Homilía del padre Carlos Padilla - 20 de marzo de 2022
Domingo 20 de marzo de 2022 | Carlos PadillaIII Domingo Cuaresma
Éxodo 3,1-8a.13-15; 1 Corintios 10,1-6.10-12; Lucas 13,1-9
«Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas»
20 marzo 2022 P. Carlos Padilla Esteban
«Camino de la mano de Dios. Y dejo que vaya sacando la maleza que me duele y regándolo todo para que dé su fruto. Confío en el poder de Dios en mí. Yo sólo tengo que ser más humilde»
El perdón es tan difícil de dar que el corazón se endurece, enmudece y calla. No sé por qué me cuesta tanto darlo. Guardo rencores antiguos, hondos y sangrantes. Me sigue doliendo el alma y el cuerpo al recordarlos. ¿Por qué permito que otros tengan el derecho de hacerme daño? Le he dado ese derecho al que un día hirió mi alma. He decidido anclar en lo más hondo una herida imperdonable. Lo hizo con malicia. Me ofendió, me hirió, habló mal de mí o no hizo lo que yo esperaba que hiciera. Llevo heridas guardadas en el alma que me hacen esclavo. Hay familias rotas por falta de perdón. Relaciones frustradas, amores que no crecen ni maduran. ¿Cómo puedo perdonar las heridas de mi alma? ¿Cómo perdonar al que me hizo daño y dejarlo libre sin que tenga que pagar una pena por lo que hizo? Quisiera que pagara su pena. Que supiera lo mal que actuó. A lo mejor ni siquiera fue consciente de la herida que dejó en mi alma. Puede que ni siquiera sepa que estoy ofendido y no le perdono. No tengo que decirle que lo perdono, nunca tiene que saberlo. Pero ¡qué pena que viva anclado en estos sentimientos tan enfermizos! Me duele la herida. Me duele el rencor. Y no me deja crecer. Creo que la cuaresma tiene que ver con ese perdón que recibo y no soy capaz de dar. Con ese perdón que me puede liberar si Dios permite que nazca en mi interior. ¿Cuáles son mis resentimientos? Me gustaría ponerles nombre a esas piedras negras que yacen en el fondo de mi alma. Esas piedras del pasado que no logro sacar. Alguien me hizo daño. Dijo algo, hizo algo o no hizo nada. Pudo haber amado y no amó. No odió tampoco, sólo hirió con su indiferencia o desprecio. O yo lo interpreté todo mal y por eso estoy herido. La culpa no es mía, es de la vida. Y de mi piel fina que todo lo resiente. Quisiera no sufrir, no sentir, no padecer. Pero tengo piel de hombre herido. Y el amor recibido me sana y hace crecer. Y el odio logra sembrar una semilla de dolor. Y yo guardo el odio como quien guarda el lodo. No sé qué espero. ¿Que dé flores? No, da amargura, brotan el resentimiento y la angustia. Y una pena honda por un perdón no dado. ¿Acaso no sé que perdonando soy yo el que se libera? ¿Por qué le he dado tanto poder sobre mí a los que me han hecho daño? Un día confié, creí que todo sería fácil y bonito. Y esa persona a la que amaba me ofendió. Se aprovechó de mí, abusó. Dejó mi alma rota cuando yo esperaba más. Vino el desengaño. La mentira me rompe. Y la injusticia. Creo tener derecho a ciertas cosas y por eso llevo cuentas del mal y del bien. Jesús me invita a caminar a su lado para sufrir con Él las mismas afrentas y sentir que la paz permanece en el alma. En la mía igual que en la suya. Quiero ser manso y humilde de corazón. Arreglaría muchos de mis problemas. Dejaría de tomarme tan en serio. Viviría con más paz y más alegría. Sería todo mucho más fácil. El perdón me saca de mi cueva. Me vuelve a hacer