Homilía del padre Carlos Padilla - 19 de mayo

Domingo 19 de mayo de 2024 | P. Carlos Padilla Esteban

Pentecostés

Hechos de los apóstoles 2, 1-11; 1 Corintios 12, 3b-7. 12-13; Juan 20, 19-23

«¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno de nosotros los oímos hablar en nuestra lengua nativa?»

19 mayo 2024    P. Carlos Padilla Esteban

«¿Qué miedos tengo que mi corazón no se atreve a formular? Quisiera aprender a confiar para dejar de atormentarme por miedo a acontecimientos que tal vez nunca lleguen a suceder»

Una frase me conmueve en este día: «Todo terminará bien. Yo hago nuevas todas las cosas». Es la frase de una canción que habla de la vida en abundancia que me da Jesús. Y eso es precisamente lo que Él me dice cada mañana al levantarme. Para que no dude, para que no tenga miedo. A mí a veces me cuesta creerle sobre todo cuando las cosas no son como yo quisiera, no son nuevas, son igual que siempre o peor. Pero hay días en los que me levanto y le digo: «Gracias, Jesús por la vida que haces nueva cada mañana». Le doy las gracias por tantas cosas que me ha regalado sin que yo se las pidiera. Tantas otras que han venido de forma sorpresiva y a veces me han resultado difíciles y luego he visto la ganancia. No siempre lo que es un bien para mí se ha mostrado claramente como un bien al principio. Dolía, me dejaba roto por dentro. Pero más tarde he podido dar las gracias. He visto la puerta oculta que se abría o he sentido el calor de una mano amiga, la suya. Agradecer ensancha el alma y quita cualquier atisbo de amargura. Quiero darle gracias al Señor por tantas cosas que me regala cada día. De repente me olvido y dejo de pensar en ello, más bien creo que es un derecho o me parece evidente recibir lo que recibo, me confundo. La vida es un don nunca es un derecho poder vivir un día más. Es una oportunidad para hacerlo mejor y conquistar la vida paso a paso. El cielo al final de mi camino será recibido como misericordia. El cielo en medio de mi camino es un don de Dios que se abre paso en mi carne enferma. Siento que tengo mucho más de lo que podría haber imaginado. He recibido muchos más bienes de los que jamás hubiera podido desear. La vida no ha sido como la pensé de niño, pero eso no importa. Los caminos recorridos jamás los hubiera imaginado. Se los inventó Dios con un pincel suyo que solo él controlaba mientras yo soñaba otras cosas. Yo he querido a veces mover su mano marcando rutas diferentes, paisajes nuevos, otras realidades. Él se ha empeñado en hacerlo conmigo, pero a su manera. He descubierto en el cielo estrellas iluminándome cada noche. Y he sentido su abrazo silencioso, cubriéndome cuando me caía, dolía el alma. No he comprendido muchas de las cosas que me han pasado y al final solo he podido decirle: «Gracias, tú haces nuevas todas las cosas. Solo por ti señor entiendo sin entender». Tengo el anhelo en el alma de vivir cada día como si fuera el último. Sin escatimar en la entrega, ni mendigar cariño. Abrazando con nostalgia, sonriendo siempre, sin importarme las dificultades del camino. No quiero quedarme quieto cuando el tiempo me detenga. No quiero morir de pena cuando pierda lo que amo. Quiero sonreírle a ese Dios de mi camino que va tejiendo esperanzas con mis manos de niño. Quiero seguir hoy jugando con el tiempo que me entrega y