Homilía del padre Carlos Padilla - 22 de octubre
Domingo 22 de octubre de 2023 | Carlos PadillaDomingo XXIX Tiempo Ordinario
Isaías 45,1.4-6; Tesalonicenses 1,1-5b; Mateo 22,15-21
«¿De quién son esta cara y esta inscripción? Le respondieron: - Del César. Entonces les replicó: - Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios»
22 octubre 2023 P. Carlos Padilla Esteban
«Amo a los que aman la vida como es. Sé que todo es de Dios y hacia Él tiende. Eso me da tranquilidad. Quizás porque me siento muy humano, muy de este mundo y muy de Dios»
¿Cómo se construye la paz en medio de tanta guerra? ¿Cómo se puede hacer el bien entre tanto mal recibido? ¿Cómo hago que en mi alma reine el Dios de la paz y no el demonio de la guerra? ¿Cómo devuelvo amabilidad cuando me insultan o agreden? ¿Cómo gestiono las injusticias que tanto me perjudican? Me duele el alma al ver el dolor de los inocentes. Al sentir la muerte de aquellos que nunca han hecho el mal. ¿Por qué tienen que partir siempre los buenos? El mal parece tener largos brazos y llega más lejos que el bien que pretendo sembrar. ¿Cómo se libera el odio cuando siento que crece en mi interior? ¿Cómo se apaciguan las furias que nacen no sé bien de dónde? El deseo de venganza es un sentimiento feo, oscuro que nubla la razón. Conozco personas que dan paz con sus sola presencia. Hay bien en su mirada y sus manos siembran esperanza. Hay otros que siembran guerras y división. Desde las críticas y el odio avanzan sus manos buscando la muerte. ¿Cómo revertir la injusticia que parece acabar con la paz de mi alma? Siento que todo puede cambiar si me dejo hacer por Dios. Nacer de nuevo del útero divino. Desde una gracia inmerecida que me renueve por dentro. Comentaba el Papa Francisco: «No hay libertad, justicia, desarrollo integral, democracia ni paz sin la educación». Educar el alma, el corazón para que pueda vivir en libertad, justicia, paz. No es posible parar la guerra cuando ya se ha sembrado el odio. ¿Dónde queda el amor cuando el odio parece ser tan poderoso? ¿Cómo calmar los ánimos de los que buscan la venganza y acabar con el mal recibido? ¿Se puede justificar en algún caso la violencia? No lo creo. Nunca está justificado matar, o herir. Nunca parece el camino correcto elegir la vía de la violencia. ¿Podré detener mi manos antes de llegar a la pelea? ¿Podré acallar mi voz antes de que explote llena de ira? La injusticia duele, y la opresión del malvado. Y Jesús pidiéndome que ponga la otra mejilla cuando es totalmente inaceptable lo que está pasando. El corazón se rebela. No quiero el odio, ni el mal que acaba con la vida. No creo en la violencia como camino de paz. Ni en la agresión como la forma para lograr la justicia. Hay tantos intereses en medio de una guerra. Tantos deseos ocultos que el corazón desconoce. Uno sólo pretende que Dios descienda y reestablezca la paz perdida. Que calme la tormenta como un día desde la barca cuando las olas arremetían llevadas por la furia del viento. Grito paz para frenar el odio. Amor para calmar la ira. Sé que un abrazo calma los golpes del que está enfurecido. Las palabras no bastan. El amor ayuda. Y aun así puedo morir amando, aun siendo injusto. No logro pacificar mi alma, ¿cómo voy a calmar el alma de mi hermano? No hay razones que pesen más que las emociones que llenan de rabia el corazón del que está en guerra. Quiero vengar matando. Quiero acabar con la vida del que pretende acabar con la mía. ¿Cómo se reconcilian dos hermanos que están llenos de odio el uno contra el