confiado. Cuando perdono está claro que no olvido, eso no sucede, pero me libera perdonar. Y también dejo libre a quien me hizo daño. Sólo me libero yo dejándolo ir. Sale de mi corazón y se va sin que yo lo retenga encarándolo con mis gritos. El perdón es esa magia que viene del poder de Dios y me levanta por encima de todo. En los pecados ajenos siendo yo el ofendido, perdono. Ante la ira de quien me ama, perdono. Cuando me insultan injustamente, callo y perdono. Cuando me dejan de lado habiendo sido yo importante, sonrío y perdono. Ante la injusticia que me parte, callo y perdono. Cuando me desplazan y se apropian de lo que hasta ayer era mío, permanezco manso y perdono. No es tan sencillo. Es un ejercicio cuaresmal. Miro el rostro de quien me hizo daño. Y en el silencio le perdono. No le digo nada. No tiene por qué saberlo. Soy yo el que quiere volar, huir, correr. Soy yo el que quiere ser libre de esos resentimientos agrios que me enferman por dentro. El perdón de mí mismo es también difícil. No logro perdonar la culpa de mis errores. Me exijo más. Pienso que podía dar más y ser mejor. No lo fui, veo la culpa y me duele por dentro el alma. ¿Cómo podré perdonarme si no puedo dejarme ir? Miro a Jesús y le pido que Él lo haga. Puede hacerlo. Puede sanar mi alma herida y dejarme soñar con una vida más plena, más feliz. Muchas de mis infelicidades vienen de esa incapacidad mía para perdonarme. Para pasar página. Para no guardar un resentimiento y una culpa que me enferman por dentro. Soy libre. Me perdono.
Cuesta mirar con empatía a mi hermano. No me pongo en su lugar. No hago mía su mirada. No asumo su vida como parte de la mía. Leía el otro día: «La persona se hace capaz de empatía, entendida como «la posibilidad de aceptar una interacción entre el yo y el otro, la capacidad de no cerrarse en un yo inaccesible y defensivo, manteniendo una postura de relativo distanciamiento y de autonomía basada en una cierta identidad»; de este modo, es capaz de salir de sí misma para encontrarse con el otro»[1]. Necesito aprender a salir de mí mismo. Jesús le explicó el camino a sus discípulos con una parábola. Para que entendieran. Cuenta Jesús una historia. Un hombre fue asaltado en medio de un camino. Quedó expuesto, abandonado, herido, solo. Y muchos pasaron delante de él. Quizás nadie hubiera deseado pasar por delante de un hombre herido. Porque su presencia era una complicación en la vida de los hombres. «Un hombre que bajaba por el camino de Jerusalén a Jericó fue asaltado por unos bandidos. Le quitaron hasta la ropa que llevaba puesta, le golpearon y se fueron dejándolo medio muerto. Casualmente pasó un sacerdote por aquel mismo camino, pero al ver al herido dio un rodeo y siguió adelante. Luego pasó por allí un levita, y que al verlo dio también un rodeo y siguió adelante. Finalmente, un hombre de Samaria que viajaba por el mismo camino, le vio y sintió compasión de él. Se le acercó, le curó las heridas con aceite y vino, y se las vendó. Luego lo montó en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente, el samaritano sacó dos denarios, se los dio al posadero y le dijo: - Cuida a este hombre. Si gastas más, te lo pagaré a mi regreso». Varios pasan de largo. Tal vez los más confiables. Los religiosos que veían a Dios en sus vidas. Los que lo habían dejado todo por seguir al Dios de sus vidas. Ellos