Homilía del padre Carlos Padilla - 2 de abril de 2023
Domingo 2 de abril de 2023 | Carlos PadillaDomingo de Ramos
Isaías 50, 4-7; Filipenses 2, 6-11; Mateo 21, 1-11
«Cuando entró en Jerusalén, toda la ciudad se conmovió, y preguntaban: - ¿Quién es este? Y la gente respondía: - Es Jesús, el profeta de Nazaret en Galilea»
2 abril 2023 P. Carlos Padilla Esteban
«Sin la alegría del amor que sostiene es imposible enfrentar la muerte, y la enfermedad, y el vacío. Hoy coloco ante Dios todas esas alegrías pasajeras que llenan de color mi vida»
Decir adiós. Saludar al llegar. Dejar de hacer lo de siempre y comenzar algo nuevo. Repetir algo una y otra vez, hasta el cansancio. Olvidar cosas de siempre, para aprender cosas nuevas. Sentir el miedo en la piel y la ansiedad ante lo desconocido. Saltar en un abismo que no controlo, dejar que los días sigan su curso sin dejarme llevar por el miedo. Apostar por llegar a lo más alto, aun temiendo el fracaso. No desesperar nunca, ni siquiera tras haber perdido. Confiar en Dios, en mí mismo, en la suerte, en la vida. Vivir con confianza ciega en lo que ha de suceder. Sin temer la mala suerte. Amar las aventuras que me sacan de mi rutina cansina. Decidirme a hacer cosas nuevas, sin desentenderme de lo que sucede a mi alrededor, soy responsable. Escuchar y hablar como hoy me dice el profeta: «El Señor Dios me ha dado una lengua de discípulo; para saber decir al abatido una palabra de aliento. Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los discípulos. El Señor Dios me abrió el oído; yo no resistí ni me eché atrás». Necesito aprender a decir lo que conviene, lo que es bueno, lo que construye. No gastar el tiempo en palabras vanas que envenenan y no edifican. Cuanto más me callo siento que soy dueño de mis silencios. Aprendo a decir lo que le ayuda a mi hermano a ser mejor persona. No quiero rasgar su inocencia. Los juicios y las críticas se acumulan en mi corazón y son veneno puro, los descarto. Quiero escuchar con más atención, hay demasiados ruidos dentro de mi alma. La escucha es posible cuando callo, cuando camino, cuando me adentro en el mar buscando respuestas. Más adentro, más hondo. Lejos del ruido de mi propio corazón, allí donde habita el Dios que me levanta y construye. Él sabe lo que hay dentro de mí, me salva. Quiero escuchar su voz llamándome, diciéndome que mi vida tiene un sentido, hay una meta y un camino. Una forma de hacer las cosas que hará que sea feliz, para siempre. Cavar, siempre de nuevo cavar más hondo, buscando respuestas. Las palabras exactas que alientan al que vive abatido, sufriendo. Las escasas palabras que construyen por encima de los muros del desaliento. Siento una libertad enraizada en tierra firme. No me da miedo que las cosas no salgan como había esperado. Será que Dios tiene un plan que yo desconozco. Hay una vida más verdadera oculta bajo mi propia vida, alimentando mis sueños. Un deseo profundo de infinito que transciende todos mis pasos. No quiero dejar de luchar y esperar que lo que suceda mañana me dé algo de esperanza. Es la confianza del que ha puesto su fe en Dios. No tengo miedo. A lo mejor las cosas no suceden exactamente como yo quería, no de la misma manera, no a mi tiempo, no cuando lo deseo. Sigo caminando hacia arriba, o abajo, más alto o más hondo. Sigo esperando sin saber nada, creyendo en el que conduce mis pasos y me anima. Me habla en lo secreto de mi corazón, cuando guardo silencio y escucho. Lo que veo no siempre es lo que está escondido. No toda la verdad está clara ante mis ojos. No me acabo de convencer, lo que veo son rostros, no corazones. El corazón tiene razones que mi