Homilía del padre Carlos Padilla - 19 de marzo de 2023

Domingo 19 de marzo de 2023 | Carlos Padilla

IV Domingo Cuaresma. Laetare

I Samuel 16:1, 6-7, 10-13; Efesios 5:8-14; Juan 9:1-41

«Ese hombre que se llama Jesús, hizo barro, me untó los ojos y me dijo: - Vete a Siloé y lávate. Yo fui, me lavé y vi»

19 marzo 2023 P. Carlos Padilla Esteban

«Me gustaría ser más simple para alegrarme con lo bueno y sufrir con lo malo. Sonreír con el éxito de mi hermano y sufrir con su fracaso»

Se produce una grieta en el corazón cuando me niego a aceptarme como soy. Quizás el perdón más difícil de dar es el perdón a uno mismo. Comprenderme en mis actitudes, en mis decisiones, en mis actos es el comienzo de la verdadera santidad. Esto sucede cuando sé que soy amado por Dios en esa imagen grabada de su rostro en mi propio rostro. Aceptar que no soy perfecto es el primer paso para ser feliz. Perdonarme cuando no estoy a la altura de lo que el mundo espera, de lo que yo mismo esperaba de mí. Comprender a los demás desde mi verdad. Comprenderlos y aceptarlos en sus errores pasa por aceptarme a mí primero. Si no me acepto, tampoco aceptaré a los demás, hagan lo que hagan. No puedo vivir midiendo cómo me tratan y se comportan conmigo. No puedo vivir siempre con expectativas que no llegan a cumplirse, porque parecen imposibles. No estoy dispuesto a esperar a que el mundo sea mejor para hacer yo algo por los otros. El primero que puede mejorar en algo las circunstancias que me rodean, soy yo mismo, con mi actitud, con mi mirada. Me da miedo mostrarme tal como soy a los demás. Trato de construir una fachada que disimule lo que no me gusta de mí. No quiero que me traten de acuerdo con lo que hay en mi interior. No estoy dispuesto a sentirme desnudo frente a nadie, es demasiado difícil. Me cuesta decirte quién soy o dejártelo ver. Te hablo de otro, para que te agrade más, te guste más. Ese otro no existe, me lo he inventado. Tengo miedo al rechazo, al abandono, a la crítica, a la ofensa. Las heridas me han dejado demasiado sensible y no deseo que alguien me hiera más. Aceptar que no puedo ser feliz sin perdón es un paso muy importante. La felicidad viene a mí cuando menos la busco, es un don, una gracia. Si vivo esperando cosas del mundo, cosas que no suceden, nunca seré feliz. Si vivo con actitud agradecida en todo momento, las cosas cambiarán, viviré la gratuidad. Una sonrisa cambia el ambiente. Un grito lleno de violencia transforma mi entorno. Una amenaza acaba con la confianza. Y donde no hay confianza no puede haber un amor sano. Los celos son una enfermedad que brota de un corazón desconfiado, que ha sido herido y abandonado muchas veces. La dependencia no es verdadero amor, es sólo dependencia. No necesito de ti para ser feliz, puedo serlo sin ti. Esa verdad le da solidez a mi alma, pensar lo contrario me debilita. El éxito en todo lo que emprendo no siempre sucederá. En algunas actividades me irá bien, en otras puede que no triunfe.

No importa, no es lo definitivo. Lo que quiero hacer con el resto de mi vida es la decisión más importante que puedo tomar hoy, desde las cenizas de mis fracasos. Lo que quiero cambiar de mí, no siempre podré cambiarlo. Aceptar lo que no puedo cambiar como una realidad que me acompañará siempre, es un paso fundamental para tener paz. El perdón es algo que necesito para construir un alma fuerte. Sin perdón sigo siendo esclavo, le he dado a otros demasiado poder sobre mí. Vivo infeliz porque la herida duele. Y siento el resentimiento en el corazón. No soy peor que nadie, ni mejor. No vivo comparándome con otros. Acepto a los demás en sus límites, perdono sus carencias y deficiencias. Tanto si me piden perdón, como si no lo hacen.

