Homilía del padre Carlos Padilla - 20 de noviembre de 2022
Domingo 20 de noviembre de 2022 | Carlos PadillaDomingo de Cristo Rey
2 Samuel 5,1-3; Colosenses 1,12-20; Lucas 23,35-43
«¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Este no ha hecho nada malo. Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino»
20 noviembre 2022 P. Carlos Padilla Esteban
«Creo en el reino que nace cuando me abro al poder de Dios, siembro alegría y esperanza, humildad y verdad. Cuando acompaño al que sufre y perdono al que me ha ofendido»
¿Cómo olvidar el mar cuando se ha navegado tanto? ¿Cómo olvidar el sol cuando se ha amanecido tantas veces? ¿Cómo dejar de sentir el dolor cuando se ha entregado la vida una y otra vez? ¿Cómo puede morir el alma si es como si siempre hubiera existido? ¿Cómo puedo dejar de hacer lo que siempre me ha dado vida? La rutina, la fragilidad, la pérdida y el abandono. La soledad que rompe el alma. Y el sentir que a nadie le importa lo que a mí me suceda. Y luego los sueños de grandeza que acabaron en nada. O las pretensiones vertidas en amores caducos. Y la verdad que se impone una y otra vez por encima de todas mis mentiras. Cuando dejo escapar la vida entre sombras y luces. Olvidándome la dignidad en cualquier parte, perdiéndome el respeto a mí mismo. Si pudiera comenzar siempre de nuevo a reescribir mi historia. Haciendo borrones, garabatos para expresar el amor que siento, el que deseo. Tendré que derribar los muros maltrechos. Construir bases sólidas sobre las que levantar mis sueños. Despejar los caminos para llegar más lejos. Llevar buen abrigo para los malos tiempos. Dejar a un lado las penas que acaban con mi ánimo limpio. Sostener entre los dedos una melodía incompleta para caminar despacio. Sentir el dolor muy hondo porque el que ama sufre siempre. descomponer lo que hay había compuesto sólo para comenzar de nuevo partiendo de cero. Animar a los que van despacio y no tienen fuerza. Dejar de lado los comentarios negativos que envenenan el alma. Ese afán mío por criticar y condenar al que no actúa ni se comporta como yo deseo. Levantar falso testimonio. Edificar verdades pasajeras. Y decir lo que no creo que ayude a construir un mundo nuevo. Todo eso como parte de mi pecado que hiere con denuedo mi fragilidad. Esa incapacidad mía para hacer que la vida sea algo más bella, más limpia, más santa. Hay tantos caminos incompletos. Tantos amores frustrados. Tantas verdades manchadas con mentiras. Y al mismo tiempo hay tanta inocencia escondida en esos corazones que quieren hacer las cosas mejor. Un nuevo intento, un sueño. Y yo camino sabiendo que la soledad es parte de la vida. Y el amor que se entrega es el cimiento de mi esperanza. La compañía de los que amo. Y el cielo que tanto ansío. Siempre de nuevo diré que no sé nada. «Solo quien se reconoce pequeño e ignorante sigue descubriendo y conociendo. ¡No me gustaría creer que lo he logrado todo en la vida!»[1]. No lo he logrado todo, nunca lo haré. Tendré asignaturas pendientes. Metas inalcanzables que siguen brillando ante mí. Asumiré que he fallado muchas veces, pero gracias a intentarlo he crecido, he amado. Cometí errores con mis decisiones. Pero no importa. Es sano asumir la propia culpa y reconocer la propia debilidad. Sólo así los cimientos son nuevos, están más limpios y me permiten soñar más alto. Tengo en el corazón una canción que apenas recuerdo y me habla de un cielo que un día sentí entre mis dedos. Quiero avanzar con paso rápido en la dirección correcta para llegar antes. ¿Qué importa el tiempo? ¿Por qué tantas prisas? La vida se juega en el hoy que todos tienen y yo poseo. En ese momento incierto en el que decido abrazarte y levantar mi vida por encima de tantas nubes llenas de vientos. No le temo a esa vida que puede quitármelo todo, como un viento que se lleva los sueños. Sé que la esperanza es lo último que se pierde, lo último que yo pierdo. Acaricio la sensación fugaz que me invade de pensar que todo está en orden. Al instante toco el desorden y pierdo la alegría. ¿Qué sentido tiene no fallar cuando nada se ha intentado? Es como dormir y pretender que todo esté acabado al levantarme. No me equivoco si no lo intento, si no soy valiente. Prefiero luchar y perder a nunca jugarme la vida. Prefiero ser un hombre antes que un cobarde que se abraza a sus seguridades. Prefiero perderlo todo antes que conservar sólo unas migajas de vida entre los dedos. Sé que puedo dar más si lo intento. Y puedo querer mejor si estoy dispuesto a dar la vida en cada paso. Me alegra el sol que nace anunciando el final de otra noche.