razón no entiende, cuando juzgo, cuando analizo la realidad que me toca y me afecta. Asumo que los días son demasiado cortos. Y largo es el camino que me lleva hasta la meta. He descubierto a mi alrededor pasajes nuevos que me hacen creer en el amor de Dios. Él tiene palabras que calman mis miedos. Dios cura mis heridas cuando me siento herido por la vida: «El Señor Dios me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado». Cuando las cosas no salgan como yo quería, no lloraré sin consuelo. Dios me sostiene, me ayuda, me socorre. No quedo defraudado porque su amor es mucho más fuerte que todo lo que no sale bien en mis días. Asumo que la realidad es la que es, como un trampolín que me lleva al abrazo feliz de un padre con su hijo. Eso me basta para no dejar de nunca de luchar, de esperar y saber que la vida es la que es y la forma de enfrentarla marca las diferencias. Mi forma de mirar, de escuchar, de hablar, de confiar, de guardar, de soñar. Mi forma de aceptar que no siempre todo saldrá como yo deseaba. Y el presente que hiere mi alma es solo un momento que pasa, una hora que pronto será parte del pasado. La alegría de ahora la guardo en un pozo hondo, para llenarme de luz cuando habite en las sombras. Y las risas las conservo, con sus sonido prístino, con su voz segura. Para que no me olvide nunca que estoy llamado a ser feliz por encima de todas las dificultades y confusiones que viva. Río mientras lloro, sonrío mientras sufro y abrazo con paz al que me abraza, el tiempo siempre vale oro.
Me gusta la alegría del domingo de Ramos. Es temporal, efímera, pero me gusta. Es una carcajada, una risa rápida, un abrazo hondo y esquivo al mismo tiempo. Es un baño de agua fresca, una música tranquila que emociona el alma: «Entonces la mayor parte de la gente comenzó a extender sus mantos sobre el camino, y otros cortaban ramas de los árboles y lo cubrían con ellas. La multitud que iba delante de Jesús y la que lo seguía gritaba: - ¡Hosana al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosana en las alturas!». Ven entrar a Jesús en Jerusalén y se alegran. Tiran cuando pasa sus mantos, ramos de olivo, flores y gritan, cantan y se alegran. ¿Cuáles son los motivos? Los mismos que tengo yo para alegrarme al ver a una persona a la que quiero. Son motivos personales. Quizás esa persona me ha salvado, me ha amado de forma incondicional o simplemente ha sabido estar a mi lado en momentos duros. Mi alegría tiene razones propias que sólo yo comprendo. En ese grupo de hombres y mujeres reunido ante la puerta de Jerusalén se agolpaban los que amaban a Jesús. Algunos habrían sido curados por su mirada, por su mano, por sus palabras. Otros habrían escuchado sus palabras y habrían sentido que una esperanza nueva brotaba en el corazón. Habría seguidores, discípulos, apóstoles. Los que habían dicho que sí a la primera llamada y los que habían seguido sus pasos por Galilea algo más tarde. Hoy Jesús hace algo nuevo y entra montado en un burro, simbolizando algo más grande, un signo profético lleno de esperanza. La alegría brota al sentir que algo va a cambiar y algo bueno va a suceder. En mi vida tengo momentos de domingo de Ramos. Días en los que siento que la vida se llena de luz y esperanza. Momentos en los que el agua calma mi sed, y la vida fluye como un río que rejuvenece la tierra que roza al pasar. Son momentos de esperanza infundada, porque Jesús no entra en Jerusalén con un ejército montado en un corcel. No atraviesa las puertas de la ciudad realizando un signo de dominio, de gloria, de fuerza. No muestra que la victoria va a ser suya. Parece que no teme la muerte, muchos