no ven al herido o prefieren no verlo. ¿Y yo? ¿Lo veo cuando está herido y abandonado al borde del camino? Me gustaría hacer de esta parábola una norma en mi vida. Pero sería una norma que incumplo muchas veces, quizás demasiadas. Y me siento como el sacerdote que da un rodeo para seguir su camino. Mis prisas, mis planes están antes que la caridad. Antes que la compasión hacia aquel al que nadie ayuda. Me siento tan lejos de ese buen samaritano. Me asemejo también a ese levita que da otro rodeo para evitar el problema y sigue su camino. Como si mi lema de vida fuera: por favor, no me molesten. Y continúo pasando de largo delante del necesitado. ¿Cómo hago para distinguir lo que Dios quiere de mí? ¿Quiere que me detenga para socorrer al caído o que corra a cumplir las expectativas ya programadas? ¿Cómo manejo los imprevistos? ¿Qué hago con esa necesidad urgente que irrumpe sin que nadie pueda detener el paso? Nadie me prepara para lo que no está previsto. Soy yo el que puede educar mi corazón para las sorpresas. O también puedo vivir atado a las rutinas, apegado a los planes sin tomar en cuenta la realidad que golpea la vida. Pienso en esa orquesta que seguía tocando mientras el Titanic se hundía en las aguas heladas. Puedo seguir con lo mío mientras la realidad junto a mí ha cambiado. La pandemia puede haberme endurecido el corazón. Pienso siempre en mí, en mi necesidad, en lo que a mí me falta. Mis planes son lo primero y los demás tendrán que ver cómo solucionan los problemas. Yo estoy antes que el que sufre, que el abandonado, que el solitario. Cuando mi corazón se niega a ensancharse es que ha envejecido de golpe y está muerto. Un corazón que no tiene empatía ni sufre con el que sufre es un corazón que está helado. La cuaresma me empuja a detenerme ante el que sufre. Me obliga a ponerme en el lugar del que no tiene, del que está herido. Me lleva a dejar a un lado todo lo que me ocupa. «Recordemos que la empatía no significa estar de acuerdo, la empatía es la capacidad para resonar los sentimientos del niño, escuchar sentimientos no significa estar de acuerdo con ellos ni con la conducta que se está proponiendo»[2]. Dejo que resuene en mí el dolor ajeno. No significa estar de acuerdo con conductas y comportamientos ajenos. Jesús nunca se alejó del pecador. No condenó el pecado retirando el amor de quien más lo necesitaba. No huyó del compromiso con el sufriente. Se puso en su lugar de los que pecaban. Se abajó sobre ellos y llegó al borde del camino. Dejó las noventainueve ovejas en el redil para buscar la perdida. Salió preocupado por aquel que no tenía cómo vivir en paz en medio de los hombres. Me gustan los hechos más que las palabras. Me convencen las obras no tanto las buenas intenciones. Una cuaresma llena de palabras es como la hojarasca a los pies de los árboles desnudos en el otoño. Es sólo una vida insustancial llena de advertencias y mandatos. Quiero tener obras y no sólo buenas intenciones. Quiero acercarme al que sufre. Tal vez más cerca de lo que pensaba. Saliendo de mi estrechez de miras, de mis complejos y de mis miedos. Rompiendo las barreras de mi comodidad. El buen samaritano soy yo cuando veo al hombre caído. Y para verlo tengo que mirarlo y detener el paso. Si voy corriendo y mirando mi agenda, leyendo a los que me escriben, me olvido de la realidad que impacta en mi rostro.
