir que sí como si de una aventura mágica se tratara. No quiero traicionar mis intuiciones. No quiero dejar de confiar en esa promesa. Todo saldrá bien, no tengas miedo. Todo irá mejor de lo que piensas. Y yo me lo creo. Me lo grabo en el pecho para no dudarlo en momentos más aciagos, más oscuros, más tensos. Y siento que con mi sí algo nace dentro. Un nuevo día, un mañana lleno de esperanza. Pronuncio mi sí de nuevo en todas aquellas cosas que hoy me inquietan. Lo entrego todo, es lo que más me cuesta, soltar el timón, dejar que mi barca siga rumbos nuevos que antes desconocía. María es fiel a su alianza, a mi alianza. Es fiel guardándolo todo en su corazón, en mi corazón. Para que yo no olvide que soy hijo, niño, y no tengo que cargar con cosas que superan mis fuerzas. Soy tan pequeño. La misión es tan grande. Los peligros tan inmensos. Pero la alianza me hace creer que todo es posible. Que podrán ocurrir cosas terribles. Y apremiarme peligros inminentes e incontrolables. Y en medio de mil tempestades María me dirá al oído, no tengas miedo, hijo mío, yo estoy contigo. Y esa promesa me basta para salir adelante, para no naufragar, para no perderme. No intento en vano controlar mi vida. Se la ofrezco a Dios como un niño pequeño que confía en su Padre, en su Madre. María me mira conmovida al ver mis miedos, al ver mis deseos más íntimos, al ver mis angustias y soledades. Y me abraza con fuerza en esta hora de alianza. Renuevo mi sí virgen, puro, ingenuo, inocente. Lo vuelvo a decir en la gruta de mi alma. Allí donde sólo Ella puede entrar con pies descalzos. Confío en su amor hondo y fiel, nada temo.

No niego el valor incalculable que tiene la verdad. Ser veraz, auténtico es lo más importante. Comprendo el daño que hacen las mentiras. Porque envenenan el alma y rompen relaciones profundas. Siembran la sospecha y el descrédito. Dicen que se pilla antes a un mentiroso que a un cojo. Mentir se puede convertir en un hábito dañino, un vicio que enferma. Y el que miente se acostumbra tanto a mentir que no se da cuenta. Cuando lo hace no lo ve. Se cree sus mentiras y para él son verdades. Vivir en la mentira es algo que me daña, me enferma, me aísla. Entretejo mentiras, una junto a la otra, y al final esa maraña me envuelve y no me deja respirar. No puedo desatar las mentiras. Son nudos férreos que no me dejan respirar. «La verdad os hará libres», dice Jesús en Juan 8, 31. Y lo sé, cuando vivo en la verdad me siento más libre, más en paz y feliz. Vivir en la mentira me llena de miedos. ¿Me descubrirán? ¿Sabrán algún día toda mi verdad? Me asusta pensar que los demás puedan conocerme en mis pecados más hondos, más ocultos. ¿Llegarán a saber quién soy en verdad? ¿Conocerán mi alma mezquina y enferma? Me asusta la mirada de los demás que escudriña, busca y pretende saberlo todo. ¿Tengo que contarles a todos quién soy en verdad? ¿Necesitan saberlo? ¿Necesito contarlo? No lo sé. Creo que hay en mi corazón secretos a los que sólo Dios tiene acceso. ¿Necesito que entre alguien más? No. Es mi rincón sagrado, en mi jardín secreto, sellado. Allí sólo yo hablo con Él y Él conmigo. En mi verdad más desnuda y pobre. Desnudo salí del vientre de mi madre. Desnudo volveré a Dios. Así es la vida, mi vida. Mi verdad es mi yo más oculto. Ese niño que llora y ríe casi al mismo tiempo. Entonces descubro que hay verdades que no