Homilía del padre Carlos Padilla - 18 de febrero
Domingo 18 de febrero de 2024 | Carlos PadillaI Domingo Cuaresma
Génesis 9, 8-15; 1 Pedro 3,18-22; Marcos 1, 12-15
«Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio»
18 febrero 2024 P. Carlos Padilla Esteban
«No quiero ser esclavo de mis egoísmos. Quiero soñar con un corazón libre, un corazón que esté anclado en el corazón de Dios. Él es el único que puede hacerme libre de verdad cada mañana»
En la vida hay muchos laberintos en los que puedo perderme. Me adentro en ellos confiado y de repente pierdo el sentido de orientación. ¿Dónde estará la salida? Sigo caminando sin tener claridad. Me ofusco, me turbo, pierdo la paz. Tomo decisiones apresuradas porque quiero salir, quiero hallar la salida lo antes posible. Las prisas nunca son buenas. La vida crece despacio y los logros en la vida sólo llegan con el tiempo. Siento que no es posible salir del laberinto. Parece que voy dando círculos sin un sentido claro. Quizás si pudiera elevarme como las águilas en el cielo sabría por dónde va el camino correcto. Si tuviera un GPS en el alma me orientaría mejor y encontraría la salida más cercana. Pero no es así. Veo sólo el camino que se extiende delante de mis ojos. Veo los pasos que puedo dar. Hay una pared a mi derecha, otra a mi izquierda. Avanzo y giro a la derecha, o a la izquierda. Quiero salir de ahí porque me agobia estar perdido sin rumbo. Giro hacia un lado y una pared no me deja seguir avanzando. Retrocedo sobre mis pasos queriendo tomar una mejor opción. ¿Qué difícil tomar decisiones en esta vida y ver que la decisión tomada no es la correcta? Volver al inicio y comenzar desde cero cuesta mucho. Tengo claro que Dios vela por mí. Sería tan fácil si Él mismo me dijera con claridad lo que tengo que hacer. A menudo se lo pregunto a otros. ¿Tú qué harías en mi lugar? No me responden. Me dicen que soy yo el que tengo que decidir. Y si opinan no siempre estoy de acuerdo con sus opciones. Me creo que los demás a los que pregunto son capaces de sobrevolar mi laberinto y ver con claridad lo que tengo que hacer. En ocasiones siento que hay varias puertas en el laberinto y no sé cuál es la que me lleva a la vida. Puede que todas sean buenas, posibles. Elijo una de ellas y me conduce a otras cuatro. Y así sucesivamente. ¿A dónde voy? No tengo certezas. ¿Cómo tomo las decisiones en la vida? Siempre hay personas a mi lado que me aconsejan. Hay voces que me dicen que estoy mal o que estoy en lo correcto. Mi conciencia juega un papel importante y me susurra al oído lo que me va a dar más paz. En el alma me habla Dios y también otras voces confusas tratan de seducirme. ¿Cómo saber qué voces seguir y cuáles dejar a un lado? Puede que tienda a preguntarles a los demás esperando una respuesta adecuada. Me dicen cosas que se contradicen. Yo no sé bien cuál es la decisión más acertada. Me gustaría saberlo con claridad. No quiero equivocarme nunca. Sé que no será mi caso, cometeré errores. No sé lo que se esconde detrás de las puertas que se abren. Algunas permanecen cerradas. Y me pregunto confuso. ¿Qué hubiera pasado si se hubiera abierto esa puerta? Nunca lo sabré. Los si hubiera no existen, no tienen sentido en esta vida. No me puedo atormentar por las decisiones que nunca tomé, por los caminos que no emprendí. No sé qué hubiera sido de