Decir que sí o que no. Emprender un viaje o quedarme en casa. Decirte te quiero o guardar silencio. Pronunciar tu nombre u omitirlo. Abrazarte con ganas o dejarte ir. Sostener tu mirada o bajar la mía. Silenciar mis gritos o acoger tus quejas. Sentir tu nostalgia o gritarte mi alegría. Aceptar un camino o negar lo que me piden. Decía una escritora mexicana recientemente fallecida, Paty Laurent: «Debo reconocer mis precipicios». Reconozco mis precipicios ante tantas dudas. Los abismos que se abren ante mis ojos ciegos. Y me da miedo dar un paso más, decir que sí, retomar mi camino. ¿Y si me estoy equivocando? ¿Y si lo que decido ahora tiene consecuencias imprevisibles en el futuro? Me asustan esos precipicios que me invitan al vuelo. No sé volar. Sé caminar sobre los caminos. Sé navegar sobre los mares. Pero ¿volar? Imposible, no tengo alas. Me cuesta creer en lo que no controlo y no sé si seré capaz de lo imposible. Es un camino incierto el que recorro. Y el mañana se abre apenas visible en medio de la bruma. ¿Cómo voy a decir que sí cuando tengo tanto miedo? ¿Es mi vanidad la que me impulsa a decir que sí para no defraudar a nadie? ¿Es mi afán de valer y ser querido? Una nube se cierne sobre el sol que brota en mi vida y me da vértigo, demasiada altura. ¿Tengo que poder controlarlo todo para decirte que sí? No lo sé. Me detengo ante mis precipicios dudando. El futuro siempre asusta. Más en la perspectiva de la enfermedad y de la muerte. Un sacerdote enfermo escribía: «El fideísmo de algunos que dicen que todo se vence, y que con el Señor y la fe uno no siente nada es anticristiano y niega el sufrimiento de Cristo en la carne. Palabras vanas y poco convincentes. A mí una noticia como la dicha me cambia el panorama de vida en un momento. Me rompe ilusiones, me destroza esquemas, me desquicia el futuro, me quita ganas de casi todo»[2]. El futuro puede tener rostro de precipicio, de altura insalvable, de vacío inabarcable. Y entonces tiembla mi alma y se sobrecoge. Decir que sí parece valiente o más bien algo de locos. Es como si no tuviera alma y viviera desangelado, perdido por los caminos. El miedo en la carne es lo más humano que tengo. Lo que más me hace hombre. Lo que más me salva. Decía Pablo D´Ors en ABC el viernes 11 de marzo de 2016: «Lo bueno de la vida es empezar. Tomar la carretera desconocida, caminar por ella con la fiebre de la determinación y luego, al final, arrojarte por el precipicio en el que esa carretera termina. Porque toda carretera conduce a un precipicio. Y porque si no hay un precipicio a su término es que eso no es una carretera, sino un espejismo». Mi vida tiene olor a carretera, a camino entre bosques, a pasajes ocultos en medio de la vida. Son rutas que llevan a un precipicio. Ante cada gran decisión que tomo surge un