necesito que nadie vea, sepa, escuche, o comprenda. Por eso no todas mis mentiras son moralmente censurables. Cuando alguien quiere indagar qué hice ayer, no estoy obligado a responderle con la verdad. Quieren saber mi pasado, conocer cada escondite, descubrir cada palabra dicha o escuchada. ¿Tienen derecho a saberlo todo sobre mí? No. Me cuesta ver esa pretensión que hoy existe. Como si todo tuviera que estar expuesto, colgado en las redes sociales. Y todos tuvieran derecho a saberlo todo sobre mí. Sólo Dios puede, sólo Dios entra en mi lugar sagrado. Por eso, salvo que me lo pregunte mi cónyuge o aquel con quien comparto mis días, no tengo la obligación de contarlo todo. Es pura curiosidad. Y ante preguntas impertinentes puedo guardar silencio o decir lo que quiera. No serán mentiras censurables. Eso me da paz. Las mentiras que sí me hacen daño son aquellas que me sirven para obtener ganancia, para ocultar mi realidad, para inventarme un mundo que no es el que estoy viviendo de verdad. Es censurable que mienta ocultando datos importantes para los demás. En el amor no puedo ocultar vicios escondidos. No puedo esconder verdades de mi pasado que son fundamentales para aquel que me ama. Soy capaz de distinguir unas mentiras de las otras. No todas las mentiras son iguales. Cuando miento sobre la fama de una persona es un acto deleznable. No puedo hacerlo. Difamar a mi hermano, mentir sobre sus razones para actuar de una u otra manera. Y si no estoy seguro en lo que afirmo, mejor no hacerlo. Palabras que se vierten son palabras que no se pueden recoger de nuevo. Las mentiras que vivo o las que lanzo al viento envenenan al hombre. Las mentiras que me creo me convierten en quien no soy. Quiero vivir en la verdad porque me hará libre, lo sé. Y por eso dejo entrar a Dios en mi alma: «Cuando nuestros corazones se vuelven a Él, esto es, cuando abrimos la puerta hacia Él. Entonces Él entra, no sólo por nuestro pensamiento, no sólo en nuestra idea, sino que viene en persona, y por su propia voluntad. Por tanto, el Señor, el Espíritu, se vuelve el alma de nuestras almas. Entonces somos de verdad; entonces en realidad tenemos vida; la vida de Jesús se ha vuelto vida en nosotros. Somos uno con Dios por siempre y para siempre»[1]. Dejando entrar en mi interior a Dios todo cobra sentido. Él le da a mi verdad un valor incalculable. Me hace feliz su presencia. En Él encuentro sentido a todo lo que me sucede, a todo lo que vivo. Mi verdad, la verdad de mi alma. No me engaño. No todo es bonito, bello, pero sí hay una belleza oculta que Dios ve. Soy más bello de lo que creo. Me mira de una forma que me conmueve. No le oculto nada a Él, ya lo sabe todo. Y me quiere, me acepta, me abraza. Mis verdades son mías, con Dios. No necesito que el mundo las apruebe. Como leía el otro día: «El libro más bello somos nosotros mismos y a lo largo de la vida nos esforzamos por gustar a los demás, pero cuando llegamos al final, cuando releemos nuestro libro, nos damos cuenta de que deberíamos haberlo escrito únicamente para nosotros y que si no nos gusta, ya no hay tiempo para reescribirlo, sino solo para leérselo en voz alta a alguien»[2]. No escribo mi vida para que les guste a todos. No desentraño mis misterios para que me alaben. Sólo Dios importa. Y a Él le encanta la historia de mi vida. Para Él la escribo, de su mano, eso me basta.