mí en esos casos. Poco importa porque seguí un camino y sin duda fue lo que Dios quiso. Sé que la mejor decisión es siempre la que acabo de tomar. El tiempo me dirá si estuvo bien lo que decidí o no tan bien. Es el fruto de mis decisiones lo que puedo ver con el tiempo. La paz no llega al corazón de forma inmediata. A veces, en decisiones difíciles, no siento paz al comienzo. Pasará el tiempo y vendrá la paz cuando la decisión haya sido la correcta, la que Dios quería de mí. ¿Le pregunto a Dios lo que quiere que haga? Creo en un Dios misericordioso que me ama con locura y me espera siempre en el camino decida lo que decida. Porque puede ser que no elija lo que es un bien para mí. No importa. Dios reconduce mi camino y me abre nuevas puertas o ventanas. Caminos que estaban ocultos de repente se muestran visibles en medio de la maleza. Cuando parecía todo perdido se abre un sendero inesperado, casi escondido, insignificante, tortuoso. Y lo sigo convencido de que es ese lazo que Dios me lanza para que salve mi vida. No se trata de hacerlo todo perfecto. Dios sabe que no soy perfecto y asume que tomaré decisiones equivocadas que me quitarán la alegría. No me juzga, no me condena. Me espera siempre al final de mi camino para llevarme de la mano. Allí donde me encuentre me dirá que mi vida vale la pena, que tengo mucho que darle todavía a los demás. Su mirada misericordiosa sobre mí hace que mis decisiones tengan menos peso. Aun así no dejo de buscar a Dios para decidir de su mano. Porque todo lo que decida en su presencia me acercará cada vez más hasta Él.
Necesito excavar con paciencia, con esfuerzo. Sacar piedras pesadas, imposibles. Romper los viejos cimientos, los que ya no importan. Sacar las tuberías ya oxidadas que no sirven. Proteger las raíces hondas de los árboles, para que no hacerles daño. Excavar, siempre más hondo, más profundo. Buscando llegar al corazón de la tierra. Allí donde reina un silencio absoluto. ¡Cuánto me cuesta ahondar en mi alma! ¡Qué difícil extraer esas piedras que me pesan, me lastran, me hunden! Hay que romperlas antes para poder sacarlas. Quiero llegar a lo más profundo de mi ser. Al lugar más recóndito, al más escondido. Las piedras son pesadas y hay demasiada arena. Camiones y camiones de tierra que me van dejando vacío. Demasiada tierra la que sobra. Todo para poder empezar de nuevo desde el hueco horadado en mi interior. Vaciado de tantas cosas que sobran, pesan, hieren. Recuerdos que me enferman, rencores que he guardado, sentimientos de culpa inconfesables, Complejos que no me han dejado crecer. Necesitaba excavar para llegar a lo más hondo. Ese lugar escondido en el que me reconozco en mi pobreza, en mi indigencia. Desprovisto de todas las protecciones que me hacían pensar que era mejor, más sabio, más niño, más hombre. He comenzado a excavar de nuevo. Quiero llegar casi al otro lado de la tierra. Un túnel, un hoyo profundo, desnudo de adornos. Sólo yo confrontado con mi verdad en medio de una tierra desnuda desprovista de toda belleza. Sólo polvo, rocas y tierra. Tuberías rotas, vacías e inútiles. Despojos de una vida pasada. Reminiscencias de mis pecados grabadas en las rocas. Me siento tan inútil en ciertos momentos de mi vida. Cuando noto que alguien va excavando en mi interior. Duele, el alma siempre duele. Alguien perfora con dureza