Homilía del padre Carlos Padilla - 19 de febrero de 2023

Domingo 19 de febrero de 2023 | Carlos Padilla

VII Domingo Tiempo ordinario

Levítico 19,1-2.17-18; 1 Corintios 3,16-23; Mateo 5,38-48

«Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: - Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre»

19 febrero 2023    P. Carlos Padilla Esteban

«Quiero tener la humildad para aceptar las puertas cerradas y el valor para pasar por las abiertas. Me pongo en marcha y acepto que las cosas son como son, eso me calma»

Quizás hace falta tener un día de los enamorados para recordarme que todo en mi vida depende del amor. Que si aprendo a amar bien seré feliz y si me dejo amar tocaré el cielo. Y si no lo hago sufriré la soledad y el abandono. Comprendo entonces que si no llevo cuentas del mal que recibo, tendré el alma limpia. Si perdono las afrentas y los agravios pasando página, todo será más fácil. Si abrazo sin esperar ser abrazado, no viviré con expectativas frustradas. Si tomo la iniciativa para acercarme a quien me necesita, no pasaré el tiempo exigiéndoles a los demás lo mismo que yo no hago. Si amo sin esperar nada a cambio amaré con más alegría. Si abro los brazos para acoger a mi hermano y al mismo tiempo los vuelvo a abrir para dejarlo libre y que se pueda ir, tendré más paz dentro de mí. El amor que deseo no exige, no reclama, no pretende más de lo que recibe. Amar sin buscar retener es amar con un alma grande. Amar sin querer cambiar a quien amo. La amistad es un valor único que exige generosidad y renuncia. El amor siempre crece con el sacrificio. No todo son alegrías, hay dolores y penas. Quien tiene un amigo tiene un tesoro, una ganancia y tengo que cuidarlo para no perderlo. El amor sano enaltece a quien ama. El amor celoso y egoísta enferma el alma. El amor que se engríe, que no es paciente, que se siente superior, no es un amor sano ni profundo. Me viene bien un día como este para preguntarme cómo están mis vínculos, mis amores. Mis amistades, mis familiares. Cómo está el amor humano en mi vida. Ese amor que quiere ser un reflejo del amor que Dios me tiene. Las personas que me aman bien me llevan a intuir cuánto me tiene que amar Dios. Pienso en todo lo que no hago bien cuando amo. En todo lo que echo a perder cuando me lleno de ira, de rabia, de rencores. Un amor que perdona es un amor que salva. Un amor que pasa página e intenta olvidar es un amor muy santo. Un amor que construye a partir de las desilusiones, de las caídas es un amor de cielo. Un amor que me lleva al corazón de Dios por encima de todos los límites. Si supiera amar como ama Jesús, con ternura, con comprensión, con delicadeza. Quiero aprender a amar entregando siempre el corazón, no guardándome nada, perdonando siempre, enalteciendo a cada persona en toda ocasión. Si supiera amar sin querer retener. Amar comprendiendo la belleza escondida en cada persona, y dejando pasar sus defectos y limitaciones. Cuanto más amo más se ensancha el corazón. Quisiera ser capaz de amar a muchas personas y llevarlas dentro de mí, atadas a mi espalda. Amarlas como son sin pretender cambiarlas. Amarlas con humildad, sin dejarme llevar por mi orgullo enfermizo. Amarlas sin comparar nunca. Un amor así viene de Dios. Quisiera ser capaz de amar al que me ha hecho daño, al que me insultó, al que no me respetó en algún momento. Amar al que no me amó, me olvidó, me ofendió. Amar al que se alejó de mí, sin buscar que regrese. Toda mi vida se juega en el amor. Pienso en tantas cosas que no logro hacer bien cuando amo, cuando abrazo, cuando cuido. El amor maduro sabe retroceder, callar, animar, esperar, cuidar, levantar, permanecer fiel. El amor maduro no pretende ser el centro de la vida de nadie, no lo exige, no lo espera. Simplemente agradece todo lo que recibe, sea poco o mucho. Quisiera ser un experto en el amor, pero no lo soy. Debería venir Dios a mi vida y cambiarla por dentro, de golpe, para poder amar con un amor maduro. No es nada sencillo. Decía el P. Kentenich: «Los educadores son hombres que aman y que nunca dejan de amar. Los verdaderos, auténticos educadores son genios del amor». El genio del amor es el que nunca deja de amar. El educador no deja de creer en la bondad de aquel a quien educa y no deja nunca de amarlo. El amor de los padres a los hijos es incondicional. El amor del que recibe la confianza es un amor único. Quisiera ser un maestro en el amor. Por mi bien, por mi felicidad. Al final de mi vida me van a preguntar cuánto he amado, cuánto he perdonado, a cuántos he cuidado y acompañado. El amor siempre se construye desde la humildad. El que ama no se cree nunca superior a nadie. No pretende mostrar todo lo que sabe. Acoge, enaltece, agradece. La humildad me hace mirar al otro como alguien superior. Admiro a quien amo. Cuando falta la admiración se muere el amor. No dejo de admirar, de agradecer por los dones que veo en aquel a quien amo. Necesito un amor más grande que me permita mirar más lejos, llegar a más persona. Un amor lleno de ternura que sepa acariciar, abrazar, sostener, alentar. Un amor lleno de bondad que logre perdonar siempre. Por todo esto necesito un día de los enamorados y de la amistad para saber que puedo mejorar, que puedo perdonar más y amar mejor. 