otro? ¿Qué siembran mis palabras cuando intento calmar los ánimos? ¿Qué logro cuando hablo, cuando escribo, cuando callo? ¿Qué provocan mis manos que acarician el alma? ¿Dónde consigo yo que la paz venza en mí y el amor sea más fuerte que el odio? Miro al cielo deseando que un manto de paz caiga sobre mi vida. Que una brisa suave llene de paz mi canto. Quiero que la alegría acabe con las penas. Y el dolor que siento se ahogue entre los llantos. Sé que la soledad calma mi ira. El silencio me calma. Hay pensamientos míos que alimentan el odio. ¿Cómo cambiar mis pensamientos para que no me lleven a la guerra? Tengo que pensar más en todo lo bueno que me sucede. En la vida que hay entre tanta injusticia. No puedo justificar la guerra, ni el odio, ni la barbarie. Nada se justifica cuando es la violencia la que grita. Me posiciono en un bando, o en el otro. Vivo en guerra contra enemigos desconocidos. Queriendo mejorar el mundo mato hermanos. Quiero solucionar mi vida para salvar a los míos. No sé cómo se hace para sembrar la paz y acabar con las guerras. Quizás logrando que en mí no haya más violencia, ni odio, ni rabia. Quizás consiguiendo que mi envidia y mis deseos de venganza desaparezcan. Y la paciencia se haga fuerte en mi interior. Esa paciencia que necesito para ver la vida con los ojos de Dios. Sin pretender que las cosas mejoren de un día para otro. Sólo tengo este día, este hoy, para cambiar el mundo. Acabar con el dolor, la violencia y tanta guerra. Sólo busco la paz, con mi vida, con mis obras, con mis palabras y mis abrazos. Calmando la furia que crece en tantos. Sólo puedo gritar paz en medio de tanta guerra.
El otro día me quedé pensando en unas palabras del Papa Francisco en la JMJ de Lisboa 2023: «Que sean días en los que grabemos en el corazón que somos amados como somos. No como quisiéramos ser, como somos ahora. Y este es el punto de partida de la JMJ, pero sobre todo el punto de partida de la vida. Chicos y chicas, somos amados como somos, sin maquillaje». Me gustan los maquillajes. Esconder bajo una máscara mis verdades más tristes. Mi pequeñez, mi miseria, mi pecado. Siento que no puedo engañarme ni engañar a nadie. Tampoco a Dios y aun así me maquillo. Para parecer mejor, más bello, más limpio, más ordenado, más santo. Más sano, más lleno de paz. Mi maquillaje y mis máscaras me mantienen a salvo del mundo, de los juicios y de las críticas. Escondido dentro de mí tampoco Dios me ve, eso creo. Esas palabras tocan una necesidad de mi alma. Que Dios me quiera por lo que ve Él, no por lo que hay. Que me quiera sin merecerlo, simplemente porque es su deseo. Que me quiera sin pedirme que sea otro, que me parezca a otros más santos que yo, más limpios, más puros. Vivo deprisa, exigido por la vida, por el mundo. Y quiero gustar y gustarme. Ser como yo quiero ser, no como los demás esperan de mí. Sufro dentro del alma. Mucha presión, mucha exigencia. No logro estar a la altura en todos los ámbitos de mi vida. ¿Qué pasa si fracaso? Aparecerán los haters que dirán que ya lo sabían, que se había esperado mucho de mí pero que no di la talla. Odio a esos haters que se alegran con mis derrotas y disfrutan con mis fracasos. Me asusta la vida donde no logro estar a la altura de lo que el mundo espera, de lo que Dios me pide. ¿Qué me pide Dios? Me dice que me ama como soy. Que me conoce mejor que yo mismo. Que sabe que dentro de mí hay miserias y una lucha encarnizada entre mi deseo de hacer el bien y mis fragilidades que me llevan a realizar el mal. Sufro como