nuevo precipicio. Ante cada nueva aventura nace un acantilado que me lleva al mar, a lo desconocido. Tengo miedo y me asusta mi incapacidad real. Temo hacerlo todo mal, fracasar, desilusionar a los que tienen ilusiones, desesperar a los que aún guardan esperanzas, matar a los que tienen vida. Con mis gestos sin alma, que son gestos desalmados. Con mis voces cansadas que no tienen fuerza ni vida. Quiero decir que sí como tú una noche de los olivos, de estrellas, de luna llena, de nostalgias infinitas. Una noche de huerto de olivos, y de anhelo invisibles. Una noche que se abriría a un nuevo amanecer sin que nadie lo comprendiera realmente. Así es mi sí cuando dejo que se desboque precipicio abajo cayendo sin temer el último impacto, el que conduce a la vida verdadera. ¿En serio tengo que morir para nacer de nuevo? La muerte duele tanto, y la renuncia, y el decirle que no a mi yo primario, a mi deseo más íntimo y salvaje de ser feliz, ser yo mismo, ser amado. Y los caminos que se precipitan en vanos precipicios que no distingo entre tanta niebla. Tal vez porque me distraigo mirando noticias que no son mías. Son ajenas a mí y no me tocan. Son de otros lugares y de otras vidas. No son de mi vida, no son de mis sueños. Yo simplemente tomo el peso al camino que tengo ante mis pasos. Y veo dos puertas, dos caminos, dos entradas, dos salidas. Veo un grito o un silencio. Una mirada sonriente o unos ojos anegados en lágrimas. Veo un sí sostenido en el tiempo o un no prolongado en una triste agonía. Veo una salida fácil o difícil entre encinos. Veo la simplicidad de un camino o la exigencia del que ha decidido entregarlo todo. Le tomo el pulso a los momentos que se despliegan ante mis ojos. Sé que la verdad está escrita en un papel ya anciano que resiste con pesar las palabras dichas. Me conmueve el amor de los que ya se han ido y me gritan desde lejos, para que tenga fe, para que no deje de luchar a cada paso, para que confíe cuando sienta que todo se ha perdido. Me conmueve el amor de los que me aman. Y me piden que no deje de ser roca, o árbol dónde detener su vuelo. Y yo tengo miedo. Me amo a mí mismo menos de lo que quisiera. Y dudo de mis capacidades mucho más de lo que esperaría. Pero es así. El precipicio es hondo y no tengo alas. Sólo una fe infinita en el Dios que me ama. Es lo único que podrá sostener ese vuelo imposible. Miro hacia delante. Entre un sí y un no se devana la trama de mi vida. Yo confío. Como María ese día en la gruta que dejó nacer la carne de Dios y permitió que viviera para siempre. Un sí sencillo, callado, escondido, verdadero. Y la vida sigue más allá de miles de precipicios. Sigue rumbo al cielo. Esa mirada me salva, me eleva, me quita los miedos. Si sólo pudiera saber algo más… me basta el silencio, y su mano sobre la mía.
