Homilía del padre Carlos Padilla - 21 de mayo de 2023

Domingo 21 de mayo de 2023 | Carlos Padilla

Domingo de la Ascensión del Señor

Hechos 1:1-11; Efesios 1:17-23; Mateo 28:16-20

«Id y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado»

21 mayo 2023    P. Carlos Padilla Esteban

«Lo que escribo en la tierra se guarda en el cielo, la huella es para siempre, el eco de mis palabras, la sombra de mis obras. Hay una eternidad escondida detrás de todo lo caduco»

Es difícil entender a menudo lo que me pasa. Comprender qué es lo que me conduce a las sombras. Sé que el orgullo me hace pensar que a mí no me va a pasar aquello que más temo. Y cuando algo me sucede, le pregunto a Dios desesperado: ¿Por qué a mí? ¿Por qué yo? No lo entiendo, no lo acepto. Las cosas no son como deseo y me frustro como un niño malcriado. Tengo claro que en el camino sólo la humildad me salva. Junto con la misericordia. Quisiera construir puentes para no aislarme. No quiero que haya muros que me separen de nadie. Quiero amar a mi hermano como es, no como yo quisiera que fuera. En su dignidad. No lo condeno por la manera en la que vive. No lo acuso cuando no actúa como yo espero. Reconozco la dignidad de todos. No me detengo en sus decisiones aun cuando no esté de acuerdo con sus pasos dados. Lo amo con misericordia. Otro tipo de amor no es posible. Siento que me importa mucho el juicio de los que amo. Mucho más que el juicio de los que no conozco y no me conocen. Hay más cosas que me unen contigo que las que me separan. Las diferencias no nos alejan tanto. El amor es más fuerte que la indiferencia. Más duradero que la muerte. El amor verdadero es eterno. No tengo dudas. A menudo la culpa me entristece. Como una sombra que oculta el sol de mi mirada y su alegría. La culpa por lo que hice. Por lo que dije. Por las promesas incumplidas. Por las innumerables caídas. Por las infidelidades que duelen. Por lo que otros hicieron cuando no estaba yo de acuerdo. Por lo que hice o no hice, no haciendo todo lo que otros esperaban de mí. Desilusionar a los demás me duele siempre. Y no sé qué decir ni qué hacer. El silencio es suficiente como respuesta. ¿Realmente basta con callar? No lo sé, dudo. Quisiera hablar para explicar y justificarme. Me ahogo en mi torpeza. La pena me atenaza. Y el deseo de tener luz, esperanza, paz y alegría. El deseo de dar la paz que tanto sueño y no poseo. No quiero juzgar a nadie. Tampoco a mí mismo. No puedo. Siempre me hace daño el juicio. Con el tiempo me he vuelto más misericordioso conmigo mismo, con los demás. Antes sentía que tenía razones para justificarme y condenar a otros. Sentía que los demás no actuaban bien mientras que yo siempre lo hacía. Ellos se equivocaban. Yo estaba en lo correcto y era justo, puro, sano y virtuoso. Pobre yo que pensaba así de mí mismo. Hasta que probé el dolor de mi piel frágil y de la derrota. Sentí mi sensibilidad herida. Cuando me desnudé ante Dios, ante mí mismo tal como era, me asombré. Y me quedé llorando por mi carne rota. Quizás antes había pensado ingenuamente que mi pureza y mi perfección me salvaban. Vana ilusión. Luego caí y toqué el polvo de mi propia herida abierta. Y lloré y sentí que el cielo se alejaba de mí. No había comprendido nada. No conocía la misericordia de Dios. ¡Cuánto dolor he sufrido al sentir que desilusionaba a Dios, o a los hombres! En realidad desilusionar a otros siempre duele. Y después mi soberbia cayó ante mí rota en mil pedazos. Y Volví a nacer ese día en la misericordia de Dios, no en la mía, había sido humillado. Desde mi muerte volví a nacer, salí de mi sepulcro maloliente. Me hice hombre herido, me hizo Dios. Y así, tal como era, misericordioso, me sentí amado en mi verdad. Y comencé a mirar mi hermano, a mi hijo con otros ojos, ojos de misericordia. Con esos ojos de Dios que miran mejor que los míos. Lo miré desde el barro de mis pecados. Desde el cielo del perdón recibido. Ese perdón me sana por dentro. Me eleva por encima de todo. Me devolvió Dios mi dignidad perdida. Dios es siempre fiel, lo sé porque lo he visto. Me ama no porque todo esté en orden en mi interior. Eso no le importa tanto. Levanto los ojos al cielo lleno de esperanza. Lo que construye la esperanza en mí es Cristo. Solo Él me salva. Ya no pregunto al cielo por qué me pasan ciertas cosas. Ya no me importa la respuesta. Sólo Él sabe lo que necesito para ser feliz, para sanar. Los vínculos sanos en mi vida son los que me construyen. La misericordia es lo único que me rescata de mi miseria. No estoy solo. Pertenezco a un lugar y estoy arraigado en otras vidas. Allí donde me quieren como soy, sin querer cambiarme. Esa esperanza me hace ver la luz siempre. Para mí, para todos.

