Homilía del padre Carlos Padilla - 22 de mayo de 2022
Domingo 22 de mayo de 2022 | Carlos PadillaVI Domingo de Pascua
Hechos 15:1-2, 22-29; Apocalipsis 21:10-14, 22-23; Juan 14:23-29
«El Espíritu Santo os lo enseñará todo y os recordará todo. Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde»
22 mayo 2022 P. Carlos Padilla Esteban
«La vida es corta y merece la pena vivir en paz con mi hermano, no vivir en guerra. Vivir cediendo y no vivir queriendo tener siempre la razón. Dejando a los demás el protagonismo»
Un día para agradecer, para mirar la propia vida y pensar que todo es don, todo es gracia. Mi vida, mi familia, mi propia historia. Con sus heridas y sus alegrías. Todo es don. Y por eso hay días para agradecer. Porque el corazón que no agradece se endurece. Y agradezco a las madres, a mi madre, a mi mamá. Agradezco a la que me llevó en su seno nueve meses. A la que me dio de comer, a la que curó mis heridas, a la que me sostuvo en mis caídas y me abrazó en todos mis éxitos. La que rio con mis risas. La que lloró con mis llantos. La que se perdió buscándome. La que me esperó cuando tardaba. La que sufrió en mis ausencias. Y se sintió plena al verme llegar. La que escuchó mis penas. La que calmó mis dolores. La que se enamoró de mis sueños. La que me dio vida una y otra vez, cada vez que moría ella volvía a darme la vida. Agradezco a esa mamá que caminó a mi ritmo, se preocupó por mis pesares. Despertó en mis amaneceres y me esperó despierta en mis desvelos. La que sabía de mis penas antes de que yo las contara. La que sabía lo que me ocurría sin que yo aún lo supiera. La que amó mis pasos antes de que los diera. La que apaciguó mi llanto cuando no encontraba consuelo. Y contempló mis triunfos sabiendo que eran los suyos. La que vivió en mis caminos sin importarle mis fríos. La que lloró con mis penas, tratando de darme ánimos. La que perdió el sueño acompañándome enfermo. La que se vistió con mi alegría. Y supo que nunca me abandonaría. Que siempre estaría a mi lado y no dejaría de mirarme pasara lo que pasara. La que inventó mil juegos cuando yo sólo jugaba. Y diseñó proyectos para que me proyectara. La que me dejó volar con miedo en sus venas. La que dejó que me fuera sabiendo que volvería. La que se alejó cabizbaja cada vez que yo me perdía. Y esperó en la puerta el día en el que regresara. La que perdonó mis faltas, incluso antes de cometerlas. La que se alegró con mis decisiones, sin juzgar nunca mis pasos. La que lloró cuando me había ido, sólo de pena, nunca con reproche. Y se alegró cada día que volvía sin echarme en cara mi tardanza. La que guisó mis mejores comidas. Y me agasajó con los mejores regalos. La que sabía de mis miedos antes que los confesara. Y me animaba a ser valiente, a dar la vida, a jugar mis bazas. Agradezco a mi madre que me sacó de la tristeza y me llenó de abrazos. Su alegría bañó mi alma y me hizo creer que era el más guapo, el más listo, el más capaz de todos sus hijos. Y me lo creí. Porque ella lo creía. Y me enseñó a caminar en un mundo algo revuelto. Me alentó con sus palabras llenas siempre de esperanza. Me encaminó por la vida de la mano de mi padre. Los dos sosteniendo vientos y calmando tempestades. Doy gracias por esa madre que nunca quiso retenerme. Quiso más bien que volara y aventurara mis pasos. No fue egoísta y aceptó que otros quisieran tenerme. No se rebeló cuando sus planes no eran los que yo elegía. Estuvo siempre dispuesta a caminar a mi lado, a seguir siempre mis pasos y alentar a los que iban conmigo. Mi madre sale en mi vida cada día al levantarme. A decirme que el presente que no se vive se escapa. Y los sueños que no se sueñan se quedan en el olvido. Me dice que no hay peor empresa que la que nunca se emprende. Me recuerda que el amor que no se da se muere. Sabe que tengo mis dudas y ella no me apresura. Me