A menudo no hago lo que podría hacer. No me pongo en camino porque me asusta el futuro y temo la incertidumbre. La Virgen de Guadalupe le dijo a Juan Diego después de suplicarle que no tuviera miedo: «Ya has oído, hijo mío el menor, mi aliento mi palabra; anda, haz lo que esté de tu parte». Anda, me dice María, me pide Dios. Anda y no te quedes quieto, estancado. Anda y no cedas a la pereza, a la tibieza. Anda y no sientas que ya hiciste mucho, demasiado. Anda, me pide y yo me pongo en camino. Me da miedo caminar sin un sentido. ¿Por qué le cuesta tanto al hombre encontrar un sentido a sus pasos? Cuesta encontrar la dirección, la meta. Cuesta andar buscando algo que le dé plenitud a mis deseos y sueños. Camino de un lado a otro sin rumbo. Me dejo llevar por las opiniones que escucho, por lo que me dicen otros, por lo que veo que los demás hacen. Y la corriente es muy fuerte y me arrastra. O el brillo de lo que reluce y me encandila, aunque no es oro. Y tengo miedo de estar caminando sin una meta que motive un paso más. Anda, me lo pide María, no te quedes quieto. Lucha por lo que crees. ¿En qué creo? ¿Qué motiva mi vida? Miro hacia delante, hacia dentro en mi corazón buscando respuestas a preguntas que surgen como un grito en medio de la noche. Anda, corre, no te detengas. Si supiera con claridad hacia dónde tengo que ir. Pienso en mis ideales, en los que arden en mi corazón, en el sueño que se dibuja ante mis ojos. Comenta Benjamín González Buelta: «Cuando me llamas por mi nombre, ninguna otra criatura vuelve hacia ti su rostro en todo el universo». Me llama Dios por mi nombre y me levanto, miro, escucho y me pongo en camino. Pero para eso necesito detener mis pasos y escuchar. Una voz que me llama suavemente. Una meta que se dibuja ante mis ojos. Pronuncia mi nombre verdadero. El que sólo yo conozco y tiemblo al oírlo. Lo reconozco, intuyo que es verdad. Es lo más verdadero. ¿Cuál es mi nombre? Me lleva a dejar mis redes en la arena. Me subo a su barca para seguir su rumbo. Me basta con saber que Él va conmigo. ¿Por qué tengo miedo? No lo sé, es el abismo que se abre ante mis ojos el que me asusta. El vértigo por caer sin una mano que sostenga mi caída. El miedo a dejar atrás lo que me daba seguridad. Como el pueblo judío cuando en el desierto echaba de menos la comida que lo sostenía en la esclavitud. Es más seguro estar en la cárcel, seguro, aunque esclavo. Sin riesgos, sin miedos. Sólo el tedio de los días que pasan sin un sentido verdadero. Cuando no tengo un sentido que me mueva es mi vida más triste y seca. No descubro la luz que me ilumina. Quiero ahondar en mi corazón buscando respuestas. Quiero adentrarme en los vericuetos de mi alma buscando a Dios, a María. ¿Cuál es mi nombre? Ese ante el que sólo yo respondo. Ese nombre que provoca en mi alma una profunda emoción. Me ha escogido, me ha elegido, me ha llamado, me ha mirado. Porque en ocasiones creo que nadie me mira de verdad. Sus ojos pasan ante mí sin fijarse en mí, en mi pobreza, en mi fragilidad. Quiero ponerme en camino. Y luego escucho de labios de María que me pide que haga lo que esté de mi parte. No me pide más que lo que puedo dar. Pienso que la misión es inmensa y sobrepasa mis fuerzas. Llegar a la meta no está hecho para mí, no soy capaz. Pero es milagroso que quiera intentarlo, ya es mucho que me haya puesto en camino. Pero después su palabra es firme y suave al mismo tiempo. Me pide que haga lo que pueda, lo que esté a mi alcance. Que no quiera hacer más de lo que soy capaz. ¿Podré hacerlo? Sí, eso que sé hacer puedo hacerlo. Puedo abrazar, puedo escuchar, puedo caminar al ritmo de los otros, puedo callarme y no intentar tener respuestas para todos. Puedo hablar con delicadeza sin irrumpir con gritos. Puedo intentar perdonar las ofensas, aun cuando me falten las fuerzas. Puedo sostener al caído y animarle a seguir caminando. Puedo luchar aun estando fatigado. Puedo despertarme habiendo caído dormido. Puedo sonreír cuando me sienta herido. Puedo pedir ayuda cuando me falten las fuerzas. Desde la humildad me levantaré y me pondré en camino. Desde mi pobreza estaré seguro de que María, de que Dios construyen en mi alma un lugar seguro en el que vivir, y descansar. No tengo miedo. O si lo tengo lo entrego, se lo doy a Dios para que, a cambio, me regale su paz y su esperanza. La vida es larga pero yo ya estoy en marcha haciendo sólo lo que puedo hacer. No más. Dios no me pide que haga lo que no sé hacer, ni me pide que intente lo que no puedo lograr. 