regalando esperanza a manos llenas. Quiero sentirme abrazado por María que me ama, sabiendo que solo así mi vida tendrá en Ella su descanso. Quiero recorrer las huellas de ese Maestro que me ama y descubrir entre los árboles el sol que llena mi alma. Quiero abrazar hoy tranquilo la vida que me regala, sabiendo que es la mejor que jamás haya soñado. Quiero seguir excavando en lo hondo de mi alma, sacando pozos de agua y de sueños escondidos. Quiero abrir anchos mares, horizontes que me agradan. Quiero navegar más hondo en la hondonada del alma. Quiero sentir en la cara el viento y la añoranza. Caminaré sobre el agua mientras le mire a los ojos. Quiero agradecer cansado. Al final de cada día será más lo que reciba, será menos lo que sufra. Tengo en la piel tatuado el nombre de aquel a quien amo. Para no olvidarme nunca de la huella que he seguido. Quiero vivir con preguntas que me abran a la vida y dejarme a cada paso el alma hecha jirones. Quiero ser cauce del agua y motivo de alegría en este mundo tan mío, donde a veces falta vida. Anhelo el cielo que llevo grabado en mis entrañas y sé que un día será mi vida toda cielo. Mientras tanto aquí camino entre nostalgias y miedos, añorando lo que ansío, celebrando lo que vivo. Todo terminará bien, porque Jesús hace nuevas todas las cosas en mí. Eso me basta para seguir caminando, para seguir soñando, para seguir amando. Sé que un día me dirá que todo ha valido la pena. Soñar y desear, amar y renunciar, enterrar hondas raíces y lanzar alas al viento. Todo lo que haya amado y todo lo que se haya perdido. Todo habrá valido la pena y será semilla de eternidad.

Hay emociones malas que brotan del corazón y lo envenenan. Nada impuro puede entrar desde el exterior que me haga daño. Es la impureza que nace del corazón la que me hace daño. Esa impureza que tiñe todo de dolor y amargura. Tres emociones me desconciertan: la ira, la culpa y el miedo. La ira se manifiesta de formas violentas. Aunque a veces la ira se esconde y se guarda produciendo todo tipo de dolores y enfermedades del alma. Un ira agazapada que me destruye por dentro. Esa ira que no sé de dónde procede pero brota cuando ocurre algo a mi alrededor que me hace daño. Una ira que mana de mis propias heridas que no han logrado ser curadas con el paso del tiempo. Una ira extraña que me llena de amargura y de tristeza. No sé de dónde procede pero están ahí la rabia y el enojo. Están ahí mis gritos e insultos. Cuando veo escenas de violencia me conmuevo por dentro. ¿Cómo puede llegar alguien en apariencia pacífico a hacer el mal a otra persona? ¿Cómo se puede pasar del amor al odio en una relación de pareja? ¿Cómo puede un padre o una madre golpear a su hijo por algo que hizo casi sin darse cuenta? ¿Dónde se detiene la violencia que siento? ¿Cómo puedo detener el huracán de mi ira? Autoeducar el corazón es una tarea para toda la vida. Lograr que esos sentimientos negativos que habitan en mi interior no me conviertan en esclavo de lo que ahora mismo siento. No quiero que la ira me domine. Pienso en todas las circunstancias en mi vida en la que noto una rabia ascender por mi garganta. Me enciendo por dentro y no sé muy bien cuál es el motivo. Lo que esta persona dijo, lo que hizo aquel, lo que me dijeron, lo que alguien me hizo. Siempre hay un culpable que justifica mi agresión, mis