porque es necesario avanzar y no permanecer estático. Sin lucha no hay victoria, Sin esfuerzo no hay conquista. Los árboles se erigen sobre mi pobreza desprovistos de su plumaje, el otoño se llevó todas sus hojas. Y miran sobrecogidos. Respetaré sus raíces más hondas, para que no mueran. Y la vida se hará más fecunda. Es necesario cavar para poder hacer unos cimientos firmes. Que luego los vientos, y las tormentas no me provoquen inquietud. Cuando sepa que las aguas no arruinarán mis seguridades. Y sentiré que todo tiene un sentido y hay una voz que me repite muy dentro: No dejes de trabajar, de cuidar la tierra, de excavar más hondo. Siempre hacia lo más profundo. La superficialidad del mundo se me pega a la piel. Y me da miedo ser igual que todos. Que lo sagrado desaparezca de mi vida y sólo quede lo mundano. Que Dios desaparezca de mis pensamientos como por arte de magia. Me da miedo que se acabe la hondura de mi alma. Me asusta vivir en la superficie del mar, en la cresta de las olas y no en lo más profundo del océano. Tengo una vida muy rica en mi interior. Hay vida más allá de la apariencia en la que habito. Algo más verdadero dentro de mi interior que me recuerda que estoy llamado para algo más grande que todo lo que hago. Y tengo claro que lo que ahora hago es importante. Cavar, sacar tierra, romper rocas. Es importante el trabajo previo para que luego la vida crezca firme. Sin esa entrega, sin ese trabajo constante, no habrá nunca fruto. Un árbol sin hondas raíces muere. Igual que un edificio sin sólidos cimientos se derrumba. Una promesa sin fundamento se desvanece. Y una vida sin certezas se deja llevar por las corrientes del mar, por los vientos que soplan. Antes de las seguridades de los cimientos firmes hay que vivir el despojo, el quebranto, como me recuerda el P. Kentenich: «Cuando Él deja que nos quebremos, que colapsemos, entonces nos deja por un buen tiempo este sentimiento de finitud, de quiebre, de quebranto. Normalmente es así: más tarde viene un tiempo en que vivenciamos la irrupción, la irrupción de los Divino, y con una fuerza extraordinaria. Diría incluso, de manera más extraordinaria aún que la sentimos el quiebre. Se trató solamente de tocar lo medular, sin palabras de adorno, sin ninguna retórica, con un consciente descuido de toda parafernalia retórica»[1]. Tocar lo medular, lo más profundo de mi ser. Y en ese momento, desprovisto de toda belleza que merezca ser recordada, asoma la profunda verdad de mi vida. En ese momento, vacío de pretensiones, sin cimientos, sin rocas, Dios puede tomar posesión de su nueva morada. Cuando ya no tengo nada que ocultar porque todo se sabe. Y así, en medio de mi humillación, expuesto a esa mano férrea que excava dentro de mí, una y otra vez con mano poderosa, puedo decir que sólo cabe esperar un nuevo comienzo. A partir de la nada misma construir una vida santa, más sana. Lejos de ese mundo que me corrompe, pero sobre mis propias fragilidades, comenzar una obra santa que es una obra de Dios en mí. Él toma posesión de una morada inmunda, desprovista de valor. Allí donde aparentemente no crecerá nada surgirá su obra, su milagro, su santuario. Allí, en lo más humano se elevará lo más sagrado. Así es Dios. Sólo necesita llegar a la hondonada de mi alma para cimentar una obra que perdure a lo largo de la vida eterna.
