Homilía del padre Carlos Padilla - 18 de septiembre de 2022
Domingo 18 de septiembre de 2022 | Carlos PadillaDomingo XXV Tiempo Ordinario
Amós 8, 4-7; 1 Timoteo 2, 1-8; Lucas 16, 1-13
«El que es fiel en las cosas pequeñas, también es fiel en las grandes; y el que es infiel en las cosas pequeñas, también es infiel en las grandes»
18 septiembre 2022 P. Carlos Padilla Esteban
«Dios quiere que sea justo y me pide que entregue lo que hay en mi corazón. Que no busque egoístamente mi beneficio. Que no piense que todo depende sólo de mí»
Tengo en el alma dormido el deseo de vivir más en plenitud. Pero siento que vivo respondiendo a las expectativas y requerimientos de los demás. Me gustaría tener la libertad de los niños para decir que sí y que no sin medir tanto las consecuencias. Vivo obsesionado por mi fama, mi bienestar, mi gloria. Es la vanidad del hombre que deambula pidiendo milagros a diestro y siniestro. Como si nada de lo que vivo fuera un don gratuito, un milagro al que me acostumbro, como el hecho de ver nacer el sol. Me llenan el alma de ilusiones aquellos que sueñan a lo grande. Desconfío de aquellos que un día quisieron verter sobre mí duras exigencias. Como si todo dependiera de mí y la felicidad consistiera en eso, en cumplir para no fallar. Sólo hacer para no dejar sin hacer y responder para no guardar silencio. Los vientos que me acarician la piel me hablan de un mundo nuevo que está por nacer. No dudo del mañana, no tengo miedo ante la vida que es insegura, incierta. Algo puede salir mal, eso siempre. Pero no quiero vivir angustiado por tantas cosas que se escapan de mi control. Me gustaría tener mucha paz en el alma, pasear tranquilo por los caminos de la vida, perder el tiempo delante de una taza de té, hablar de cualquier cosa que no parezca tan importante, sonreír sin prisas, vivir sin agenda, abrazar el viento, no controlar nada de lo que sucede. Mantenerme firme en medio de la tormenta, sin perder nunca el control. Hablar bajito, sin gritar en exceso. Decir pocas cosas, sólo las importantes. Soñar con sueños grandes, que me descolocan y me sacan de mi zona segura, donde me siento en casa. No me da miedo volar aunque sea muy lejos. Ni temo que al faltar yo nada funcione correctamente. Es el temor constante de sentirme imprescindible, como si sólo yo pudiera hacer las cosas bien, de forma correcta. No soy yo el único que puede hacer algo bien. Si yo falto todo seguirá su curso. El recuerdo mantendrá viva mi memoria, pero las cosas seguirán adelante, no soy insustituible. Puede que no haga todo el bien posible, porque me falten las fuerzas llegado el momento. Y quizás quede por escalar esa cumbre tan alta, no me echaré en cara mi pereza, mi desidia. Seguiré soñando en alto, levantando los brazos al cielo. Me gusta creer que las sombras de la noche desaparecen siempre al nacer un nuevo día. Necesito crecer en humildad para no tener miedo de las sombras. Por eso me gustan las palabras de Jesús Villarroel: «Creo que se puede luchar y más serenamente desde la humildad sobre todo para que en caso de derrota no se te rompa el alma, ni pierdas la fe sino que sobre ella puedas encontrar una salida»[1]. La humildad me da serenidad. Y el orgullo me vuelve inseguro, cuando pretendo vencer en todas las batallas. Nada me hace más daño que pensar que siempre voy a ganar el siguiente partido. Y creer que nadie me podrá superar en ningún momento. Me asusta la vanidad que veo dibujada en mis ojos después de una victoria. Y esa fe ciega en mí mismo que me vuelve crítico y duro hacia los demás. Por eso las derrotas y las humillaciones no me desagradan tanto. Me enseñan otro camino, uno más rápido, que lleva al cielo. Mientras que pensar que siempre saldré victorioso me acaba enfermando en esa inseguridad que tiene la vida. Detrás de cada paso que doy surge una nueva duda. No me asustan los que dicen que no es posible el camino que sigo. Ellos no lo recorren, soy yo el que camino. No me asustan las críticas movidas en ocasiones por la envidia, que es tan poco sana. No le tengo miedo a la vida cuando el vuelo se eleva por encima de mis ojos y se pierde en el horizonte extenso. No sé bien cuántas veces podré vivir sin seguridades, ¿toda la vida? la sensación de soledad desaparece al notar una presencia divina cerca de mis pasos. Y no le tengo miedo entonces a nada, no camino ya solo. Desaparece la angustia del pecho, como una bola que pesa cuando me inquieto demasiado ante lo que viene. Confío en el abrazo de Dios a cada paso que doy, hacia la meta. Un día más o un día menos. Todo depende. Camino al ritmo de Dios y eso me llena de paz. Mantengo un ritmo seguro, sin prisas.