Los sabios son envidiados, buscados, deseados. Me acerco al sabio para saber qué decidir, qué camino tomar. Porque las personas sabias tienen un corazón muy grande, muy noble y saben lo que conviene hacer en cada circunstancia. Son sabios porque saben elegir la dirección correcta en las encrucijadas del camino. Entienden que la vida se juega en las decisiones sencillas de todos los días y son esos pasos frágiles los que me encaminan hacia ese ideal que persigo. Uno no cambia de la noche a la mañana, se transforma con el paso de los días, los meses, los años. Es un proceso lento en el que Dios va guiando mi vida. Hoy escucho: «Hablamos de sabiduría entre los perfectos; pero una sabiduría que no es de este mundo ni de los príncipes de este mundo, condenados a perecer, sino que enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para nuestra gloria. Ninguno de los príncipes de este mundo la ha conocido; pues, si la hubiesen conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria. Sino que, como está escrito: - Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman. Y Dios nos lo ha revelado por el Espíritu; pues el Espíritu lo sondea todo, incluso lo profundo de Dios». La sabiduría de Jesús es una sabiduría que procede de Dios, no es de este mundo. Eso es lo que más me alegra al mirarlo cara a cara y ver lo que habita en el corazón de Jesús. Los sabios aprenden de la vida, no de los libros. Aprenden más escuchando que leyendo. Aprenden de los errores más que de los aciertos. Porque las derrotas enseñan el camino de la humildad. Me vuelvo más frágil, más pobre, más niño cuando caigo. Siendo más sabio me veo más desamparado. No por ser viejo soy sabio. La sabiduría no tiene que ver con los años. Aunque el paso del tiempo y las contrariedades forjan mi carácter y me dan algo de sabiduría. Cuando he vivido lo suficiente miro las cosas con más calma. Siento que ya no tengo que demostrarle nada a nadie. Soy feliz haciendo lo que hago y viviendo a mi manera. No por ser sabio soy un buen consejero. En medio de la vida no siempre encuentro buenos consejos. El mejor consejo es invitar a que cada uno busque respuestas en lo más hondo de su corazón y encuentre en esa búsqueda su camino, sin querer seguir las recetas que otros les marcan. No es más sabio el más listo, tampoco el más culto. Eso sí, lo he visto, el más sabio normalmente está muy cerca de Dios, incluso sin saberlo. Ha tocado el costado abierto de Jesús y se ha sumergido en el aroma de su presencia. El sabio al que admiro es aquel que tiene más preguntas que respuestas. Es el que no ve las cosas blancas o negras, ve los tonos grises, aprecia los matices. No tiene respuestas absolutas, es capaz de cambiar de opinión cuando encuentra más razón en lo que le dicen. No impone su criterio, acepta que le contraigan. Es humilde, no se deja llevar por la vanidad y el orgullo. Es el que escucha más que habla. El que sabe que puede aprender del más pequeño, ya que no todos tienen claro lo que pueden enseñar. El sabio se reconoce un principiante en todo lo que hace y no por eso pierde la esperanza. Como leía el otro día: «El mayor testimonio de la eficiencia del educador se da cuando éste puede decir de todo corazón: ellos son mucho más sabios y mucho más nobles que yo». Sólo si permanezco en Dios puedo participar de su sabiduría que confunde al mundo. Hoy S. Pablo me lo recuerda: «Que nadie se engañe. Si alguno de vosotros se cree sabio en este mundo, que se haga necio para llegar a ser sabio. Porque la sabiduría de este mundo es necedad ante Dios, como está escrito: - Él caza a los sabios en su astucia. Y también: - El Señor penetra los pensamientos de los sabios y conoce que son vanos. Así, pues, que nadie se gloríe en los hombres, pues todo es vuestro: - Pablo, Apolo, Cefas, el mundo, la vida, la muerte, lo presente, lo futuro. Todo es vuestro, vosotros de Cristo Y Cristo de Dios». No me glorío ante los hombres. No pretendo que me admiren y busquen mi sabiduría. No soy sabio. Todo lo que tengo viene de Dios como un don. No pretendo saber qué hacer en cada momento. Es imposible. Las dudas y los medios me vuelven un ignorante. Y así es como me siento en la vida. Un ignorante en este mundo en el que los hombres buscan una sabiduría arraigada en la tierra y muy lejos de Dios. Los sabios a los que admiro caminan por la vida seguros de lo que Dios puede hacer con ellos. Me gusta ese mensaje. El sabio es frágil y permanece al mismo tiempo firme en la solidez de su amor a Dios. Sólo es capaz de comprender las preguntas más sencillas y toma decisiones simples. No siempre encuentra la respuesta buscada, y no se cansa nunca, insiste, persevera, corre en busca de alguna luz que ilumine su camino y el de los suyos. Esa forma de entender la vida es la que sostiene sus pasos y lo hace cada vez más sabio. Cada día que pasa se acerca más a Dios o deja que Dios se acerque a su corazón de hijo. Se hace niño y así la sabiduría que lleva en su seno es una sabiduría que procede del cielo y sirve para caminar en la tierra. No se engríe, no aconseja salvo que se lo pidan. Es paciente.