Mi familia me educó el corazón cuando era niño, o no lo hizo. El amor recibido o el desprecio y la indiferencia dejaron una huella en mi alma. La familia me educa, lo quiera o no lo quiera. Allí aprendí a amar. O no aprendí nunca. Allí pude descansar en corazones humanos. Viví lo que expresa una palabra en guaraní: Kunuú. Es el abrazo en el regazo de un madre. En México se dice apapachar. Necesito que me apapachen como soy. Sin pedirme que sea diferente. Yo necesito un apapacho en la vida, no cada día, pero sí de vez en cuando. Necesito que me acepten. Quiero descansar en otros corazones. Sin prisas. Con calma. Miro a mi familia. La que tuve un día siendo niño. Allí aprendí o no a amar dejándome amar por los míos. Cuando todo era fácil o difícil. Donde me sentí sanado o herido. Querido o despreciado. Es fácil herir y quedar herido cuando uno tiene la inocencia de los niños y piensa que la vida es segura junto a los que me aman. Pero a veces lo que espero y deseo que suceda, resulta que no sucede. Y duele el alma. Me gustaría aprender a contener al que sufre. Al que ha caído. Sostener en las derrotas al que amo y me ama. Animar en la lucha a seguir adelante. ser capaz de enaltecer siempre en lugar de fijarme en lo que los demás hacen mal. Lo que viví un día es lo que puedo entregar. Quisiera aprender a amar sin buscar primeramente ser amado. Dar paz sin querer que me pacifiquen. Sostener sin pretender que me sostengan a mí. ¿Está realmente en paz mi corazón? ¿Está sano por dentro? Puede que esté enfermo mi corazón sin yo saberlo. Cuando tengo el corazón roto no amo bien. Sangro por la herida, hiero estando herido. No acojo y acabó diciendo palabras que hacen daño. Un corazón con vínculos sanos construye hogar. Un corazón seco, sin vínculos, incapaz de abrirse con humildad, acaba matando la vida. Me da miedo enfermarme y olvidar lo que he vivido. Olvidar el amor recibido en un apapacho algún día de mi pasado. No quiero vivir mendigando cariño cada día. Exigiéndole a mis amigos, a mis hermanos, a mi cónyuge que me amen como nadie lo ha hecho antes. No puedo exigir el amor, así no funciona. Quiero construir una familia alegre y en paz. Un espacio en el que sea capaz de reírme de mí mismo. Una risa pura, sana, cristalina. Puedo crear puentes. Puedo unir a los que están lejos. Quiero aprender a escuchar, a acoger, a respetar a mi hermano. Quiero ser capaz de perder el tiempo con él. No tengo prisas. La vida es larga y los vínculos crecen a fuego lento, suavemente. Desde lo hondo de la tierra en la que muere la semilla y brota la planta. Quiero hacer de mi vida una familia unida,y fiel. Que donde yo esté haya paz, risas, comunión. Decía el Papa Francisco: «¡Qué hermosa es la