deja tiempo y espera a que yo mismo decida. No me dice lo que es bueno. Sólo me aconseja sabiamente, sin presión, sin forzar nada. Agradezco por mi madre que no guarda rencor. Olvida mis errores. Se alegra con mis pasos. Sostiene mis miedos. Levanta mi ánimo caído. No lleva cuentas del mal que hago ni del bien que omito. Sabe de mis temores antes de que los diga. Y sonríe al verme caminar, en silencio, a mi espalda. Es su abrazo el que siento, su mirada la que me hace creer que todo será posible. Ya no tengo miedo cada vez que pienso en mi madre y noto su presencia. Ella lo hizo todo lo mejor que pudo. Y lo sigue haciendo. No tiene miedo, espera siempre, acompaña mis soledades, y se alegra con mis alegrías. Mi madre sabe todo lo que llevo dentro, lo que me pasa. No le pesan mis pecados, tampoco mis errores. Le conmueven mis debilidades. Y me abraza siempre, desde que fui un bebé un día, dormido en sus brazos.
Miro a María en este mes de mayo, en su mes. La miro a Ella que viene a visitarme, como hizo un día con Isabel. Sube la montaña y entra en mi casa amurallada. Para que yo la vea dentro, donde no miro con frecuencia. Porque ando esparcido por los caminos buscando rutas, destinos, metas. Y siento que me pierdo sin encontrarme, y vago sin rumbo hasta que sale a mi encuentro. Esa imagen que me muestra su rostro y me ayuda a descansar. Miro a María, la miro callado, cansado. El alma inquieta, salvaje. Perdida en bosques impenetrables, cansada en medio de desiertos ingobernables. Quisiera mirar a María y descansar un rato. Que se apacigüe la voz que no deja de abrirse paso por mi cuerpo. Quiero mirar en silencio, contemplar sin saber nada, sin decir nada, sin comprender nada. Miro a María en este mes en el que la luz del sol me recuerda que estoy hecho para la vida. Cuando florecen las primeras flores y la naturaleza se muestra agradecida con unas gotas de agua. El cielo parece esquivo en mandar agua en abundancia. María mira mi corazón en sequía. Mira mis miedos y mis rencores. Mira mi soledad y mi llanto. Mira mis risas y alegrías. Creía que era yo quien la miraba a Ella. También, agradecido. Pero es Ella más bien la que me espera y sale a buscarme. La que me convoca en el monte y me invita a bajar al llano. Ella la que hace morada en mí y me muestra una morada dentro de Ella. Es un camino de ida y vuelta, de marcha y de descanso, de abrazo y bienvenida. Es ella la que canta dentro de mí para que yo cante. O la que guarda silencio para que escuche. La que sonríe para que me calme. Y la que llora conmigo para que no me sienta solo. Es Ella la que amanece en medio de mis noches. Y se torna calma en mis tempestades. Es Ella la que vuelve a comenzar cuando yo creo haber acabado. Ella la que susurra mi nombre cuando no me encuentro porque estoy perdido. Es Ella, María la que me llama desde lejos y desde lo más hondo de mi alma. Ella la que quiere echar raíces en una tierra nueva. Decía el P. Kentenich: «Ella quiere ser un jardín para ellos. ¿Qué significa esto? Que ella los ofrecerá a Dios, los hará capaces de ser también un jardín de Dios, un jardín de María»[1]. En este tiempo de sequía, de desierto, Ella quiere sembrar un jardín lleno de vida, de flores, de agua, de árboles. Y quiere que sea yo un jardín para tantos que buscan paz y solaz para el alma. Al mismo tiempo Ella se sienta agradecida a contemplar las vistas desde su monte, mirando cómo subo por los senderos. Es Ella, mi Madre, la más hermosa. Mi niña madre. Mi Madre que es niña. Es Ella la que me sostiene cuando estoy cansado, la que vela mi cama cuando me siento enfermo. La que acaricia mis heridas cuando se las descubro. La que me alimenta cuando estoy desfallecido. La que me dice cuánto valgo cuando siento que no valgo nada. La que perdona todos mis pecados después de haber intentado ocultarlos. Sólo