Lo que Dios quiere, lo que Él permite, lo que desea para mi vida. ¿Cómo puedo saber si estoy haciendo la voluntad de Dios? ¿Cómo encontrar la certeza para no caminar en tinieblas en medio de dudas? Una persona le decía a otra: «Confiemos, si Dios lo quiere estaremos juntos, pero si no es su voluntad será de otra manera. Hay que tener paz». A veces basta con esperar para ver cómo se desarrollan los acontecimientos, cómo evolucionan las relaciones. Puede ser que en ocasiones lo que yo deseo no me haga bien y yo me empeño en que sea así, a mi manera. Puede ser que no baste con esperar sin hacer nada y sea bueno que yo ponga de mi parte, tome iniciativas, actúe, haga. No basta con una espera pasiva y paciente. Por eso tomo la iniciativa y me pongo en camino. ¿Y si me equivoco? ¿Y si estoy siguiendo el rumbo equivocado? No pasa nada, Dios me ama como soy y sabe que tengo por delante toda una vida. Hoy escucho: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él; porque el templo de Dios es santo: y ese templo sois vosotros». Soy templo de Dios, en mí habita Él, si le dejo entrar. Si vivo en su luz acabaré con mis sombras y oscuridades. ¿Qué quiere Dios cuando ocurren desgracias a mi alrededor? Un robo, un accidente, un terremoto, una enfermedad. ¿Qué pretende Dios cuando parece que se impone el mal con más fuerza sobre el bien y las sombras son más poderosas que la luz? A menudo pienso que la batalla está perdida. ¿Quiere Dios que pierda la batalla? ¿Está a favor de la muerte antes que de la vida? No es así, pero sólo Dios sabe sacar un bien de un mal que sufro. Sólo Él puede recomponer mi vida después de que se haya quebrado. ¿Qué quiere Dios de mí cada vez que intento algo y no resulta como tenía pensado? Los caminos de Dios no son mis caminos, sus sendas no son mis sendas. Y me pierdo buscando su voluntad. Decía Santa Teresita del Niño Jesús: «Mi único fin sería cumplir la voluntad de Dios, sacrificarme por él del modo que él quisiere. Estoy segura de que no tendré ninguna decepción, pues cuando se espera un sufrimiento puro sin mezcla, la alegría más pequeña resulta una sorpresa inesperada». Quiero estar dispuesto a pasar por la prueba, por las dificultades, si es lo que Dios permite en mi vida. Acepto con humildad la realidad que impacta en mi vida. No quiero rechazar a Dios. No quiero alejarme de su presencia. La santidad consiste en seguir sus pasos. En hacer lo que me pide. En buscar dentro del alma sus insinuaciones para vivir de acuerdo con su querer. Hoy escucho: «Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo». Quiero ser santo pero lleno de esa presencia de Dios que ilumina mi camino. ¿Cómo hago para saber qué rumbo seguir? ¿Cómo sé qué tengo que elegir entre dos bienes posibles? Evitar el pecado es más fácil que elegir la virtud. Saber por dónde tengo que ir no es tan sencillo. La vida da muchas vueltas y las cosas cambian. Lo primero es escuchar a Dios en el corazón, saber que a través de ciertas mociones puede inclinarme hacia un lado o hacia el otro. El fuego en el alma es una luz que me da claridad. Cuando intuyo el camino me fío de las voces de Dios en el silencio de mi corazón. Necesito callarme, mirar dentro del alma, hacer introspección. En el silencio Dios me susurra sus deseos, me muestra el camino mejor para mí. Intuyo que es verdadero lo que siento, lo que escucho, lo que Él habla. Y me calmo. Santo seré cuando logre que Dios esté vivo dentro de mí. Lo escucho acallando voces exteriores. Luego hay otras voces, las que gritan en los sucesos que ocurren y no dependen de mí. Lo que me dice alguien, lo que alguien hace, lo que sucede, lo que les ocurre a las personas. Esos acontecimientos pueden interpretarse de muchas maneras. No tienen un significado único. Quiero aprender a interpretarlos guiados de la mano de Dios. Él sabe mejor lo que me conviene y me habla en todo lo que pasa a mi alrededor. Y luego hay una voz muy clara que tiene que ver con mi forma de ser, con el camino elegido, con mis límites y mis talentos. Dios me habla en lo más objetivo de mi vida. En aquello que puede ser una puerta abierta o una puerta cerrada. Tener la humildad para aceptar las puertas cerradas y el valor para pasar por las abiertas, es el verdadero sentido de mi vida. No quiero ser un obstáculo para que Dios actúe en mi interior. No quiero dejar de hacer mi labor. Quiero ponerme en marcha y aceptar que las cosas son como son y es lo que me conviene. 