improperios, mis gritos y actos violentos. Luego quiero pedir perdón o volver atrás, al momento previo a la acción, cuando me dejé llevar por una furia desbocada. Necesito tener paz en mi corazón. Que se pacifiquen mis violencias y que desaparezca el odio de mi corazón. No quiero que la violencia esté en mí nunca. No deseo arrepentirme de haberme dejado llevar por esa ira que anida dormida en mi interior. Le pido a Dios que me regale su paz y me convierta en un sembrador de paz. Otro sentimiento también me esclaviza, el miedo. Es capaz de sacar lo peor de mí. Bloquea mi voluntad y no me deja ponerme en movimiento. Un miedo que muy dentro de mí habita y se hace fuerte. El miedo al fracaso, a la humillación, a la derrota. El miedo que mi cabeza ha imaginada en frases que no me dejan tranquilo. Un miedo hiriente que no me permite avanzar. El miedo por no saber hacer las cosas bien y no estar a la altura. Ese miedo irracional a la vida que no me permite subir más alto. Bloquea mis miembros y me hace temblar. Me gustaría vencer esos miedos que viven en mi cabeza y son tentáculos que detienen mis pies. No consigo salir de mí mismo. No logro dar un paso al frente. Los discípulos también tuvieron miedo: «Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos». El miedo a la muerte es algo instintivo que despierta en mí todas las fuerzas para vencer en medio de mi agonía. El miedo en ese momento en lugar de paralizarme saca fuerzas de mi interior para luchar. ¿Qué miedos anidan en mi alma? ¿Qué miedos he tejido en mi corazón y son sólo temores infundados que mi corazón no se atreve a formular? Quisiera aprender a confiar para dejar de atormentarme por miedo a posibles acontecimientos que tal vez nunca lleguen a suceder. No quiero vivir con miedo, deteniéndome frente a los caminos que Dios abre ante mí. Quiero confiar en ese Dios que me sostiene y protege mis pasos todos los días. Él me hará feliz y me dará paz. Otra emoción que me pesa es la culpa. Por lo que no hice, por lo que hice o dije. Por mis actos equivocados. A veces pesa la culpa como una losa y me llena de tristeza. Ya no puedo cambiar mis actos. El pasado queda atrás y ha sido pisado. Quisiera que no me pesara tanto. Esa culpa por no haber estado a la altura. La imagen que tenga de Dios es importante. Decía el P. Kentenich: «¿Por qué a muchos educadores, cuando ya no pueden avanzar con la educación de sus alumnos y se sienten desvalidos ante ellos, no se les ocurre una mejor idea que presentar a Dios como un azotador, como un cancerbero? En la práctica, ¿no ocurre así allí donde aún se imparte una educación religiosa? La gran mayoría, también los cristianos esforzados (y quizás incluso nosotros mismos), ¿acaso no vive como si la ley fundamental del mundo fuese la justicia?»[1]. un Dios justo y juez, un Dios exigente que no permite el más mínimo error. Un Dios que me acusa de todos mis delitos y faltas. Un Dios que no perdona nada. Esa imagen es la que a veces transmito con mi comportamiento, con mi mirada, con mis palabras. Un Dios que no es misericordioso sino justiciero. Me gustaría creer en un Dios que me ama con locura de forma incondicional y siempre. No se cansa de buscarme cada mañana y me espera al caer la tarde. Un Dios que me ama y me dice que puedo dar mucho más porque tengo un corazón muy grande.