por miedo. Es Ella quien me espera y quien camina a mi lado. Sale a mi encuentro y corre a mi lado. Es la que sabe todo lo que me conviene e ignora todas mis caídas. No me recrimina y no me echa nada en cara. Sólo desea que cambie porque me hará feliz ser capaz de seguir sus caminos. Quiere que me quede cada tarde mirando su mirada. Sin decir nada, sin querer tiempos útiles. Sin buscar resultados. El silencio me incomoda y la ausencia de frutos me enferma. Pero sólo quiere estar conmigo, perder la tarde a mi lado. No le tengo miedo a su mirada expectante. Me mira bien, conmovida y eso me da alegría. No quiero mentirle cuando le digo que la amo. En ocasiones siento que es mentira. Amo más mi vida y mis sueños. Pero a Ella no la cuido tanto como debería. Me da vergüenza reconocer que no soy tan buen amante. No soy un enamorado de esos que hacen locuras por su mujer amada. Yo me reservo, me escondo y no creo que pueda amarla tanto como para darle la vida. Me da miedo ser infiel y por eso no prometo nada. Pero Ella quiere todo de mí y al mismo tiempo me lo da todo. Quiere que esté lleno de alegría, de paz, de esperanza. Quiere que mi corazón se llene de vida. Quiere que mi desierto dé flores de amor. Quiere que pueda cuidar otros jardines. Con su mirada, con su abrazo. Es mi Madre, María, que nunca se cansa de abrazar, de acoger, de sostener. La Madre que sabe todo lo que me pasa, conoce mis miedos y pesares y ha estado ya conmigo sufriendo mis cruces. Me emociona mirar a María en este mes consagrado a Ella. Me alegra decirle que lo voy a intentar siempre de nuevo. Quiero trepar a las alturas, quiero seguirla por todos los senderos. Quiero escuchar tu voz en medio de mis prisas. Y lograr que su risa calme mis llantos. Quiero trabajar la tierra seca de mi alma. Para que un día con su lluvia pueda ser un jardín. Quiero acabar con esos rencores y tristezas que no me dejan amar con libertad. Quiero mirar su rostro para sentirme libre y no necesitar que nadie me dé migajas de amor para sentirme completo. Su mirada me sostiene y levanta. Dejo de tener miedo.
María vino a hacer su morada en un desierto. En una tierra de pozos y aguas subterráneas. En el calor y aridez de un lugar que necesitaba su presencia. María vino a lo alto de un monte y quiso quedarse. Echó sus raíces en lo profundo de la tierra, sabía que había agua. Porque hay vida bajo la tierra. Hay agua en abundancia que yo desconozco debajo de un sol de justicia. Hay plantas que crecen hundiendo sus raíces en lo más hondo y dan flores que sorprenden. Como María. Así lo hizo Ella y creyó en el corazón de los que un día, hace más de veinte años, vieron un monte y quisieron escalarlo. Así es el alma de los que viven en un valle rodeados de montañas. Bajo un sol que seca la piel, pero nunca el alma. Porque el alma tiene raíces y sabe que hay agua en lo más profundo. Es así en mi propia vida, hay profundidades inexploradas, espacios sagrados que hasta yo desconozco. Hay pozos que no han excavado mis manos, estaba ahí la hondura antes de darme cuenta. Pero un día me puse a pensar, guardé silencio, miré hacia adentro con los ojos buscando en la noche. Y encontré agua. Sí, había aguas ocultas a las que antes no había llegado. Miro agradecido por todo lo que Dios me ha regalado en mi vida santa. Imperfecta, limitada, herida. Todos estamos rotos y algunas piezas encajan. María tiene ese don de unir mis piezas rotas y hacer que encajen. Tiene el don de hundir en lo más hondo sus raíces para crear vergeles. Así lo hizo en este Santuario durante veinte años. María me habla en la altura de la profundidad. Es la paradoja de las montañas. Se elevan al cielo queriendo tocar las estrellas, pero tienen una profundidad que sorprende mi mirada superficial. Hay una hondura que no logran ver mis ojos que no hacen introspección. Es este