¿Cuál es el objetivo de mi vida? Ser feliz, que mi matrimonio funcione, que mis hijos maduren y sean felices, pecar menos, ser más de Dios, llegar al cielo. Un día te levantas y piensas que no vas a morir, casi como si fuera eterna la vida en la tierra. Piensas que ninguno de aquellos a los que amas va a morir, no te pueden dejar solo. Y súbitamente te llaman para decirte que alguien a quien amas ha muerto y se ha ido sin despedirse, sin decir nada. En un segundo todo puede cambiar. La vida y la muerte se tocan en los extremos. Y la ruptura brusca deja el alma llena de angustia. ¡Cuántas conversaciones no llegué a tener! ¡Cuántas cosas no le dije a quien amaba! No le escribí esa carta que pretendía. Había tiempo por delante, pensé y un día quien lo iba a leer, dejó de leer, de entender, dejó de reconocerme. Tengo pantallas abiertas que no he cerrado. Conversaciones rotas que no han acabado. Tengo abrazos que murieron antes de cerrarse sobre el cuerpo amado. Y sonrisas que quedaron en el aire y nadie vio. Tengo la sensación de que podía haber dicho muchas más cosas, hecho más, amado más. Podía haber sido todo distinto si hubiera sabido la hora del final, ese último momento. Cuando perdí ocasiones porque pensé que mañana podría hacerlo. Quería hablar de ese tema difícil, subir a la montaña, celebrar una fiesta. Quería alegrarme con quien amaba. Pero la vida juega esas malas pasadas y el corazón tiembla. Entonces comprendo que nada puede tener un sentido tan temporal. El corazón clama por el cielo. Tiene una sed infinita. Por eso me conviene tomar de la mano a Jesús y caminar a su lado. Quiero ser amigo de Jesús para tratar de llevar con más paz las pérdidas, los desengaños, los dolores. No quiero ser el siervo de Jesús, ni su esclavo, siempre su amigo. Quiero vivir el presente como lo que es, ese instante sagrado en el que decido optar por Dios, amándole hasta el extremo. En eso consiste mi vida, en caminar a su lado, en vivir las horas que Dios me da como si fueran las últimas. Si mi objetivo en esta vida no es este quiere decir que estoy errando mis pasos, confundiendo mi meta, olvidando quién me ha dado la vida, quién me ha sostenido desde niño para que no me perdiera. Por eso decido ser feliz, elijo la felicidad como estado y adopto una mirada comprensiva y compasiva sobre mi propia debilidad. Sé que no es lo que soy o tengo lo que me hace feliz, sino lo que pienso sobre la realidad que me rodea, sobre las circunstancias que me toca vivir. Decido entonces pensar bien sobre mí. Pensar que tengo las mejores circunstancias para ser feliz, para ser pleno. No podré cambiar muchas de las cosas que me rodean. Pero sí podre aceptarlas como dadas. Están ahí y sólo tengo que reconocerlas y besarlas. Algunas las podré cambiar y por ello lucharé cada mañana. Pero hay otras que no dependen de mí. Está en mi cabeza la forma de vivir el presente y sus desafíos. Quiero madurez para enfrentar los contratiempos y dificultades. Nada es tan difícil como para que no pueda salir adelante. Sé que los días pasan y nadie me asegura despertar un día más. La persona a la que abrazo puede irse en el momento más inesperado. La abrazo con fuerza en el presente que toco. Se llevará mi abrazo o me lo guardaré sin decirle nunca cuánto la amaba. Las omisiones me pesan más que mis actos, aunque a veces me confunda. Pero al menos lo intento. Con eso basta, con luchar por llegar a la meta. Así pueden pasar los días y no me echo en cara nada. De mí depende vivir feliz y con esperanza. Depende de las decisiones que tomo, de las opciones que elijo y de mis pensamientos sobre lo que estoy viviendo. Se pasan los días y se queda el corazón roto ante la pérdida soñando el cielo. No estoy dispuesto a perder la vida llorando por lo pasado. Vuelvo a levantarme creyendo que es posible llegar más lejos. Cada momento importa, cada paso que doy. No quiero dejarme nada sin hacer. No dejo para mañana la posibilidad de recordar que amo a quien amo. Me pongo manos a la obra para solucionar los conflictos. Lucho por intentar parar las guerras sembrando la paz. Quiero vivir esa hora que Dios me regala para ser feliz y hacer felices a todos los que encuentro a mi paso. Con eso basta. Con intentarlo, con pensar en positivo, con no perder la esperanza cada día. Puedo llegar más lejos, tocar el cielo, acariciar las estrellas. Sé que detrás de una caída hay un nuevo comienzo. Lo que pienso sobre mí determina mi felicidad o mi infelicidad. La forma de interpretar las cosas que me pasan. Si busco siempre un culpable a todo lo que me sucede nunca voy a madurar. Acepto que la cosas no siempre salen bien. No es culpa de nadie, tampoco mía. Acepto que son así. Y no me engaño. Sé lo que quiero y lucho por ello. No pierdo la esperanza y sé que Dios tiene para mí un camino de plenitud que lleva al cielo.