No tienen que cambiar de actitud para que yo los perdone, quiero entender que el perdón me libera a mí, a nadie más. El perdón que doy me sana por dentro, me hace más libre. El perdón que recibo me construye. Guardar un sentimiento de culpa en su justa medida es algo valioso. Sin llegar a los escrúpulos, sin que la culpa me pese tanto que no pueda caminar. Reconocer mis errores es un signo de madurez. Pensar que todas mis equivocaciones van a quedar impunes es también inmaduro. Tendré que pagar cuando haya actuado mal. Me hace madurar enfrentar las consecuencias de mis actos. Si actué movido por la violencia, el odio, la envidia, o el egoísmo, acabaré recogiendo lo que he sembrado. El mal que provoco en los demás puede ser reparado.

Puedo hacerlo, pidiendo perdón y haciendo algo por mi hermano. No da igual cómo me comporto en este mundo. Todos los actos tienen sus consecuencias. Causa y efecto. Por eso quiero medir muy bien lo que digo, lo que hago, cómo me comporto con mi prójimo. El peor juez conmigo mismo suelo ser yo. También puedo pensar que alguien irá limpiando todo lo que yo ensucie detrás de mí. Eso no es maduro. El daño que he hecho a otros no es indiferente. Cuando hiero tengo que sanar la herida. Y tengo que cambiar mi forma de comportarme, de amar, de actuar. La vida se juega en esas decisiones que tomo cada día.