Dios no quiere que odie. Y en ocasiones creo que lo cumplo. Luego súbitamente me doy cuenta de que no es así. Odio sin saberlo, guardo rencor, no perdono y no olvido. El odio es desear el mal para mi prójimo así como amar es desear su bien. El que odia desea que le vaya mal a la persona odiada. Puedo odiar. Lo puedo hacer. Lo he visto y me he sorprendido al ver de lo que soy capaz. Hoy escucho: «No odiarás de corazón a tu hermano, pero reprenderás a tu prójimo, para que no cargues tú con su pecado. No te vengarás de los hijos de tu pueblo ni les guardarás rencor, sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo». Dios quiere que haga lo que no sé hacer. Se me da mejor odiar que amar. Y cuando odio me lleno de oscuridad, de dolor, de rabia, de mezquindad. El odio me hace daño, me envenena. Me pide Dios que reprenda a mi hermano con amor, nunca con odio, por sus errores. Quiero hacerlo bien, para no dañar a nadie. «Corregir mal daña la autoestima, corregir bien, fortalece la autoestima». Quiero corregir siempre desde el amor. Amar enaltece y odiar hunde. Para poder amar bien necesito aprender a perdonar. Dios es misericordia, como escucho: «El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura. No nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas. Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por los que lo temen». Me conmueve el amor de ese Dios en el que creo. Esa misericordia que me busca por los caminos hasta que me encuentra. Me perdona en mi fragilidad porque conoce todas mis heridas. Yo no perdono tan fácilmente y por eso vence en mí el rencor y el odio. No olvido. Me guardo las afrentas recibidas y no soy capaz de aceptar la vida como es. Me duele el daño que me han hecho y el perdón no llega. ¿Cómo puedo perdonar al que me hizo daño libremente? No sé lo que hay en cada corazón. Cada persona reacciona desde sus límites, desde sus dolores. La empatía es el don para ponerme en el corazón de mi hermano. Decía Albert Einstein: «No es posible mantener la paz usando la fuerza; sólo puede lograrse mediante la comprensión». Comprender el dolor de mi hermano. Es difícil porque pienso y actúo siempre en primera persona. Y creo que soy el centro del universo en torno a quien todo debería girar. Aceptar que mi amigo, mi hermano, mi cónyuge, mi padre, mi hijo tienen motivos para actuar de una manera, me ayuda a aceptar las cosas como son. Ese es el primer paso para cambiar. Entiendo tu reacción, tu agresividad, también tu odio. Y como lo comprendo lo acepto. Y desde ahí me acerco a ti para tender un lazo, para unirme a ti y poder construir un mundo mejor, más sano, más libre. Un mundo en el que el perdón sea moneda de cambio fácil. Te perdono, me perdonas. Te pido perdón, me pides perdón. Reconoces haber hecho algo mal, reconozco que he cometido un error. Quizás juzgué de forma precipitada. O interpreté los hechos complicándolo todo. Aceptar que no siempre tengo la razón es sanador. Descubrir que puedo cometer errores y hacer daño me libera. No soy perfecto, no hago todo bien. Y por lo tanto puedo perdonar igual como necesito que me perdonen. Que vengan a mí a perdonarme y me acepten de nuevo junto a ellos. El perdón es de ida y vuelta. Cuando perdono es fácil que me perdonen. Cuando pido perdón provoco que me pidan perdón. Es fácil perdonar a la persona humilde. ¡Cuánto cuesta perdonar al orgulloso que se cree en posesión de la verdad! Me duele el rencor que me hace daño. Me aleja de quien me ha herido. Me vuelve sensible y suspicaz. No acepto que me pidan perdón. No creo en esa petición. Me cargo de razones que me hacen orgulloso, como si yo nunca me equivocara. Me hace bien contar mis fracasos, mis torpezas. Me da paz reconocer que no siempre he tenido éxito en la vida. Me hace bien alabar a mi hermano y reconocer sus logros. Enaltecer al que está a mi lado sabiendo que yo quedo como alguien más débil y torpe. No importa. Es mejor ser humilde que orgulloso. Es mejor sentirme pequeño que poderoso. El perdón es una gracia, un don que le pido a Jesús para que me sane y libere. Sin perdón no puedo construir nada porque el rencor divide, envilece y llena de odio. Y no quiero odiar, sino amar a mi prójimo, con todo el alma. Porque es un reflejo de Dios en la tierra. En sus torpezas me muestra un destello del amor de Dios en mi vida. Puedo cambiar y también tú puedes cambiar. Ver lo bueno que hay en ti me hace libre de la crítica. Admirar al que está a mi lado. Hablar bien de mi prójimo haga lo que haga. Reconocer su grandeza incluso en medio de sus derrotas. Un corazón así es el que necesito para aprender a amar. Es lo que me salva del egoísmo.  