un tiempo de acción de gracias. Porque es poco lo que agradezco pensando que todo lo que tengo forma parte de mis derechos. El don de la vida, del amor, de la esperanza. el don de la salud, el don de la familia, de los vínculos. El don de los hermanos, de los compadres, de los hijos. El don de saber que estoy hecho para el cielo y mis pies son de barro. Subo a lo alto para tocar a Dios y María me lleva a lo hondo para acariciar mis heridas. Gracias le doy a María que me puso un nombre en su santuario. Me llamó hijo. Me hizo sentirme en casa siendo extranjero, ciudadano del cielo. Me enseñó que no es fácil subir las alturas. Que a veces el corazón se cansa y los pies desean una ruta más fácil. Pero la vereda que asciende me habla de alturas que superan mis fuerzas. No es una carrera, es sólo un ejercicio de confrontación con mis límites, en los que callo, porque me falta el aire, para encontrar el resuello y llegar a lo más alto. ¡Cuánta alegría al ver a unos pasos de mí abierto el santuario! ¿A quién se le ocurrió la brillante idea de hacerte una casa en las alturas? Sabría que había pozos en esta tierra tan seca. Sabría que nunca el calor secaría las raíces de mi alma, de mi jardín sagrado. Hoy agradezco por el regalo de este lugar desde el cual mi vida parece mejor. Será por su agua. Allí recupero las fuerzas y comprendo que ha merecido la pena sufrir tanto, sudar tanto. Hasta los pecados pasados son perdonados. Ya hice la penitencia, tanto esfuerzo. Es María en el monte un refugio para el peregrino. Para aquel que sólo sabe que hay una capilla escondida entre los árboles, entre los osos, coronada por halcones. Y así aparece ese hogar, una casita pequeña, está siempre María esperando, esa mirada me conmueve. Nunca se quedó sola María en estos años. Ni siquiera la pandemia aisló el camino. Ni la imposibilidad de subir como se hacía antes. Vale la pena el esfuerzo. ¿De dónde me viene el agua cuando tengo sed y falta el aliento? El pozo, otra vez las aguas subterráneas que son un don, nunca un derecho. Están ahí sin mi esfuerzo. Y me dan vida sin yo merecerlo. La vida no se merece, brota de las entrañas. María es mi Madre escondida detrás de la sequía. Esperando el amanecer de un abrazo. Soñando con que llegue cansado y descanse junto a Ella, me encanta el agua. Está lleno mi santuario de esa agua pura que todo lo purifica. Allí se limpia el alma y mis heridas hondas. Allí miro hacia dentro, pierdo a veces la costumbre deseando lluvias. Que son experiencias del momento que pasa, dejándome una sonrisa grabada. Pero luego tengo que buscar en mi pozo. Allí donde nadie puede saber que hay agua. ¿Estarán comunicados los pozos bajo la tierra? Seguramente. Pero a veces lleno mi pozo de vaciedades, de suciedades, de tristezas y dolores. Y entonces la vida se vuelve gris, sombría, amarga. Pero hoy no es día para oscuridades. Brilla el sol en el alma después de veinte años de camino, de subidas y bajadas, de escaladas y descensos. Desde lo más hondo hasta lo más alto. Desde la hondura de ríos subterráneos a las estrellas que me hablan de esperanzas. Y sueño con un abrazo que recomponga mi alma. Que sane lo que está herido. Que levante lo caído. ¿Cuánta gente habrá sanado subiendo hasta las alturas? Y allí habrán encontrado un pozo bajo la tierra, su propio pozo. Un viento que todo lo limpia. Una mirada que abarca el mundo sin poder retenerlo. Es lo que tiene la distancia, la altura y la lejanía. De nada sirve quejarme de no haberlo dado todo. Agradezco su mirada al llegar cansado. Bienvenido hijo mío, te estaba esperando. Y mi sonrisa tonta. Y la alegría que llena el alma. En este vergel sagrado, semillas de tantos que dejaron allí su vida, su sangre, sus sueños. El sudor y el esfuerzo. Su pasión y su vida. El amor más grande que está dispuesto a todo por colmar a la Amada.