familia en la que ambos padres, madre y padre juntos, cuidan de sus hijos, los ayudan a crecer sanos y los educan en el respeto de las personas y de las cosas, en la bondad, en la misericordia y en la protección de la creación!». La familia es el comienzo de todo. Yo puedo cambiar la vida de muchas personas. Hay algo importante que puedo hacer por los demás. Puedo unir y amar a mis hermanos. Hay algo único y singular. Algo que es parte de mi esencia que puedo entregar a los demás. No tengo que ser distinto. No tengo que ser como los demás esperan que sea. Hace falta educar el corazón en familia, en un mundo que está herido en el amor. Un mundo frío en el que falta amor y paz. ¿Dónde descansa mi alma cada día? Me gustaría dar lo que hay en mí. Dar respeto, esperanza, unidad. Me gustaría sanar al que está enfermo con un apapacho, es fácil decirlo, cuesta más hacerlo. Me falta fe en mí mismo y en los demás. No quiero abandonar al que otros abandonan, cuando se ha confundido, cuando ha herido en su fragilidad. Quiero ser verdadero y auténtico. Misericordioso con todos. Quiero abrazar sin miedo a retener demasiado. Quiero ser lugar de encuentro sin juzgar a nadie por lo que hizo, por cómo vive. Sé que sin perdón no crezco. Y veo que mi corazón herido y roto guarda muchos rencores que lo paralizan. No se puede olvidar todo lo que me ha hecho daño en la vida. Pero sí puedo perdonar. Puedo hacerlo. Con mi voluntad. Con la gracia de Dios. Él puede lograrlo en mí. Es difícil el perdón que no siempre doy. Es posible. Es necesario. Es imprescindible para poder crecer. Porque sin el perdón la rabia dentro de mí será más fuerte que la afabilidad. Quiero ser generoso, bondadoso, humilde y no egoísta con mi amor, con mi tiempo, con mis dones. Quiero vivir en una familia así. Es la que sueño con construir. Me llevará toda la vida. No importa. No quiero dejar de soñar con un mundo nuevo. Mejor, con más armonía. Donde reinen la confianza y la solidaridad. Que acepte al diferente. Al que no amo tanto. Que acoja, que ame siempre. Que confíe y crea en la bondad que hay en el corazón de cada hermano con los que comparto la vida, el tiempo y mis sueños. Mi familia hoy es ese lugar en el que he echado mis raíces. El corazón en el que vivo. El espacio que construyo con paciencia y amor. Hacen falta familias santas, sanas y unidas que trasparenten el amor de Dios. Hogares en los que María habita y reina, creando una atmósfera de verdad y amor. Quiero que haya más familias que vivan en oración, desempolvando el primer amor que los unió como esposos. Un lugar en el que los hijos puedan aprender el sentido de la misericordia y de la gratuidad. Un amor incondicional que se entrega siempre con humildad.