La paz es frágil, demasiado frágil. La suelo perder con facilidad. Basta con contratiempo, un imprevisto, para que la calma desaparezca de mi interior. Una frase mal intencionada. Una palabra dicha en un grito. Una agresión física o verbal. Un desprecio, un menosprecio. Una expectativa incumplida. Un sueño que estalla sin haber llegado a hacerse realidad. Una desilusión, un desencuentro. Una palabra mal escuchada o mal entendida. Un desaire. Un inconveniente con el que no contaba. Un cambio de clima que echa a perder mis previsiones y mis planes. Casi cualquier cosa acaba quitándome la paz. Me inquieto, estoy nervioso, me angustio, me lleno de ansiedad. Y de ahí a tocar la ira hay un solo paso. La paz no dura mucho en mi alma. Apenas me levanto y comienzo a caminar corro el riesgo de perderla. Tal vez dentro de mí descansa la lava de un volcán dispuesta a salir a la superficie. Sólo necesita que algo suceda, algo pequeño, para que estalle. Mi ira es como un río de fuego, como una marea que arrasa con todo sin que pueda evitarlo. Quisiera ser pacífico para poder pacificar a los violentos. Quisiera guardar silencio para no herir con palabras cuando a mí tal vez me hayan herido antes. Quisiera mantener la calma cuando todo junto a mí amenaza con desmoronarse. No es tan sencillo conservar el equilibrio que veo en otro y deseo para mí. El miedo al fracaso y a que las cosas no sean como quiero. La frustración que sufro cuando la realidad no es la que yo buscaba. La decepción que surge al ver mis sueños rotos. El dolor que provoca el rechazo que otros sienten hacia mí. Todo, casi todo, despierta sentimientos profundos en mi alma. Siento que algo arde y no consigo apagar las llamas. Un incendio de ira que quiere arrasar con todo. ¿Cómo puedo hacer para apagar el fuego, para acabar con esa violencia que veo surgir dentro del alma? ¿Cómo consigo transformar la ira en paz y lograr así que todo junto a mí esté tranquilo? Nunca he creído en la ira santa. En esa violencia que surge para intentar acabar con el mal y sembrar el bien. No creo en el bien que se impone por la fuerza. Decía el Papa Francisco: «Si tenemos que luchar contra un mal, hagámoslo, pero siempre digamos «no» a la violencia interior»[2]. Quisiera vencer la violencia que surge en mi alma. La rabia contenida que no sé detener. Quisiera que en mí se impusieran siempre las reacciones pacíficas, llenas de paz y esperanza. Me duele ver la violencia en gestos y palabras de los que me rodean. Me pregunto de dónde vendrá tanta violencia. Llego a pensar que hay heridas que uno se lame intentando calmar la angustia. Pero están ahí, abiertas, sin cicatrizar. Y basta una palabra, un gesto que me haga revivir lo que ya he sufrido antes para que se repita la misma rabia que sentí un día. En esos momentos pierdo el control sobre mí mismo y de mí salen palabras y gestos que no podré contener ni borrar de mi alma porque están ahí, grabados a fuego muy dentro. ¿Cómo se hace para apagar ese fuego incontenible? Veo a veces reacciones tan desproporcionadas ante acciones pequeñas que me quedo en silencio, callado, mudo. La desproporción me habla de algo que está en desorden en mi interior. Una herida abierta que duele como el fuego quemando mi alma. Siento en mi interior una angustia que no logro vencer. La paz es un don de Dios en mi vida, la suplico. Tener relaciones de paz con los que me rodean no deja de ser un verdadero milagro. Porque