sabían que a Jesús querían matarlo. A Él no parece importarle. Entra dejándose querer por los que lo aclaman, no le importa que lo vean. Sorprende tanta alegría por algo tan pequeño, tan insignificante. Hay alegrías así en mi vida. No parecen definitivas ni importantes. No me prometen un final feliz, no aseguran el éxito en todo lo que vaya a emprender. Quizás este domingo me invita a valorar lo que vivo ahora, la alegría de este momento aunque no vaya a durar eternamente, el éxito conquistado aun cuando más tarde llegue una derrota. Tal vez esas alegrías duran poco pero llenan el alma. Son el alimento de mi esperanza. Hoy me pregunto con honestidad cuáles son mis razones para vivir alegre. Tengo la tendencia a olvidar mis éxitos, mis logros, a dejar pasar esos instantes de risa que me hicieron sentir amado, importante y valioso. No puedo olvidarlos. Son momentos sagrados en mi vida, me construyen por dentro. Son esperanzas que le dan sentido a la esperanza última de mi camino. Al alegrarme en presente por victorias poco importantes estoy siento honesto con mi vida, estoy aprendiendo a valorar que mis días se componen de alegrías pasajeras, poco duraderas que anticipan la victoria final, que llegará un día. Quiero aprender a ver la alegría escondida entre sombras. Mi esperanza no está asegurada por la fortaleza de mi vida. No son mis seguros continuos los que me alegran. No es tenerlo todo controlado lo que me da paz. Es algo más profundo, más intangible, como la alegría de ese domingo de ramos en Jerusalén. Esos ramos representan algo frágil y perecedero. Esos ramos se secarán y llegará la muerte y la derrota. Sabré que la fuerza de ese momento, la alegría de esa entrada me llena de paz y me sostiene. Quiero acumular momentos como este en los que sueño con la eternidad. Espacios sagrados en los que toco el cielo, como los discípulos aquel día en el Tabor. Cuando comprendo que esta vida que vivo ya es eterna, ya es el cielo, aunque me cueste aceptar el dolor como parte de mis pasos. Pienso en las alegrías de mi vida que dejo de disfrutar cuando me agobio con el futuro, me inquieto con lo que viene. Pienso en lo malo y no veo lo bueno. Me angustio por la muerte que no controlo y dejo de alegrarme por la vida que se me regala ahora mismo, en presente, en este instante. Me dan tanta paz las alegrías pasajeras. Me ilusionan estos momentos sencillos llenos de vida en los que entrego todo. Mis ramos son mi vida, mi manto me alegra por dentro. Sé que la capacidad de disfrutar de la vida me hará más feliz y hará que muchos a mi lado sean felices. Eso me tranquiliza. Quiero vivir este domingo como un día de acción de gracias. La gratitud por lo que vivo no es evidente. Suelo ver más lo malo que lo bueno. Agradecer ensancha el alma y me llena de paz. La alegría de una conversación profunda, la alegría de una sonrisa, las risas con unos amigos. Un pequeño avance en mi vida, en la de los míos. Un atardecer tranquilo ante el sol que muere. Un amanecer temprano saludando la vida que nace. Un abrazo apretado, eterno, de esos que sanan las heridas. Unas palabras de consuelo o de esperanza, no de condena ni de juicio. Un tiempo al sol mirando la vida desde otra perspectiva. El que tiene un corazón agradecido teme menos, ve lo bueno y obvia lo malo. Pisa con pie firme y tranquilo los momentos de luz. Y eso le da fuerzas para aventurarse en las tinieblas. Sin el domingo de ramos cuesta entender el viernes santo. Sin la alegría del amor que sostiene es imposible enfrentar la muerte, y la enfermedad, y el vacío. Hoy coloco ante Dios todas esas alegrías pasajeras que llenan de color mi vida.