A mi madre la recuerdo en este día. Y la veo junto a mí, reclinada en mi lecho. Era yo tan niño, ella tan madre. Recuerdo su ternura, su abrazo, sus palabras. Yo queriéndola retener toda la noche. Ella intentando dejarme dormido una vez más. Los dos peleando. Yo por no perder su abrazo. Ella por lograr desasirse de mi cariño. Sonreíamos los dos. Ella divertida. Yo añorando. Creo que esas noches de niño conocí el rostro de Dios. Sus ojos azules, ojos de mar. Sus manos suaves y firmes. Su calidez, su ternura. Lo descubrí en su piel blanca, muy blanca. En su pelo rubio. Lo descubrí oculto en su risa y en sus palabras. El Dios hecho carne, rostro de Madre, regazo cálido, solidez, seguridad, presencia. Con el tiempo he guardado la certeza de un amor que no se iba, no me dejaba, era eterno. Un amor incondicional que yo anhelaba. Como esa herida del alma con la que me hice niño. Esperando, soñando un amor que no dependiera de tantas cosas, de tantos méritos. Así fue el amor de madre que recibí sin merecerlo. Nunca, salvo en bromas, me echó en cara mis ausencias. Se alegraba con mi vida, disfrutaba caminando a mi lado, pasos más lentos. Me retenía para calmar mis pies inquietos. Y reía. De la vida, de los sueños. Mi madre fiel, siempre ahí, como un pilar sagrado, como una gruta firme, como un cerro elevado contra las alturas, como un cielo anhelado en cada esquina. Eran ojos de cielo, o de mar muy hondo, donde navegaba sin añorar la orilla. Allí donde las aguas eran cálidas, seguras, sin grandes olas, sin grandes cambios. Aprendí a ser hijo en sus manos firmes. Me adentré en la vida sabiendo que ella siempre estaba, guardando mis decisiones como lo más sagrado. Incluso cuando lo decidido por mí la hiciera llorar desgarrada al principio. Luego lo aceptó y besó ese camino diferente al que ella soñaba. No importaba. Y así caminamos juntos. Madre e hijo. El rostro de María reflejado en el suyo. Ese rostro que siempre me esperaba, risueño, afable, tranquilo. Sin pedirme lo que no le daba, yo egoísta no lo daba todo. Ayudándome a ser fiel con su ejemplo, con su vida, con sus palabras. Escuchando, ¡qué bien escuchaba! Y llegaron esos días en los que la vida cambia. O uno envejece no sabe bien cómo, ni cuándo. Y llega a ser el olvido más fuerte que la memoria. El silencio más sonoro que las palabras. Y sólo los besos son los mismos, serenos, sonoros, tranquilos, húmedos. Y la mano aferrada a mi mano, como cuando era niño y la retenía. También quería retenerla, de otro viaje, de otra vida. Quería que se quedara conmigo para no irse nunca, para no bajarse de mi barca ni quitarme el mar por el que navegaba. Pasaron los días. Se hicieron hondos en su