Jesús me pide que ame a mi enemigo. ¿No es eso demasiado? ¿Cómo puede pedirme que ame a quien me odia?: «Habéis oído que se dijo: - Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: - Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos. Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y, si saludáis solo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto». Yo suelo hacer lo mismo que los paganos, que los ateos, que los que no creen en Dios. Yo amo al que me ama, trato bien al que me quiere, soy paciente y misericordioso con el que lo es antes conmigo. ¿Qué mérito tengo? Ninguno. Eso lo hace cualquiera. Responder con amor al amor es propio de un corazón sano. Es cierto que hay personas tan enfermas que reaccionan con odio cuando son amadas, y tratan mal al que los trata bien. Eso es fruto de un corazón demasiado roto y enfermo. Lo normal es que responda con una caricia al que me acaricia, con buenas palabras al que se dirige a mí con bondad. Trato bien al que bien me trata. No lo puedo evitar. Cuando el corazón está sano reacciona bien ante el amor que recibe. Es cierto que si el corazón está enfermo, demasiado herido y roto, puede reaccionar con maldad ante el bien recibido. Puede rechazar el amor y huir de los abrazos y las palabras de amor. Tal vez porque en su corazón dañado una voz se repite: No vales, no es verdad, no te quieren, no mereces ser amado, sólo despreciado, odiado, olvidado. Ese pensamiento se repite y me hace pensar que cualquier amor que reciba no basta, es incluso ofensivo, porque no es verdadero, no es sincero. No quiero que me quieran. Porque no me lo merezco y además no quiero estar en deuda con quien me ama. Me rehúso a ser amado y sigo devolviendo mal por el bien recibido. Me tratan bien y yo reacciono mal. Me quieren y yo odio. Me abrazan y yo golpeo. ¡Cuántas veces lo he visto! Al mismo Jesús lo condenaron a muerte cuando sólo había pasado haciendo el bien. Y es que puede ser que, si mi corazón está en la noche, vive en el odio y el rencor, ante el que es justo y ama al que no se lo merece, reacciona con violencia. La justicia y la luz del justo incomodan al que vive en el mal. No es fácil amar a quien no se deja amar. Perdonar a quien no quiere ser perdonado. No quiere la libertad, no quiere la compasión. ¡Cuántas personas heridas no aceptan la compasión de nadie! Llevo en el corazón grabado que el amor ha de merecerse. Y cuando mi vida es muy pobre y mezquina, siento que nadie puede amarla de verdad. Cuesta dejarse amar. También cuesta mucho amar al que me odia, al que me agrede. En seguida surge el deseo de la venganza que tiene que ver con la justicia. En el mundo judío estaba claro: «Habéis oído que se dijo: - Ojo por ojo, diente