un niño tratando de llegar más alto, más lejos. Hacerlo todo bien es imposible. Así como también lo es gustar a todos. Y si Dios me ama de verdad ¿cómo me lo demuestra? ¿Dónde toco ese amor imposible que me sana por dentro? Me gustaría tocarlo, acariciar su mano posada sobre la mía. Pero no está, ha desaparecido esa presencia que me salva. Ese abrazo que me levanta. Esa luz que ilumina mis sombras. Un amor imposible es lo que suplico de rodillas. Un amor que me eleve por encima de todos mis miedos. No me hacen falta las máscaras. No necesito maquillajes. Pienso en esas máscaras tras las que me oculto. La máscara del servicio abnegado. Siempre accedo a todo lo que esperan de mí, siempre hago lo que los demás quieren. La máscara del hombre perfecto. Todo lo hago bien, siempre tengo la respuesta adecuada. No hay fisuras, ni heridas, ni grietas, ni debilidad. La máscara del yo puedo con todo. No necesito a nadie, me bastan mi fuerza y mi capacidad. La máscara del hombre duro que no siente ni padece. Ese hombre evasivo al que no le afectan las bromas y nunca en apariencia se siente herido. Es como si caminara sobre la tierra y nada dejara huellas en su piel. Esas máscaras me las cedieron siendo niño. Me dijeron que eran las que debería usar si quería gustarle al mundo. Porque el mundo espera que yo no falle, aun cuando ellos lo hagan. Me piden que no flaquee aun cuando ellos se rindan. Y me creo que así podré llevar sobre los hombros la carga de todo un mundo inmenso y exigente. Esa carga pesa, esa máscara me hunde en la soledad. Allí donde yo solo me lamento de mi suerte y siento que no soy capaz de nada más. Duele el corazón. Duele la máscara del hombre sobrenatural que está por encima del bien y del mal. El hombre que no peca ni se aleja del plan marcado por Dios. Esa máscara de santidad que los demás han puesto sobre mí quizás para que no se vean mis deficiencias. Pienso en esas máscaras pesadas que condicionan mi paz y mi felicidad. Lo que quiero que los demás vean, lo que de verdad hay debajo de la máscara. Intento asustar con mi máscara o hago reír para que piensen que estoy feliz, cuando estoy triste. Me disfrazo de payaso ocultando mi llanto. Quiero responder a lo que me piden, para no caer mal, para que no me odien, ni me olviden, ni me detesten. Que proclamen mi santidad. Que admiren mi belleza reflejada en el maquillaje que oculta mis arrugas. ¿A cuántas operaciones tendré que someterme para que eliminen cualquier rasgo de fragilidad? No quiero ser débil, ni viejo, ni feo. Quiero agradar, gustar, que me amen por lo que ven aun cuando ignoren lo que hay escondido en mi alma. Sólo Dios me mira como soy. Y a lo mejor alguna persona cercana que me conoce y me ama como soy. Alguna persona que ha mirado dentro de mí y sabe lo que hay. Alguna persona que alguna vez sufrió mi debilidad y no dejó de quererme. Quiero rodearme de esas personas que me conozcan en mi verdad más íntima. Que sepan que pierdo la paciencia, que me enojo, que grito y soy inmaduro. Que comprendan que no tengo siempre las respuestas correctas y no sé cómo se llega al final del camino, me he perdido tantas veces. Quiero que sepan que no soy tan santo como creen, ni tan bello, ni tan joven. Ante esas personas no me hacen falta las máscaras ni el maquillaje. No se alejarán de mí al ver mis arrugas o mi miseria. Seguirán amándome con el amor de Dios. Es el amor imposible que necesito para ser feliz y comenzar el camino de la vida. Me ama como soy y esa seguridad me libera y ensancha mi corazón.