En ocasiones creo que sé lo que quiero hacer. Sé lo que deseo, eso creo. Siento que mi misión es una muy concreta. ¿Y si me equivoco? Me influye el mundo. Todo lo que pasa a mi alrededor. Me da miedo hacer las cosas mal. Suspender, herir, fallar, fracasar, ser el hazmerreír de un mundo que espera a que yo caiga para reírse de mí. El otro día escuchaba un mensaje de Jon y Missy Butcher. Ellos hacen referencia a la visión de vida: «Tres razones por las cuales no todo el mundo vive con una visión de vida. No saben que se puede vivir una vida extraordinaria. No se paran a pensar qué quieren en la vida. Y les enseñaron una definición obsoleta. Más que un título, más que dinero, la misión de vida es un marco de decisiones. Podemos hacernos adictos y arruinarnos la vida. Caminar sin brújula, sin marco de toma de decisiones. Descubre quién eres, tus valores, tus creencias. Serás inmune a las distracciones». Es cierto que cuando sé lo que quiero y lo que no deseo es más fácil caminar sin que el mundo dicte cuáles tienen que ser mis estados de ánimo. Lo que sucede a mi alrededor no importa tanto. Lo que me dan o me quitan no me hunde. Las amenazas no me desaniman. A veces esas cosas me hacen pensar que no puedo caminar, que no puedo ser feliz. No es lo terrible que me pasen cosas malas. Lo malo realmente son los pensamientos nocivos, venenosos que me hieren y debilitan el corazón. Cuando pienso que no voy a poder. O cuando vivo dejándome llevar por mis pasiones, mis adicciones, mis debilidades. Entonces siento que no sé hacia dónde voy. ¿Qué espera Dios de mí? ¿Qué camino quiere que siga para ser feliz? No lo encuentro. Quiero retener los momentos felices. Intento que se prolonguen en el tiempo. ¿Hacia dónde van mis pasos? ¿Seguiré haciendo lo mismo que ahora durante muchos años? ¿Soy feliz haciendo lo que ahora hago? el corazón se encoge. Me gustaría tener libertad y no temer. Me gustaría saber para qué me ha creado Dios, cuáles son esos dones que Él ha puesto en mi corazón. Pienso que me queda mucho por saber, por aprender. Necesito una brújula. ¿Cuáles son las personas más importantes en mi vida? ¿Cuáles son las cosas que me hacen más feliz? Vivo buscando saciar la sed del alma en los charcos del camino. De nada me sirve el agua sucia que no me mantiene en pie. Necesito un pozo hondo del que poder sacar agua verdadera. Necesito fuentes de agua limpia que calmen la sed más profunda. Llevo escondido en el corazón un deseo de ser fiel a Dios. Pero no sé bien cómo hacerlo. Cómo saber cuál es el buen camino y cuál el equivocado. De repente siento que no puedo decidir otra cosa que lo que aparece ante mis ojos. Como si no tuviera libertad de elección. Es cierto que no puedo cambiar la realidad, ni deshacer decisiones del pasado. Las cosas son como son y aceptarlo es la única manera de quitarme la tristeza del alma. Le doy el sí a lo que es como es y no como a mí me gustaría que fuera. Tiemblo al sentir el frío de la soledad. Me quedo solo al tomar un camino. No sé si es el correcto, pero sí parece el único que puedo seguir. Me adentro en el bosque hurgando entre la maleza, buscando respuestas escondidas bajo las piedras. Sé que una sonrisa me dará fuerza para seguir luchando. Sé que la ilusión es lo último que puedo perder. «Las cosas más importantes de nuestra vida no se ven, pero existen. El amor por un hijo existe, pero nadie lo ve, ni lo oye ni lo toca. Hay un sentido. Y es el sentido lo que da sentido a la vida»[3]. Hay un sentido oculto que le da sentido a todo lo que vivo. No para que encajen las piezas de un rompecabezas. No para que el plan de Dios se cumpla perfectamente. Es el sentido que a mí me da paz. Cuando sé que estoy haciendo lo único que puedo hacer. Que no estoy desanimándome al ver la batalla casi perdida. Que no es una pérdida de tiempo todo lo que estoy luchando. Que los vínculos se sostienen en el tiempo con silencios, con palabras, con gestos, con miradas. Y la soledad es más llevadera cuando se unen las soledades. Y el sentido de todo lo que hago brilla como esas estrellas que han hecho brillar mis renuncias. Esas que hice al decir que sí o que no en los momentos claves. Esas renuncias que me llevaron lejos, o me dejaron herido. Esas renuncias que me dieron paz o me la quitaron en el camino. No importa, miro las estrellas y confío. Dios sabe muy bien hacia dónde me lleva. Nada fuera de mí puede quitarme la paz, desesperarme o entristecerme. Nada que no sea mío y auténtico puede hacer que pierda la alegría. Entrego lo que me duele y pesa. Se lo ofrezco a Dios para que me eleve junto a Él y me dé un abrazo que calme mi llanto. Eso basta para seguir por el camino marcado, con el sentido despierto dentro de mi alma.