por diente. Pero yo os digo: -No hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también el manto; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas». Jesús me invita a vivir de una manera que sobrepasa mis capacidades. Al que me golpea en el rostro, dejo que siga haciéndolo. Al que me pide, le doy más de lo que quiere. Doy más de lo que me exigen. Amo más de lo que merecen. Sé que no es posible. Mi corazón no es así, pero puedo pedir un milagro cada mañana. Puedo desear responder con bien al que me hace mal. Dar más de lo que me pide al que me exige. Ser misericordioso con el que me hace daño una y otra vez. Perdonar siempre cuando lo que nace en mi alma es el rencor. Huir de las personas que me piden continuamente, buscando lugares más tranquilos. Abandonar la lucha cuando el trabajo es demasiado. Lo que me pide hoy Jesús es excesivo. Poner la otra mejilla me parece absurdo. Puedo llegar a perdonar al que me abofetea, pero dejar que me golpee una y otra vez me parece más de lo que puedo hacer. Además no quiero hacerlo. Huyo de todo lo que me enferma. Y las personas que me agreden no son un bien en mi vida. Es todo lo contrario. No deseo al que es tóxico y me enferma con su presencia, con sus gritos y exigencias. Prefiero, como cualquiera, al que me trata bien, al que me cuida, al que es bondadoso y cercano. Busco siempre esos ambientes donde soy bien recibido. Pero mi enemigo no me agrada. ¿Quiénes son mis enemigos? Quizás no lo pienso mucho. Pero tienen nombre. Son los que me hicieron daño un día. Los que no me tomaron en cuenta. Los que hablaron mal de mí a mis espaldas. Los que juzgaron mis intenciones y me condenaron. Los que me exigieron mucho y luego me abandonaron cuando no hice lo que ellos deseaban. Los que no me aplaudieron cuando todos lo hacían. Los que no correspondieron al amor que yo les tenía. Los que se escondieron de mí cuando yo los buscaba. Los que me insultaron cuando yo hablaba bien de ellos. Esos enemigos con nombre están en mi vida. Los recuerdo muy bien y los evito, no los busco, no los amo. Pero hoy Jesús me pide que los escuche, que los ame, que desee su bien, que los sirva, que los abrace. ¿Cómo es posible hacerlo? Hago esta lista con nombres y se la entrego a Dios. Él sabrá cómo hacerlo, yo solo no sé. Me cuesta demasiado amar sin ser amado, abrazar sin ser abrazado. Pido ese milagro en mi corazón. Y miro a Jesús que desde la cruz sigue perdonando al que busca su muerte, sigue abrazando al que lo insulta y humilla. Al que lo hiere con golpes Él lo consuela. Conoce sus heridas y no toma en cuenta las propias. Esa forma de vivir es la que añoro como un milagro en mi vida.  

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