Hay una Virgen elevada sobre un pilar que sostiene mi vida. Desde arriba, desde la altura, me mira conmovida. Lo hace con respeto y para levantarme, como decía el Papa Francisco en la JMJ de Lisboa: «La única manera en que es lícito, la única situación en que es lícito mirar a una persona de arriba para abajo es para ayudar a levantarse». María me mira así, desde arriba, para sanarme. Ve mi fragilidad y me mira emocionada. Sabe que me puedo levantar después de mi caída. Sabe que sin Ella a mi lado no puedo confiar en medio de las dificultades de la vida. ¿Cómo hago para mantenerme fiel cuando las dudas y los problemas me conmocionan? ¿Cómo mantener la alegría cuando el mundo se empeña en llenarme de zozobra e inquietud? No puedo construir barreras que me aíslen de todo lo que me turba. No puedo hacer que remita el miedo y desaparezca la angustia. No puedo lograrlo con mis fuerzas. Sólo me queda mirar a lo alto. Allí, sobre la roca de un pilar, María me recuerda la importancia de mi fe. Si tuviera la fe de un grano de mostaza. Si mi fe fuera como es pilar. Si supiera que Dios siempre tiene la respuesta a todas mis preguntas y no me abandona nunca. Si creyera que su amor es más fuerte que todo el odio que amenaza con destruirme. ¿Por qué Dios no me salva cuando todo parece hundirse a mi alrededor? Me falta fe en su poder. Alzo la mirada a lo alto y allí María, de pie sobre un pilar, me sonríe. Siempre en esta fiesta recuerdo que esa fe es la que animó a Santiago a seguir predicando cuando las fuerzas le faltaron y miró al cielo. Es la misma fe que movió a tantos hijos de Dios a seguir sus pasos en medio del camino. Es esa fe grande como una roca sobre la que se asienta mi debilidad. Quisiera tener un corazón de niño para creer en toda ocasión. Toco ese pilar sobre el que se asienta María. Es el pilar de aquellos que creen conmigo, de los que han creído antes que yo, de los que creerán cuando yo ya me haya ido. A veces tiemblo al ver tanta increencia a mi alrededor. Y me da miedo que todos dejen de creer cuando yo falte. Me da miedo no hacer siempre lo que Jesús me dice. Me asusta no estar a la altura de las expectativas del mundo, mías o de Dios. La fe flaquea, como la del apóstol Santiago al ver la infecundidad de su entrega. No había podido hacer nada por los hombres. ¿Le faltaba fe? A mí me falta muchas veces al ver la guerra, los asesinatos de inocentes, las luchas fratricidas que no cesan. Al ver que el odio parece ser mucho más fuerte que el amor. Necesito mirar a lo alto del pilar en el que se encuentra María. Ella me dice que siga creyendo, que no dude. Y quiere que mi fe se convierta en un pilar para otros. Mi fe puede animar a muchos a ponerse en camino. Me subo al pilar de la fe, no para mirar con vanidad y orgullo a los demás. Nunca quiero mirar a nadie desde arriba. Sólo quiero hacerlo cuando lo haga para levantarlos como lo hace María. Ella no me mira con desprecio, sino con misericordia. No me mira sin verme, me mira rescatándome. Así quiero mirar yo desde el pilar de mi fe a todos los hombres. ¿Es tan firme mi fe como una roca? Se debilita. La piedra tiene una hendidura en su centro. Una herida profunda que la vuelve frágil. Si tuviera la fe de un grano de mostaza. Alzo la mirada al cielo, a las estrellas, buscando esperanza. Miro a María que me mira conmovida. Me mira y yo la miro. Sabe que soy frágil y que sin Ella no puedo nada. Pongo en sus manos todo lo que me pesa, lo que me duele, lo que me angustia, lo que me ata y esclaviza. Le pido a Ella que traiga la paz a tantos corazones que están divididos y en guerra. Que le dé la paz a mi corazón enfermo. Ella puede pacificar mi corazón beligerante. Puede calmar mis rabias y mis iras. Puede hacer que cargue con la rabia de otros y sostenga sus palabras llenas de odio y desprecio. Puede convertirme en roca herida, en piedra hendida en su centro que carga con dolores. Tengo la esperanza de que Dios pueda sostenerme como lo hizo con Pedro aquella noche, con los suyos a los que tanto amaba y que dudaron. Tengo la confianza de que María pueda alzarme por encima de mi debilidad como lo hizo con el apóstol Santiago. ¿Seré capaz un día de unir lo que está dividido? ¿Podrá mi vida calmar tantos deseos de venganza y de muerte? ¿Unirán mis palabras a los que no quieren vivir unidos? La unidad es un don de Dios. El mal siempre divide, separa, enemista a los hermanos, unos contra otros, resaltando las diferencias, acentuando las opiniones contrarias. Dios tiene mucho más poder que el demonio. El Espíritu Santo puede unir en una sola lengua a los que no se entienden. Puede vencer en las guerras trayendo la paz. Creo y confío como los niños que lo han perdido todo y ya no tienen nada que perder. No soy yo el centro, el importante. Yo sólo soy instrumento en las manos de María. Ella es la que me utiliza para ser yo un pilar. No puedo sin Ella, no puedo sin fe, sin una confianza ciega en lo que Dios puede hacer si le digo que sí, que quiero llegar al final del camino, en sus manos, sobre ese pilar de fe que me sostiene.