El otro día escuché la fábula del ratón y la ratonera. Dice así: Un ratón, al ver que los granjeros han comprado una ratonera, va a pedir ayuda a sus compañeros, la gallina, el cerdo y la vaca. Pero ninguno de ellos le presta atención porque no es su problema, ellos no van a morir atrapados en una ratonera. La ratonera sirve sólo para cazar ratones. Pero resulta que la ratonera se cierra sobre una serpiente cascabel y al tratar de liberarla, la serpiente muerde a la mujer del granjero. A partir de ese momento todo se precipita. El granjero mata a la gallina para hacer un caldo para su esposa enferma. Al llegar mucha gente a visitar a su mujer mata al cerdo para darles de comer a todos. Y morir su esposa necesita pagar el entierro. Y por eso tiene que venderle la vaca al carnicero. Los tres animales, que no hicieron nada por salvar al ratón, mueren y el ratón sigue vivo. Lo que enseña esa fábula es que los problemas de otros no me son indiferentes. Puede que piense que no me corresponde, que no es mi tema, pero al final todo está interconectado. Nada me puede resultar indiferente. Uno no sabe cómo van a cambiar las cosas con el paso del tiempo. Aun así a menudo veo una ratonera y pienso, eso es problema del ratón, no es mi problema. Pero me equivoco. Nada me es indiferente. El sufrimiento de mi hermano es mi dolor. La carencia del que no tiene es mi carencia. Así es el corazón de Dios que acoge a todos como hoy escucho: «El Señor es juez, y para él no cuenta el prestigio de las personas. Para él no hay acepción de personas en perjuicio del pobre, sino que escucha la oración del oprimido. No desdeña la súplica del huérfano, ni a la viuda cuando se desahoga en su lamento». Dios escucha a todos, sin importarle quién sea, ni de dónde venga. Escucha al ratón, a la viuda, al pobre, al poderoso. Trata a todos por igual. ¿Hago yo lo mismo? En ocasiones me veo tratando mejor y haciendo más caso no al que más lo necesita, sino al que mejor me puede corresponder a mi esfuerzo. Al que me ayuda yo lo ayudo. Al que me puede pagar le sirvo. Al que me trata bien lo escucho. Es triste, pero soy así, débil. Hago acepción de personas. Y eso que odio esta expresión. Porque tiene que ver con medir a las personas. Clasificarlas, colocarlas en un casillero determinado y juzgar si son merecedoras de mi amor, o no. Y cuando no lo son, sus problemas me son totalmente indiferentes. Comenta el Papa Francisco en la Bula de la misericordia: «Si fuimos capaces de vencer la ignorancia en la que viven millones de personas, sobre todo los niños privados de la ayuda necesaria para ser rescatados de la pobreza; si fuimos capaces de ser cercanos a quien estaba solo y afligido; si tuvimos paciencia siguiendo el ejemplo de Dios que es tan paciente con nosotros; finalmente, si encomendamos al Señor en la oración a nuestros hermanos y hermanas». Esa es la actitud de misericordia que Dios me pide. Quiere que me comporte así con el que me necesita. Que me abra al que me suplica ayuda. Que no desprecie los problemas de los demás como si a mí no me afectara. Y lo hago por amor, no por temor a que luego a mí me pueda pasar lo mismo. No pienso en quién es quién me lo pide. No mido su corazón, ni entro a valorar la gravedad de su problema. Pienso en ayudar, en servir, en cuidar la vida que se me entrega. Quiero ser así, tener un corazón misericordioso que trata a todos por igual, sin marcar diferencias, sin hacer acepción de personas. Todos los problemas ajenos son propios, me importan. Cada uno ve la vida desde sus zapatos, desde los cristales de sus gafas. Y eso marca la diferencia. Para una persona indecisa tomar una decisión importante será un mundo, y yo estaré ahí para animarlo. El que nunca ha emprendido una tarea grande, tendrá miedo y sentirá que no será capaz de hacerlo bien, mi labor es apoyarlo para que no dude. Aquel que ha pecado y ha actuado mal, ese que no ha sido generoso sentirá que no es digno de amor y nadie podrá amarlo nunca. Ante él me pondré yo y lo amaré con el mismo amor con el que Dios me ama. Será posible si soy humilde, si no juzgo por fuera a las personas. No soy bueno con las primeras impresiones. No sé ver en los rostros los corazones. Me equivoco. Pienso que son peores tal vez de lo que son. O pienso que son mejores de lo que en realidad son. No importa. Tengo que estar ahí para acoger, para amar, para cuidar, no para juzgar. No soy yo el que juzga sus decisiones, sus opciones de vida. No soy yo el que pone en duda su historia. Sólo Dios salva. Sólo Él puede tener una visión completa de los hechos. Yo sólo veo los resultados, las obras, los daños y los beneficios. Pero no me meto a juzgar las intenciones. No quiero juzgar quién merece amor y quién no lo merece. Me pongo a ayudar al que me necesite sea quién sea. Decido socorrer al que me busca incluso cuando su problema me resulta muy ajeno. Sé que el amor de Dios es así y yo sólo quiero ser su instrumento. Con eso me basta.