piel arrugada, en sus ojos claros, ahora algo vacíos, en sus palabras escasas y desordenadas. Y sentí su ausencia estando presente. Y me abracé a ella, para no perderla. Su beso me decía que estaba, que yo estaba bien, y ella me quería. Caminé con ella, no quería dejar de andar ni desandar caminos. Seguí a su lado, fiel guardián de su vida, de sus años que se escapaban dejando a su paso un mar de nostalgias. Me zambullí en sus ojos, tiernas melodías de esos cantos antiguos que tantas veces cantaba. Y su risa fácil, ahora era sonrisa. Y sus palabras firmes, ahora eran silencios. Y no importaba cuidarla porque el amor es eterno. Los sueños no mueren, se hacen vida y cielo. Abrazado a ella recorrí mi vida, su vida. Un hogar con nombre y hondas raíces. Una presencia alegre que me conmovía. Lágrimas al irse. Siempre partir duele. No tengo miedo al adiós, sí a la vida que sigue. A la distancia eterna que en este día se acorta. Y es como revivir todo lo vivido, con ella, a su lado. A mí me dio la vida, me enseñó un camino, me mostró el rostro de Dios con su ejemplo, con su vida. Nunca me dio sermones. No recuerdo tantas palabras. Sí su fidelidad, su amor inagotable, sus sonrisa de madre feliz, enamorada. Su azul profundo, en sus ojos, en su cielo. Y la paz de su abrazo que calmaba mis ansias. Vuelvo hoy a recordar tantas cosas vividas. Vuelvo a decir que la quiero más que nunca, más que a mi vida. El tiempo no deja que disminuya el amor, el cielo existe. Y desde allí seguimos caminando. Ahora sigue a mi paso, ya no se queja, ni me retiene por el brazo. Ahora dice lo que piensa y yo la entiendo en lo más hondo. Ahora me escucha cada día, cada hora, cuando la busco y le hablo. Ahora me acerca más a María, mi Madre, y cada vez que la miro, está ella allí, escondida, esperando. No hay reproches, sólo la alegría del reencuentro. Así es una madre. Siempre fiel a su hijo. Incondicional en el amor. Perseverante en la entrega. Así es la madre que no se olvida nunca de la voz de su hijo, del color de su alma. Así es la madre que no hace distinción en sus amores, a todos los ama enteros y con todo su corazón, no a medias, no por un tiempo. Así es la madre que no puede separarse del hijo aun cuando sabe que es el único camino. Así es una madre que se pone a servir feliz la vida de los hijos que la reclaman y se le confían. Así es la madre que siempre tiene una palabra amable para el hijo y un abrazo tierno. Así es la madre que ríe con su hijo de sus gracias y lo acompaña cuando llega el dolor o la cruz, nunca lo deja. Así es la madre llena de ternura y esperanza que no se va nunca, se queda con los suyos, haciendo que el hogar tenga raíces hondas. 