Me conmueve el encuentro de Moisés con Dios. Se aproxima y la zarza arde sin consumirse. Se queda sin palabras mirando a Dios: «El ángel del Señor se le apareció en una llamarada entre las zarzas. Moisés se fijó: la zarza ardía sin consumirse». Dios se acerca a Moisés llamando su atención. Él ha huido y ha comenzado una nueva vida lejos de Egipto. Es un hombre libre, tiene una nueva vida. Entonces se le aparece Dios y tiene lugar ese encuentro en la intimidad: «Moisés se dijo: - Voy a acercarme a mirar este espectáculo admirable, a ver cómo es que no se quema la zarza. Viendo el Señor que Moisés se acercaba a mirar, lo llamó desde la zarza: - Moisés, Moisés. Respondió él: - Aquí estoy. Dijo Dios: - No te acerques; quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que pisas es terreno sagrado». Quisiera recordar con esa nitidez mi encuentro primero con Dios. Ese momento en el que me habló y me pidió que me quitara las sandalias porque era sagrado el lugar. Sí recuerdo el espacio en el que vino. Un lugar cotidiano, habitual en mi vida. Porque Dios no necesita lugares especiales. Él convierte en sagrado todo lo que toca. Se acerca a mi vida cotidiana para hacerla suya, santa, sagrada. Así hizo con mis hábitos, con mis formas de vivir. Vino a mí a decirme que merecía la pena luchar por cosas grandes y aspirar a las alturas. Y me abrió un horizonte ante mis ojos, como hizo con Moisés: «Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob. He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Voy a bajar a librarlos de los egipcios, a sacarlos de esta tierra, para llevarlos a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel». Dios es misericordioso y se acuerda del dolor de su pueblo. Quiere que Moisés lo libere. Cree en su corazón de niño capaz de amar hasta el extremo. Cree en su verdad y lo envía. Pero Moisés tiene dudas: «Moisés replicó a Dios: - Mira, yo iré a los israelitas y les diré: - El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros. Si ellos me preguntan cómo se llama, ¿qué les respondo? Dios dijo a Moisés: - Soy el que soy; esto dirás a los israelitas: - Yo-soy me envía a vosotros». Y entonces asumió Moisés la llamada. Dejó que se hiciera su voluntad en su corazón. Dijo que sí a Dios sin saber cómo podría hacerlo. La misión está clara, pero el cómo llevarla a cabo no está tan claro. Necesitará toda una vida para encontrar la forma. Suele ser así en la llamada a seguir sus pasos. Jesús me pide que le siga. Él me hará pescador de hombres, pero no me dice cómo. No me explica la manera, no me aclara cómo llegaré al final. Simplemente me muestra el objetivo, lo que espera de mí. Y yo me pongo en camino. Lo dejo todo y lo sigo por los caminos. Así hace Moisés al conocer a Dios. Así me invita a hacerlo yo. Quiero dejarlo todo y ponerme en camino. La cuaresma tiene mucho de encuentro con jesús. De renovar mi vocación y mi llamada. Es un tiempo para dejar que el Señor se acerque a mí por los caminos, toque mi alma, sane mis entrañas. Me muestra su rostro y me hace acariciar su presencia dentro de mí. Me cuesta creer que sea posible. Dios viene hasta mí con su corazón compasivo: «El Señor es compasivo y misericordioso. Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura». El Papa Francisco habla de esta ternura de Dios: «El Maligno nos hace mirar nuestra fragilidad con un juicio negativo, mientras que el Espíritu la saca a la luz con ternura. Sólo la ternura nos salvará de la obra del Acusador (cf. Ap 12,10)». Sólo la ternura tiene poder para cambiar mi corazón. La ternura de Dios se abaja sobre mí y me llena de esperanza. Me hace creer que puedo ser mejor, puedo dar más de mí. La ternura es un abrazo que perdona y salva. Moisés era un desterrado. Había matado a un hombre. Era perseguido por el faraón. Querían matarlo, juzgarlo, condenarlo. Él se siente culpable en su exilio. Mató a un egipcio. No contuvo su rabia, su impotencia. Su pecado lo persigue y lo lleva a la soledad. Quiere huir de Dios y Dios lo acaba encontrando. Una zarza ardiente es el símbolo de la huida y la desesperación. En medio del desierto huye y cría los ganados. Su vida será tranquila desde ahora. Pero Dios lo necesita. Él ya nació con una misión desde que fue salvado de las aguas. Se formó como hijo del faraón. Dios puedo utilizarlo todo para conseguir que su pueblo no siga siendo esclavo. Me impresiona la mirada de Dios sobre Moisés. Lo mira con ternura, con bondad, con compasión. No lo condena, más bien lo salva. Lo rescata del desierto y le da una misión que supera sus fuerzas y deseos. Moisés no quiere rescatar a los judíos, a sus hermanos. No se siente capaz de vencer a nadie. Es honesto, reconoce su pobreza. Pero ese día, junto a la zarza ardiente, ha visto que Dios lo ama de forma predilecta como amó a otros antes que a él y eso le da esperanza. Todavía puede hacer algo bueno con su vida. No todo está perdido. En su momento quiso vencer por las armas y lograr que sus hermanos sufrieran menos. Ese no era el camino. Ahí luchaba sin Dios. Sin Él no es posible vencer en las batallas. Ahora será distinto aunque sienta la misma impotencia de entonces. La diferencia es que Dios irá con él y podrá hablar a través de sus palabras y gestos. Eso salva a Moisés. Se siente niño desvalido pero hijo protegido, elegido y predilecto. Esa elección sostiene sus pocas fuerzas y vence en sus miedos.
No me creo seguro de nada. No habito en certezas sino en deseos, en promesas, en sueños y esperanzas. No tengo la certeza de mi fidelidad, he tocado la fragilidad y la caída. Que un día me levante lleno de fuerza no quiere decir que siempre vaya a hacerlo. Las circunstancias cambian y duele el alma en medio de las torpezas en las que el corazón cae. Hoy Jesús habla con un lenguaje duro: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera». Y quizás lo hace para que no me confíe, para que no me crea mejor que otros. En ocasiones siento que soy mejor, que estoy a salvo de las tentaciones. Que nadie ni nada podrá hacerme caer. Me creo superior y es mi orgullo y vanidad los que me hacen daño. Siento que soy mejor que aquellos que caen en la infidelidad, mejor que los que han fracasado. Cuando consigo vencer la tentación una brisa de superioridad se apodera de mí y me hace daño. Creerme a salvo me debilita. Así como los halagos y las alabanzas. Me hacen sentir en otra dimensión, fuera de todo peligro. Es así como descubro que sólo la humildad me salva. Yo no soy el que me salvo, es Dios con su poder: «El Señor hace justicia y defiende a todos los oprimidos. El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia; como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles». Su misericordia es la que me sostiene. Por eso decido no creerme mejor que nadie, no pensarme a salvo. La