David es el rey por excelencia para el pueblo judío. Aquel al que el mismo Dios ungió y eligió sacándole del campo donde pastoreaba a su rebaño. Lo hizo rey de su pueblo y ellos lo acogieron como rey: «En aquellos días, todas las tribus de Israel se presentaron ante David en Hebron y le dijeron: - Hueso y carne tuyos somos. Desde hace tiempo, cuando Saúl reinaba sobre nosotros, eras tú el que dirigía las salidas y entradas de Israel. Por su parte, el Señor te ha dicho: - Tú pastorearás a mi pueblo Israel, tú serás el jefe de Israel. Los ancianos de Israel vinieron a ver al rey en Hebrón. El rey hizo una alianza con ellos en Hebrón, en presencia del Señor, y ellos le ungieron como rey de Israel». David, el más pequeño y débil de sus hermanos es elegido rey. David era un niño de Dios, un soñador, un artista que bailaba y cantaba. Un hombre valiente en el campo de batalla, que se enfrenta a Goliat en una batalla imposible. No pretende ser más que Saúl pero el mismo rey le tiene envidia y lo persigue. Y luego como rey va a ser un hombre débil. Se enamora de la mujer de otro hombre, la deja embarazada y luego logra que muera su esposo en el campo de batalla para ocultar su delito y quedarse con ella. Trata de arreglar su primer error y comete uno aún más grande. Dios lo perdona y lo mantiene como rey, aunque no será él sino su hijo el que le construya una casa a Dios. Será fiel como rey, pero débil y lleno de heridas. Dios no eligió a un rey perfecto, porque quería que en su pobreza se manifestara que es Dios el que vence, el que logra, el que hace, el que reina al final de los días. Y así fue el reinado de David. Un reinado alegre. Un reinado en el que se unieron todas las tribus que estaban dispersas. Hoy repito en el salmo: «Vamos alegres a la casa del Señor. ¡Qué alegría cuando me dijeron: - Vamos a la casa del Señor! Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén. Allá suben las tribus, las tribus del Señor, según la costumbre de Israel, a celebrar el nombre del Señor; en ella están los tribunales de justicia, en el palacio de David». Un hombre que une desde su pequeñez. Un símbolo de ese pueblo que camina feliz bajo un solo Dios. David tiene la misión imposible de unir. Pero no deja de ser un hombre herido, manchado. En ocasiones pienso que tengo que hacerlo todo bien y ser perfecto. Que si tengo alguna responsabilidad sobre algo, algún poder que me han delegado, no puedo fallar. Vivo en tensión queriendo que todo funcione. Creo que debo tener un corazón inmaculado, sin fallos, sin errores. Pienso en David, el rey que Dios se eligió. Lo llamó de donde se encontraba y lo enamoró de Él. ¿Qué rasgos tenía? Era un enamorado de Dios, bailaba y cantaba para Él, lo amaba. Me gusta ese primer rasgo. Cada vez que Dios me pida algo que supera mis capacidades pensaré en la necesidad de renovar mi amor a Dios. En la necesidad de amarlo por encima de todo. De buscarlo siempre, danzar frente a Él, tocar instrumentos en su presencia, y alabarlo con mi vida y con mi voz. Si el amor a Dios es profundo no tendré miedo de ir allí donde me pida, aunque lo que me pida supere todas mis fuerzas. Era un soldado valiente. No le tuvo miedo a Goliat siendo todopoderoso y él tan pequeño y sólo con una honda en sus manos. Esa pobreza ante el enemigo le hizo pensar que sólo Dios lo iba a socorrer. Sólo Dios con su poder lo iba a sacar libre del campo de batalla. Pobre ante el enemigo no tiembla, avanza y acaba venciendo sólo