Dios elige a quien quiere y lo llama a servir en una misión. Así lo dice hoy el profeta: «Así dice el Señor a su Ungido, a Ciro, a quien lleva de la mano: - Doblegaré ante él las naciones, desceñiré las cinturas de los reyes, abriré ante él las puertas, los batientes no se le cerrarán. Por mi siervo Jacob, por mi escogido Israel, te llamé por tu nombre, te di un título, aunque no me conocías. Yo soy el Señor y no hay otro; fuera de mí, no hay dios. Te pongo la insignia, aunque no me conoces, para que sepan de Oriente a Occidente que no hay otro fuera de mí. Yo soy el Señor, y no hay otro». Siempre en la historia que me relata el Antiguo Testamento hay vocaciones. Hay llamadas puras a seguir los pasos que marca el Señor. Se abrirán las puertas, no se cerrará nada ante el elegido por Dios. No hay otro dios por encima del Señor. Es la llamada a optar por Dios como único Dios. Esa invitación me parece algo sagrado. Es Dios que se coloca ante el elegido y le abre un camino, le muestra la salvación. La elección es siempre libre. Dios elige a quien quiere. Me elige a mí. Cuando tengo conciencia de elegido mi vida cambia. Cuando no es así estoy en lucha con el mundo. Comprender que Dios me quiere para algo grande y me llama por mi nombre es sagrado y fundamental para crecer de forma sana. Me llama por mi nombre incluso cuando yo no lo conozco y no lo amo todavía. Quiere que siga sus pasos aun cuando no sé bien de qué pasos me habla y de qué metas a seguir. En mi vida otros verán que no hay más Dios que el que me llama. Verán que mi vida es elegida para caminar de la mano de Dios. Es bonita esa conciencia de elección. Me siento elegido por Dios. En ocasiones me falta ese sentimiento, esa certeza. Veo a otros que brillan más. Otras vidas que tienen más luz y parecen iluminar más. Me gustaría vivir con paz cada día de mi vida. Me gustaría tener esa certeza arraigada en el corazón, he sido elegido, llamado por mi nombre, ese nombre que sólo Dios conoce. Él ha sembrado dentro de mí una identidad y sabe que yo respondo a esa llamada. Que cuando Él pronuncia mi nombre yo me levanto y me pongo a caminar. Esa seguridad es la que me salva. Sé que a su lado soy feliz, tengo el alma en paz. El mismo apóstol hoy me lo recuerda: «Bien sabemos, hermanos amados de Dios, que él os ha elegido y que, cuando se proclamó el Evangelio entre vosotros, no hubo sólo palabras, sino además fuerza del Espíritu Santo y convicción profunda». Hoy Dios sigue llamando. Y yo me angustio pensando en la falta de fe de tantos. No creen, no buscan a Dios, no van a la Iglesia porque sienten que no pertenecen a ese lugar. Me gusta pensar en todo lo que Dios podría hacer conmigo si fuera consciente de esa llamada. Si tuviera la convicción profunda de saberme llamado por mi nombre, por el ideal que late en mi corazón. Yo elijo si sigo a Dios o no lo sigo. No me fuerza cuando me llama. No me obliga a dar pasos hacia Él. Su llamada está llena de amor y su voz sólo seduce, enamora, no obliga. Eso me gusta. El otro día leía: «Recuerda a los que arriesgaron, a los que se enfrentaron, a los que murieron por el bien. Recuerda a los que no se agazaparon, a los que supieron querer en tiempos de odio. Prométeme eso. Recuerda lo importante. Es en tiempos como estos cuando la vida nos hace elegir y, al elegir, nos definimos»[1]. En tiempos difíciles no es fácil elegir y tomar opciones. No es sencillo escuchar la voz de Dios y seguir su camino. No es tan sencillo, hay que ser valiente y saber que puedo perder mucho si soy audaz y no permanezco