Vivir el domingo de ramos es abrir la puerta a la Semana Santa con un corazón agradecido. Entro por la puerta de Jerusalén dispuesto a vivir estos días de la mano de Jesús. Lo quiero acompañar desde lejos y desde cerca. Quiero descansar con Él en Betania, donde Jesús iba todos los días después de recorrer la ciudad. Allí descansaba, quiero descansar con Él. Es una pena cuando esta semana, la más importante en mi vida cristiana, la paso sin darme cuenta. Cuando era pequeño yo no sabía que existía el jueves santo, ni el viernes santo. Bueno, lo sabía, pero no lo vivía. Eran días que formaban parte de mis vacaciones. Y pasaba con rapidez del domingo de ramos al de resurrección. De la alegría pasajera de los ramos a la definitiva de la losa descubierta y el sepulcro vacío. Se me iban los momentos de la muerte del Señor. Como si no me importaran, como el que ve una película conociendo de antemano el final feliz. Con el tiempo comencé a vivir cada día de esta semana siguiendo los pasos de Jesús. Paso a paso, día a día. No para angustiarme con los días de muerte, pero sí para poder estar cerca del Jesús que sufre. Porque la vida a veces me juega esas malas pasadas. Estoy cerca del que triunfa, del que tiene éxito. Me transmite una fuerza y una alegría que me sostienen. Pero me cuesta estar cerca del que sufre, del que vive la vida con negatividad, del que no se emociona con las cosas que le pasan. O son tan malas las que le suceden que no hay forma de ver el lado positivo de la vida. Y rehúyo entonces al que sufre, al que lo pasa mal. Me alejo del que destila quejas y críticas, del que sufre su cruz no en silencio, sino a voces para que lo oigan. Me alejo para no sufrir yo con él, bastante con que él sufra. La Semana Santa me enseña a vivir en presente cada día. Los ramos el domingo. El lunes voy a Betania y veo el perfume a los pies de Jesús, desparramado por una mujer que ama. Luego presiento la traición en las palabras de Judas, en las de Juan. Acompaño esa cena santa, antesala de una muerte injusta. Luego Getsemaní, el beso de un traidor, el juicio, el canto del gallo, el viacrucis, el calvario, la muerte, la cruz, sus últimas palabras, el silencio. ¡Cuánto puede llegar a doler el silencio ante algo injusto! Nadie grita, nadie se rebela, nadie lucha. Sólo el silencio de los que matan y de los que son testigos silenciosos, en parte culpables. No pueden hacer nada, tampoco lo intentan. Como yo cuando huyo de los problemas, evito los conflictos, me alejo de los que están en guerra y me escondo de los violentos. Acepto las injusticias y opto por el camino fácil del silencio, porque no me gusta el sufrimiento, ni la confrontación y prefiero mucho más la victoria definitiva de un domingo de resurrección en el que todo es perfecto y tiene luz. Vivir la Semana Santa es todo un arte y no sé hacerlo tan bien como quisiera. Me cuesta mucho centrarme en lo que es, la semana más importante del año. En la que revivo el amor incomprendido de Jesús, el amor que no basta para salvar a sus discípulos, el amor abnegado y fiel de unas pocas mujeres y de Juan al pie de un madero indigno. Y siento que no sé vivir tantas cosas. Se me hace largo el via crucis. Porque me asusta pensar en sufrir tanto. No lo quiero, he nacido entre algodones y odio sufrir, que algo me duela. En cuanto siento un dolor, por pequeño que este sea, sigo de largo, busco un analgésico, deseo algo que me calme, que me devuelva la paz. ¡Cuánta incapacidad para vivir el sufrimiento! No sé sufrir, no sé ser un buen enfermo, no acepto las menores injusticias, cuando es conmigo con quien alguien es injusto. Si yo soy injusto no importa, pero si lo son conmigo, no puedo. Por eso prefiero obviar esos días de dolor y pasar directamente al domingo de resurrección o tal vez estaré dispuesto a vivir la vigilia Pascual. ¿Cómo quiero vivir estos días de Semana Santa? Quiero adentrarme en Jerusalén siguiendo sus pasos. Quiero pensar en el lugar de estos días donde quiero estar a su lado. En el Calvario, o en Betania, o en la casa de Caifás esperando que sea encarcelado, o en esa cisterna en la que vivió con dolor su última noche. O en el templo donde Jesús pasó haciendo el bien, expulsando a los mercaderes que sólo querían vender y sacar ganancias. Quiero acompañarlo en el huerto, donde sudó sangre y lloró porque tenía miedo a la muerte. Como yo, que también le tengo miedo a tantas cosas que me quitan la paz. Quiero llevar mi cruz. Esa que conozco muy bien y me pesa dentro, en el alma. Esa cruz que cargo pensando que es injusta, porque duele, porque no la merezco. Camino con Jesús como Él camina a mi lado, ayudándome en este camino que es el mío, el que sólo yo puedo recorrer. Quiero estar en la última cena, en los últimos bancos, viéndolo todo de lejos. Quiero que me llame Jesús cuando esté sufriendo, para poder acercarme y darle ánimo y aliento. Quiero estar en su piel para sufrir un poco de lo que Él sufrió y alegrarme al final, con la vida en su rostro.