Una madre calma el corazón del hijo. Es un abrazo en medio de su llanto. Una mano sujetando sus miedos. Una palabra suave al oído cuando este grita lleno de vacío. Una madre no me suelta cuando me alejo. Me retiene para que descanse y me da la paz que necesito. Siento que esa madre me cuidará siempre en medio de mis nostalgias y mis temores. Cuando me pierda y me encuentre. Cuando esté lleno de ruidos o silencios. Cuando se calmen los vientos y surjan las dudas. Una madre se entrega sin descanso, porque así son las madres. No miden, no se cuidan, no llevan cuenta de todo lo que hacen. Simplemente se rompen, se abren el corazón para dar vida a borbotones. Una madre nunca podrá olvidar a su hijo, ni abandonarlo, ni dejarlo ir. Una madre abraza y libera. Comprende y sostiene. Y me recuerda como hijo que estoy llamado a vivir amando. Porque el amor recibido no es para guardarlo, sino para darlo. Una madre nunca tiene tiempo para ella y corre el riesgo de perderse, de agotarse. Necesita cuidarse para poder amar más, con más alma, todo el tiempo. No es fácil guardarse cuando la madre sólo sabe dar. Una madre cuida de su hijo en la distancia y de cerca. Lo ama, lo busca, lo necesita. Una madre no duerme ni descansa para que su hijo lo haga. Necesita salvar al hijo de sus entrañas. Un amor incondicional brota de su corazón herido. Un amor que no conoce límites, ni exige comportamientos para seguir amándolo. Recuerdo la mano de mi madre al caer la noche. Cuando los fantasmas inventan miedos y las nostalgias confunden el ánimo. Una mano de madre que yo retenía, era sólo un niño. Más tarde siguió el recuerdo de la mano, la calidez de su abrazo, el olor de la piel de madre que nunca se olvida. ¡Cómo olvidar lo que me constituye en mi esencia! Un lugar al que pertenece todo mi ser. Al partir se rompió en dos mi alma. Una voló hasta las nubes rasgando los vientos, otra se enterró en la tierra buscando el calor en la hondura de la tierra, donde crecen las raíces. Una parte del alma surcó los mares, la otra se quedó en la orilla recordando historias. Porque una madre cuenta historias o las canta. Son cuentos, nostalgias de una vida plena que parecía completa y eterna cuando mi mirada era de niño. Luego crecí y olvidé, más bien recordé. Porque no se puede olvidar lo que es mi esencia. Se puede tapar quizás cuando la ves marchar. Y las estrellas señalan un lugar ignoto, más allá de mis miedos y de mis sueños. Sigo sintiendo su mano sobre la mía. Las cosquillas que me recuerdan que aún me canta, no sé si para dormirme. Quizás para despertarme. Y sé que mi nombre dicho por sus labios era más nombre, tenía más cuerpo, más fuerza, más vida. Conozco bien sus palabras que me hacían sentirme en casa, de ahí era, de ninguna otra parte. Una madre hace que la vida sea fácil. No hay que temer, sólo quedarme allí para descansar, para ser yo mismo, para soñar con mares aún desconocidos. Una madre hace que las raíces se hagan hondas, profundas, no sé si llegan hasta la otra parte de la tierra. Aún siento hoy nostalgia por su ausencia. Y al ver una foto suya brotan mil recuerdos. Y peregrino en silencio para sentir su abrazo, dentro del alma, calmando mis furias y mis miedos, como entonces, como esas noches en las que retenía su mano, todo su cuerpo, para no quedarme solo. Creo que la vida de una madre tiene el sentido más grande. Les da voz a mis silencios. Les da paz a mis gritos. Les da sensatez a mis locuras. Y calor a todos mis fríos. Lo perdona todo, lo aguanta todo, lo soporta todo. El amor de una madre renueva mi amor cada mañana. Aunque se haya ido sigo oyendo su voz, oliendo su piel, sintiendo su calor. No hay tiempo que traiga el olvido, es imposible. Es como una trozo de mi alma que ya no está conmigo y al mismo tiempo está con ella. Y ella un poco sí dentro del otro trozo de mi alma que se ha quedado conmigo. Amo a esas madres sin límites en la entrega. Que liberan amando. Que sostienen calladas. Que no que quejan, que no echan nada en cara. Esperan siempre al hijo cuando vuelva, incluso cuando tarda, también cuando se ausenta. No gritan, no se enfadan. Comprenden todo aunque no haya razones. Aceptan todo aunque mucho les deba. No pretenden simetría en el amor, es desproporcionado todo lo que aman. Admiro a esas madres prudentes que saben callar y guardar silencio. Sostienen cuando se lo piden. Y aguardan cuando nadie las requiere. Aman sin exigir nada. Esperan cuando nadie les promete. Sueñan cuando nada sucede que les haga pensar en la realidad de sus sueños. Dieron una vida que no les pertenece. Y aun así nunca podrán separarse del hijo al que aman. Sabrán ponerse en un segundo plano. Esperarán siempre y estarán cuando las necesiten. No son omnipresentes, aunque lo intentan. No tienen todas las respuestas, algunas las inventan. No saben lo que hay que hacer siempre, aunque cuando era niño sí me lo parecía. Sonríen cuando quieren llorar. Callan cuando quisieran gritar. Admiro a esas madres que dan su vida cada día sin que nadie se la pida. Y defienden al hijo de sus entrañas aunque no tenga defensa. Saben que la vida se juega en esos días en los que basta con dar un abrazo, un solo beso.