agazapado. En tiempos de guerra, de luchas, de crisis es donde valen mucho más mis elecciones, el camino que sigo, las opciones que tomo. Cuenta entonces más en qué bando me coloco, si se pudiera hablar de bandos. Seguir a Jesús tiene más riesgos, es más duro, parece más ineficaz. En ocasiones opto por otras opciones más radicales o las más cómodas. Voy eligiendo incluso cuando no elijo. Sigo un camino u otro aun cuando no sea capaz de escuchar la llamada de Dios. La voz de los valientes grita en medio de las noches, de los bosques. Es esa voz que resuena atronadora o permanece oculta en el silencio. Es la voz de la justicia, de la misericordia, del amor que los ruidos de las bombas pretenden apagar. Siempre puedo elegir un camino u otro. Puedo escuchar la voz que grita en mi interior o acallarla para que no me moleste. Siempre puedo estar en guerra buscando culpables de mi situación, de mis dolores y miserias. O puedo vivir pensando en dónde quiere Dios que me entregue, que dé la vida. Puedo optar por callarme ante las injusticias o denunciarlas con voz grave. Puedo esconderme y dejar que el mal siga encontrando su lugar o puedo hacer el bien denunciando el mal que esclaviza, abusa o atormenta a los hombres justos. Puedo hacer el bien o vivir simplemente tratando de no hacer el mal que otros hacen. Puedo justificarme diciendo que soy débil y que es mucho lo que hay que hacer, o puedo ponerme en camino y hacer aquello que puedo hacer, con mi corazón apasionado y mis manos rotas. Puedo seguir amando aun habiendo sido herido o puedo omitir el amor por miedo a nuevas heridas. Elijo cuando sigo esa voz que me llama y cuando quiero quedarme donde estoy sin hacer nada. Siempre puedo hacer el bien o puedo dejar de hacerlo, por miedo, por pereza.
¿Cómo puedo juzgar las intenciones de otros cuando ni yo mismo conozco mis intenciones más ocultas? Es imposible. Tendría que abrir el alma de aquel que llega a mi vida e intentar descifrar el sentido de sus palabras, el motivo escondido de sus gestos. ¿Será su generosidad auténtica? ¿Y su espíritu de servicio será tan puro como parece ser? ¿Qué hay detrás de aquel que quiere conseguir grandes logros para Dios? ¿Serán puras sus intenciones? Hoy escucho: «En aquel tiempo, se retiraron los fariseos y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta. Le enviaron unos discípulos, con unos partidarios de Herodes, y le dijeron». Querían comprometer a Jesús. Parecen malas sus intenciones. ¿Sólo será ese deseo malo el que mueve su corazón? ¿No habrá en su interior el deseo de conocer la verdad? No lo sé, no soy nadie para juzgar sus intenciones. Me gusta pensar que las cosas no son totalmente blancas o totalmente negras. Nadie es todo pureza y buenas intenciones. Y por lo mismo nadie es totalmente malo y pecador. Siempre veo algo bonito en una persona fea. Los matices están por todas partes. No hay tantos absolutos como a muchos les gustaría. Saber que estoy en el camino correcto no es una certeza absoluta, es sólo una intuición que aumenta con mi fe. Los fariseos eran hombres de Dios, amaban a Dios y a los hombres. No querían el mal sino el bien. Y aun así querían que Jesús cometiera errores para poder condenarlo. Porque ellos no veían que en Jesús estuviera Dios. Habían visto que sus palabras tenían sabiduría. Pero temían su forma de ser, su rebeldía aparente, la fascinación que despertaba en los que estaban a su lado. No comprendían que pudiera decir esas cosas tan escandalosas. Quería cambiar muchas cosas y tenían miedo. No querían perder su poder. Y