¿Por qué razón hago todo lo que hago? ¿Qué me mueve para amar, darme, o servir a los demás? El otro día leí: «Pedí disculpas sin tener la culpa. Bajé la cabeza teniendo la razón. Hice cosas por otros que jamás harían por mí. Oculté que estaba mal simplemente para no preocupar a los demás. Perdí la cuenta de las veces que antepuse la felicidad de otros a la mía». Importa el motivo por el que hago las cosas. Cuenta la actitud en mi vida cuando amo, cuando me entrego. Hoy escucho: «Quien sirve de buena gana, es bien aceptado, y su plegaria sube hasta las nubes. La oración del humilde atraviesa las nubes, y no se detiene hasta que alcanza su destino. No desiste hasta que el Altísimo lo atiende, juzga a los justos y les hace justicia. El Señor no tardará». Humildad, generosidad, renuncia, sacrificio. Son actitudes que hoy no venden, no atraen. Conmueve ver esa forma de actuar en los demás. ¡Cuánto cuesta imitarla! ¿Cuál es la motivación que mueve mis pasos? Me asusta ver que el egoísmo me mueve. Mi oración no sube a las nubes. Se enreda en mi orgullo, dentro de mi vanidad. No sé cuántas veces he antepuesto la felicidad de otros a la mía. No demasiadas, creo. Porque me atrae demasiado ser feliz. Y no entiendo dónde se encuentra esa felicidad a la que puedo llegar a renunciar por amor y respeto a mi hermano. Leía el otro día: «Clémentine sabía que la felicidad no es hacer todo aquello que se quiere, sino querer todo aquello que se hace, y Cuando una cosa está hecha con buena intención, produce una energía positiva que domina a todo aquel que contacta con ella»[3]. Quiero querer a los demás más que a mí mismo. Y tratarlos como ellos quieren ser tratados. Respetar al otro para que tenga mejores lugares. Sin pensar en lo que yo merezco o me corresponde. Servir de buena gana sin esperar nada a cambio. Me cuesta pensar que puedo actuar de esta forma. Guardo intenciones ocultas que hasta yo desconozco. Busco mi bienestar, mi felicidad, mi paz, el reconocimiento, los halagos, detrás de mi entrega. Y cuando no los obtengo me frustro. No tengo intenciones puras cuando amo. Me busco a mí mismo queriendo buscar el bien de los demás. ¿Tendré que nacer de nuevo para ser diferente y mejor? ¿O Dios puede hacerme mejor con un toque de su gracia, con su abrazo, con su misericordia? Una y otra vez lo intento. Cuando tengo razón no suelo bajar la cabeza. Cuando me creo en posesión de la verdad no guardo silencio. Cuando creo que soy mejor que mi hermano no me canso de recordar lo mal que hace las cosas. No sé cómo cambiar para ser mejor. Busco mi felicidad a toda costa y me llego a creer que si poseo lo que deseo seré feliz. Me engaño, caigo y me debilito. No soy tan bueno como quisiera, no soy tan santo como me han dicho. Dejo a un lado los halagos y escucho mejor las críticas. Detrás de lo que me dicen se esconde una verdad. Y yo quiero apegarme a la verdad, no vivir de mentiras. Los sueños se dibujan en mi corazón cada mañana. Me levanto feliz esperando a que la vida florezca siempre de nuevo. ¿Qué razones me mueven a dar la vida? Una voz interior que me dice que siga, que sea fiel, que avance rápido, que no me detenga. ¿Qué hago con la envidia y los celos? ¿Cómo cambio la rabia por la paz? ¿Cómo construyo puentes en lugar de muros? ¿Son mis palabras luz para el que las escucha? ¿Y mi vida está llena de colores? ¿O es quizás en blanco y negro, gris, oscura? Y todo lo