La alegría son sensaciones, son momentos. La felicidad es el estado en el que me gustaría vivir siempre, pero no es posible. Quiero descansar en la posesión de esos bienes que deseo, anhelo y persigo. ¡Cuántas personas sufren ansiedad por no saber disfrutar de cada momento y ser felices con lo que poseen! La falta de felicidad en ocasiones se produce cuando dejo de poseer el bien que me hacía feliz por un tiempo. Porque quiero que lo que hoy me agrada, lo que me gusta, lo que amo, dure siempre, no se acabe nunca. No puedo concebir un bien que se evapore rápidamente, antes de lo previsto. Deseo ser feliz siempre y amar siempre, ser amado en todo momento, en toda circunstancia. Me rebelo contra la vida que me quita lo que me da por un tiempo. No entiendo que el amor pueda ser temporal, no es lo que deseo. No quiero a ese Dios que me cambia los planes cuando lo tenía todo hecho. Y permite el fracaso cuando pensaba que iba a salir victorioso. Sé que me dice que pida lo que desee, que me lo dará todo. Que le pida y exija lo que no poseo, lo que necesito. Y luego me mira conmovido, como ese padre ante su hijo pedigüeño. Porque sabe que quizás no es posible lo que más deseo. O porque no me conviene en mi vida. O porque simplemente no es mi camino, es otro diferente que nunca tomé. Y yo quiero que dure eternamente la felicidad que siento en momentos puntuales. En esos lugares donde soy querido tal como soy, de donde no quiero irme nunca. O con esas personas que me quieren sin desear que cambie en lo que no puedo cambiar. No quiero que se vayan de mi vida. La felicidad viene a mí cuando sé disfrutar de la salud cuando la tengo, sin pensar en todo lo que no poseo, sin temer la posibilidad de perderla. Y también brota en mí con la compañía de las personas que me aman, a las que amo, sin amargarme por la ausencia de los que ya no están conmigo y sin temer que un día ya no estén los que hoy me abrazan. Cuando toque el fracaso me prometo seguir adelante y no quedarme paralizado por aquello que ha cambiado todos mis planes. Me gusta lo que dice Dios a Samuel, al ver la tristeza que tiene porque Saúl no se comporta como esperaba: «Dijo Dios a Samuel: - ¿Hasta cuándo vas a estar llorando por Saúl, después que yo le he rechazado para que no reine sobre Israel? Llena tu cuerno de aceite y vete. Voy a enviarte a Jesé, de Belén, porque he visto entre sus hijos un rey para mí». Me gusta pensar que mi tristeza momentánea es el preámbulo de una nueva alegría. Y asumo con madurez que las alegrías temporales no van a durar eternamente en la tierra. En el cielo todo será diferente, la felicidad sí será plena. Y tendrá que ver con la felicidad caduca que he acariciado en mi vida. Dios manda a Samuel a buscar un nuevo rey, su ungido, el que heredará el reino. Quisiera que esa fuera mi actitud ante la vida. Vivir lleno de confianza al saber que Dios no me dejará solo en medio de la encrucijada de los caminos. Dispondrá un nuevo rumbo para mí, un nuevo sendero, un nuevo lugar: «Tú preparas ante mí una mesa frente a mis adversarios; unges con óleo mi cabeza, rebosante está mi copa. Sí, dicha y gracia me acompañarán todos los días de mi vida; mi morada será la casa de Yahveh a lo largo de los días». La dicha y la gracia del Señor me acompañarán todos los días de mi vida si no dejo de mirarle a Él como mi Salvador, como mi esperanza. Y me pondrá personas ante mis pasos que me regalarán la paz y la confianza. No todos los días saldrá el sol para darme seguridad y aumentar mis certezas. Habrá noches, dolor y lluvias y en ellas también estará su mano acompañando mis pasos, incluso cuando no lo vea, o no lo sienta. Y sabré que no tengo que dejar de creer en la alegría que me regala Dios. Miraré al cielo, miraré las estrellas, y sonreiré. En ocasiones siento que no estoy pleno, que no estoy feliz completamente. Y cuando me pregunto por qué, la respuesta siempre es la misma. No estoy seguro de estar en el lugar correcto, haciendo lo correcto, con las personas correctas. ¿Tiene que ver la felicidad y la alegría con las elecciones correctas que voy tomando? En parte sí, tomo a veces decisiones que me llevan por caminos de sombras, de noche, donde no hay alegría, donde no encuentro la paz. Pero la mayor parte de las veces veo que la felicidad o la plenitud se encuentra en mi mirada. Mi forma de ver la vida, los proyectos, los sueños. Y entonces sonrío al saber que las cosas malas pasan, son caducas, al igual que las buenas. Unas duran más, otras menos. En todas querría comportarme como un hijo preferido de Jesús, como su amigo. Y tener la capacidad de ver la luz en la noche, las esperanza en las desesperanza. Todo depende de mi mirada, de mi actitud frente a las dificultades. Puedo hacer una limonada dulce, cuando la vida me dé limones. Cuando sienta que no me da momentos dulces. Podré yo mismo convertir la tristeza en alegría. Y me vestiré de rosa entonces, para darme más luz, para que mi alma brille. Para sentir que sólo viviendo en presente y haciendo lo que está en mi mano cada día, podré saborear mejor esta vida. ¡Qué pena cuando dejo pasar el tiempo anclado en un pasado tal vez mejor, o angustiado por un futuro incierto que aún no llega, un futuro que temo! Ser feliz con poco, conformarme con lo que vivo, aceptar la realidad como es, son consejos sabios. Sé que de mí depende que todos los lugares que habito se llenen de luz y sonrisas. ¿Cuántas veces al día río a carcajadas? ¿Cuántas sonrisas regalo a los que me rodean haciéndoles sentir contentos? La cruz es parte del camino. El final es siempre el mismo, la victoria de Cristo y la esperanza que brota de su Resurrección.