no deseaban que la gente se saliera de los límites que ellos mismos protegían con sumo cuidado. Si alguien como Jesús llegaba a desestabilizar todo, ¿qué sería de ellos? Por eso al leer que sus intenciones eran hoy malas no me escandalizo. No pienso tan mal de ellos porque siempre, detrás de alguien que actúa mal, hay razones, aunque no sean justificables. Hay una historia personal, hay siempre un pasado con heridas. Yo veo sólo los hechos fríos. Escucho las palabras que duelen. No me asombro, no huyo escondiéndome del mal encarnado. Detrás del odio hay siempre amor. Detrás del deseo de matar está el deseo de salvar o salvarse. No todo vale, ya lo sé. Y no pretendo justificarlo todo. Es el miedo que muchos sienten al hablar de los matices. ¿Acaso todo vale? ¿Es posible hasta justificar una guerra? No, porque una guerra mata, hiere, destruye y nunca conduce a la paz. No todo se puede justificar. Pero hablar de intenciones no es tan fácil. Los hechos son claros. Los puedo repudiar con facilidad. El corazón del hombre es otra cosa. Sólo Dios puede juzgarlo en su verdad. Sólo en sus manos es posible comprender lo que pasa dentro de cada uno. Por eso yo mismo miro con respeto mis propias decisiones, mis actos, mis palabras. Dentro de mí hay intenciones que desconozco y en ocasiones me turban y confunden. Hay sentimientos que chocan unos contra otros. Hay deseos que se solapan en una cadena extraña de ambiciones. Ni siquiera sé de mí mismo dónde está el mal que me habita. Me confundo y no sé juzgarme rectamente. Quisiera no tener las intenciones que hoy tienen los fariseos. No buscan saber la verdad, sólo encontrar justificaciones para defender sus actos y sus odios: «Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; sin que te importe nadie, porque no miras lo que la gente sea. Dinos, pues, qué opinas: ¿es licito pagar impuesto al César o no?». El poder romano al que estaban sometidos los judíos era algo que detestaba todo el pueblo. No querían estar oprimidos, querían ser libres. Muchos pensaron que Jesús los liberaría de todas sus cadenas. ¿Acaso no parecía anunciar la llegada de un reino nuevo? Si así era pronto serían liberados del poder de un pueblo que no conocía el alma de los judíos. Un imperio que sometía a los más débiles y se aprovechaba de ellos. Era justo no pagar impuestos a un pueblo opresor. La pregunta en sí tenía hasta cierta lógica. Si Jesús decía que eran libres y que nadie podía ser esclavo de los otros. estaba claro entonces que optaría por la ilicitud de esos impuestos tan injustos. Jesús se decantaría en favor del pueblo al que encandilaba con sus palabras llenas de fuerza y de promesas peligrosas. Y si Jesús decía lo que ellos esperaban tendrían un motivo más para denunciar a Jesús como un hombre peligroso, revolucionario, alguien que podría desestabilizar el poder de los romanos. Sólo tenía que decir que no, que no era justo el pago de los impuestos. Si era coherente con sus palabras dichas hasta ahora seguro que lo haría. Y si decía que había que pagar impuestos, todo el pueblo se pondría en su contra. Nadie querría escuchar ya a un maestro que reconocía válido un impuesto tan injusto. Los que ahora lo seguían con admiración y dejarían de hacerlo. Ya no podrían aceptar el resto de los discursos. Es lo que me pasa a veces. Escucho algo que dice un orador, y si no me gusta, ya no puedo seguir escuchándolo. Si esa afirmación vertida no es de mi agrado, me alejaré de Él porque todo lo demás estará contaminado con esa misma forma de pensar. Jesús no tenía salida.