La Cuaresma es una llamada a vivir en libertad. Una libertad anhelada pues el corazón bien conoce la esclavitud en la que vive. Comenta el Papa Francisco: «El pueblo sabe bien de qué éxodo habla Dios; la experiencia de la esclavitud todavía está impresa en su carne. Recibe las diez palabras de la alianza en el desierto como camino hacia la libertad. Nosotros las llamamos “mandamientos”, subrayando la fuerza del amor con el que Dios educa a su pueblo. La llamada a la libertad es, en efecto, una llamada vigorosa. No se agota en un acontecimiento único, porque madura durante el camino. Del mismo modo que Israel en el desierto lleva todavía a Egipto dentro de sí, también hoy el pueblo de Dios lleva dentro de sí ataduras opresoras que debe decidirse a abandonar. Nos damos cuenta de ello cuando nos falta esperanza y vagamos por la vida como en un páramo desolado, sin una tierra prometida hacia la cual encaminarnos juntos»[2]. Libre es aquel que vive sin cadenas. Aquel que ha superado la nostalgia, el hambre de la esclavitud pretérita, la sed infinita. Ese hambre que saciaba estando atado en cadenas, sin aún conocer el ancho horizonte de la libertad. Ser libres es un anhelo del corazón del hombre. ¿Cuántas personas libres de verdad conozco? Son pocas. Hay tantas dependencias, tantas esclavitudes. Tantas personas atadas al qué dirán, con la expectativa de triunfar en todo lo que hacen. Encadenadas a otras personas de las que dependen, a las que están sometidas. La libertad sigue siendo un bien anhelado y poco tangible. Como una quimera que cuanto más se persigue más se esconde. La Cuaresma es una invitación a vivir en libertad. Es un proceso que va madurando en el camino. Y cuando siento el peso de mi yugo me doy cuenta del poder que tiene el pasado en mi vida. Es tan fuerte su peso, su cadena, que no me deja mirarlo sin que aumente la ansiedad en mi cuerpo. Me siento atado al rencor, al odio, a la falta de olvido. No quiero olvidar, decido recordar. Y el pasado me encadena impidiéndome volar más alto. O siento que tengo que hacer las cosas de una determinada manera para agradar a todos. Creo que es lo que Dios me pide o quizás soy yo mismo el que se exige esa perfección, para ser valorado, admirado, querido. Tengo que hacer cosas para que me respeten, me sigan, me quieran. ¡Qué sutiles son las cadenas! Dicen que basta con un hilito atado a la pata de un pájaro para que este no pueda emprender su vuelo. Hay decisiones tomadas que no me dejan ser feliz y me siento culpable si las dejo a un lado, si paso página, si perdono e intento olvidar. O lo recuerdo todo ya sin el mismo dolor. Mis cadenas son aparentemente fáciles de romper, pero pronto veo que siento ansiedad y quiero volver a Egipto, esa tierra en la que tenía suficiente agua y alimentos. ¿Para qué tuve que adentrarme en el desierto? La soledad, la necesidad de tener más, el grito del corazón que anhela el cielo. Mi alma está hecha para el paraíso. Y clama en un grito desgarrado por soñar con lo que aún no posee. Añoro los años seguros, como dice el Papa: «Si bien con el bautismo ya ha comenzado nuestra liberación, queda en nosotros una inexplicable añoranza por la esclavitud. Es como una atracción hacia la seguridad de lo ya visto, en detrimento de la libertad»[3]. Añoro la esclavitud de mis dependencias, de mis adicciones, de mis actos de pecado que me atan al mal. No quiero aceptar la realidad y deseo un pasado idealizado en el que siendo esclavo era más feliz. Como creyendo que la satisfacción de todos mis deseos colmará mis ansias. Libre es el grito del corazón. Veo a tantas personas esclavas. Tantos que sufren por la carencia de bienestar, por la enfermedad, por la soledad. No pueden ser libres porque están atadas y son esclavas. Yo mismo me creo libre y no lo soy. Cada vez que pienso en mí de forma egoísta, o me adentro en mi pobreza buscando algo de luz, dejo que las cadenas me aten y no me dejen crecer. Quiero ir más lejos, más alto y me estanco. Los pies hundidos en el fango no me dejan avanzar. Quisiera soñar con un cielo y una tierra nuevos mientras me gusta lo que veo y quiero que siga todo igual. No me fijo en el pobre, en el desvalido, en el que es esclavo de su condición de vida, en el migrante que no tiene cómo iniciar un camino nuevo. Invento teorías que tranquilizan mi conciencia mientras sigo siendo esclavo de un mundo que me vende sucedáneos de libertad para que viva más tranquilo. Pero no bastan. No quiero depender de lo que los demás piensan. No quiero estar atado a las cosas como son. Puedo cambiar mi forma de mirar, de entender el mundo. Puedo lograr una forma de vivir muy diferente. Para eso necesito pedir el don de la libertad a ese Dios que camina a mi lado. Él puede darme la fuerza para volar lejos, más alto, más hondo. No quiero ser esclavo de mis egoísmos, de mis pretensiones vanidosas. Quiero soñar con un corazón libre, un corazón que esté anclado en el corazón de Dios. Él es el único que puede hacerme libre de verdad cada mañana.