¿Qué sucede cuando yo quiero hacer el bien y mi hermano busca lo mismo pero seguimos el camino opuesto? ¿Estoy yo bien en mis decisiones o estás tú en lo correcto cuando lo que decidimos no se parece en nada? ¿Hay una sola forma de hacer las cosas? ¿La idea es llegar a tener todos un pensamiento único? ¿Es necesario que yo ceda o que cedas tú? ¿Cómo me ayuda el Espíritu Santo a saber qué camino seguir? En la primera Iglesia cristiana muchas cosas estaban por decidir. Quizás como ahora en otros ámbitos. Algunos pensaban: «Si no os circuncidáis conforme a la costumbre mosaica, no podéis salvaros». Los gentiles discutían y estaban inquietos. Eso no era lo que Pablo y Bernabé enseñaban. Por eso fue necesario que hubiera un Concilio en Jerusalén donde todo quedara claro. Y eso no era tan fácil. Hasta que al fin se llegó a una decisión que dejó contentos a los gentiles: «Que hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros no imponeros más cargas que éstas indispensables: abstenerse de lo sacrificado a los ídolos, de la sangre, de los animales estrangulados y de la impureza. Haréis bien en guardaros de estas cosas. Adiós». El Espíritu Santo les dio claridad para que pensaran lo que era correcto, lo apropiado, lo que convenía. Los dirigentes tuvieron que decidir lo que era bueno para todos aunque no todos pensaran lo mismo. No se dividieron en dos iglesias, permanecieron unidos. A veces es más fácil dividir, marcar dos caminos, emprender dos rumbos. Tú por ese lado, yo por este otro. Más fácil separar lo que estaba unido. Para unir hay que renunciar. Hay que sacrificar algo para estar al lado de otro. Si los dos tienen un camino propio muy marcado es imposible llegar a un camino común. El matrimonio no sería posible sin renuncia, sin dejar a un lado deseos propios. No se trata de dejar de ser uno mismo por amor al otro. Pero sí de tratar de pensar poniéndome en el corazón de mi hermano. Afirmar con vehemencia mis creencias, mis pensamientos, mis opciones de vida es valioso. Siempre y cuando eso no me lleve a descalificar categóricamente todo lo que los demás me plantean. No me bajo de mi postura. No cedo un ápice. No estoy dispuesto a vivir de acuerdo con lo que me proponen. No cedo, no acepto, no sigo. Y entonces la comunión se vuelve una utopía imposible. Esa primera Iglesia nace con una herencia muy fuerte. Jesús era judío y todos sus discípulos. Y ellos estaban circuncidados. Era evidente que Jesús había venido por ellos, por su pueblo. ¿Cómo separar ese pensamiento tan arraigado en su corazón? La circuncisión era el signo de la alianza de Dios con su pueblo. La forma de asegurar la pertenencia. Entender que Cristo había venido para más ovejas. Para más hombres que vivieran fuera del pueblo judío, parecía impensable. Sólo tres años estuvo con ellos. No dio tiempo a tanto. Vivió con judíos, enamoró a judíos, Jesús era judío. Pensar en una misión como la que inicia Pablo era una utopía. Por lo tanto el signo de pertenencia tenía que ser la circuncisión. Renunciar a que Jerusalén fuera el centro del mundo cristiano era una renuncia muy grande. María era judía y José. Jerusalén su hogar. ¿Qué hubiera querido Jesús? ¿Cuándo y dónde dijo que tenían que abrirse a otros pueblos? No había discurso de Jesús que dijera algo parecido. ¿Cómo entender el Espíritu Santo? Se reúnen, rezan, hablan, comparten, discuten. No se alejan. No se odian. No se separan. Permanecen unidos en sus diferencias. Es más fácil