Aun así Jesús encontró un camino por el que salir liberado de la pregunta: «Comprendiendo su mala voluntad, les dijo Jesús: - Hipócritas, ¿por qué me tentáis? Enseñadme la moneda del impuesto. Le presentaron un denario. Él les preguntó: - ¿De quién son esta cara y esta inscripción? Le respondieron: - Del César. Entonces les replicó: - Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Jesús no se deja manipular, no cae en sus redes. Les contesta de forma algo confusa. No responde con un sí o un no. Pone el balón en su terreno. Al César lo que es del César. Al mundo lo que es del mundo. No vivo en una burbuja elevada sobre la superficie de la tierra. Amo a Dios, pero no de forma desencarnada. Me gusta el mundo, amo la vida. claro que a Dios lo que es de Dios, por eso me gusta cantarle, rezarle, estar con Él en silencio: «Aclamad la gloria y el poder del Señor. Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor, toda la tierra. Porque es grande el Señor, y muy digno de alabanza. Pues los dioses de los gentiles son apariencia, mientras que el Señor ha hecho el cielo. Postraos ante el Señor en el atrio sagrado, tiemble en su presencia la tierra toda. El Señor es rey, él gobierna a los pueblos rectamente». Alabo a Dios por todo lo que hace en mi vida. Me gusta esa imagen. Un Dios que me ama y al amarme ama este mundo que ha creado. No me ha creado en una nube. Me ha dado un cuerpo, una vida, personas con las que compartir el camino. Amo este mundo que habito. En él se juntan tantas contradicciones. Reina el bien y abunda el mal. Hay pecado y hay gracia. Sueños y vacío. Soledad y amor. Un mundo lleno de tentaciones que pugna por hacerse dueño de mi vida. Quiero amar todo lo que poseo, lo que tengo a mi alcance. Quiero amar a las personas que me rodean, respetando sus vidas, acariciando sus sueños. No me desentiendo de lo que me rodea. No quiero vivir en el desierto, aislado, sin las preocupaciones del mundo de hoy. Me afecta el mal del mundo, ese que no puedo evitar y que me hiere, me hace llorar. Detesto las injusticias y las esclavitudes en las que puedo caer fácilmente. Huyo de ese mal que me lacera el alma y busco como un niño el bien que anhelo. A Dios lo que es de Dios. A Él le consagro mi vida, porque todo descansa en Él y en su presencia cobra sentido. Estoy hecho para el cielo, pero no sin vivir en la tierra. No me separo de la vida que me toca vivir, como si toda ella fuera pecado. No, en ella hay alegrías y mucho bien. Hay semillas de Dios por todos lados. Al César lo que es del César. Hay cosas que son del mundo y me hacen más consciente de mi misión junto a los míos. No me alejo de los que amo. Los amo en su carne, en su vida herida. Los amo sin alejarme de Dios. ¿Me conducirá la carne hacia Dios? ¿O las tentaciones acabarán alejándome del cielo? ¿Es más real lo que toco que aquello que habita en mi alma? ¿Tendré más paz si me aíslo y me separo de todo lo que puede hacerme daño? Una Iglesia en salida comenta siempre el Papa Francisco. Una Iglesia herida porque ha caído y se ha inclinado para socorrer al que sufre. Una Iglesia en el mundo, no en un estado de perfección inalcanzable. Una Iglesia que es tentada y sufre la infidelidad en sus propias filas. Una Iglesia llena de santos y pecadores, conviviendo en ese deseo por hacer que el mundo se parezca más al cielo. No quiero dividir mi alma. No quiero que una parte de mí se encierre en la sacristía de las iglesias y otra parte conviva con el mal del mundo. No quiero que haya dos partes en mí totalmente separadas. El mundo de Dios y el mundo de los hombres. Un solo mundo es el que habito. Dios está en lo más humano de mi vida. Me acompaña incluso cuando me ve cayendo en tentaciones. Y me susurra al oído para que no me deje ir, para que luche hasta el final. Dios quiere que todo el mundo sea redimido. Yo puedo transformar mi realidad con mi amor, con mi forma de ver las cosas. No quiero dejar que Dios se escape y pase de largo ante mí. Él pasea por el jardín de mi alma y por mi vida concreta llena de guerras y preocupaciones. Yo puedo olvidarme de su presencia y no verlo caminar a mi lado. Su presencia es salvadora. Que no pase de largo, quiero gritarle. Que no se escape de mi lado. Dios me ama en mi realidad concreta, encarnada, llena de pecados y humanidad. Me gusta esa coherencia en las personas. Son muy humanas y son muy del cielo. Hablan temas de la tierra y en seguida tienden a buscar a Dios en sus vidas. No tienen tanto miedo porque han puesto su confianza en ese cielo que sueñan. Me gustan esas personas coherentes en las que todo se integra. Amo a los que aman la vida como es, con lo que pertenece al mundo y a Dios. Todo es de Dios y hacia Él tiende. Eso me da tranquilidad. Me siento muy humano, muy de este mundo y muy de Dios.