con el poder de Dios. Me conmueve esa actitud de David en la batalla. Se mantiene firme en medio de la tormenta. Es un niño valiente. Cuando lo persigue Saúl no atenta contra su rey. Es puro en su mirada. Ama mucho a Jonathan y se fía de él. Y no encuentra que haya hecho nada malo. Se esconde para salvar su vida. Al final acaba siendo proclamado rey y comienza un reinado en el que buscará unir, crear una gran familia del pueblo judío. Me gusta esa mirada, esa actitud de David. Cuando peca de forma terrible contra Dios: al cometer adulterio y al permitir la muerte de Urías, David pide perdón. Se sabe pecador y se humilla ante Dios. No es prepotente ni orgulloso. Simplemente reconoce que no es tan bueno como él creía. Me gusta la humildad de David cuando se da cuenta de todos sus errores. No los justifica, pide perdón cuando el profeta le hace ver todo lo que ha hecho mal. Lo acepta y quiere volver a comenzar. Me gusta esa mirada sobre su pobreza. No se engríe, no es arrogante, no se justifica. Simplemente asume su fragilidad ante Dios. Por eso puede ser rey, porque se deja moldear en las manos de su Padre. Esa es la actitud que me gustaría tener en la vida. Esa intimidad con Dios, el deseo de servirle y seguirle siempre. La audacia para enfrentar las batallas sin miedo sabiendo que Dios guiará mis pasos. Aceptar mi debilidad y reconocer mis pecados y errores. Saber que en esos momentos sólo la humildad puede salvarme. Sólo cuando pido perdón de rodillas es cuando puedo volver a comenzar y seguir sirviendo como hijo. Me conmueve su deseo de construirle una casa digna a Dios. No será él quien lo haga, será Salomón, pero es Él quien lo desea. Dios será adorado en un lugar santo, en un templo digno. Así es en mi vida, deseo construirle una casa digna a Dios en mi corazón, aunque esos cimientos me lleven toda la vida.
Jesús es rey. Es la fiesta que celebramos. Él reina en mi vida, reina en el mundo y su reinado es para siempre. Pero me duele pensar que mientras tanto, mientras regresa para establecer su reinado definitivo, me parece su reino muy frágil. El mundo está mal. Hay muchas guerras, divisiones, odios, rencores, venganzas, abusos, violencia, mentiras. Todo parece más fuerte que el amor, la vida, la verdad, la ternura, el amor abnegado, la renuncia. El reino del mal, de las sombras, de la noche, parece mucho más poderoso que el reino de la luz que ha establecido Cristo con su muerte y resurrección. Por eso esta fiesta me desconcierta. ¿Qué estoy celebrando? No veo a ese Rey que venga a recomponer el mundo que está tan roto. Ni siquiera veo que venga a renacer en mi alma la esperanza. No rompe mis cadenas, mis vicios, mis ataduras. No reina con su poder en mi propia alma mientras las palabras nacen de mi boca queriendo ser lo que no soy y hacer lo que no hago. Me desconcierta ese Rey que viene a cambiarlo todo pero que no cambia nada en apariencia. Hoy escucho: «Demos gracias a Dios Padre, que os ha hecho capaces de compartir la herencia del pueblo santo en la luz. Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino del Hijo de su amor, por cuya sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados. Él es imagen del Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque en él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles. Tronos y Dominaciones, Principados y Potestades; todo fue creado por él y para él. Él es anterior a todo, y todo se mantiene en él. Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia. Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el primero en todo. Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por él y para él quiso reconciliar todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz». Todo queda reconciliado en Él. La luz surge de Él. Todo fue creado por Él y para Él. Es el principio y el final, el alfa y la omega. La vida y la resurrección. La esperanza eterna. Y mientras tanto en este camino yo sólo soy sólo un instrumento en medio de un mundo enfermo. ¿Qué voy a lograr yo si no tengo apenas fuerzas para levantarme a mí mismo en medio de la vida? No quiero mirar a Jesús como lo miraban los magistrados: «En aquel tiempo, los magistrados hacían muecas a Jesús diciendo: - A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido». No me quiero burlar como los soldados que no creían en nada: «Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo: Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo». Si fuera rey, tendría un ejército que lo salvara. Y sobre la cruz hay un letrero que lo deja claro: «Este es el rey de los judíos». La realidad siempre es una. La puedo ver desde una óptica, desde un ángulo determinado, con el tamiz de mis experiencias. Puedo mirar lo mismo e interpretarlo de forma diferente. Es lo que le pasó esa noche de viernes santo a los dos ladrones crucificados junto a Jesús. Uno de ellos sólo veía en Jesús a otro ladrón crucificado. Alguien famoso que decía tener poder: «Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: - ¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». Ve a Jesús y piensa que quizás pueda salvarlos. Pero al no ver respuesta se burla de Él. Mientras tanto, el llamado buen ladrón, le dice a su compañero: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada malo». Uno no ve nada bueno en Jesús. El otro ve más allá de su carne. Ve lo que no se deja ver en apariencia. Me conmueve esa mirada que todo lo traspasa. Yo no miro así. Suelo interpretar lo que aparece en la superficie. Juzgo de acuerdo con lo que los demás me dicen que están viendo. Sigo la corriente de opinión, me adapto a lo que los demás hacen o piensan. Uno de los ladrones ve al hombre que nadie ve, ni los magistrados, ni los soldados, ni siquiera el que está muriendo junto a él. Ve que ese hombre es también Dios y tiene un reino diferente al que todos esperan. Un reino que no es de este mundo. Ve una vida que va más allá de la muerte. ¿Cómo pudo tener tanta fe? Me impresiona. Yo no veo nada. Yo me quedo en la superficie, en la piel. Y también me decepciono cuando Dios no hace milagros, cuando no salva, cuando no me rescata de la muerte, cuando no me levanta de mi dolor, cuando no ahuyenta el mal de mi vida. Esa me salva. La de aquel que ve el bien detrás del mal, y sabe que la vida está oculta en medio de la muerte. Ver la realidad como lo hace él lo cambia todo. Ver la realidad en la superficie y juzgar es lo más fácil, lo hacen todos. No quiero ser así. Quiero mirar en lo hondo, bajo las apariencias. No quiero vivir juzgando. El reino de Dios está oculto en la noche. El sol está oculto detrás de las estrellas. Hace falta mucha fe para creer que va a vencer el bien cuando lo que veo a mi alrededor es que el mal se impone. Me falta confianza en el poder de Jesús oculto en medio de la muerte. Me gustaría que su carne gloriosa se impusiera con fuerza por encima del mal. Y su grito vencedor apagara los gritos de los que buscan el mal.