El tiempo siempre presenta muchos desafíos. Parece imposible estar a la altura de lo que se necesita, dar la talla, conseguir lo que me piden y exigen. Es imposible hacer siempre lo que Dios me está diciendo a través de los signos de los tiempos. No sé cómo estar atento a todo el bien que se puede hacer y cómo logro eludir todo el mal posible que se presenta ante mí como una opción real. Elegir el bien siempre, eludir el mal en todo momento. Parece fácil pero luego flaquean las fuerzas y el ánimo se viene abajo. Es difícil esa opción primera. Y aun así, lo más difícil es elegir entre dos bienes posibles. Hacer un bien u otro. Elegir un camino u otro, cuando los dos son buenos, los dos me llevan a Dios, al hombre, al cielo. ¿Cómo se toman en verdad las decisiones importantes en la vida? Hacen falta hombres y mujeres renovados con una mirada profética que sepan elegir el bien y optar por lo bueno. Hombres anclados en el corazón de Dios. Con la mano en el pulso del tiempo y el oído en el corazón de Dios. Hombres que sepan lo que Dios espera de ellos. Me gustaría aprender a escuchar lo que el Espíritu Santo comunica a través de las personas, de los acontecimientos, del alma. Abrirme a nuevas formas de pensar y cambiar las propias, las viejas. Mirar con otra mirada el mundo, la vida, lo que sucede. Me siento perdido e indeciso con frecuencia. Dudo entre dos bienes posibles. Entre dos caminos buenos. ¿Cuál me pide Dios? Leía el otro día: «La vida es intuición con un toque de lógica. Si aprendes a usar ambas cosas en su justa medida, lo normal es que cualquier decisión que tomes sea correcta»[1]. Intuición y algo de lógica. Dejarme llevar por el corazón. Dios me habla en esas mociones del Espíritu dentro del alma. Miro mi corazón y dejo a veces de lado la cabeza, no siempre es razonable todo lo que elijo, el camino que sigo. Escucho a mi corazón donde Dios me habla, me mira, me espera. Ese Dios al que quiero y sigo con alegría. Me habla allí. ¿Cuándo una decisión es correcta? Me ayuda, cuando la he tomado, mirar de nuevo el corazón. ¿Tengo paz? Puede que al principio no tenga paz. Pero llegará con el tiempo si elegí el camino que me construye y me forma por dentro. Y luego veré los frutos, lo que el P. Kentenich llamaba la resultante creadora. Las cosas que han sucedido. La vida que se ha despertado. Miro hacia atrás y pienso que tomé la decisión correcta. Eran posibles ambos caminos. Eran buenas las dos decisiones. Seguí una de ellas temiendo equivocarme. Y al hacerlo la paz vino lentamente y luego vi frutos, señales, como si me estuviera diciendo el Señor: ¿No ves toda la vida que se ha despertado? Entonces me calmo. Él sabrá más porque mi vida es suya. Yo sólo tengo que escuchar el corazón y ver las puertas que se abren o se cierran, los caminos que se dibujan o desdibujan ante mis ojos. Habrá algunas decisiones donde las puertas que se abran sean sólo rendijas imposibles de ver. Deberé tener buena vista, ahondar en mi alma buscando la luz, descansar en Dios esperando que me diga algo, una palabra, haga un gesto, me tome de la mano llevándome Él hacia dónde yo no me atrevo a ir. Habrá decisiones que resulten incomprensibles para los míos, mis amigos, mi familia. Para ellos, que me quieren y protegen, no será bueno lo que elijo. Si yo lo tengo claro, seguiré adelante. Escuchar sus voces es valioso, pero no siempre será lo que ellos desean. Quizás tienen miedo de que pierda la vida. Decidir nunca es fácil. Puede que quieran para mí el camino fácil, la opción más cómoda y segura. No todas las voces que escucho tengo que seguirlas. Si lo hiciera me volvería loco. Me van a recomendar con frecuencia caminos diferentes. Me van a decir una cosa y luego la contraria. Van a querer mi bien tal como ellos lo ven para mí. No siempre sus opiniones son una voz clara de Dios en mi vida. Tampoco lo son las cosas que me suceden. Son insinuaciones de Dios que pueden ser interpretadas de diversas maneras. No es tan sencillo encontrar la respuesta correcta en la encrucijada del camino. Habrá mucha oscuridad en ciertos momentos, y tendré la tentación de desistir. Pensaré que lo que estoy viviendo es tan difícil que no voy a tener fuerzas para seguir el camino. Puede que me olvide de lo importante, no soy yo el que hace las cosas bien y elige siempre lo correcto. Es Dios quien me busca, me ama, me quiere. Él me conduce en medio de las sombras del camino. Y es la única luz que brilla en mi corazón. Como una lámpara escondida que tengo que sacar de vez en cuando para que guíe mis pasos. Y en todas estas decisiones puede que me equivoque. Puedo cometer errores, es parte de mis límites humanos. No elegiré siempre lo correcto. Tomaré decisiones equivocadas alejándome de la meta. Y ese día Jesús caminará a mi lado por mi camino hasta que yo recapacite y dé la vuelta, hasta que descubra su amor y piense que tengo que volver hasta donde Él me dijo. Volveré a elegir, sin reproches, sin amarguras. La vida es tan larga como Dios quiere que sea y en ese camino Él nunca se desentiende de mí. No estoy solo en mis decisiones, siempre me acompaña y sostiene. Eso me da paz y esperanza. Aunque duela decidir una cosa antes que la otra. ¿Qué esperas Señor de mí? Siempre te lo pregunto, cada mañana.