Jesús no entra en Jerusalén en caballo. No quiere manifestar su poder. Por eso elige un burro: «Vayan al pueblo que está enfrente, e inmediatamente encontrarán un asna atada, junto con su cría. Desátenla y tráiganmelos. Y si alguien les dice algo, respondan: - El Señor los necesita y los va a devolver en seguida. Esto sucedió para que se cumpliera lo anunciado por el Profeta: - Digan a la hija de Sion: - Mira que tu rey viene hacia ti, humilde y montado sobre un asna, sobre la cría de un animal de carga». El rey llega montada en un asna, un burro, un animal de carga de poco valor. Un animal que nadie antes ha montado: «Trajeron el asna y su cría, pusieron sus mantos sobre ellos y Jesús se montó». Entró con paz, sabiendo que estaba realizando un signo profético. Todos lo aclamaban y tiraban sus mantos delante de Él. Jesús sabía que era sólo un signo. El pueblo cree que Jesús entra triunfante y va a salvarlos. Que sabe lo que quiere. Puede que los discípulos ese día tuvieran esperanzas. Jesús era aclamado por muchos. Daba seguridad. Siempre da seguridad que las masas te elijan y te prefieran. Hoy el hombre busca la aprobación de muchos. El seguimiento de las masas. Es como si, al ser aprobado por muchos, mi vida valiera más. En ese momento la vida de Jesús valía mucho, porque muchos lo aprobaban. Unos días después no valdrá nada, porque todos prefirieron a Barrabás. Tan rápido puede cambiar mi suerte. Son las expectativas las culpables. Mi corazón tiene una expectativa con Jesús. Espera un milagro maravilloso, un éxito grandioso. Confía en el poder del Señor para acabar con el poder de los romanos. Eso basta para inclinar la balanza y salvar al pueblo oprimido. Pongo la expectativa en alguien y pienso que me va a salvar, va a lograr que tenga éxito. Me alegra creer que la victoria va a ser mía, porque Jesús es fuerte, valiente, no se asusta ante las amenazas de muerte. Eso sólo puede ser si cuenta con un arma secreta, con un poder oculto que nadie conoce. Si no fuera así sería imposible este gesto de los ramos, del burro. ¿Para qué? No entienden lo que hace. Jesús lo sabe. Él quiere sólo ser fiel a su camino. Un signo profético, la salvación no me vendrá como lo espero, por la fuerza, por la violencia, por la victoria en una batalla. Así se conquistan los reinos de este mundo. El reino de Dios es diferente. Yo mismo no estoy preparado para ese final. Nadie está preparado. Ese día muchos esperarían un desenlace diferente, al menos una resistencia mayor aquel jueves santo, una pequeña batalla que intimidase a los fariseos. Nada, no hubo revueltas, no hubo defensa. Ya estaba el mensaje oculto en esta entrada en Jerusalén. La humildad, la pobreza, sin armas, sin violencia. Lo dice el profeta: «Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos». Jesús entra desarmado y se ofrece, se expone, sabiendo cuál puede ser el resultado final. No tiene miedo, confía. Pero no en sus fuerzas, no en su capacidad, sino en el amor de Dios, el amor más grande. Las expectativas que tengo sobre la vida son las que me hacen daño. No quiero sufrir, no quiero caer derrotado. No quiero que me matan, ni morir, ni estar enfermo. Confío en mi poder, en el poder humano, en las seguridades, en el seguimiento de muchos que me dará protección, en el dinero que será siempre un colchón seguro. Espero