Dividir es muy sencillo. Separar, romper, alejar, sesgar. Dejar que crezca la cizaña y que el trigo bueno no pueda crecer, ahogado. Es más fácil difamar que hablar bien, criticar que enaltecer. Más fácil ir por mi camino sin pedir ayuda, porque tengo miedo a reconocer que no puedo hacerlo solo. Más fácil ser individualista que cooperar con otros no estando yo en el centro. Más fácil rehuir el encuentro que abrir el corazón y dejar que me conozcas. Más sencillo callarme y no decirte lo que pienso, lo que siento, que abrir mi alma y dejar que lo sepas todo y puedas juzgarme. Más fácil vivir en mi mundo sin encontrarme con tu mundo. Más cobarde quizás, no más valiente. Es más sencillo tirar la toalla cuando no puedo avanzar. Abandonar cuando no puedo ganar. Dejar de intentarlo cuando no es segura la victoria. Es más feliz el que no se esfuerza y gana mucho, el que no hace nada y obtiene un premio, el que sin sacrificio es elogiado por todos. No tiene mérito. Sin esfuerzo no hay victoria, pero no siempre es así. No siempre el que gana es el que lo merece o el que tiene prestigio el que ha trabajado por él. A algunos las cosas le salen fácil, sin arriesgar nada. Unos lo tienen todo sin haber hecho nada para conseguirlo. Y otros después de mucho esfuerzo pasan hambre y están solos. No todo lo que se persigue se alcanza. Y no todos los sueños se hacen realidad. No por decir que algo es bueno lo voy a tener. Y no lograré llegar a ninguna meta si no abandono la línea de salida. Creer hasta el final es propio del que tiene una fe firme. Quizás yo solo pueda llegar más rápido a algún lugar. Pero si voy con otro llegaré más lejos. La fe es un don que se me regala, no es un derecho. Es una gracia que me cambia la mirada, no es un sentimiento. Es mucho más que eso. Creer más allá de lo posible. Creer cuando otros han dejado de esperar un final feliz. Siento en el alma que hay un fuego que nace cuando dejo de pensar en mí mismo. Los miedos me encierran entre cuatro paredes y no me dejan creer, ni esperar, ni soñar. El miedo se atrinchera en mi alma dejándome muerto y vacío. Creo que detrás de las paredes hay todo el mundo. Dicen que la torre de Babel la construyeron los hombres que querían construir la torre más alta del mundo, llegar al cielo. Tal vez lo hicieron. Luego vino la confusión y se multiplicaron las lenguas. La diversidad es buena. No todos somos iguales ni pensamos lo mismo. Hay muchas formas de hacer las cosas y muchas miradas para una misma realidad. No todo lo bueno es deseado por mi alma. Tampoco todo lo grande. A veces deseo incluso el mal, dividir, romper, destruir. Y es parte de un deseo enfermo que se enquista en mi interior. Una torre de Babel con idiomas que dividen. Porque cuando no hablo tu idioma todo es más difícil: «Residían entonces en Jerusalén judíos devotos venidos de todos los pueblos que hay bajo el cielo. Al oírse este ruido, acudió la multitud y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma. Estaban todos estupefactos y admirados, diciendo: «¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno de nosotros los oímos hablar en nuestra lengua nativa? Entre nosotros hay partos, medos y elamitas y habitantes de Mesopotamia, Judea, Capadocia, del Ponto y Asia, de Frigia y Panfilia, de Egipto y de la zona de Libia que limita con Cirene; hay ciudadanos romanos forasteros, tantos judíos como prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las grandezas de Dios en nuestra propia lengua». Empezaron a hablar los discípulos cada uno en una lengua diferente. Y todos los entendían en su