Jesús se apareció a los suyos a lo largo de muchos días. Compartió la vida con su cuerpo glorioso infundiendo esperanza en sus corazones: «A estos mismos, después de su pasión, se les presentó dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles acerca de lo referente al Reino de Dios. Mientras estaba comiendo con ellos, les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre, que oísteis de mí:  - Que Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días». Durante cuarenta días comió y bebió con ellos, compartió la vida y los sueños. Los alentó en sus desánimos. Los fue a buscar cuando se iban y querían volver al comienzo de todo, cuando no lo conocían a Él todavía. Me conmueve que vivió tantos días a su lado. No se alejó de sus vidas, no los abandonó. Y no regresó al cielo hasta que estuvieron algo más preparados. Me conmueve este tiempo que vivió con ellos. Siempre me gusta el tiempo de la Pascua. Una Iglesia que vive en la fuerza del Espíritu Santo y de la Pascua. Jesús está vivo en cuerpo y alma. Y en esos días ha dejado que oigan su voz, lo vean comer y beber y ha partido con ellos el pan. Ha caminado a su lado. Ha entrado en su casa, en sus corazones. Ha pasado días a su lado tratando de responder a muchas preguntas que todavía no iban a tener respuesta. Jesús es un hombre resucitado. Ha vencido a la muerte y al pecado. Ha vencido al demonio que quería vencer sobre Él. El mal ha caído derrotado. La vida tiene la última palabra. Hoy tiene lugar un momento glorioso para los discípulos. Jesús, después de comer con ellos, se despide y asciende a los cielos: «Y dicho esto, fue levantado en presencia de ellos, y una nube le ocultó a sus ojos». En ese monte se aleja de ellos. Asciende ante sus ojos. Desaparece entre las nubes. Hay dos sentimientos que se mezclan en el corazón de estos hombres enamorados de Jesús. Lo primero que brota es la pena, la tristeza. Han sido abandonados. Quizás pensaban que a su lado todo iba a ser más sencillo. Nadie podría vencerlos. Ya la muerte no tendría poder. El enemigo no podría sino rendirse ante la evidencia. Mataron a Jesús y ahora está vivo. Esa esperanza los fortalece. Pero hoy va a desaparecer. De repente se aleja de ellos y se quedan solos. Un sentimiento muy hondo de tristeza los embarga. ¿Serán capaces de vivir sin Él? ¿No regresarán a Emaús, a la pesca, a sus hogares, como antes de saber que estaba realmente vivo? ¿De dónde van a sacar ahora las fuerzas? Antes estaba Él con ellos y todo era más fácil. Pero el dolor en ese monte es muy fuerte. ¿Cómo se puede llevar bien la ausencia de un ser querido? En ocasiones me cuesta sentir a Jesús en el corazón. Y la frialdad que siento se parece a la que sintieron ellos. Al mismo tiempo he sufrido la pérdida de seres queridos. Y sé que su ausencia nadie la cubre. Vendrán otros vínculos, pero el vacío que siento es innegable, caminaré con él toda mi vida. Es algo así lo que sintieron ellos. Incluso la promesa del Espíritu Santo, del Paráclito no parecía calmar todos sus miedos e inseguridades. No sería lo mismo, seguro. Ellos no sabían cómo serían. Y como todos, como yo mismo, querían certezas, seguridades: «Señor, ¿es en este momento cuando vas a restablecer el Reino de Israel? Él les contestó: - A vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad, sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra». Quieren saber si el Reino se va a establecer ya. Es la pregunta que brota siempre en el corazón del hombre. Quiere saber si ya Jesús va a vencer a todos en medio de sus vidas. Buscan seguridades. Yo también quiero vivir seguro. Quisiera retener a Jesús a mi lado, como ellos. Sería invencible. Pero ¿quedarme solo? ¿Qué sentido tiene caminar solo, luchar con mis pocas fuerzas, enfrentarme a peligros invisibles que ni siquiera sé dónde se esconden? Hay tantos problemas a mi alrededor. Parece todo tan difícil. No logro vencer mis propias tentaciones y no soy capaz de dar respuesta a los problemas de los hombres. ¿Qué sentido tiene ser su testigo si Él no está, si no se hace presente y acaba con todos los miedos y peligros? Las promesas están bien, alientan el alma, pero no basta. Quiero más. Quiero ir más lejos, llegar más alto. No me conformo con esta vida como es ahora. Por eso me quedo mirando el cielo sin entender, como los discípulos: «Estando ellos mirando fijamente al cielo mientras se iba, se les aparecieron dos hombres vestidos de blanco que les dijeron: - Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? Este que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá así tal como le habéis visto subir al cielo». No quiero quedarme pasmado mirando al cielo. No quiero perder de vista a Dios, pero no puedo desperdiciar la vida ausente de mi mundo. Dios me envía a ser su testigo de esperanza. Me confía una misión, una tarea que sólo yo puedo hacer. Esta misión me llena de inquietud y al mismo tiempo me da paz. Jesús me pide a mí que me ponga en camino a sembrar su Reino.