hago movido por un resorte que repite gestos forzados. Una y otra vez en la misma dirección. Sin buscar el porqué de lo que hago. ¿Cómo sé que estoy yendo por el buen camino? Tal vez me falta más fe para creer que Dios está detrás dejándome pistas para que siga sus pasos. No necesito que me digan siempre si estoy yendo por el buen camino o no. Busco en mi alma la paz para seguir subiendo. No dudo de la voz de Dios escuchada en mi vida de muchas formas. Sé que me quiere donde estoy y para ser feliz, para regalar esa alegría que Él logra poner en mi corazón. Amo la vida que vivo y eso es suficiente para encontrar la paz. Amo los segundos que vivo, los lugares que piso, las personas que encuentro. No dudo del poder de Dios para cambiar el paisaje que ven mis ojos. No me desespero, no me turbo. Ni en la oscuridad de la noche dejo de ver las estrellas. Una luz pequeña basta para abrir un sendero que estaba oculto. Una risa suave es suficiente para levantar mi ánimo. Una palmada en la espalda me empuja hacia delante. Un abrazo humilde logra sanar parte de esa herida con la que me hirió el mundo. Siento que los pasos son seguimiento cuando a mi lado noto el caminar de mi hermano. Hago el bien dejando a un lado mis muchos egoísmos. Tengo en el corazón el deseo de dar la vida aunque huyo del dolor de forma espontánea. La vida se juega en esos cortos segundos en los que decido seguir amando, habiendo sido traicionado. Mis silencios son más importantes que todas mis palabras. Mis gestos más elocuentes y definitivos que todas mis promesas. Por mucho que diga te quiero, se lleva el viento mis palabras si no hay coherencia en mi vida. No dejo de vislumbrar en la noche el camino que más deseo. Sonrío a Dios en la oscuridad que se llena de estrellas.

Hoy Jesús me dice que dos hombres fueron a orar al templo. Y llegaron con actitudes diferentes. El primero oraba así: «¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo». Este hombre llegó justificado, salvado. Permanecía erguido ante su Dios, seguro de sí mismo, tranquilo y satisfecho. Pensaba que todo en su vida iba bien, como debía. Todo lo que hacía era bueno y seguro que agradaba a Dios. Él debería estar feliz con todas sus obras. Sentía que nunca pecaba gravemente. Era una persona cercana a Dios. Oraba feliz porque notaba el amor de Dios y su admiración hacia él. Pagaba el diezmo como mandaba la ley y era un buen hombre. Respetaba todas las normas. No faltaba en ninguna. ¿No me he sentido yo así en ocasiones? ¿No he llegado a pensar que nunca pecaba demasiado y que todo lo que hacía estaba bien? ¿No me he comparado con otros? En ocasiones hay penitentes que llegan a la confesión y no encuentran nada digno de ser confesado. Sienten que no hacen mal a nadie. No roban, no matan, no ofenden, no cometen adulterio, cumplen los diez mandamientos. A mí mismo me puede pasar lo mismo cuando miro en torno a mí y me comparo. No cometo grandes crímenes. No abuso de mi poder. No extorsiono a nadie. No soy egoísta, no difamo, no miento. A veces me creo mejor que mis hermanos cuando los juzgo y condeno, hablo mal de ellos, de sus actitudes, de sus gestos. Y al hacerlo siento que mis gestos sí son buenos, y mis obras, y mis actitudes las mejores. Por todo lo que hago y digo me siento justificado. Yo sí que valgo, pienso en mi corazón. Yo cumplo, trabajo, me esfuerzo. Yo sí que puedo llegar a la meta y vencer como hoy me