humildad es un don que pido cada día. Humildad no significa anulación de mis fuerzas. Sino reconocimiento de mis debilidades. Y ante ellas no caer en lo que decía el P. Kentenich: «Primero, no asombrarnos; segundo, no confundirnos; tercero, no desanimarnos; cuarto, no instalarnos»[3]. He recibido muchos regalos en esta vida. Tengo dones, talentos que no quiero esconder porque son la fuerza que Dios ha puesto en mi corazón. Ser humilde no significa esconder lo que hago bien, ni renunciar a mis talentos y guardar bajo tierra el don que Dios me ha dado. Todo es gracia, no merecimiento. Pero sí tengo una misión por delante, una tarea que realizar en medio de los hombres. Por eso cuando caigo no me asombro. Entiendo que es parte de mi debilidad. Reconozco donde está la fuente principal de mis pecados. Dónde peco con asiduidad. Lo reconozco sin asombrarme. Soy de carne, no soy mejor que nadie. Soy débil y eso me hace sentirme parte de la humanidad. Voy con ellos en este camino que recorro con Jesús. La cuaresma es una oportunidad para ver dónde la tentación tiene más poder en mí, dónde vence, dónde se impone. Pienso que mis debilidades reconocidas y aceptadas me acercan a Dios, no me alejan de Él. En esas debilidades reconocidas y aceptadas está Dios diciéndome que me ama. Me levanta con su misericordia, con su poder, con su gracia. Y así descubro que no puedo ascender en solitario al cielo. No consigo llegar a las alturas con mi propio impulso. Esas debilidades mías tampoco pueden confundirme. Soy de barro y con ese barro puede hacer Dios la mejor obra de arte, es el mejor alfarero. La humildad no me lleva al desánimo. No me hace permanecer estático. Todo lo contrario, el humilde se pone manos a la obra porque es mucho lo que tiene por delante. Sabe que la mies es inmensa y los obreros son pocos. El propio pecado no me desanima, todo lo contrario. Me dan ganas de luchar más. La vida da segundas oportunidades. Sólo tengo que perdonar mis caídas y ponerme de nuevo en camino. Dios perdona a los humildes, sostiene y levanta a los caídos. El peligro es instalarme en el convencimiento de que no puedo hacerlo mejor. Y es cierto, hay tentaciones que superan mis fuerzas y me llevan donde no quiero ir. Pero verme en mi pecado, en mi pobreza me hace ser más humilde y no creerme mejor que otros. Hace que me sienta pequeño y comprenda muy bien la debilidad de los hombres. Al mirarlos en su fragilidad no me siento mejor que ellos, todo lo contrario. Admiro su determinación, su humildad al confesar sus pecados, su grandeza de ánimo al querer luchar por hacerlo mejor. Haber caído una o mil veces no me impide intentar mejorar la próxima vez. No estoy condenado al fracaso repetido. No por haber caídos más veces siempre voy a fallar. Puedo levantarme por encima de mis cenizas. Para ello necesito el perdón de Dios y mi propio perdón. Quiero perdonar mi debilidad. Asumir que no soy perfecto. Reconocer mi fragilidad. Mirar con humildad la vida que Dios me regala y comprender que todo es gratuidad, no es pago por mis obras y el bien realizado. La humildad es el terreno sobre el que Dios puede hacer sus milagros de gracia. Cuando me ve pequeño y desvalido se inclina sobre mí para levantarme. Esa mirada misericordiosa me salva y sostiene. Y mi mirada compasiva salva a muchos. Así es Dios en mí. Confío en poder levantarme gracias a la fuerza que me regala.