propia lengua. A veces hablo la lengua de los otros. Y en otros momentos hablo una lengua que no entienden. No saben lo que realmente pienso. No comprenden mis palabras. No saben si soy bueno o malo, si digo la verdad o estoy mintiendo. No logran descifrar el mensaje escondido detrás de mis cultas palabras. ¿De qué sirven las palabras si no logran transmitir el mensaje para que lo oigan? Torpeza del ser humano que no logra decir lo que siente, lo que piensa, con una cierta coherencia. A veces no hablo el idioma del que me escucha. Me creo incluso sabio diciendo cosas sabias y no me entienden. No hablo su idioma. No sé lo que digo en realidad. Y fracaso en mi intento por llevarles el amor de Dios a los que quiero. Necesito usar un lenguaje inclusivo, que acepte a todos, que los comprenda en sus dificultades, en sus problemas, en sus dramas. Una forma de hablar que se abaje para que todos entiendan, para que sepan, para que se sientan parte de una misma comunidad. Hablar un idioma sencillo y fácil. Para que comprendan, para comprender. Me gustaría decir lo correcto y callar cuando sea necesario. Guardar silencio y tejer puentes que me lleven al corazón del que más me necesita. Quiero ser mensajero de la paz y no crear divisiones innecesarias. Quiero destruir muros que me separen de mi hermano. Unir, crear alianzas. Sin juicios, sin críticas, sin condenas. Me gustaría tener un corazón más grande para llegar al cielo. Un corazón que incluya a todos para que todos sepan que tienen un hogar en el que descansar y ser feliz. Tengo la esperanza grabada en el pecho. Como una lengua de fuego que se posa sobre mí para llenarme de esperanza. Más comunión, más unidad, más solidaridad, más compasión. Sin compasión no hay comunidad. Sin aceptación hay muros que se elevan separando almas. Quiero construir un mundo nuevo en el que se entiendan en una misma lengua. Será la lengua del amor que incluya a todos. Una lengua que acepte sin condenar y perdone siempre.

Los discípulos en el cenáculo tenían miedo. ¿Cómo se puede calmar el miedo cuando la amenaza no desaparece? A menudo mis miedos los ha creado mi mente. Me dice que hay un peligro muy grande y que corre riesgo mi vida. No es tan cierto, pero puede ser. Se esconden los amigos de Jesús. Su vida está en peligro porque eran sus amigos. Puede que ahora quieran acabar con ellos. Jesús ascendió y ya no está a su lado. ¿Cómo se vence el miedo? Calmando el mar en tempestad. Dejando que las aguas se apacigüen. Convenciéndome de algo importante, mis temores no son reales, están sólo en mi corazón, en mi mente. Yo los he creado. Pienso en los miedos que hoy me paralizan y encierran en mis cuatro paredes. Me abruman los problemas, las quejas, los puntos de vista diferentes, las críticas y los juicios, las condenas. Siento que tengo que solucionar todos los problemas ante mis ojos y no puedo, me agobian las quejas, los gritos, los insultos, las acusaciones falsas o verdaderas. Me inquieta la voz inquisidora de los que se sienten inquisidores. Me desesperan aquellos que sólo destilan amargura en sus palabras y algo de rabia. Tal vez todo viene de su herida, pero me duele que su misma herida no salve a nadie, como la de Jesús, más bien deja más heridos a su paso. es como la voz de aquel que quiere ser oído y grita más que nadie para hacerse oír. Duele el alma en lo profundo cuando me desgarran la piel tantos gritos. Quisiera sembrar paz, unir, crear una familia. No es tan fácil tomar decisiones y aceptar las críticas por lo que he decidido. No sé bien cómo mejorar a las personas que hay junto a