Hoy me alegro en la fiesta de Cristo rey. Celebro que Jesús ya ha vencido. Celebro que ya reina en lo escondido. Y vence en las derrotas momentáneas, pasajeras. Es luz en la oscuridad. Y la paz naciente en medio de la guerra. Pero su reino no es según las categorías de los hombres. No triunfará como rey cuando el gobierno sea cristiano, cuando las normas sean las nuestras y las formas de vivir las que defendemos como hijos de Dios. No se trata de que la Iglesia y el estado sean uno, normalmente eso no funciona y el poder acaba corrompiendo el alma. Jesús me invita a ir a la lucha sin armas. Me pide que lo dé todo cuando parece todo perdido. Que no deje de correr cuando siento que la carrera ha terminado. Que no deje de respirar cuando doy mi último aliento. Que no deje de creer en mi hermano cuando veo que me está traicionando. Que no deje de renunciar cuando me canso de poner siempre de nuevo la otra mejilla. Es la paradoja a la que me invita. Un reino que tiene otras categorías. Un reino que se impone en cada corazón. No reina Jesús en la superficie de las cosas. Reina en lo secreto, en lo escondido dentro de cada corazón. Hoy en la eucaristía escucho cómo es el reino de Jesús: «El reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia. El reino de la justicia, el amor y la paz». Es el reino que construyo yo como cristiano. Yo soy defensor de la verdad. Construyo la vida y me opongo a la muerte. Yo busco la santidad y me abro a que la gracia pueda irrumpir en mí cambiándome por dentro. Yo establezco la justicia, amo hasta el extremo y soy defensor constante de la paz. Es ese el reino que quiere nacer en la oscuridad de mi vida. Allí donde no hay testigos, sólo yo siendo fiel en medio de lo oculto. Para eso cambio la mirada y soy capaz de pedirle a Jesús lo que hace el buen ladrón, llamado Dimas por la tradición: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino. Jesús le dijo: - En verdad te digo: - hoy estarás conmigo en el paraíso». Es el primero que llegará al paraíso. No tiene que arrepentirse. No puede cambiar de vida. En el último momento cree en Jesús y esa fe le basta para llegar al cielo. No lo ha conocido antes. No pudo seguir sus pasos por Galilea. Llega demasiado tarde a su vida, pero justo en el último momento, eso le basta. En el último aliento es salvado por su mirada. Me gusta esa búsqueda incansable. No todo está perdido. Hasta que no llegue la muerte hay esperanza, misericordia, vida. Basta con que sea capaz de mirar más allá de mí mismo, descentrarme, concentrar la mirada en mi prójimo, en aquel que sufre a mi lado. Es lo que hace el buen ladrón. Se fija en ese dolor injusto. No piensa en el propio, que es consecuencia de su vida pasada. Sufre porque no actuó bien cuando pudo. Pero Jesús no, Él no hizo mal a nadie. Eso es lo que ve ese hombre crucificado junto a Jesús. Así es el reino de Jesús. No llama la atención. No lo ven muchos. Pero sigue vivo. Aunque me parezca que todo está muerto no es así. Hay una vida palpitando bajo la piel. El reino de Jesús se construye con mi sí. Me necesita a mí, que parezco tan frágil. Sabe que tengo la tentación de caer, que no soporto la tentación del poder. Me dejo llevar por lo que los demás creen o piensan. Dependo de la aprobación del mundo para seguir sonriendo. No sé renunciar si no hay alguien que renuncia conmigo. Quiero que me reconozcan haga lo que haga. Que sepan que valgo y soy importante. Así es mi falta de fe, mi pobreza. Jesús me dice que su reino está naciendo dentro de mí. Me dice que no tenga miedo y confíe. Me pide que encienda una vela, una llama en mi interior. Los vientos intentarán apagarla pero yo lucharé por proteger ese pabilo vacilante. Lo mantendré encerrado entre mis manos. Lo cuidaré como lo más valioso. No cederé a la tentación de dejarlo todo y descansar. Seguiré caminando cuando mis piernas no respondan. Seguiré confiando cuando la duda se instale en mi interior. No me importa. Creeré en el poder de Dios que promete a un moribundo el paraíso y a mí mismo la vida eterna. Creo en ese reino escondido que nace cuando me abro al poder de Dios, y siembro alegría y esperanza, cuando aporto humildad y verdad, cuando libero a los que son esclavos, cuando acompaño al que sufre, cuando me sacrifico por el que no tiene, cuando perdono una y cien veces al que me ha ofendido. Cuando vuelvo a creer en la bondad de mi enemigo. Cuando acojo al que no tiene un corazón en el que sembrar su hogar. Cuando digo que sí de nuevo después de haber caído. Cuando no dejo de luchar aunque el cansancio me pueda. En lo oculto de mi vida el reino se hace presente, tiene más vida y da más luz. Confío en el poder de ese Rey al que veo oculto entre las sombras, resucitando de la muerte, naciendo en la humildad de un pesebre.