La invitación de este domingo es a la conversión. Si no la pido no pasará nada en mi interior. Me pide Jesús que desee cambiar y convertir mi corazón hacia Él. Hoy me lo explica así: «Y les dijo esta parábola: - Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: - Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde? Pero el viñador contestó: - Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas». Me gusta la imagen de la viña. Una viña que no da fruto y un viñador exigente. Las viñas pueden no dar fruto. Hace falta paciencia, mucho trabajo, estiércol, cavar la tierra, regarla. Es toda la labor que Dios puede hacer conmigo esta cuaresma. Comenta el Papa Francisco: «El primer agricultor es Dios mismo, que generosamente sigue derramando en la humanidad semillas de bien». Me siento como esa viña que no da el fruto esperado. Es una imagen muy de este tiempo de preparación, de espera, de anhelo. Quiero trabajar la tierra de mi alma. Quiero ser realista y al mismo tiempo idealista, como dice el P. Kentenich: «No debemos convertirnos en ilusos sino verdaderamente en idealistas. Debemos cuidar que al elevar las manos hacia los ideales más elevados, no nos convirtamos en personas utópicas»[4]. No quiero dejarme llevar por ideales inalcanzables, cimas a las que no logro llegar. Y dejar así de vivir en el día a día, en lo cotidiano. En medio de la rutina quiero ser santo, fiel, feliz. No todos los días son domingos. Seis días son días normales en los que se juega mi aspiración a la santidad. No todos los días son Tabor, hay muchos momentos de oscuridad en el valle, cuando no veo claro hacia dónde camino. En esos momentos cotidianos, rutinarios, no dejo de mirar al ideal, pero me mantengo en mi lugar. ¡Cuántas personas viven deseando estar en otro lugar! ¡Cuántas personas viven deseando amar a otra persona! Viven en un lugar y no son felices cambian de lugar y siguen sin serlo. Entonces la raíz de mi pena estará en mí. Los «si hubiera pasado tal cosa» o los «ojalá ocurriera lo que deseo» no son reales, no son presente. La vida se juega en la realidad no en la utopía. La persona utópica se niega a reconocer la fuerza innegable de los hechos. Quiere vivir soñando en lo que no es y nunca será. Se queda en la utopía que no ha ocurrido. Creo que en ocasiones me pongo como meta utopías inalcanzables. Me pongo propósitos que no logro cumplir y me desespero. Tiro la toalla y pienso que no es para mí. Que el cambio no es posible en mi corazón. Y me conformo con lo que hay. No puede haber nada mejor. Dejo de creer en los milagros y la vida se vuelve muy gris. La palabra conversión me habla de un giro que sólo puedo hacer Dios en mí. Habrá ocasiones en las que esté muy lejos de Dios y el cambio será muy grande. Necesitaré la gracia para cambiar en un giro de ciento ochenta grados. Pero en otras ocasiones no será así. Estaré más encaminado y el cambio será más leve, más suave. En todo caso pienso que quiero dejar que Dios lo haga. Yo pongo la voluntad, el sí alegre, la disponibilidad para ser mejor, crecer y llegar a las cimas. Dios consigue que sea verdad lo que he soñado. Opto por ser idealista, no utópico, no iluso. No me conformo tampoco con esos pensamientos planos que no me dejan crecer. No le digo al que lo intenta que no es posible sólo para que no me demuestre que si yo hubiera luchado habría llegado más lejos. No siento que haya dado todo de mí. Siempre puedo dar más. Pensar en positivo saca lo mejor de mí. Debo cavar la tierra, sacar las malezas que estorban, dejar que llegue la lluvia a mi alma, apartar los vicios que me enferman y esclavizan, pedir el perdón que me falta para acabar con la tentación del orgullo y el odio. El resentimiento y el rencor son malos compañeros de viaje. La alegría y la humildad son los mejores para recorrer largas distancias. Puedo creer en todo lo que Dios logrará hacer conmigo si me dejo hacer. Los frutos no son míos. Es Dios el que logra que la viña dé su fruto. Yo sólo camino de la mano de Dios en medio de la vida. Y dejo que vaya sacando la maleza que me duele y regándolo todo para que dé su fruto. Confío en el poder de Dios en mí. Yo sólo tengo que ser más humilde, más niño y más pobre. Dejarme hacer por Dios en el día a día y confiar en que él puede hacerlo todo si yo le dejo actuar.