recuerda S. Pablo: «He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe. Por lo demás, me está reservada la corona de la justicia, que el Señor, juez justo, me dará en aquel día». Me siento digno del amor de Dios y de su justicia. El amor que Dios me tiene es merecido. Yo puedo, pienso en mi corazón. Yo soy fiel y los otros no lo son. Yo he llegado al final de la carrera luchando valerosamente. La vanidad se apodera fácilmente de mi corazón. El orgullo de pensar que puedo conseguir la corona al final de mi vida gracias a mis méritos. Comentaba el P. Kentenich: «Uno de los “cánceres” de la educación actual es que el hombre cree ante todo en sí mismo y en sus propios métodos humanos y no tiene la fe necesaria en el soplo del Espíritu Santo y la apertura de los hijos de Dios. Fíjense la meta más alta y se asombrarán de los resultados»[4]. El poder de mis obras me parece infinito. Siento que estoy satisfecho con lo que hago, con lo que logro, con lo que digo, con lo que intento. Creo que con lo que hago basta para llegar al cielo, no necesito a Dios. Creo que me merezco el reconocimiento y la acogida. Que todo lo que hago vale la pena, está bien hecho y es justo. Y entonces Dios se tiene que alegrar porque soy bueno, mejor que muchos. Esa no es la actitud que Dios me pide. Es la humildad lo que espera. Me tengo que esforzar por hacer las cosas bien. Tengo que luchar, combatir, dedicar tiempo y fuerzas de mi interior para llegar a la meta y tocar un día el cielo. No puedo dejar de hacerlo como si todo dependiera de mí. No puedo ser perezoso viviendo sin luchar, sin dar la vida. Pero al mismo tiempo todo lo hago como si todo dependiera de Dios. Recuerdo la frase que acompaña mi alianza de amor con María: «Nada sin ti, nada sin nosotros». Nada sin Dios en mi vida y nada sin María. Y al mismo tiempo nada sin mí, sin mi entrega, sin mi sacrificio, sin mi remar en la barca día y noche. Si yo no pongo el agua, nunca podrá ser convertida en vino. Si no traigo los cinco panes y los dos peces, no habrá multiplicación de panes. Si no echo las redes desde mi barca, no habrá pesca milagrosa. Si no corro hasta el borde del acantilado, no podrá Dios alzarme y llevarme por encima de los mares. María me dice que tengo que acercarme cada día hasta Ella, a su corazón maternal y entregarle todo lo que soy. Ella sabrá lo que puede hacer con mi miseria, con mi debilidad. Porque es parte de mi debilidad ese orgullo mío que necesita ser reconocido y valorado. Por eso le entrego mis caídas, mis pecados, mis omisiones, mis faltas de amor. Y Ella se encargará de convertirlo todo en gracias que derramará sobre los que más lo necesiten. No tiene mucho mérito lo que hago. Sólo permanezco fiel en medio de la batalla, me mantengo en lo alto de la montaña después de haber alcanzado la cima. Siento el vértigo y la distancia que aún falta por recorrer. Tiemblo de miedo al pensar en todo lo que no está claro en mi corazón que se turba. La inseguridad me puede, pero la altivez es realmente lo que acaba con mi felicidad. Es el orgullo el que de verdad me hace daño y me aleja de Dios. Ese orgullo de sentirme especial. La vanidad que me hace pensar que soy alguien único con el que Dios se alegra. Nada más lejos de la realidad. Soy pequeño y débil y Dios me mira con compasión. Y en medio de las dificultades del camino sólo me queda mirar a lo alto y confiar en Dios. Él me da su fuerza.