El día de la ascensión aflora con fuerza otro sentimiento. Es el de la victoria. Jesús ha abierto la puerta del cielo para todos: «¡Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de alegría! Porque Yahveh, el Altísimo, es terrible, Rey grande sobre la tierra toda. Sube Dios entre aclamaciones, al clamor de la trompeta: - ¡Salmodiad a Dios con destreza! Dios, sentado en su sagrado trono». Es un canto de esperanza el salmo que he rezado. Jesús ha abierto la puerta que estaba cerrada. Ya no hay temor, sino mucha esperanza. Si Él ha vencido la muerte para siempre en cuerpo y alma, puedo esperar tener yo la misma suerte. No tengo miedo. Mi cuerpo será glorioso como el de Jesús un día. Llegaré a tocar el cielo. No tendré ya miedo en ese momento. La vida es larga, más de lo que creo, es eterna. Estoy sembrando semillas de eternidad, de cielo. Hoy existe la sensación de que todo es pasajero y no dura. Leía el otro día: «Todas las relaciones entre seres vivos terminan en algún momento, de algún modo. Así son las cosas. Una de las partes muere o se larga, atraída por otras necesidades biológicas. Las emociones son transitorias por naturaleza. Son estados temporales provocados por cambios neurofisiológicos que no están hechos para durar para siempre. Todas las relaciones asociadas con acontecimientos afectivos tienen fecha de caducidad»[2]. Ese pensamiento tan negativo está extendido. Muchas personas dudan del amor eterno, más aún de la vida eterna. Nada puede durar siempre, afirman con rotundidad. Porque han tocado la pérdida de seres queridos, o han visto flaquear ese amor que parecía invencible. ¿Cómo convencerles de lo contrario? ¿Cómo hacerles creer que es posible amar para siempre, sin miedo, hasta la eternidad? Muchos dudan. Yo también puedo llegar a dudar de la eficacia de mi amor, de la fecundidad de mi vida. Hoy soy testigo de esas dudas en los que más amaron a Jesús en vida: «Los once discípulos marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Y al verle le adoraron; algunos sin embargo dudaron». Algunos dudaron, tenían miedo. No creían que fuera posible una vida para siempre, un amor invencible, una fuerza que nadie pudiera agotar. ¿Dónde me encuentro yo? Puede que haya perdido la inocencia en la mirada y el idealismo juvenil. Puede que ya no crea tanto en las personas y en sus intenciones. Puede que desconfíe de sus declaraciones de fidelidad. Puede que crea más en los hechos que en las palabras. Que no ponga la mano en el fuego por nadie. Desconozco lo que hay en cada corazón. Veo caras y escucho luego lo que sucede en la vida de cada personas. Y descubro dolores, traiciones, miedos y decisiones difíciles e incomprendidas. Aun así, después de todo, he presenciado muchas vida santas, entregadas hasta el extremo. No he perdido la inocencia. Guardo la fe en el hombre en el fondo del alma. Así esta fiesta me llena el corazón de alegría. Porque sí creo que lo que escribo en la tierra se guarda en el cielo, la huella de mis pasos es para siempre y el eco de mis palabras, y la sombra de mis obras. Hay una eternidad escondida detrás de todo lo caduco. Y siento que así como mi pecado no es eterno, mi amor sí lo es. Mi pecado sólo quiere convencerme de la fragilidad de mis pasos humanos. Es como si el demonio se empeñara en entristecerme para hacer imposible mi recuperación después de cada caída. Como si metiera un mensaje en mi corazón que repito como un mantra: «No valgo para nada, no puedo, nada de lo que haga sirve, la vida es pasajera, todos los amores mueren, y las personas queridas desaparecen de mi vida. Me quedo solo al final, solo como cuando nací, así será cuando muera». Esos pensamientos no son míos pero están en mí. El demonio me hace creer que todo es pasajero y gris. Y que si yo no busco la felicidad, nadie va a lograr hacerlo por mí. El individualismo es tan fuerte. Hay tantas personas que viven solas. Alguien puede morir hoy que haya gente que tarde mucho en enterarse. Vínculos superficiales, fluidos, que cambian. Nadie quiere seguir donde se encuentra ahora eternamente. El cambio parece algo positivo, la permanencia y la fidelidad términos de una vida pasada. Como si no fuera valiosa la permanencia. Como si no importaran las raíces y sí la vida que florece aunque sólo sea por un día. Creo que la puerta del cielo se abre hoy para hacerme creer en lo eterno. Quiero anunciar este mensaje al mundo entero: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo». Quiero ir hasta el fin del mundo a anunciar que ya tengo parte de mí en el cielo. Ya ha entrado el cuerpo humano de Jesús y estará allí para siempre. No le tengo miedo a nada, porque tengo dentro de mí una vida eterna que me lleva a soñar con el cielo. No estoy solo.



[1] Lucinda Riley, La hermana luna, Las Siete Hermanas 5: La historia de Tiggy

[2] Ali Hazelwood, La química del amor

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