mí. Tal vez no sea yo el que tenga que cambiarlas. Sólo cabe aceptar las cosas como son y no vivir lleno de angustia. Encerrado en mi propio cenáculo, abrumado por la pena y la tristeza que provocan mis miedos. Sometido al temor impuesto por mi propia mente. Imploro de rodillas, junto a María, que descienda el Espíritu y lo cambie todo. Si creyera más en el poder de Dios: «Al cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar. De repente, se produjo desde el cielo un estruendo, como de viento que soplaba fuertemente, y llenó toda la casa donde se encontraban sentados. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se dividían, posándose encima de cada uno de ellos. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse». Tengo que estar unido en el mismo lugar. No tengo que huir cuando me asalta el miedo. Necesito estar con los míos, con los que me aceptan en las buenas y sobre todo en las malas. Quiero ser parte de una comunidad que ora para encontrar la paz en medio de las guerras. Sé que la soledad no me hace bien, me aparta de mi objetivo, no me deja soñar ni volar más alto. Quisiera ser capaz de creer en otros cuando no logro creer en mí mismo. Imploro con María que venga el Espíritu Santo. No sé quién es, ni qué poder tiene. Lo imploro con la fe del niño que se hace eco de las palabras de su padre. Jesús les prometió el Espíritu y ellos creyeron en sus palabras. No dudaron de su promesa. Alguien vendría que los haría mejores. Y así ocurrió ese día. El primer Pentecostés. Luego vinieron muchos otros. Muchos más momentos de Pentecostés en los que la fuerza de Dios irrumpiría como un viento huracanado rompiendo las murallas que no me dejan salir de mi comodidad. Venciendo las barreras que yo mismo me he impuesto y permitiendo así que algo cambie. Un ruido ensordecedor y un viento fuerte y unas lenguas de fuego que se posan sobre cada uno. Creo en el poder del Espíritu Santo en mi vida. Lo toco con mucha frecuencia. Sé que me sana por dentro cuando estoy herido y vence mis miedos cuando el temor me paraliza. Es posible romper las murallas y las paredes que me guardan de la realidad. Dios puede mandar su Espíritu Santo para cambiarme la vida y hacerme nacer de nuevo. Por eso hoy le suplico que me lo mande: «Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra. Bendice, alma mía, al Señor: ¡Dios mío, qué grande eres! Cuántas son tus obras, Señor; la tierra está llena de tus criaturas. Les retiras el aliento, y expiran y vuelven a ser polvo; envías tu espíritu, y los creas, y repueblas la faz de la tierra. Gloria a Dios para siempre, goce el Señor con sus obras; que le sea agradable mi poema, y yo me alegraré con el Señor». El Espíritu de Dios me salva, me sana por dentro, me da la vida que necesito. Me hace falta la presencia del Espíritu Santo en mi camino. Ese amor que calme todas mis ansias y llene mis vacíos. Necesito el fuego que arda en mi interior y queme mis impurezas. El agua que inunde mis sequías y me haga dar vida en abundancia a los que no la tienen. Necesito salir de mí pobreza, de mis egoísmos. El Espíritu Santo con sus siete dones hace posible lo imposible en mi alma. Me hace capaz de dar la vida, saliendo de mis cuatro paredes, venciendo todos mis miedos y sembrando la luz en los corazones que viven en la oscuridad. No sé cómo hacerlo para que venga, para que me llene, para que irrumpa en mi soledad llenándome de ese amor que todo lo calme. Hace falta que venga a mí ese fuego que todo lo calme. El Espíritu Santo llena de voz mis silencios y hace posible que el agua brote de mi interior.