alejarme del diferente, huir del que no es como yo o no piensa lo mismo. Más sencillo salir corriendo y construir un muro que me proteja y separe. Para mantener mi postura y que nadie perturbe mi ánimo. Las cosas se pueden hacer de diferente manera. No hay un estilo único que todos debamos asumir. No porque las cosas se hicieron ayer de una forma tengo mañana que hacerlo igual. Podré ser fiel al espíritu aunque la forma sea diferente. Quiero vivir de acuerdo con lo que Jesús quería aunque ahora sea más difícil escuchar su voz y entenderla. Quiero aceptar que a veces es mejor tomar el camino largo, no el corto, sólo por contentar a otros. Debo asumir otras maneras sólo por demostrar a los demás cuánto los quiero. Asumo que la vida es corta y merece la pena vivir en paz con mi hermano, no vivir en guerra. Vivir cediendo y no vivir queriendo tener siempre la razón. Dejando a los demás el protagonismo. Que ellos estén en el centro, aunque yo no brille. Que ellos destaquen aunque yo no sea importante. Renunciar a lo que parece fundamental con tal de no entrar en guerra. Puede que no salga todo como era mejor. Ese Concilio de Jerusalén supuso una piedra fundamental en los cimientos de la nueva Iglesia. Se abrió la puerta a la gentilidad. Cualquiera podría ser seguidor de Cristo a partir de ese momento. No habría cristiano de primera clase y de segunda. Todos valdrían lo mismo. Todos podrían enamorarse de ese Jesús que seguía vivo en medio de sus vidas. En cada eucaristía escondido bajo el pan y el vino. En medio de una reunión de seguidores que se abrían al poder del Espíritu en sus corazones. No tendrían ya miedo. Se dejarían guiar por Dios sin aferrarse a sus creencias y planteamientos. El amor de hermanos es el único que podría romper todas las barreras que querían separarlos.
Los montes altos tienen buena vista. El Santuario en Monterrey María camino al cielo tiene una vista impresionante. Desde ahí se ve la ciudad, el valle, las aves surcando el cielo. hay viento. Y crece la vegetación incluso aunque llueva poco. Subir al monte siempre es difícil. Falta el aire y la condición física. Pero luego es gratificante. Desde allí se ve más cerca el cielo, se puede casi tocar a Dios. pienso en la lectura que hoy escucho: «Me trasladó en espíritu a un monte grande y alto y me mostró la Ciudad Santa de Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, y tenía la gloria de Dios. Su resplandor era como el de una piedra muy preciosa, como jaspe cristalino». Desde lo más alto la vida se ve con otra perspectiva y los problemas parecen tan pequeños, tan irrisorios, como si no importaran los plazos, las presiones, las complicaciones. Todo es más claro y diáfano desde arriba. Necesito que el Espíritu me lleve a lo alto. Porque cuando bajo es cuando me dejo caer, me dejo llevar, no opongo resistencia. Allí donde habita Dios reina la luz. Donde Él no habita hay oscuridad: «La ciudad no necesita ni de sol ni de luna que la alumbren, porque la ilumina la gloria de Dios, y su lámpara es el Cordero». Hay que subir y dejar que Dios reine en mi vida. Que María tome morada en mi corazón. Tengo que dejarme hacer. Porque si me empeño en llevar yo el timón las cosas no funcionan. Una ciudad habitada por Dios. Un hogar donde reine su presencia. Una muralla que proteja a los que aman y son amados por Dios. Por eso me dice hoy Jesús que tengo que abrir la puerta de mi alma para que Él entre: «Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él». Guardar su Palabra es la consecuencia de amar. Como el amado guarda las palabras de aquel al que ama y que le ama. Son esas palabras que dan vida. Amar me abre la puerta. Ensancha mi alma para que entre Dios. Cuando me cierro en mí mismo no dejo que nadie entre. Permanecer encerrado no me da la vida, más bien me la quita. Poner barreras no me ayuda, me detiene, me constriñe, me limita. Construir puentes es el arte más maravilloso que existe y no es tan sencillo. Siempre me gustó la historia de esos dos hermanos que estaban enojados por la división de sus terrenos. Uno quería construir un muro que los separara. Se lo encargó a una persona. Este vino y en lugar de un muro levantó un puente. El hermano, al ver el gesto de su hermano, se conmovió y se sintió culpable. Entonces cruzó el puente para pedirle perdón a su hermano por su actitud. El hermano estaba perplejo, porque ese artesano, desobedeciendo su orden, había salvado su vida. Los malentendidos en la vida surgen cuando malinterpreto lo que veo. Juzgo por las apariencias y me dejo llevar por la primera impresión. Creo tener yo razón y juzgo y condeno a quien veo. Me gustan las personas que no hablan mal de los demás. Pero me gustan aún más aquellos que no piensan mal de otros. No todo el que no habla mal es fiel a su pensamiento. Pensar bien es un grado más alto. El pensamiento va antes que la palabra que lo expresa. Que mi alma sea tan pura para no pensar mal de los demás es casi un milagro. Ojalá siempre piense bien de los otros. Que no juzgue sus intenciones. Que no los considere mis enemigos nunca, sino mis amigos. Una ciudad habitada por Dios es esa en la que reina la paz, la mansedumbre, la alegría, la reconciliación, el perdón, la humildad, la verdad, la honestidad. No me guardo las cosas para no herirte, simplemente Dios me regala la gracia de no pensar mal, de no desear el mal. Es obra suya sin duda porque estoy roto por dentro, herido. Y en seguida me duelen los comentarios, los actos de mi hermano. Siento que no me quieren tanto como deberían. Me juzgan, me condenan. Quisiera tener un corazón muy grande. Muy limpio, muy de Dios. Quiero guardar las palabras de Dios. Quiero que habiten en mi alma sus pensamientos y deseos. A veces dejo que en mi alma entre cualquiera. Dejo que el veneno me envenene. Leo cualquier cosa, veo muchas imágenes, dejo que el alma se ensucie con rapidez. Un mundo que vende humo. Palabras, solo palabras que no me dan la vida. No dejo que el silencio se imponga en mi interior. Siempre hay ruidos, voces, gritos, canciones. Mensajes que van calando en mi subconsciente y ahí se hacen roca. No es fácil después volver a comenzar. Porque siempre hay restos de la última batalla perdida. Quedan heridas, quedan mensajes negativos que siguen envenenando las aguas del alma, mis pozos que se van secando o llenando de lodo. No consigo eliminar las tristezas, las rabias, los egoísmos. No logro erradicar el rencor que se afinca en mi interior llenándome de dolor y angustia. Deseo una morada en la que Dios habite, donde florezca el jardín y haya una luz que todo lo inunde de vida. No me acostumbro a los pantanos. Oigo tantos pecados que pienso que es lo único que prevalece. No es noticia la bondad, ni el amor verdadero, ni el entusiasmo ni la pasión por entregar la vida. Pero sigue habiendo muchas personas apasionadas que quieren vivir para Dios y entregar su amor a muchos. Eso es verdad, pero no es noticia.