que todo salga como yo quiero, como me viene bien. «Muchas veces no se trata de lo que deseamos. Ojalá fuera así, ¿no crees que la vida siempre te engaña, Amélie?». No sé si me engaña la vida, pero normalmente no funcionan las cosas como a mí me gustaría. No todo sale bien. Los planes no son los míos. Los éxitos no son los que esperaba y deseaba. Tampoco las derrotas, porque nunca quiero perder. Esperar es una actitud positiva. Implica confiar en alguien más allá de mis deseos que me asegura una felicidad para siempre, no a mí manera, sino a la de Dios. Esos caminos son oscuros, porque falta luz en mi vida, claridad de cielo. Yo también me enfado con la impotencia aparente de Dios. No es el poder, sino la humildad. No es la vanidad, sino la sencillez. Miro a Jesús entrando en Jerusalén y me gustaría protegerlo, convencerlo de la insensatez de ese gesto masivo que podría despertar la rabia de los fariseos. No quiero que Jesús muera, que lo maten. Quiero que me asegure que yo también voy a salvarme si confío en mis fuerzas, en mi propio poder, no en el de Dios. Soy yo el que tengo que valer. Me lo han dicho desde niño. Si yo no lo hago nadie lo va a hacer por mí. Y me empeño en lograr las cosas con mi esfuerzo, con mi lucha infatigable. Y no miro al cielo porque no parece tener poder tampoco. Sólo cuento conmigo. La impotencia de Jesús al entrar montado en un burro me desalienta. ¿Podrá salvarme? Si no puede salvarse a sí mismo, ¿qué me espera a mí? Tengo miedo. Mis expectativas son siempre las mismas. Salvarme, que me salven, lograr lo que deseo, alcanzar mis metas, llegar más lejos. Y cuando no lo logro miro a Jesús impotente. No quiero olvidar este día. Jesús me dice cuál han de ser mis armas. Me dice que no confíe en mi ejército, ni en mi caballo, ni en mis fuerzas, que me abra al poder de Dios. La humildad es la actitud necesaria. No tener expectativas que me quitan la felicidad. No vivir atado a mis deseos. Jesús sólo necesita que sea humilde, pequeño, frágil. Sólo necesita mi sí en medio de los miedos. Tranquilo, con paz, como Jesús que sabe que los números, los seguidores, no van a salvarlo. Cree en el poder de Dios, y eso le basta.
La confianza está puesta en Dios. Muchas veces surgen las dudas en al alma. ¿Estará esperándome al final de mi caída? ¿Estará allí cuando todos se hayan ido? ¿Tendré que enfrentar el dolor y la muerte solo, tal como enfrenté un día mi nacimiento? Confiar, sólo me queda confiar. El salmo expresa el miedo del hombre ante la muerte: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Al verme, se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza: - Acudió al Señor, que lo ponga a salvo; que lo libre si tanto lo quiere. Me acorrala una jauría de mastines, me cerca una banda de malhechores; me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos. Se reparten mi ropa, echan a suerte mi túnica. Pero tú, Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven corriendo a ayudarme». Deseo que Dios venga a socorrerme. No quiero que me abandone, que me deje solo y sin ayuda. El dolor es más fuerte y la angustia. La ansiedad ante lo que no controlo. Y es que no controlo nada en esta vida. Todo es más fuerte, más difícil, más duro. Dios no me envía ninguna de las desgracias que me suceden, sólo las permite, no interviene, tampoco hace un milagro para salvarme en el último minuto. Él sabrá cómo sacar un bien del dolor y de la angustia. Decía Santa Teresita de Lisieux: «Madre mía, nunca he experimentado tan bien qué suave y misericordioso es el Señor. Madre querida, pues el Señor es mi roca, él adiestra mis brazos para el combate y mis manos para la lucha. Él es el escudo con que me resguardo. En él espero». Así vivía ella la cruz, el dolor, confiada. Si sólo pudiera vivir confiado. Los miedos me atenazan, son fuertes, me quitan la paz y no me dejan disfrutar del presente. Pensando en las posibles amenazan que me cercan, pierdo la alegría. ¿Qué me pasará? ¿Saldré adelante en medio de las fatigas de la vida? Tiemblo y pierdo la mirada que estaba fija en Dios. Miro a Jesús en esta semana en la que camina a su muerte. Se aferra a los que ama. No quiere dejarlos solo, no quiere quedarse solo. El temor a la muerte es lo más humano que tengo. Jesús es aclamado el domingo y parece que no va a pasarle nada: «Preguntaban: - ¿Quién es este? Y la gente respondía: - Es Jesús, el profeta de Nazaret en Galilea». Cuando todo va bien en mi vida los amigos permanecen a mi lado, nadie me abandona, nadie huye de mi presencia. En esos momentos creo que puedo salir adelante porque todos me apoyan. Es lo que pasa cuando he puesto mi confianza en los hombres, en lo que piensan de mí, en lo que creen que soy. Entonces me siento seguro porque me van a proteger. Luego, cuando las cosas se ponen difíciles, cuando dudan de mi honestidad, de mi verdad, aunque no tengan motivo. En esos momentos de soledad rezaré el salmo: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Sentiré que nadie está conmigo y todos contra mí. En esos momentos de cruz, de dolor, de angustia. ¿Quién permanece a mi lado sosteniendo mi ánimo, mi mirada, mi corazón que sufre? ¿Quién me ayuda a cargar con la cruz? Dios está oculto entre las sombras animándome en lo secreto de mi corazón. Quisiera confiar de esta manera en toda circunstancias. No puedo controlar la vida, se me escapa. No puedo controlar los días que son efímeros. No puedo hacer que las cosas buenas pasen y las malas nunca ocurran. No puedo porque todo es fugaz y transitorio. Me abrazo a los sueños que llevo tejidos en el corazón. Me apego a ese Dios que cree en mí porque conoce mi corazón hasta lo más íntimo. Me ha creado, me ha amado. No quiero sufrir por lo que no ha ocurrido, no quiero temblar ante las amenazas. Dios es más fuerte que todos los huracanes del mundo, más poderoso que cualquier muerte que pueda estar cerca. Confío en su bondad, en su amor, en su misericordia. Confío en que nada malo será definitivo en mi vida. Ya estoy viviendo la vida eterna. Sólo hay una vida y esta es eterna. ¿Por qué tengo miedo si Dios me ha dicho que no voy a estar solo? Jesús les dijo a los que lo seguían: No os agobiéis. Yo me agobio, me inquieto, no puedo obedecer esa orden tan bonita, tan sencilla. ¿Por qué me agobio tanto? Porque no me acabo de creer del todo que Dios siempre vaya a estar conmigo, pase lo que pase, aun cuando me quede solo en medio de la batalla. Su mano me va a proteger, su santo brazo, sus palabras van a devolverme la sonrisa y la esperanza. Quiero confiar en medio de la cruz. No quiero padecer por cruces que sólo existen en mi mente, en los miedos que dibujan sombras en mi alma. Confío.
Morir en la cruz es la peor forma de morir. Morir injustamente, aparentemente sin un sentido. ¿Qué sentido puede tener la muerte? Ninguno. Se produce un silencio en el corazón. Si Dios se hace hombre para salvarme, ¿por qué acaba muriendo? ¿Por qué se deja matar y no se defiende? ¿Por qué calla cuando lo acusan injustamente? ¿Por qué permite que los hombres cometan atrocidades y sean tan injustos? Si Dios es todopoderoso y bueno, ¿Por qué sigue habiendo tanto mal a mi alrededor, dentro de mí incluso, ese odio que brota cuando deseo el mal de mi enemigo y su muerte? Tengo tantas preguntas dentro de mi alma que me escandalizan. Tantas cosas que me duelen por dentro y me llenan de rabia. Jesús se hace hombre y renuncia a ser Dios: «Cristo Jesús, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre». Muere como un malhechor. Como si hubiera hecho algún daño. Muchos pensarían al pie de la cruz, algo habrá hecho. Como yo cuando veo que atacan a alguien o lo condenan aparentemente de forma justa. Algo habrá hecho, me repito en mi interior para tranquilizarme. Debe ser justo lo que estoy viendo. Como hoy cuando condenan a mi hermano. Algo habrá hecho. Y me quedo más tranquilo, más justificado. Mejor que muera un hombre por el bien de todos. Y todo sucede porque Jesús pasó haciendo el bien. Vivió despojado de su condición divina, de todo su poder. No se defendió cuando era llevado a la cruz. Murió como hombre, no como Dios, sin oponer resistencia, perdonando. Era hombre y Dios, pero no manifestó su poder divino en ese momento para evitar su muerte. Sólo dejó ver en su piel humana el amor infinito de Dios hacia los hombres. Un amor tan grande que no podía ser soportado. Porque cuando me aman demasiado no soy capaz de tolerarlo. Estoy en deuda y no quiero. Sufro y no acepto que me amen tanto. Su amor imposible plantea desafíos imposibles. Exige cambios intolerables, un radical desorden de los valores que imperan. Hoy sigue siendo lo mismo. Sigue apareciendo en piel humana. Lo veo presente en aquellos que viven de una forma que me escandaliza. ¿Cómo se puede llegar a amar tanto sin odiar a nadie? Los que así viven son piedra de escándalo. Como lo fue Jesús que me amó hasta el extremo de una forma inadmisible. Quisiera ser capaz de ver a Dios vivo en los santos del tiempo que recorro. En las personas llenas de Dios que trasparentan un amor divino que me escandaliza. No logro aceptar su forma de entregarse, de darse, cuando estuvo en la tierra. Quizás yo mismo hubiera deseado que Jesús muriera, porque no puedo tolerar tanta misericordia. Me sigue incomodando su forma de vivir, de mirar, de amar, de pensar. Es hombre pero es Dios. no se defiende con poder, su mansedumbre me escandaliza. Yo hubiera querido salvarlo. O más aún, hubiera deseado que Él se salvara solo oponiendo resistencia, llamando a un ejército de ángeles que acabaran con todo el desorden de este mundo, con todo el odio que cabe en el corazón de cada persona. Quisiera romper la cadena de odios que están cerca de mí. Acabar con las injusticias que me rebelan, me duelen muy dentro. No puedo. Jesús no pudo. Es más fuerte la rabia que el amor, más poderoso el egoísmo que cualquier tipo de altruismo. No se entiende que uno pueda dar algo gratis, sin esperar nada a cambio, sin exigirme que yo también lo dé todo gratis. La gratuidad no es exigible. Pero yo sigo haciendo las cosas a cambio de algo. Si me aman, yo correspondo. Si me odian, yo reacciono con violencia. El amor de Dios es inadmisible. Exige un cambio en mi corazón que no estoy dispuesto a hacer. Me pide una forma de entender la vida que yo no puedo comprender. Entiendo la justicia, lo que es justo y válido, lo que corresponde. No acabo de aceptar la opción de dar la vida a cambio de nada. ¿De qué sirve mi entrega si no voy a recibir nada a cambio? Me rebelo contra las injusticias. La muerte de Jesús resuena en mi alma. ¿Estará bien todo lo que estoy haciendo? ¿Cómo puedo vivir como Jesús vivió y morir como Él? No lo logro. No me creo que las renuncias ocultas y silenciosas sean las que cambien de verdad el mundo. Me gustaría creérmelo, pero no lo consigo. Le pido a Jesús que me cambie en esta Semana Santa mi forma de pensar, mi forma de vivir, mi forma de amar.