La Cuaresma es la renovación de la alianza de Dios con los hombres. Hoy recuerdo esa primera alianza de Dios con su pueblo: «Dios dijo a Noé y a sus hijos: - Yo establezco mi alianza con vosotros y con vuestros descendientes, con todos los animales que os acompañan, aves, ganados y fieras, con todos los que salieron del arca y ahora viven en la tierra. Establezco, pues, mi alianza con vosotros: el diluvio no volverá a destruir criatura alguna ni habrá otro diluvio que devaste la tierra. Y Dios añadió: - Esta es la señal de la alianza que establezco con vosotros y con todo lo que vive con vosotros, para todas las generaciones: pondré mi arco en el cielo, como señal de mi alianza con la tierra. Cuando traiga nubes sobre la tierra, aparecerá en las nubes el arco y recordaré mi alianza con vosotros y con todos los animales, y el diluvio no volverá a destruir a los vivientes». El arco iris brilla en el cielo después de la lluvia cuando las nubes se disipan. Es expresión de esa lluvia que no oculta el sol para siempre. No es un diluvio universal. El hombre ha sido salvado por su Dios. La alianza con Dios es una necesidad del hombre. Pero es Dios quien toma la iniciativa y sale al encuentro de cada uno. Establece una alianza con Noé y su descendencia. Dios tiene misericordia y busca al hombre para salvarlo. El agua es necesaria, pero no en exceso. El diluvio, un temporal, no es lo mismo que el agua que sacia la sed del hombre y permite que crezcan los cultivos. Hoy falta agua en el mundo. Y a veces rezo para que llueva mucho, sin que llegue a ser un diluvio. Agua suficiente es lo que hace falta. Cuando noto la escasez de agua a mi alrededor sufro. ¡Cuánta gente no tiene agua suficiente! El agua es fundamental para poder vivir. El agua que brotó en el desierto en la roca de Meribá, cuando el pueblo de Dios tenía sed. Una alianza de Dios con los hombres que me recuerda que no estoy solo, vivo acompañado de ese Dios que no me suelta de la mano y es capaz de sacar agua de las rocas. Dios tiene paciencia con el hombre y lo espera, como hoy escucho: «La paciencia de Dios aguardaba, en los días de Noé, a que se construyera el arca, para que unos pocos, es decir, ocho personas, se salvaran por medio del agua. Aquello era también un símbolo del bautismo que actualmente os está salvando, que no es purificación de una mancha física, sino petición a Dios de una buena conciencia, por la resurrección de Jesucristo». Dios aguarda, espera al hombre para que llegue y obedezca. El concepto de libertad según P. Kentenich está estrechamente relacionado con la idea de la «libertad en la obediencia». La verdadera libertad no consiste en hacer lo que uno quiere de manera egoísta, sino en estar libre para cumplir con el plan divino para cada persona. La libertad se encuentra en la entrega voluntaria a la voluntad de Dios y en vivir de acuerdo con los valores del Evangelio. Esta visión de la libertad implica un compromiso profundo y consciente con el amor y la responsabilidad hacia los demás y hacia uno mismo. Así hicieron Noé y los elegidos por Dios. Ellos obedecieron libremente y siguieron los pasos de Dios. Así se salvaron. La verdadera libertad acaba siendo obediencia a un deseo de Dios para mi vida. Consiste en optar por un camino que Dios me abre ante los ojos para que lo elija, para que lo prefiera. Dios me dice que por ese sendero voy a ser feliz y mi vida va a ser plena. Me cuesta obedecer. Más aún me cuesta saber dónde está ese arca que va a construir para mí. No logro ver el arco iris y no distingo sus más leves deseos. Hoy repito en el salmo: «Tus sendas, Señor, son misericordia y lealtad para los que guardan tu alianza. Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador. Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas. Acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor. El Señor es bueno y es recto, y enseña el camino a los pecadores; hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes». Dios es bueno, es misericordioso y me guía por un camino justo. Me muestra cuál es la senda que he de seguir. Construye un arca en el que refugiarme para no hundirme y abre una fuente en la roca para que beba en abundancia cuando escasee el agua. Me gusta pensar en las fuentes que ha abierto Dios en mi vida para saciar mi sed. Las rocas que ha tocado con su mano para que brote agua. A mí me cuesta ser fiel en lo pequeño y permitir así que la obediencia marque mis pasos. Soy egoísta y no busco a Dios en todo y al final tengo sed porque los charcos del mundo no sacian esa sed de infinito que padezco. Dios me dice que tiene un agua pura que me purificará, me saciará. Yo sigo buscando aguas sucias que no me dan la felicidad añorada. Son sucedáneos de felicidad que no colman el corazón inquieto. Obedecer a Dios no es sencillo. Mi corazón se rebela ante la necesidad del momento y no poseo esa paciencia que sí tiene Dios conmigo. Una paciencia ante mi desobediencia. Si supiera seguir sus pasos y buscar la fuente de mi paz. Si supiera beber el agua que Dios va sembrando en mi camino. Si lograra no dejarme tentar por esos sucedáneos de felicidad que no me hacen ser la persona que Dios quiere que sea. Pienso en el arca que ha construido para que encuentre la paz, la Iglesia. Pienso en las personas que saben de dónde brota el agua pura, a ellas las sigo. Quiero obedecer los planes de Dios y seguir sus caminos. Quiero estar atento para no dejar escapar fuentes verdaderas.
Este primer domingo de Cuaresma es una invitación a ir al desierto: «En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Satanás; vivía con las fieras y los ángeles lo servían». Jesús estuvo cuarenta días en el desierto enfrentado a la soledad, buscando la voz del Padre, haciéndose fuerte ante la tentación del demonio. Cuarenta días de desierto es lo que comenzamos el miércoles de ceniza. Ese día me imponen la ceniza en la frente para recordarme que soy pequeño, frágil, débil. Que sin la fuerza de Dios no soy nada. La ceniza me hace ver que mi vida se consumirá en polvo y comenzará una vida nueva, eterna. La ceniza que vengo a recibir no me embellece, todo lo contrario. Y me recuerda a quien pertenezco. Escucho: «Arrepiéntete y cree en el Evangelio». Y yo quiero creer con más fe, con más fuerza, con más esperanza. La vida es breve en la tierra y la ceniza me recuerda que estoy de paso. Todo pasará, todo se irá. Y quedará sólo el amor que haya entregado, recibido. La ceniza es el signo de pertenencia. Le pertenezco a Dios, soy suyo, soy de Cristo. Es su huella en mi alma. La certeza de que Dios puede sacar vida de la muerte, esperanza de la angustia, sonrisas del llanto. Puede levantar lo que está caído y reconstruir de nuevo lo que está roto. Puede sanar mis heridas. Para recorrer este tiempo de cuarenta días por el desierto me envía con esta señal en la frente. Para que todos sepan a quién pertenezco. En un mundo donde vivo en el que se valora tanto la belleza física, los adornos, la limpieza de la piel, esta ceniza viene a ser un borrón, un inconveniente que afea mi belleza. No me pongo una rosa para comenzar este tiempo, no me echo un perfume especial. Es todo lo contario. Jesús es signo de contradicción y va a aparecer como ese Ecce Homo desfigurado por el mal del mundo. Ese hombre sin belleza al que todos siguen. Esa es la esperanza