Dios no se fija en las apariencias. Yo me suelo fijar en lo que veo. La verdad es que sólo veo rostros, y no corazones. Samuel va a elegir al nuevo rey que vendrá después de Saúl. Tiene que elegir a uno de los hijos de Jesé, al señalado por Dios: «Cuando ellos se presentaron vio a Eliab y se dijo: - Sin duda está ante Yahveh su ungido. Pero Yahveh dijo a Samuel: - No mires su apariencia ni su gran estatura, pues yo le he descartado. La mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, pero Yahveh mira el corazón». Yo veo lo que brilla, lo que suena, lo que destaca, lo que parece bonito a mis ojos. No me fijo en lo más profundo, en lo que no se ve, en lo que está oculto. Bajo la apariencia hay una verdad más profunda que desconozco. Decía Dostoievski: «Sin embargo, la belleza psicológica es algo que va más allá de apariencias: a través de ella nos enamoramos y solo a través de ella nos desnudamos. Porque el desnudo emocional solo se alcanza cuando hablamos el lenguaje de la afectividad». Y aun así me importa tanto la apariencia que ven mis ojos. Me preocupa cómo me ven los demás. Busco que me sigan, que aplaudan y reconozcan lo que ven, que me admiren. Deseo que se enamoren de la superficie de las cosas que muestro. Vivo en un mundo de apariencias. Todos viven en la apariencia. Sé que por mi aspecto me pueden aplaudir o condenar. Me juzgan por lo que se ve por fuera. Y pienso que lo que hay dentro no es fácil dejarlo ver. Porque dentro de mí hay miedos, infidelidades, traiciones, imperfecciones, egoísmos, envidias, codicias. Dentro de mí hay anhelos inconfesables, amores olvidados. También hay mucha belleza, mucha luz, esperanza, sonrisas. Todo está confuso y mezclado dentro de mí. Quizás por eso no quiero que nadie mire dentro. Porque van a verlo todo, y hay partes que no quiero mostrar. En mi interior hay vulnerabilidad, fragilidad, debilidad y no quiero el rechazo, menos aún la compasión. En la apariencia me disfrazo de fortaleza, de belleza, decoro lo que los demás pueden ver, para que piensen bien de mí, para vivan con una imagen errónea pero positiva. Me importa parecer más joven de lo que soy. Verme más bello de lo que creo que soy. Disimulo, finjo, enmascaro, cubro, adorno, escondo, callo, hablo. Y así vivo feliz. en el mundo de las apariencias en un tiempo en el que se teme tanto a la verdad. Como yo mismo temo enfrentarme a la verdad de mi vida y dejar que tú veas mi verdad más íntima, la más auténtica. Asumo que la verdad es lo que me salva. Respetar quién soy. Conocer mi alma. Aceptar cómo soy y cómo me veo. Sonreírme sin rencor. Amarme sin vestigio de ningún odio. ¡Cuánto me cuesta mirarme así! Dios me mira de esa forma y ve mi verdad más íntima, única, original, sin dejar de amarme. Soy bello para Él, soy único, original. Así lo describe el poeta León Felipe: «Nadie fue ayer, ni va hoy, ni irá mañana hacia Dios por este mismo camino que yo voy. Para cada hombre guarda un rayo nuevo de luz el sol... Y un camino virgen Dios». Dios me llama a mí por mi nombre, aun cuando sea el más pequeño, el último de los que podrían ser elegidos. Así lo hace Dios, con amor, con misericordia: «Dice Samuel a Jesé: - ¿No quedan ya más muchachos? El respondió: - Todavía falta el más pequeño, que está guardando el rebaño. Dijo entonces Samuel a Jesé: - Manda que lo traigan, porque no comeremos hasta que haya venido. Mandó, pues, que lo trajeran; era rubio, de bellos ojos y hermosa presencia. Dijo Yahveh: - Levántate y úngelo, porque éste es. Tomó Samuel el cuerno de aceite y le ungió en medio de sus hermanos. Y a partir de entonces, vino sobre David el espíritu de Yahveh». Dios elige al más pequeño, al insignificante, a David. Porque ve en él algo que los demás no ven. Dios se lo revela. Luego David no va a ser el más virtuoso. Fallará, se dejará tentar por la belleza de Betsabé. Y más tarde provocará la muerte de Urías, su esposo. No es perfecto, y es el elegido de Dios. Cuando pienso en David siento una consolación en mi alma. Dios ha mirado mi belleza en medio de la fealdad que yo descubro. Intento con mentiras tapar lo que no me gusta de mí. Descubro que los demás son más bellos, más capaces, más inteligentes y perfectos que yo. En mis imperfecciones me siento elegido por Dios. Eso me gusta. Me mira a los ojos con serenidad y le agrada lo que ve. ¿Cómo es posible que Dios me quiera sabiendo lo que abunda en mi corazón? Es curioso, me cuesta creer que sea así. Por eso huyo de Dios cuando peco. Me escondo como Adán y Eva porque me siento desnudo ante sus ojos y a mí no me gusta lo que veo. Pero a Él sí. Es así el amor de Dios. Así es su mirada. Quiero en esta Cuaresma mirarme en mi verdad, sin avergonzarme. No estoy donde estoy porque sea el mejor. Mo me llamó a mí a estar a su lado porque lo haga todo bien. No le presenté mis credenciales para que me eligiera, dejando a otros muchos de lado. Él tiene un camino único para llegar hasta mí. Conoce los escondites de mi alma. Las apariencias me engañan. La verdad de cada persona me hace pisar suelo firme. Acepto mis debilidades y dejo de lado mis engaños. Esos que me hacen creer que tengo que ser distinto a como soy para gustar, para que me amen, para que me acepten. Todo es más sencillo. Lo esencial sólo se puede ver con el corazón, permanece oculto a mi mirada. La historia de David me viene a decir que Dios me elige y me llama como soy, aunque el mundo parezca rechazarme. No necesito gustar a los demás. Ya le gusto a Dios y eso tendría que ser suficiente. Pero a veces no basta. Siempre quiero más. Que el mundo me aplauda y venere, que los demás me elogien y les guste estar conmigo. Cualquier rechazo me hunde, acaba con mi autoestima, me hace pensar que no valgo. Intento buscar adornos que me mejoren. Trajes que disimulen mi fealdad. Dios me mira en lo más íntimo. Mira mi corazón enfermo y lo ama.

La tiniebla y la noche llenan mi vida de desesperanza. Una oscuridad que no me deja verme, ni ver a mi hermano con claridad. Apago la cámara para que no vean cómo soy, cómo me veo, para que no conozcan mi verdad, ni mi apariencia. Me da miedo el juicio y la condena de los hombres. No quiero parecer repulsivo para nadie. No quiero el odio ni el desprecio de los que me rodean. Me escondo. Una película, la Ballena, basada en una obra de teatro, muestra la oscuridad en la que vive un hombre que lo ha perdido todo. Amó, tuvo una hija, la abandonó por un nuevo amor, lo perdió y desde ese momento vive en la oscuridad. La culpa pesa demasiado. Habla de lo verdadero, de lo auténtico que hay en el corazón de cada persona como el único camino de salvación. Escribir sobre los más auténtico que poseo es lo único bello, lo más valioso. La autenticidad es lo que me salva. Dentro de la fealdad y la noche que dominan su vida hay mucha belleza oculta, al menos la capacidad que tiene para verla. Él es capaz de ver la belleza escondida en el corazón de su hija rebelde, que odia a todos buscando amor desesperadamente. Su positivismo contrasta con las tinieblas de su propia vida en la que no se deja ayudar por nadie. Lo ha perdido todo y se deja llevar, no quiere ángeles que lo rescaten y se pierde en la fragilidad de una voluntad rota. Las palabras auténticas escritas en un momento de rebeldía por su hija son las que lo mantienen vivo como una tabla salvadora, son las que le dan esperanza en el hombre, en sí mismo. No ve a Dios y no siente que Él pueda salvarlo. Nadie puede. Me impresionó mucho la mirada de ese hombre en medio de la podredumbre de su vida. Es capaz de ver luz en la noche. Un rayo de esperanza. Esa capacidad suya me impresionó. Hoy el protagonista del evangelio es un ciego que vive apartado y separado de todos: «Vio, al pasar, a un hombre ciego de nacimiento». Para los fariseos era un pecador: «Has nacido todo entero en pecado ¿y nos da lecciones a nosotros?». Los judíos veían la ceguera unida al pecado, por eso los discípulos quieren saber la causa de ese mal: «Rabbí, ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?». Nada peor que nacer ciego y no ver nada, ni la luz del sol, ni los rostros humanos, nada de lo que me rodea. La ceguera me aparta de los demás, me aísla en mi fragilidad. No veo, no me veo. No soy capaz de salir a la luz. El miedo al rechazo, al abandono, al repudio es demasiado fuerte. En ocasiones la oscuridad parece salvarme del desprecio del mundo. El ciego permanece al borde del camino, como si no hubiera esperanza para él. Se encuentra abandonado en su cueva, lejos de los hombres. Escondido en su descanso, apartado. Mi vida tiene mucho de oscuridad en ocasiones. Mi pecado sucede en la oscuridad de mi alma, de mi cuarto, de mis pensamientos, de mis deseos inconfesables, de mis tentaciones invencibles, de mis tinieblas. La oscuridad me permite vivir más en paz con mi vida, con mi vulnerabilidad, con mis mentiras. En la noche de mis pensamientos, allí donde no dejo que entre nadie, tampoco Dios, encuentro una paz frágil. La mentira crece en la oscuridad, no habita la luz de la verdad en ella. Esa noche de falsedad me turba. Me atrae y tienta al mismo tiempo. Me seduce y me engaña hablándome de un placer momentáneo y pasajero que me hará más pleno. Y siento que no hay nada bello en mí, porque la oscuridad no me deja ver la belleza de mi vida. El pesimismo se adueña de mi alma, se instala en todos mis juicios. Y surge la falta de esperanza. Llego a pensar que nadie podrá salvarme nunca y yo tampoco podré salvar a nadie. Desconfío de todos, del mundo. ¿Es eso cierto? ¿Nadie puede salvarme? En parte sí, yo no puedo salvar a nadie, porque sólo Dios salva. Pero sí puedo ser un camino para él, una ruta hacia la salvación. En mi ceguera puedo llegar a pensar que uno ha de salvarse solo. Y me quedo solo, aislado, sin amigos, sin amor, sin vínculos, sin proyectos, sin planes, sin dependencias. Nadie podrá herirme más. Siento como si todo se hubiera roto y nadie pudiera recomponerlo. La oscuridad tiene mucho de soledad. Cuando no hay luz en mi vida no hay miradas de comprensión, ni de aceptación, tampoco de rechazo. Como leía el otro día: «He empezado a comprender que nos sentimos tan solos, como ciegos nos empeñemos en estar». Cuando no quiero ver, me quedo más solo. Cuando no quiero ver a mi hermano, y no deseo que esté cerca de mí. Cuando no veo nada bello en mi interior, ni en la vida de los demás, ni en el mundo y me escondo. Cuando no quiero cambiar y vivo anclado en lo que perdí, en lo que un día me hizo feliz, como si sólo lo anterior tuviera sentido en mi vida: «Y que no deberíamos magnificar los recuerdos que tenemos de aquellos que ya no están porque corremos el riesgo de engañarnos hasta pensar que solo entonces fuimos felices, que solo aquellas personas nos amaban, nos comprendían y nos hacían sentir bien. Porque no es cierto. Tú y yo tenemos la suerte de que haya un montón de personas que nos quieren y se preocupan por nosotras, y que todavía están aquí. En estos días he entendido que el abuelo no era mejor ni me quería más». Las experiencias de dolor por la pérdida de los amores pueden sumirme en la soledad, en el sentimiento de que nadie más me querrá como me quisieron aquellos que ya no están conmigo. Y vivo ciego al amor de los demás, de alguien que puede rescatarme. Dejo de amar, de entregarme, de ver la belleza de los que me rodean. Vivo seguro en mi noche, desesperadamente seguro. Me cierro en mi ceguera y permanezco lleno de amargura. Y esa soledad me acaba enfermando, todo lo veo feo y oscuro, sin luz, sin colores.

Jesús irrumpe en la vida de un ciego para traer esperanza. Basta con un poco de barro para abrir una puerta que todo lo cierra: «Mientras estoy en el mundo, soy luz del mundo. Dicho esto, escupió en tierra, hizo barro con la saliva, y untó con el barro los ojos del ciego y le dijo: - Vete, lávate en la piscina de Siloé (que quiere decir Enviado). Él fue, se lavó y volvió ya viendo». Un poco de saliva y un poco de tierra. No necesitó mucho para cambiar su vida. Saliva, lo más sencillo y la tierra, algo básico. Y con ello hizo barro. Luego le untó los ojos y el ciego vio. Hacía falta también mucha fe para creer que sólo con un poco de barro iba a ser curado. En ocasiones espero grandes cosas de la vida, cosas milagrosas que me permitan sanar. No creo en el camino sencillo, en el ordinario, en lo cotidiano. Creo que va a ser por la vía extraordinaria, esa que raramente sucede. Me gustan esos milagros prodigiosos. No me conformo con la sencillez de la vida. Ese hombre sencillo de Nazaret le salvó la vida a un ciego a quien no conocía. Y el ciego, cuando le preguntan los fariseos por el milagro, no sabe dar muchas explicaciones, sólo sabe que ese hombre lo ha curado. Es algo sencillo, no se pregunta nada más, no quiere saber si Jesús es un pecador o no lo es: «Si es un pecador, no lo sé. Sólo sé una cosa: que era ciego y ahora veo. Le dijeron entonces: - ¿Qué hizo contigo? ¿Cómo te abrió los ojos? El replicó: - Os lo he dicho ya, y no me habéis escuchado. ¿Por qué queréis oírlo otra vez? ¿Es qué queréis también vosotros haceros discípulos suyos? Ellos le llenaron de injurias y le dijeron: - Tú eres discípulo de ese hombre; nosotros somos discípulos de Moisés. Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios; pero ése no sabemos de dónde es. El hombre les respondió: - Eso es lo extraño: que vosotros no sepáis de dónde es y que me haya abierto a mí los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores; mas si uno es religioso y cumple su voluntad, a ése le escucha. Jamás se ha oído decir que alguien haya abierto los ojos de un ciego de nacimiento. Si éste no viniera de Dios, no podría hacer nada». Este diálogo me conmueve. El ciego sólo sabe que un hombre de Dios, un hombre al que Dios ama, ha hecho un milagro en su vida. Tiene que ser un hombre de Dios porque Dios lo ha curado, y Él no escucha a los pecadores. Además nadie había curado antes a un ciego de nacimiento. Pero él ve, esa prueba es suficiente. Su vista le permite tener fe en ese hombre que le pregunta y por eso él le contesta con fe: «¿Tú crees en el Hijo del hombre? El respondió: - ¿Y quién es, Señor, para que crea en él? Jesús le dijo: - Le has visto; el que está hablando contigo, ése es. El entonces dijo: - Creo, Señor. Y se postró ante él». Se postra ante Él después de ver. Ha sido curado y por eso cree. Su vida ahora es diferente, ya no está al margen de la sociedad, Dios lo ama. Pero los fariseos quieren perseguir a Jesús porque no creen en su poder y quieren desacreditarlo. No lo consiguen. Todo el evangelio que hoy escucho es una búsqueda de pruebas contra Jesús. Primero buscan a los padres del ciego para saber si realmente era ciego: «Nosotros sabemos que este es nuestro hijo y que nació ciego. Pero, cómo ve ahora, no lo sabemos; ni quién le ha abierto los ojos, eso nosotros no lo sabemos. Preguntadle; edad tiene; puede hablar de sí mismo». Y luego hablan con él directamente: «Ese hombre que se llama Jesús, hizo barro, me untó los ojos y me dijo: - Vete a Siloé y lávate. Yo fui, me lavé y vi». El ciego ve y eso le basta. Tiene que ser un profeta quien lo ha curado. No tiene sentido de otra forma. Pero eso no es lo que quieren escuchar los fariseos. Ellos quieren saber si realmente era ciego. Quieren descubrir la mentira en Jesús. Es una búsqueda obsesiva y nadie consigue hacerles ver lo contrario. En ocasiones yo mismo quiero defender mi postura. Creo en mis ideas y no estoy dispuesto a que nadie me las cambie. No quiero aceptar las cosas como son, aunque los otros se empeñen en mostrarme cómo es la verdad. Veo obras buenas de otros, sus éxitos, sus logros pero trato de quitarles el mérito que tienen. Trato de desautorizar al autor de tales obras. Como si al hacerlo yo pareciera mejor, lo mío más verdadero. Juzgo y condeno al que hace obras buenas, porque tengo envidia, porque no me gusta cómo es esa persona, porque su poder y su fama me quita a mí valor. Y al desacreditarlo, esas obras tendrán menos valor, menos peso. Eso me impresiona, es tan habitual en este mundo competitivo. Como no puedo tapar el milagro, pretendo que el que ha hecho el milagro quede manchado en su fama. Así su obra valdrá mucho menos. Soy así yo por la envidia, o por querer defender mi postura, mi plan, mi posición. Si los demás valen menos a mis ojos y a los ojos del mundo, puede que yo acabe valiendo más. Si Jesús deja de tener valor para el pueblo, los fariseos serán la única verdad, el único planteamiento lícito para vivir la fe. Lo que ha hecho Jesús es un milagro tan grande que le da fama y les quita fuerza a ellos, al menos así lo siente. Me da pena cuando siento que me duele el bien que hacen otros. Cuando trato de buscar razones que desacrediten al autor. Y pretendo quitarle valor a su obra. Me siento tan mezquino, tan miserable. Es como si aplastando al que está a mi lado yo sobresaliera de algún modo. Así son los fariseos. A ellos no les interesa la verdad. No quieren saber realmente lo que ha ocurrido. Quieren encontrar alguna razón para quitarle valor a la obra de Jesús. Me gustaría ser más simple para alegrarme con lo bueno y sufrir con lo malo. Sonreír con el éxito de mi hermano y sufrir con su fracaso.