En la fiesta de Pentecostés recuerdo el momento en el que Jesús irrumpe en el Cenáculo para darles paz: «Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: Paz a vosotros. Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: - Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: - Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». El Espíritu trae la paz. Es el primer don que le pido en este día. Necesito que reine la paz en mi corazón que vive en guerra, dividido, roto. Vivir con paz no consiste en no tener conflictos, tiene que ver más con la forma de enfrentar las dificultades. En el camino siempre va a haber tormentas. Y voy a tener miedo y ansiedad. En esos momentos el Espíritu Santo me dará su paz y calmará mis miedos. Me hará sentir en un hogar seguro y sabré que mi vida descansa en las manos de Dios. Al mismo tiempo el Espíritu me ayuda a descubrir cuál es mi don: «Y hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos». Un solo Dios y muchos carismas. En ocasiones siento que falta unidad en la Iglesia. A nivel mundial pero luego en lo pequeño, en mi propia comunidad. Es fácil generar división. Hace falta un milagro que traiga la unidad. Sobre todo porque es una unidad en la diversidad. Cada uno tiene un carisma, una misión, un ministerio, una tarea que realizar. Cada uno sabe lo que puede dar y qué es lo que puede aportar a los hombres. Cuando tengo clara mi vocación y mi originalidad dejo de vivir mendigando aceptación de los demás. Asumo mi fragilidad y la hermosa misión que Dios me ha confiado. Ya no tengo miedo y no caigo en comparaciones con los demás, esas comparaciones sólo me hacen daño. El amor de Dios se da en mí de una forma única y personal. Soy yo con mi forma de ser, con mi carisma propio. El Espíritu Santo me regala dones para ser capaz de vivir mi vocación de forma sagrada. Me envía a partir de lo que hay en mí pero dotándome de la gracia de sembrar comunión y paz a mi alrededor desde lo que soy, no desde lo que debería ser. Ya no me comparo, soy feliz como soy. Sé lo que aporto y sé que lo que entrego suma algo en ese gran cuadro del reino de Dios. Mis hilos torpes y endebles son parte de esa belleza que concede Dios a su obra en mí. Eso me alegra y me da mucha tranquilidad. El Espíritu Santo les da a los apóstoles el poder de perdonar los pecados. Pueden traer la paz interior a todos los que sufren por su incapacidad para hacer el bien, haciendo ese mal que no desean hacer. Ese poder de perdonar es un don que todos los que recibimos el Espíritu Santo tenemos. Perdonar a los demás en sus debilidades. Perdonar las ofensas que me han causado. Perdonar a los que no me han querido como yo esperaba. Perdonar al mismo Dios por todo lo que no he recibido habiendo podido recibirlo. Perdonarme a mí mismo por esos errores que me siguen doliendo. Una culpa enfermiza me quita la alegría. Y justamente lo que me da el Espíritu Santo es alegría. Y esa alegría procede del perdón que doy y del perdón que recibo. Necesito que me perdonen. Que se acerquen a mí y en un abrazo hondo y eterno me perdonen sin merecerlo. El perdón logra que desaparezcan las diferencias y las tensiones, une a los que se encuentran lejos, en guerra, separados. A veces paso del amor al odio tan fácilmente. Y ese odio me aleja de mi hermano, de mi familia, de los míos. Me da pena caer en esa falta de perdón. Todos hemos recibido un mismo Espíritu que nos une como hermanos. Me parece un don maravilloso que tengo que pedir cada día. Quiero vivir reconciliado. Vivir en comunión con los míos y con los más lejanos. Perdonar y ser perdonado por los que me han ofendido, herido o apartado. «Pues, lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Pues todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu». Le pido a Dios que no deje de enviarme su Espíritu cada mañana, cuando me encuentre sin esperanza, cuando viva el dolor de las ofensas o tenga miedo. Ese Espíritu Santo me cambia por dentro, me alegra el alma y me llena de esperanza.



[1] Kentenich Reader Tomo 2: Estudiar al Fundador de Peter Locher, Jonathan Niehaus

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