Pienso que ese Dios al que amo y que me ama es el que conduce mi vida. Esa sensación es la que me calma. Hoy escucho: «¡Dios nos tenga piedad y nos bendiga, su rostro haga brillar sobre nosotros! Para que se conozcan en la tierra tus caminos, tu salvación entre todas las naciones. Alégrense y exulten las gentes, pues tú juzgas al mundo con justicia, con equidad juzgas a los pueblos, y a las gentes en la tierra gobiernas. ¡Dios nos bendiga, y teman ante él todos los confines de la tierra!». Esa confianza es la que me construye y me da la paz que necesito. Lo que desea Jesús es que no viva con miedo y angustia. Hoy me dice: «No se turbe vuestro corazón ni se acobarde». Pero mi corazón se turba muy a menudo. Los plazos se cumplen, la incertidumbre me acompaña todos los días, la sensación de impotencia se apodera de mí. Quisiera vivir confiado en esa mano que me guía y tranquiliza. El Espíritu Santo vendrá sobre mí y calmará todos mis miedos para que no me acobarde ni me turbe. Para que no tema dar la vida. Para que no me dé miedo amar y vincularme. Porque sólo el que echa raíces tendrá vida. Necesito raíces profundas en la tierra y ramas largas que lleguen al cielo. Amar duele. Con temor lo digo siempre y recuerdo las palabras de C.S. Lewis: «Ame cualquier cosa, y posiblemente le quebrantarán y hasta le romperán el corazón Si quiere asegurarse de mantenerlo intacto, no debe darlo a nadie, ni siquiera a un animalito»[2]. El que no quiere sufrir que no ame. Pero tampoco vivirá. Y Jesús me dice que amándole a Él voy a vivir para siempre y el fuego de su amor calmará todos mis temores y me hará capaz de dar la vida y entregarme por entero. Y me da esa paz que sólo Dios sabe dar, no el hombre que da paz imponiendo la guerra. O consigue la paz sometiendo al que se rebela. Una paz impuesta por la fuerza: «Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo». Una paz que se hace fuerte en lo hondo de mi corazón. Una paz que me quita los miedos y pacifica mis rabias y rencores. Una paz que me lleva al encuentro de mi hermano. Esa paz es la que pido. Y que yo sepa sembrarla a mi alrededor, con palabras, con gestos de amor y con muchos silencios llenos de respeto, nunca de indiferencia. Pido en estos últimos días de Pascua que el Espíritu Santo venga sobre mí: «El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho. Habéis oído que os he dicho: - Me voy y volveré a vosotros. Si me amarais, os alegraríais de que me fuera al Padre, porque el Padre es más grande que yo. Y os lo digo ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis». Ya sólo quedan dos semanas para caminar por esta Pascua llenos de confianza. Me da paz esa presencia del Espíritu que me llena de luz y alegría. No tengo miedo y confío. Me enseñará todo lo que no he aprendido. Grabará en mi corazón lo que he olvidado. Ojalá pudiera tener el Evangelio tatuado en el alma. Vivir de acuerdo con todo lo que Jesús hizo, dijo y calló en la tierra. No fue sólo un hombre bueno. No sólo hizo el bien por sus hermanos. No sólo se entregó en silencio y mansedumbre hasta dar la vida por los suyos. Su enseñanza es más amplia. Su corazón es un corazón apasionado. Jesús no me enseñó el camino de la comodidad. No me dijo que me resignara. Me invitó a luchar contra la injusticia y con el mal con todas mis armas, venciera o perdiera en la lucha. Comenta Teddy Roosevelt: «Quien en el mejor de los casos conoce al final el triunfo del gran logro, y en el peor, si fracasa, al menos lo hace mientras se arriesga grandemente; por eso su lugar nunca estará con aquellas almas frías y tímidas que nunca han conocido ni la derrota ni el triunfo»[3]. Que no me arrepienta nunca de no haber hecho algo. De no haberlo intentado. El que no se arriesga no gana, no fracasa. El que no lucha y se esfuerza no estará feliz con su vida nunca. No puedo vivir en la tibieza, en la comodidad, en la seguridad. No es la vida de mi corazón que tiene algo de salvaje, algo apasionado que Dios sembró. Él me hizo así, conquistador, luchador. No me hizo pusilánime y conservador. Quiso que amara y me esforzara por dar la vida. No le parecía justo que me dedicara a cuidarme conservando esos talentos que Él había puesto en mis manos. Prefiere Dios mi pasión a mi dulzura tibia. Prefiere que luche antes que permanezca dormido, protegido. Así es mi Dios.