Hay otra persona que llega a orar con una actitud diferente. «El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: - Oh Dios!, ten compasión de este pecador. Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido». Era un publicano. Un recaudador de impuestos. No era fariseo, no conocía tan bien la ley de Dios. Seguramente faltaba en muchos de los preceptos prescritos por Dios. Era consciente de su pobreza y de su fragilidad. Era un recaudador de impuestos. En el pueblo judío eran muy mal vistos. Eran los pecadores que no merecían el amor de Dios. Y justo él llega con una actitud diferente. Se golpea el pecho y pide compasión. Dios se conmueve y lo perdona. Tiene misericordia de él. Lo justifica, lo enaltece. Me impresiona esa actitud. Siente que no merece el perdón, ni el amor. Y justo es lo que no merece lo que recibe. ¿Dónde está la justicia? El que entra justificado sale condenado del templo. El que entra condenado sale justificado. Lo que lo cambia todo es la actitud del corazón mucho más que las propias obras y méritos. ¿Sé pedir perdón cuando ofendo, cuando falto a los demás, cuando les hago daño? Me gustaría ser capaz de hacerlo. Humillarme y reconocer mi culpa. ¡Cuánto me cuesta! Siempre encuentro justificaciones. Siento que hago las cosas bien. Y cuando se ofenden conmigo no le doy importancia. Es culpa de los demás que son muy sensibles. Necesito hacer más introspección y mirar mi corazón. Quiero aceptar la realidad, lo que hago mal y lo que hago bien. Me sigue sorprendiendo cómo hay personas que no ven el mal que hacen, no son conscientes de sus errores, no aprecian sus limitaciones. Siempre ven la culpa en los demás, y su fragilidad. Pero ellos siempre están bien y hacen todo de forma perfecta. Quizás falta alguien cerca que me haga ver que no todo en mi vida está bien. Alguien que desde fuera me observe y sea valiente para decirme lo que no es correcto en mis actitudes, en mis obras, en mis palabras. Quisiera ser yo capaz también de ayudar a otros a mirarse con cierta objetividad. Tomando distancia soy más capaz de ver lo que depende de mí. Mi parte de responsabilidad, de culpa. Yo no hice todo lo que podía. O lo que hice no lo hice tan bien como deseaba. Siempre se mezclan en mi corazón intenciones egoístas. Creo que las cosas tienen que ser a mi manera y me falta humildad para adaptarme a las formas de los otros. ¿Seré capaz de cambiar la mirada y al mismo tiempo el corazón? Quisiera ser capaz de hacerlo. Quisiera tener la humildad necesaria para aceptar mis errores, besar mis heridas, reconocer mis culpas. No quiero exigir amor, sólo busco la misericordia. Sé que Dios me salva como hoy escucho: «Cuando uno grita, el Señor lo escucha y lo libra de sus angustias. El Señor está cerca de los atribulados, salva a los abatidos. El Señor redime a sus siervos, no será castigado quien se acoge a él». Le grito a Dios porque sé que me salvará en mis necesidades: «El Señor me librará de toda obra mala y me salvará llevándome a su reino celestial». No tomará en cuenta todas mis caídas. Y sabrá ponerme la corona por obra de su gracia, no como consecuencia de todos mis méritos. Decía el Papa Francisco: «La experiencia de la misericordia, efectivamente, es posible sólo en un «cara a cara» con el Señor crucificado y resucitado que me amó y se entregó por mí» (Ga 2,20). En el cara a cara me acerco a Jesús. Me siento pequeño y necesitado de su compasión. Hago mías las palabras del publicano. No puedo salvarme solo, no merezco el amor de Dios. Soy pequeño y frágil. Me doy cuenta de todo lo que no está en orden dentro de mí. Veo mis miserias, mis flaquezas, mis pobrezas y veo a Dios mirándome a los ojos. Me da vergüenza que mire hasta lo más hondo de mi alma donde habitan la luz y la oscuridad. Siento sus manos sobre mí calmando mis temblores y mis miedos. Me alegra saber que su mirada sobre mí valora mi actitud interior. Ve si hay orgullo y vanidad, o humildad y sencillez. Lo que más le alegra es la actitud humillada, sencilla y pobre. La actitud del que sabe que no tiene derecho a poseer nada. Quisiera vivir así, confiado, pobre, sabiendo que la última palabra de Dios siempre es el amor. Él me mira mucho mejor de lo que yo me veo. Y sabe distinguir la pureza entre tanto pecado. Esa mirada suya me salva, me levanta, me redime. Llevo cuentas de mis faltas y también de mis buenas obras. Sé quién soy y todo lo que me falta hasta llegar al final de mi camino. Y me abro al poder de Dios en mi vida porque es Él quien me salva con su mano y me levanta. Esa actitud es la que necesito cuando llego al templo a orar. Me siento niño, pobre, pequeño y Dios siempre se conmueve al verme.



[1] John Eldredge, Salvaje de corazón: Descubramos el secreto del alma masculina

[2] Algo parecido al verdadero amor, Cristina Petit

[3] Algo parecido al verdadero amor. Cristina Petit

[4] J. Kentenich, Jornada pedagógica 1950

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