tengo sensible la piel del alma. Y cualquier cosa me duele, cualquier interpretación que hago de lo que me sucede. Siento en mi interior un deseo de abrazar y ser abrazado. Pero a menudo en lugar de abrazos brotan insultos y gestos de desprecio. ¿Cómo sanaré mi alma enferma? ¿Cómo haré que todo en mi interior tenga paz y calma? Decía el P. Kentenich: «En estar desasido de mí mismo y totalmente entregado a Dios estoy por encima de todas las cumbres: - Sobre todas las cumbres hay calma. Entonces soy siempre un hombre interiormente libre. Se me podrá arrebatar el honor, se me podrá arrebatar el patrimonio: ¡Mi Dios y mi todo! Tengo una posición firme, y entonces tengo el mundo bajo mis pies»[3]. Me gustaría vivir con esa libertad interior. Me gustaría tener esa paz que nadie pueda arrebatarme. La capacidad para estar calmado, por encima de ese mar revuelto, con corrientes profundas que inquietan. La paz que da llegar a lo alto de la cumbre y ver a mis pies el mundo. Y sentir que nada ni nadie podrán arrebatarme esa paz que ahora tengo. Ni las calumnias, ni la difamación, ni el rechazo. Que nada puede quitarme la paz si estoy convencido de recorrer los pasos que Dios me marca. Ese don de Dios de vivir desasido es lo que deseo. Nada me inquieta en exceso, nada me turba demasiado. Algo dentro de mí me dice que puedo descansar en Dios porque es mi Padre, porque me ama por encima de todo.
Me detengo ante la puerta abierta de María. Con el alma inquieta, cansada. Y dejo que sus ojos me miren. Lo hacen, no dejan de escrutarme. Me miran por fuera, por dentro, de arriba abajo. Yo quisiera esconderle todo lo que no me gusta de mí mismo, mi miseria, mis debilidades, mis perezas, mis impurezas, mis rabias contenidas y desbordadas, mis insatisfacciones. Se lo tapo todo sabiendo que lo ve. Como si pudiera desconocer de qué madera estoy hecho. Veo mi fragilidad llena de miseria. Y me postro tocando la piedra sagrada. Porque el santuario es un lugar santo. Más ese primero santuario que un día vio nacer a un grupo de jóvenes enamorados de la mano de un Padre. de un hombre herido y fiel. Un hombre de Dios que creyó cuando no había motivos para tener esperanzas. Y hoy vuelvo a tocar estas piedras, esta Iglesia pequeña en la que está María y me emociono. Es como si las lágrimas pugnaran por salir. Como quien vuelve a casa sin saberlo. Sin entender que la pureza de ese Schoenstatt del que me enamoré un día sigue siendo un don virgen. Una realidad siempre nueva, que vuelve a surgir de la nada. O mejor, vuelve a brotar de un sí callado, silencioso, mudo. Un sí convertido en obras, en gestos, en palabras. Un sí que se abre paso en medio de la soledad de los hombres y hace creíble la esperanza. Quisiera tener siempre un corazón de niño para creer, para soñar. Quisiera poder romper las rocas con mis manos. Deshacer la piedra entre los dedos. Como si los problemas se diluyeran en las aguas que corren arrastrándome. Me dejo llevar por esa corriente que brota de este lugar santo. De ese pequeño lugar que quiero que surja en tantos lugares en el mundo. Para obrar esos milagros que pasan desapercibidos a los ojos de los que esperan curaciones extraordinarias. Me gusta volver al comienzo. Despojada mi alma de tantos adornos, prejuicios, miedos, heridas, complejos. Volver al lugar único en el que un alma herida se unió con el alma virginal de María. En esa unión cálida y blanca entre madre e hijo. Y me mostró un camino para empezar de nuevo el ascenso de todas las cuestas, de todas las montañas. Sin más miedos. Sin más dolores extraños. Sólo la esperanza dibujada al recordar la mirada ingenua de aquellos jóvenes niños que creyeron en un padre enamorado de Dios. Podré buscar razones para no creer pero la vida me vuelve a llevar a la fuente para que no olvide, para que no tiemble, para que piense en el bien que me hace esa fuente inagotable de vida, de luz, de esperanza. Quiero dejar que pasen las horas en ese lugar santo. Quiero dejar que los sueños vuelvan a florecer entre mis dedos. Quiero hacer locuras de amor, perdiendo el sueño, incluso el tiempo o la vida. Sólo por amor, porque de los enamorados son los sueños más grandes. Me gusta volver a esta tierra santa en tiempos revueltos. Cuando en ocasiones las preguntas me hacen dudar, me turban, me inquietan. Como dagas que pretenden quitarle vida a la vida. Y aquí es como si todo se sanara. Los miedos más profundos. Las inseguridades más grandes. Y la verdad es una sola, desvestida de subterfugios y simulaciones. Lejos de apariencias y mentiras. Una verdad que enamora, convence, irradia una luz que no es propia, viene del cielo. Me gusta volver a este valle del santuario, a estos montes santos. Para encender el corazón y que nada me pese después de tantas guerras, de tantas luchas. Siento en medio de pasos trémulos, cansados, que puedo llegar a correr por estas calles santas tantas veces surcadas. Como mares conocidos en los que mi barca un día creyó en los imposibles. Y se sostuvo en el tiempo, rotas las velas por los vientos de la tormenta. No dejo de confiar en la fe de tantos que ya se fueron. Algunos muy cercanos, creyeron hasta el día de su muerte. Y otros tantos nunca conocidos que se fueron convencidos de que Dios los había hecho semillas de nuevos santos. Porque la fe se transmite por envidia, nunca por imposición. Porque yo deseo lo que tú posees, tu paz para enfrentar las luchas, tu resiliencia para no tirar nunca la toalla, tu mirada alegre y confiada cuando todos tiemblen y pierden la esperanza. Al tocar esta tierra santa mi alma vibra, llora, se alegra y sueña. Como ese niño que se fue a la guerra un día creyendo que estaba cambiando el mundo, con su forma de enfrentar la vida. Y es lo mismo que yo creo hoy. Si cambia un corazón ya está cambiando el mundo. Si cambio yo ya está surgiendo la paz por encima de la guerra. Si yo callo y actúo movido por mi fe esa actitud ya está sembrando vida nueva alrededor. Me abrazo en las paredes de ese santuario nuevo, ya centenario, paredes cansadas y llenas de luz, de juventud, de esperanza. No le tengo miedo a las incertidumbres que surgen en el corazón. No me asustan las críticas y los juicios. Nunca haré todo como el mundo espera. Nunca diré las palabras que todos quieren oír. Nunca haré las cosas como todos esperan que las haga. Así que no pierdo el tiempo, ni las energías, ni la luz. Porque puedo ser una creatura nueva en las manos de María. Así intuyo que Ella puede componer una suave melodía con mi voz, con mis miedos, con mis fracasos. Y hacer que todo se recomponga sin necesidad de hacer cosas prodigiosas, grandes milagros. Basta mi sí alegre y silencioso. Mis manos aferradas a la piedra de esta casa, de este hogar, de este santuario santo. Eso basta. Sin palabras, sin reproches, sin críticas ni juicios. Sólo el sí enamorado de los que dan la vida.
Hay una torre en mi tierra de Schoenstatt que apunta al cielo. Ha sobrevivido los siglos, las guerras, las vidas y las muertes. Se mantiene firme en medio de un valle sin que alcance a explicármelo. Fue parte de un monasterio de monjas agustinas. Permanece en pie como recuerdo de la grandeza de una obra de Dios. Junto al Santuario que también se mantiene firme, hondo, erguido. Ante esa torre me detengo siempre y me emociono. Pienso en unos jóvenes que al borde de la segunda guerra mundial ofrecieron sus vidas. Una primavera sagrada que quería renovar el mundo, la sociedad en decadencia. Cuando la guerra se convierte en la única solución para arreglar un conflicto quiere decir que esa generación de hombres y mujeres están en crisis, están en decadencia. Cuando la guerra es el camino hacia la paz es que hay algo en el corazón humano que no está en orden. Y entonces pienso en esos jóvenes que viendo lo que sucedía a su alrededor desean que el mundo sea diferente. Como cualquier joven sueñan con cambiar ellos la realidad. ¿Podrán hacerlo? Cualquier persona mayor les diría que no lo intenten, que no merece la pena, que la vida es muy corta, que la disfruten y se dejen de soñar sueños imposibles. Pero esos jóvenes un día ser reúnen en un granero junto a la torre y sueñan. Quieren ser ellos los jóvenes dispuestos a entregar sus vidas, su juventud por el sueño de formar un mundo mejor, más sano, más libre, más pacífico. Más unido, más santo. Vanas ilusiones de corazones jóvenes. Varios de ellos morirían en la segunda guerra no mucho tiempo después de esa reunión en 1939. Habían entregado su vida. Habían enterrado la semilla. Otros siguieron construyendo desde su espíritu noble, recio, libre. Me detengo ante la torre erguida. Su hermana gemela cayó tiempo atrás. Ella no ha tenido miedo y se mantiene firme mirando al cielo, desafiando al tiempo. Me gustaría ser como esa torre, inconmovible, insobornable, impasible. Sonriendo a las alturas y a Dios. Me gustaría tener raíces hondas que pudieran beber de las aguas subterráneas y no esperar las gotas de la lluvia mojando la superficie. Me gustaría tener un corazón realmente libre que no temiera las desgracias ni las malas noticias. Un corazón valiente y arraigado en Dios, firme e inconmovible. Me detengo delante de esa torre, como esos jóvenes que soñaron con ser ellos una primavera sagrada, una luz encendida en medio de la noche, un poco de aire fresco en el calor sofocante. Y pienso en otro joven enamorado, en S. Francisco, que un día en el monte Alvernia, ya no era tan joven, vio en la soledad cómo Jesús le pedía que le entregara todo lo que tenía. Sus miedos, sus seguridades, sus verdades más hondas. Francisco se vio desnudo, despojado. ¿Qué más puedo darte? Le preguntó. Dame esa bola de oro, eso que guardas con celo y no quieres entregarme. Francisco pensó, y asintió. Era verdad. Introdujo su mano en el pecho y extrajo una bola de oro con dolor. Era su comunidad, su hijo más amado, lo que no quería entregar. Y se la entregó a Jesús. Entonces unos estigmas quedaron marcados en su cuerpo. Señal del amor imposible, de la entrega total. Pienso en Francisco, en los jóvenes soñadores enamorados de María. Pienso en la decadencia y en mi poca libertad interior. Y miro en mi alma. Las bolas de oro están ahí, guardadas, seguras. Le daré todo a Dios menos lo que más me cuesta. ¿Qué falta hace darlo todo? Seguiré viviendo con miedo, a medias, inseguro, cobarde. Eso es mejor que darlo todo, hasta lo que más me duele, hasta lo que no quiero perder nunca, pase lo que pase. Jesús me mira conmovido, comprende mis razones. ¿Serás feliz? Me pregunta. Yo tiemblo, dudo, ya no lo sé, mis bolas de oro pesan pero me agradan. Son mías y me dan una seguridad temporal que me ayuda, me anima, me hace sobrevivir. Esa es la palabra, yo sobrevivo. Aprendí a cuidarme, a protegerme, a guardarme. ¿De qué vale perderlo todo? ¿Qué hago con el miedo a la nada? Jesús me mira sonriendo. Sabe que lo puedo hacer, lo veo en sus ojos. ¿Cómo lo hago? Le pregunto. Mientras introduzco mi mano en mi pecho. Tomo con fuerza esas bolas de oro que me pesan. Las saco una a una. Duele el alma por dentro. Pesa menos, o pesa más la mano que las sujeta. Quisiera dejarlas junto a la torre, a sus pies. Como un símbolo de mi entrega, de mi deseo, ¿acaso yo también quiero cambiar el mundo y hacerlo más humano, más misericordioso, más verdadero, más santo? Callo. Sí quiero pero me duele dejarlo todo en las manos de Dios. Abandonarme en su barca sin ser capaz de reconducir el rumbo, sin poder yo elegir la ruta y marcar con el timón hacia dónde quiero navegar. Es tan oscura la noche. Son tan escasas las estrellas. Decido que sí, que ya es hora, que tengo que ser valiente, hombre, libre, veraz. Arrojo las bolas de oro al pie de la torre. Duele el alma por dentro, por el desgarro y la pobreza, por la soledad y el abandono. ¿Habré logrado algo? Algo sí, seguro, me siento más libre, más yo, más niño, más indefenso. No tengo nada que defender. Ya no tengo nada que perder. Soy más libre. No tengo un precio para que puedan sobornarme. No tengo nada que pueda quitarme la paz del alma. ¿Será posible vivir así siempre? Pienso en Francisco que lo entregó todo sin miedo. En esos jóvenes que dieron su vida sin querer retenerla. Quisiera ser más de Dios. Quisiera estar más vacío y lleno de su amor. Eso le pido a Dios, a María, dejando con cariño mis bolas de oro a los pies de mi torre. Algo estará cambiando en mi interior, lo sé, lo espero.
La injusticia, el abuso, el robo, el desprecio hacia el pobre son actitudes denigrantes. Jesús detestó todo eso cuando tomó mi carne para amar a los hombres. Es lo que Dios no quiere y hoy lo escucho en labios del profeta como el gran pecado del hombre: «Escuchad esto, los que pisoteáis, al pobre y elimináis a los humildes del país, diciendo: - ¿Cuándo pasará la luna nueva, para vender el grano, y el sábado, para abrir los sacos de cereal reduciendo el peso y aumentando el precio, y modificando las balanzas con engaño para comprar al indigente por plata y al pobre por un par de sandalias, para vender hasta el salvado del grano? El Señor lo ha jurado por la Gloria de Jacob: - No olvidaré jamás ninguna de sus acciones». Mis acciones injustas son las que Dios odia. Muchos llegan arrepentidos a confesar sus pecados que tienen que ver con la moral sexual. Los que sienten que han fallado a Dios en este aspecto y se sienten impuros. Su impureza los hace sentirse indignos. Pero les cuesta mucho más ver su pecado en el campo de la moral social. Lo que hacen mal en el trato con los demás no lo consideran tan grave. Comenta el Papa Francisco: «Es tiempo de eliminar las desigualdades, de reparar la injusticia que mina de raíz la salud de toda la humanidad». El abuso de poder con sus empleados, con las personas dependientes de ellos, es un mal de nuestro tiempo. El que comete el abuso lo justifica todo con argumentos que cree muy importantes. Defiende su postura porque nadie podría hacerlo de otra manera. No podría seguir adelante con su negocio, con sus sueños si no fuera a través de la injusticia. Yo mismo no entro a juzgarlos, no me toca a mí decidir lo que está bien y lo que está mal. Por eso nunca lo hago. Aun así me inquieta esa distinta medida dependiendo del tema que se trate. Cuando es su beneficio el que está en peligro consideran justas actitudes que quizás en otros condenarían. Sienten que en su caso es plausible lo que hacen aunque para otros pueda parecer injusto. Pero Dios no se olvida de los pobres, de los desfavorecidos, de los menos queridos. Dios es un Dios misericordioso que se abaja ante el desvalido y lo rescata: «Alabad al Señor, que alza al pobre ¿Quién como el Señor, Dios nuestro, que habita en las alturas y se abaja para mirar al cielo y a la tierra? Levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre, para sentarlo con los príncipes, los príncipes de su pueblo». Levanta al desvalido, al repudiado, al condenado. Salva al que es tratado injustamente y le da un lugar en la mesa de los elegidos. Y su actitud se convierte en un espejo para mí. Quiero ser como Él, quiero mirar a mi prójimo como lo hace Jesús. Pero luego veo que no es así. Pienso en todas las injusticias que cometo en mi vida. Cuando condeno a los demás impunemente. Cuando agredo a los demás sin contemplaciones. Cuando soy injusto en mi trato dependiendo de con quien me encuentre. Me lo recuerda el apóstol: «Quiero, pues, que los hombres, libres de odios y divisiones, hagan oración dondequiera que se encuentren, levantando al cielo sus manos puras». Quiero librarme de mis odios y divisiones, de mis injusticias y palabras llenas de rabia, de mi conciencia laxa que justifica todos mis actos. Quiero que venzan en mí el amor y la esperanza. Quiero crear comunión a mi alrededor y salvar al que está más débil. Quiero alzarme desde mi pecado para tocar el amor y acariciar la verdad. Quiero alabar a Dios y necesito para ello tener el corazón en paz, tranquilo, sosegado. Lo miro agradecido por lo que tengo, por lo que he vivido. Y pienso en tantas cosas en las que tengo que poner orden. Mi pecado es lo que me divide por dentro. Me lleva a aferrarme a las cosas, los bienes, los deseos no dejando que sea Dios el centro de mi vida. Y vivo esclavo de todo lo que no me da paz. Me gustaría tener un corazón libre y misericordioso. Compadecerme de las injusticias que veo a mi alrededor. ¿Qué hago para superar el mal en el mundo? ¿Cómo lucho para que los que no tienen tengan y los que necesitan reciban? ¿Cómo consigo que la vida no sea tan injusta como es a mi alrededor? Tal vez necesito tener un corazón nuevo que sepa cambiar lo que a mí me corresponde.
Hoy Jesús cuenta una parábola difícil de entender: «Un hombre rico tenía un administrador, a quien acusaron ante él de derrochar sus bienes. Entonces lo llamó y le dijo: - ¿Qué es eso que estoy oyendo de ti? Dame cuenta de tu administración, porque en adelante no podrás seguir administrando». El administrador actúa mal y derrocha sus bienes. No defiende el patrimonio de su señor, derrocha sus bienes. Poco más nos explica la parábola. Sólo sé que actúa mal y es descubierto. Lo despiden y antes de irse hace algo para cuidar su futuro. Decide ganar amigos. Y para ellos los libera del exceso injusto que tenían que pagar: «El administrador se puso a decir para sí: - ¿Qué voy a hacer, pues mi señor me quita la administración? Para cavar no tengo fuerzas; mendigar me da vergüenza. Ya sé lo que voy a hacer para que, cuando me echen de la administración, encuentre quien me reciba en su casa. Fue llamando uno a uno a los deudores de su amo y dijo al primero: - ¿Cuánto debes a mi amo? Este respondió: - Cien barriles de aceite. Él le dijo: - Toma tu recibo; aprisa, siéntate y escribe cincuenta. Luego dijo a otro: - Y tú, ¿cuánto debes? Él contestó: - Cien fanegas de trigo. Le dice: - Toma tu recibo y escribe ochenta». Seguramente habría actuado injustamente con anterioridad exigiendo más de lo debido. Pero ahora se vuelve justo por interés. Le conviene ser justo y no les exige quizás a los deudores lo que era una exageración que a él le beneficiaba. Esa actitud justa es la que lo salva: «Y el amo alabó al administrador injusto, porque había actuado con astucia. Ciertamente, los hijos de este mundo son más astutos con su propia gente que los hijos de la luz. El que es fiel en lo poco, también en lo mucho es fiel; el que es injusto en lo poco, también en lo mucho es injusto. Pues, si no fuisteis fieles en la riqueza injusta, ¿quién os confiará la verdadera? Si no fuisteis fieles en lo ajeno, ¿lo vuestro, quién os lo dará?». Lo alaba Dios por ser buen administrador. Aunque lo haya hecho de una forma poco clara. Yo quiero ser buen administrador de lo mío. Quiero saber qué hacer con mi vida en todo momento. Administrar lo que he recibido gratis para que dé fruto El Señor. Él quiere que sea justo y me pide que entregue lo que hay en mi corazón. Que no busque egoístamente mi beneficio. Que no piense que todo depende sólo de mí. Todo no, pero sí hay cosas que dependen de mí. Mi forma de tratar a los demás, mi manera de ser misericordioso. Si no lo soy no logaré nada en esta vida. Jesús me deja esta frase que me impresiona: «Ningún siervo puede servir a dos señores, porque, o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero». Siento que sirvo a muchos señores. Hay muchos dueños de mi corazón. Me siento dividido por dentro. Amo a Dios con toda mi alma. Lo amo de verdad desde que era niño. Lo sigo, lo busco y quiero hacer su voluntad. Pero me cuesta tanto. De repente hay otros señores a los que hago más caso. Me preocupan más, me interesan más. Quisiera ser más libre de todo lo que no me conduzca a la felicidad plena. Pero no es así. A menudo me dejo llevar y la vida se complica. Me lleno de afanes que no son los de Dios. Me inquieto pensando en mí, en mi futuro y no consigo nada. No logro soltar el control y dejar que Dios actúe. Quiero ponerle un cerco a Dios. para que no actúe demasiado. Para que no haga lo que yo no quiero y no me quite lo que deseo conservar. Así es mi corazón que sirve a muchos señores. No descansa en Dios confiando. No se abandona a su voluntad sin oponer resistencia. El otro día escuchaba en mi corazón: «Entrégale lo que te preocupa al que se preocupa por ti y el cielo se llenará de estrellas con tu renuncia». Son muchas cosas las que me provocan ansiedad. Mucho miedo a perder el timón de mi barco y sentir que la corriente y los vientos me llevan por dónde no quiero ir. Quiero entregárselo todo a Dios porque sé que Él se preocupa de mí como se acerca al desvalido, al pobre. Viene hacia mí y quiere tomar lo que me duele, me cansa, me pesa. Quiere hacerlo suyo y liberarme de todo. Me da paz hacerlo. Renuncio al control, al dominio, a la seguridad. Me dejo llevar por ese Dios que me empuja y veo cómo mi vida crece en hondura, en verdad. Y al renunciar, al dejar de controlar, el cielo se cubre de estrellas. Me encanta una historia que vuelve siempre a mi alma. Un monje eremita que vivía en el desierto estaba acostumbrado a renunciar a beber por amor a Dios. Dejaba de beber cada noche y al acostarse veía cómo una estrella se encendía en el cielo. Una estrella lo iluminaba y era como un guiño de Dios. Era como si le dijera que su vida tenía un sentido, un valor inmenso. Pero ocurrió que «un día un novicio le acompañó en su trabajo diario. El novicio al ver la fuente se llenó de alegría. El monje dudó y pensó entonces en el alma pura del novicio: Si bebía, aquella noche la estrella no se encendería en su cielo: pero si no bebía, tampoco el muchacho se atrevería a hacerlo. Y, sin dudarlo un segundo, el eremita se inclinó hacia la fuente y bebió. Tras él, el novicio, gozoso, bebía y bebía también. Pero mientras le miraba beber, el anciano monje no pudo impedir que un velo de tristeza cubriera su alma: aquella noche Dios no estaría contento con él y no se encendería su estrella»[4]. Esa noche se acostó con tristeza y tenía miedo de mirar al cielo. Pero cuando lo hizo su alma se llenó de felicidad. En lugar de una estrella brillaban dos. Y entonces comprendió algo muy sencillo. El Dios que ríe en el cielo desde las estrellas ama la misericordia más que el sacrificio. Se recrea en el corazón que mira compasivo a su hermano y se apiada de su necesidad.