Jesús quiere que sea luz en este mundo. Quiere que otros vean a través de mí. Quiere que mi vida supere toda oscuridad. Hoy escucho: «Porque en otro tiempo fuisteis tinieblas; mas ahora sois luz en el Señor. Vivid como hijos de la luz; pues el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad. Examinad qué es lo que agrada al Señor, y no participéis en las obras infructuosas de las tinieblas, antes bien, denunciadlas. Cierto que ya sólo el mencionar las cosas que hacen ocultamente da vergüenza; pero, al ser denunciadas, se manifiestan a la luz. Pues todo lo que queda manifiesto es luz. Por eso se dice: Despierta tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y te iluminará Cristo». Quiero despertar de las tinieblas. Quiero vivir en la luz y en la vida que despiertan las obras buenas. Las obras de misericordia. Puedo hacer mucho bien con lo que digo, con lo que callo, con lo que hago. Puedo ayudar a que los demás tengan esperanza. Mi vida puede ser un milagro en la vida de otros. Jesús les dice a sus discípulos: «Ni él pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios. Tenemos que trabajar en las obras del que me ha enviado mientras es de día». Quiero trabajar en las obras de Dios. No quiero perder el tiempo en las obras de la oscuridad. Para eso necesito aprender a alegrarme con las obras buenas que hacen los demás. No quiero quedarme sin hacer nada. No quiero perder el tiempo. La vida es corta y es mucho lo que puedo hacer con mi sí generoso. El primer signo de verdad en mi vida es la fidelidad. Cuando permanezco fiel a mis decisiones, a los amores por los que me he comprometido. En este mundo en el que todo pasa, es fugaz y el compromiso es poco duradero, la fidelidad de los fieles es un testimonio de luz. Un amor que no se cansa de amar. Una entrega que no deja de realizarse una y otra vez. ¿Cómo es posible amar sin medida en un mundo en el que todo se mide? No es posible con mis fuerzas humanas. Necesito que Jesús venga con su barro para permitirme amar como Él me ama y ama a todos. La fidelidad en el amor es un don que le pido al Señor cada mañana. Él puede hacer lo que para mí es una misión imposible. Porque yo llevo cuentas del bien y del mal. Yo calculo las consecuencias de mis actos y exijo lo que tengo que recibir a cambio. Juzgo a los demás por lo que no hacen, mientras yo dejo de hacer lo que a mí me corresponde. Veo lo malo en los otros y no hago el bien que a mí me toca. Quiero hacer las obras de la luz. Hoy Jesús me dice: «Jesús les respondió: - Si fuerais ciegos, no tendríais pecado; pero, como decís: - Vemos, vuestro pecado permanece». No hay peor ciego que el que no quiere ver. Yo deseo ver pero a menudo soy ciego para ver mi pecado. No soy capaz de percibir mis carencias. Me gustaría tener claridad para ver dónde puedo mejorar. Siempre hay en mi alma puntos ciegos. Aspectos de mis actitudes que no percibo, hasta que alguien me lo hace ver. Quisiera estar más atento para ver dónde puedo crecer y mejorar. ¿Son mis obras de la luz o de la noche? ¿Siembro luz a mi alrededor? ¿Logro que otros vean la vida con más luz, con más alegría y esperanza? Me pongo en camino. Me dejo guiar. Quiero ser luz y hacer obras de la luz. Es de día, no es de noche. Quiero que Jesús me ayude a crecer. Él puede acabar con mi ceguera.

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