de este tiempo de Cuaresma. Una mirada positiva en medio del desierto. Decía el Papa Francisco: «La Cuaresma es el tiempo de gracia en el que el desierto vuelve a ser ―como anuncia el profeta Oseas― el lugar del primer amor (cf. Os 2,16-17). Dios educa a su pueblo para que abandone sus esclavitudes y experimente el paso de la muerte a la vida. Como un esposo nos atrae nuevamente hacia sí y susurra palabras de amor a nuestros corazones»[4]. El desierto no es entonces el lugar del abandono en soledad, sino el lugar en el que me encuentro con el amado, en silencio, los dos solos. Como decía el profeta Oseas Dios me llevará al desierto y me seducirá. Me abraza en el desierto y me pide que no tema, que está a mi lado y que su amor es incondicional. No lleva cuentas del mal que hago ni del bien que no logro realizar. Me ama de forma incondicional y me lleva en su mano para que no tema. Hay muchas cosas en la vida que me seducen. La comida, la bebida, los juegos, el sexo, los bienes que poseo, el poder que me da dominio y libertad. El mundo me seduce de mil maneras. Me retiro al silencio del desierto para que no haya más interferencias en mi vida y sólo escuche la voz de Dios gritándome en el oído. Me seduce diciéndome que soy el más amado, que soy especial, que tengo un don, que soy elegido por Él para morar en su presencia. En el desierto la voz de Dios es fuerte y también lo es la del demonio. Las tres tentaciones que aparecen en el Evangelio me hablan de lo que me atrae de este mundo. La atracción del poder. No quiero servir a otros dioses. No quiero que me tiente demasiado el poder y sí lo hace. Quiero tener el poder de la información, de la ascendencia sobre las personas. El poder me coloca en una posición privilegiada frente a los demás. Los poderosos de este mundo me atraen. Los sigo porque tienen el poder de influir en los demás, crean tendencias y toman decisiones que nos afectan a todos. El poder tienta a mi corazón que no quiere vivir obedeciendo, prefiere mandar sobre los demás. En el uso de mi poder está la sabiduría. ¿Seré sabio en el uso de mi poder? Tengo una cuota de poder que puedo usar de forma abusiva. Tienta el demonio para que quiera más poder y para que abuse del poder que tengo. Hay otra tentación. Es la que me muestra todo lo que podría llegar a ser mío. Los bienes son tentadores y vivo comparándome con los que tienen más cosas y mejores que las que tengo yo. Vivo en tensión porque mi casa no es tan grande, mi trabajo no es tan bueno, mi coche no es tan rápido, mi familia no es tan perfecta. Me obsesiono con los bienes y siempre quiero la última versión de todo lo que poseo. Lo compro más barato cuando hay descuentos. Gasto sin pensar en lo que tengo, sin pensar en ser solidario con los que tienen menos. La avaricia y la codicia se adueñan de mi corazón. Es tentador. Igual que lo es el placer de esta vida. Rehúyo los conflictos, evito a las personas que me parecen complicadas, no resuelvo los problemas de nadie. Elijo las labores más placenteras. Quiero descansar, quiero tener una vida fácil. La molicie se adueña de mi alma. Siento que busco el placer en lo que hago y me enfado cuando no encuentro placer en lo que me toca hacer. Evito las labores más tediosas. Elijo los lugares más placenteros y las tareas más cómodas. Busco el placer de forma continua para satisfacer mis más leves deseos. Quiero el placer de la vista, del tacto, del gusto, el placer de todos los sentidos. Y no renuncio a nada porque no quiero, no es lo que me agrada. El desierto es antídoto contra esa búsqueda enfermiza del placer. Renunciar y sacrificarme educan mi voluntad, hacen más fuerte mi ánimo.
El desierto es una oportunidad para encontrarme conmigo mismo, con Dios en mi vida. Lejos de distracciones, centrado en mi alma, puedo escuchar su latido muy dentro. Jesús necesitó retirarse antes de ponerse en camino: «Después de que Juan fue entregado, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios; decía: - Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio». El mensaje de Jesús comienza siguiendo la línea de Juan Bautista. Tengo que convertirme para encontrarme con la Buena noticia del Evangelio. Con la presencia de Dios en mi interior. La conversión es un proceso largo. Comenta el Papa Francisco: «Es tiempo de conversión, tiempo de libertad. Jesús mismo, como recordamos cada año en el primer domingo de Cuaresma, fue conducido por el Espíritu al desierto para ser probado en su libertad. Durante cuarenta días estará ante nosotros y con nosotros: es el Hijo encarnado. A diferencia del Faraón, Dios no quiere súbditos, sino hijos. El desierto es el espacio en el que nuestra libertad puede madurar en una decisión personal de no volver a caer en la esclavitud»[5]. La conversión es obra de Dios y al mismo tiempo es una decisión personal y libre del hombre. Decido ponerme en camino para seguir a Jesús. Decido cambiar cosas que hay en mi corazón para dejar que entren el agua y la luz y me den vida verdadera. Es lo que sueña el alma al comenzar la Cuaresma. Quiero desprenderme de todas mis cadenas. Convertirme en la mejor versión que puedo llegar a ser. Y añade el Papa: «En Cuaresma actuar es también detenerse. Detenerse en oración, para acoger la Palabra de Dios, y detenerse como el samaritano, ante el hermano herido. El amor a Dios y al prójimo es un único amor. No tener otros dioses es detenerse ante la presencia de Dios, en la carne del prójimo. Por eso la oración, la limosna y el ayuno no son tres ejercicios independientes, sino un único movimiento de apertura, de vaciamiento: fuera los ídolos que nos agobian, fuera los apegos que nos aprisionan»[6]. Por eso los pilares en este tiempo de transformación me conducen a tener más vida, a dar más vida. Me detengo en el desierto para estar con Dios. me detengo para hacer oración, el primero de los pilares. Es como el árbol que necesita agua para poder crecer y mucho cuidado. En Dios cargo el corazón de esa vida que necesito para seguir caminando. Me gusta pensar que la Cuaresma me da la oportunidad de hacer silencio, de callar, de soñar con Jesús, caminando a su lado, en su mismo corazón herido. El desierto es un regalo para que todo comience a cambiar. En la sequedad del desierto. En el silencio que me pacifica. En el hambre y la sed que me llevan a desear estar más cerca de Dios. Me siento más liviano. Soy más de Dios. Me siento en paz. En silencio me pregunto qué voy a hacer en estos cuarenta días para tener más tiempo de oración, de encuentro personal con Dios. Me da miedo llevar una vida demasiado superficial. Me asusta no tener descanso en el interior de mi alma. Me gustaría tener más tiempo de encuentro con Dios. Ojalá logre hacer un buen retiro de Cuaresma para detenerme y mirar desde lo alto del monte. Desde la altura mi vida es más pequeña y todo parece más fácil. Decía el P. Kentenich: «Prepararnos a través de un cultivo constante de la vida de oración y de un espíritu mariano que nos llegue y capte profundamente»[7]. Que Dios me capte profundamente. El silencio en este tiempo me lleva a desconectar de todo lo que me saca de mi centro. Las redes sociales me esclavizan. O la tendencia a tener que estar informado de todo. Para no sentirme fuera de este mundo. Sé hablar de todo lo que está pasando a mi alrededor, pero no logro ponerle nombre a lo que me está sucediendo dentro del alma. Mi incapacidad para mirarme y saber qué habita dentro de mí me asusta. Me gustaría ser más libre para buscar dentro al Dios de mi vida. Preguntarle de dónde vienen los sentimientos que alberga mi alma. Quiero saber lo que desea de mí. Qué tengo que hacer, hacia dónde caminar. Quiero que Dios me confirme en las decisiones que voy tomando. Quiero que me diga y me explique el sentido de lo que me pasa. Muchas cosas no las comprenderé y sólo me pedirá que tenga paciencia.
[1] J. Kentenich, Milwaukee Terziat, N 21 1963
[2] Papa Francisco, Mensaje Cuaresma 2024
[3] Papa Francisco, Mensaje Cuaresma 2024
[4] Papa Francisco, Mensaje Cuaresma 2024
[5] Papa Francisco, Mensaje Cuaresma 2024
[6] Papa Francisco, Mensaje Cuaresma 2024
[7] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor