Homilía del padre Carlos Padilla - 17 de septiembre
Domingo 17 de septiembre de 2023 | Carlos PadillaDomingo XXIV Tiempo Ordinario
Eclesiástico 27, 30 – 28, 7; Romanos 14, 7-9; Mateo 18, 21-35
«¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo rogaste ¿no debías tener tú también compasión de un compañero, como yo tuve compasión de ti?»
17 septiembre 2023 P. Carlos Padilla Esteban
«El amor calma el odio. El deseo de paz acaba con el deseo de venganza. Si pudiera lograr que en mi interior abundaran sentimientos positivos. Si lograda Dios liberar mi alma de las cadenas que impone mi rencor. No es tan sencillo pasar de página.»
Mi misión es algo que se me va desvelando con el paso del tiempo. Entre luces y sombras. En el bullicio del día o en la paz de la noche. Es como un fuego que se hace fuerte en mis huesos, en mi alma. Y me muestra un camino a seguir, una elección posible entre muchas, un salto de audacia en medio de tantos peligros. La misión posible o imposible es la que Dios me confía a mí sólo, conociendo muy bien mis fragilidades y todos mis talentos. Yo sé por qué Dios me ha puesto en un lugar o en otro. Él sabe lo que desea de mí. A mí a veces me motiva el deseo de destacar, de quedar por encima de otros, de triunfar. Me puede mi orgullo para ser yo el centro en torno al cual muchos han de girar. Dios no me llama para eso. No lo quiere, no desea que mi vanidad se apodere de mí. Él tiene otros planes, otras misiones. Es cierto que en ocasiones me querrá en el centro y esperará a que yo no rehúya el compromiso. En esos momentos arderá el fuego en mi interior y sabré que tiene sentido y valor todo lo que estoy haciendo o diciendo. En esos momentos pasajeros me querrá ahí, en medio de la tormenta, arrojando las redes con valor a la derecha de la barca. Me querrá en medio de la brecha de la muralla protegiendo a su pueblo de sus enemigos. Dios me ha puesto ahí para sostener a otros, para levantar a los caídos y dar confianza a muchos. Ha asentado mi vida en su mano firme para que no tema las dificultades del camino. Quisiera saber cuál es mi don, mi talento, mi fuerza. Reconocerla y no compararme con los demás. Estar feliz con mi lugar, con mi vida como es. Que arda el fuego, que no se apague, que no me desenamore de Aquel a quien sigo, de Aquella que me ha invitado en la alianza a dar la vida, a perseverar hasta el final. Yo quiero ser fiel en la oscuridad de la noche, no sólo a pleno día cuando mi sí resuena con fuerza. María me dice hoy: «Traedme muchas contribuciones al Capital de Gracias. Adquirid muchos méritos mediante el cumplimiento fiel y fidelísimo del deber y una ferviente vida de oración, y ponedlos a mi disposición»[1]. Ella me acompaña pero quiere que ponga toda mi vida al servicio de la misión que me confía. Quiere que no sea egoísta y viva acomodado lejos de Dios. Por eso entiendo que tengo que ponerme en camino, sin controlar todos los posibles imprevistos que pueden suceder. Sé que vendrán dificultades con las que no cuento y habrá situaciones difíciles que pondrán a prueba mi valor. Dudaré, querré volver a casa donde no hay exigencias ni compromisos. Pero yo dije que sí a pleno día y quiero mantenerme firme en medio de las dudas de la noche. María es fiel a su promesa y no me abandona nunca. Pero a mí me da miedo no ser fiel, fallar, no estar a la altura y huir del compromiso, de la vida, escondiéndome. ¿Por qué me has llamado? Le grito a Dios con una pregunta sin respuesta cuando sé perfectamente que fue Él quien encendió el fuego en mi alma, en mis huesos. Sí, entiendo el motivo de su llamada. Conozco mis fuerzas y talentos y sé hacia dónde puedo caminar en mis luchas. Sé también cuáles son mis heridas de las cuales Dios puede sacar vida para muchos. Eso me conforta siempre. Él puedo hacerlo. Por eso miro a Jesús para no olvidarme de su mirada y no hundirme. Camino así seguro sobre las aguas siguiendo sus huellas ocultas en el agua. Me sostendrá cuando decaiga. Y luego quizás me llame a servir de otra forma. Me quitará los primeros puestos. Hará oculta mi entrega silenciosa. Acallará mi voz para dejarme ser esa semilla enterrada en la tierra que ya nadie valora. Vendrán otros que lo harán mejor. Y a mí me dejarán a un lado, incluso se olvidarán de lo que un día hice. Y me sentiré como esa barca en la orilla que Jesús usa sólo para predicar desde ella, un poco alejada de la orilla, pero quieta, varada, rota. Oiré el silencio, y no habrá aplausos por mí. No estaré en el centro y llegaré a sentir que se están desaprovechando mis talentos y mis dones. Correré el peligro de amargarme y resaltar lo mal que hacen las cosas los demás. Los juzgaré, los criticaré. Me acordaré de cuando yo hacía todo bien. Ahora no es así, no funciona. Y sufriré. Pero Jesús me mirará con ternura y me pedirá que me alegre de mi nuevo lugar. Que no sufra. Que desde ahí, desde la barca varada. Incluso desde el olvido. Seguirá haciendo fecunda mi entrega silenciosa. Eso me da paz y me consuela.
Hay tres palabras claves para aprender a vivir: el respeto, la ternura y la protección. El respeto es esencial en esta vida. No puede haber verdadero amor sin respeto. El amor crea intimidad y despierta la confianza. Cuando amo me siento en casa y bajo las defensas. La persona ante la que me desnudo y le desvelo todo lo que hay en mí, puede hacerme daño fácilmente. Por eso es fundamental no perder nunca el respeto. No tengo derecho a saberlo todo de ti. No puedo exigirte que me abras tu corazón y me reveles todo lo que sientes, piensas, amas, o deseas. El respeto me exige mirar con pudor y reverencia a la persona amada. Veo en ella la grandeza y me conmuevo. La veo como es, en su totalidad, me ha abierto su mundo interior. No puedo hacerle daño. La cuido con respeto, como si fuera un tesoro sagrado. Es el mismo respeto que Dios me tiene cuando me mira. Ve la belleza, el don enterrado en mi piel y sonríe orgulloso. Respeta mis tiempos, el uso equivocado de mi libertad, es paciente en mis caídas. El respeto me lleva a no desconfiar, a no poner nunca en duda la palabra dada. Me lleva a cuidar al otro porque es vulnerable. No tengo derecho a saberlo todo lo que hay en su interior. Es un misterio y siempre seguirá siéndolo. Cuando en una relación de intimidad se pierde el respeto, pronto llegarán las heridas y brotará la desconfianza. Cuando vivo el respeto cuido al que está ante mí como la persona más importante. Respeto sus decisiones, los pasos que da, las cosas que hace. No quiero cambiarla y hacerla a mi medida. Respeto su originalidad, las diferencias que a menudo me incomodan. No quiero perder el respeto hacia los mayores, ni el respeto ante la autoridad. Perder el respeto hacia ellos me lleva a desconfiar. Tampoco pierdo el respeto ante el pobre, el desvalido, el que no tiene derechos en apariencia. Una persona respetuosa cuida la vida que tiene ante sus ojos. Habla con respeto a los demás, nunca los incomoda ni violenta con sus palabras, con sus juicios. Le pido a Dios que me enseñe a tener respeto ante los demás. A cuidarlos, a no herirlos, a tratarlos con admiración, cuidando su dignidad. Vivir así la vida me lleva a ver en todos algo bueno. Me hace pensar que todos son dignos del amor de Dios. Tratarlos con respeto es una labor dura que tengo que cuidar siempre. La segunda palabra clave es la ternura. Dios es tierno con el hombre. Me acoge en su corazón para que descanse. Me cuida como una madre cuida a su hijo. El amor de una madre es la máxima expresión de la ternura, como comenta el Papa Francisco: «La paz nace de las mujeres, surge y se reaviva con la ternura de las madres. Así, el sueño de la paz se hace realidad cuando miramos a las mujeres. Es bonito pensar en un mundo en el que todos viven en armonía y todos pueden ver reconocidos sus talentos y contribuir a un mundo mejor. La capacidad de cuidar es sin duda un rasgo femenino que debe expresarse no solo en el seno de la familia, sino igualmente y con éxito en la política, en la empresa, en el mundo académico y en el trabajo. La capacidad de cuidar debe ser expresada por todos nosotros, hombres y mujeres». Es la ternura que quiero tener en el cuidado de las personas que Dios me ha confiado. Quiero tratar con ternura y delicadeza a quien Dios pone en mi camino. Así es María, me abraza y me sostiene. Quisiera ser más tierno y delicado en el trato con los demás. Mirarlos con ternura. Mostrar esa ternura que es el don más bello de Dios. Me abraza, me sostiene. Yo necesito que me acojan con ternura. Siempre es un don ser acogido así. No merezco la ternura. No la puedo exigir. No tengo derecho a ser tratado de esa manera. Es un don que Dios me regala. Es una gracia que pido de rodillas. Recuerdo el abrazo de mi madre. La ternura del amor humano como expresión del amor de Dios. un amor que no se merece y se recibe con gratitud. Amar con ternura es la única forma de hacerlo. Dejar la ternura fuera de mis vínculos acaba enfriando el amor y endureciendo el corazón. La tercera palabra clave es la protección. Es lo que todo hombre busca. Es lo que yo necesito porque experimento continuamente el desvalimiento y la vulnerabilidad. Veo que no puedo hacer las cosas solo y me siento impotente. Cargo en mi interior una cruz pesada y no me veo capaz de subir a lo alto del monte. Necesito encontrar lugares y personas que sean hogar. Lugares en los que experimentarme seguro y protegido. Espacios sagrados en los que no tenga que defenderme de nadie, donde no necesite demostrar que valgo. Me hace falta tener raíces hondas que me permitan mantenerme seguro en medio de las tormentas de la vida. Esa protección es algo sagrado que Dios me da. Y lo hace a través de personas y lugares que son protección de mi vida. Con ellos no temo nada, no tiemblo. Siento que Dios me quiere mucho y no me deja solo. No necesito demostrarle nada. Puedo ser yo mismo con mis torpezas y mis inseguridades. En su cuidado cercano y tierno me siento protegido. Allí valgo por lo que soy, no por todas las cosas que hago. No necesito hacerlo todo bien para ser aceptado y amado. Me quieren en mi impotencia. Me aman en mi debilidad. Sentir esa protección que no merezco es lo que me construye por dentro. Quiero sentirme siempre protegido por los que amo. Y al mismo tiempo quiero yo proteger a los que Dios me confía. Protegerlos del mal, del hambre, de la soledad, del dolor. Eso es lo que el hombre necesita. Lo confieso, soy débil, no soy fuerte y me hace falta esa protección. Anhelo sentirme en casa, eso es lo que me salva. No pretendo mostrarle a nadie algo que no poseo. Necesito ser protegido siempre para poder así proteger.
Construirle una casa a Dios es la tarea de toda una vida. Es una aventura, un milagro. Dios lo ha creado todo, ¿qué hago yo construyéndole una casa a Dios? Tiene todo el universo para habitar y decide poner en mi corazón su morada. Tiene todo el cielo y la tierra, todas las estrellas y decide someterse a la voluntad tan frágil del hombre. Siento que todo es más difícil cuando pongo en mí la confianza. Construirle una casa a Dios cuando no me lo ha pedido, es una quimera. Quizás quiero controlarlo, tenerlo todo bajo mi mando, decidir y hacer a mi manera, ver a Dios según el tamaño de mis sueños. ¿Quién soy yo para construirle a Dios una casa? Yo, que soy un buscador de hogar, de raíces firmes y no tengo una casa permanente. Busco que me completen, deseo estar completo. Busco que el amor que doy y recibo sea completo. «En mis brazos te siento completa. Y me siento como si hubiera llegado a casa»[2]. Es el anhelo de un hogar que vive en mí. Sueño con un espacio del que no quiera irme nunca. Me duele el alma sólo de pensar en todo lo que me falta. Mis cimientos son tan débiles. Mis raíces son frágiles. No tengo fuerzas para llevar a cabo las empresas que anhelo. Busco estar completo en este mundo incompleto. Miro al cielo anhelando una eternidad, una plenitud que no poseo. Quizás es Dios quien me pide que le construya un hogar, una capillita, una casita sagrada. Es María quien me acoge y me dice que necesita una casa en mi tierra. Me lo pide a mí que no sé encontrar hogar en otros corazones, en otros lugares, donde sentirme completo en un abrazo eterno. Anhelo a Dios, anhelo el cielo, el infinito. Siento el abrazo de María y su ternura infinita. Me mira a mí que vivo mendigando amor, recorriendo terrenos baldíos y me sonríe. En esa sonrisa quiero vivir eternamente. He conocido su amor incondicional en amores condicionados, pero inmensos. Hay alguno de esos amores en mi vida que, estoy seguro, se parece más al amor de Dios que al de los hombres. No así el mío, que es demasiado frágil y pequeño. Sonrío al pensar en mi fortuna. María me mira conmovida. Mi alma desea tocar las estrellas. Y la tierra no me basta para vivir, para amar, es sólo un erial en el que nada crece y yo corro sin parar por esos caminos circulares que no conducen a ningún sitio, o a todos a la vez, ya no me entiendo. Veo que mis cimientos están rotos, envejecidos, algunos caídos. Tendré que demolerlo todo para poder construir. Demoler parece sencillo, pero no lo es tanto. Supone echar por tierra lo que otros construyeron con pretensión de eternidad. Es la misma eternidad que mi corazón desea. Tengo claro que lo que uno construye tiene en su seno una semillas de eternidad. Tomo una pala en mis manos. Veo muchas paladas que se suceden, una tras otra, pero no bastan para horadar la tierra. No bastan para que el pozo sea hondo, muy profundo. Paladas que parecen inútiles y son sagradas. Quiero construirle a Dios una casita sagrada, un hogar lleno de paz y de esperanza. Le he dicho que sí sin saber lo que implicaba seguirlo. Tiemblo ante esta vida que se derrama a mis pies. He comprobado que es inútil llegar más lejos. Sólo lo que Dios quiera, rezo mirando al cielo. Palada tras palada. Sólo si sus manos construyen sobre mis manos será posible. Sus manos en mis manos, en cada palada. No veo los avances. Abro la puerta del alma para aceptar la vida. Leía el otro día: «Estamos acostumbrados a medir y evaluar siempre los progresos a partir del objetivo. Cuando edificamos una casa colocamos ladrillo sobre ladrillo. Leemos una novela y siempre debe estar sucediendo algo nuevo. Los ladrillos, las páginas de la novela son datos exteriores que se van sucediendo unos a otros. También en la oración nos comportamos de esta manera. Le contamos a Dios de nuestras vidas, presentamos peticiones, consideramos diversos asuntos y nos ocupamos de tener siempre algo nuevo disponible. Lo mismo sucede con nuestros sentimientos religiosos. Si un sentimiento empieza a decaer, esperamos que de inmediato surja otra emoción edificante»[3]. Deseo construirle una casa a Dios, pero mi mundo interior está patas arriba, incompleto, vacío. No puede ser. Le pido a Dios que construya una casita sagrada en mi alma. Aunque me cueste la vida entera. Si Él no lo hace, ¿qué puedo hacer yo? Parece todo tan humano, tan limitado. La pretensión de construirle una casa a Dios, a María, puede volverme altivo y orgulloso. Yo el elegido para construir, para soñar, para edificar. Demasiado pretencioso. No es posible. Busco avances como un niño caprichoso. Una palada, la siguiente. Un paso más cada vez. Un avance medible con mis ojos humanos que sólo saben mirar en presente. Vanidad de constructor. Será Él quien me construya una casa. Yo necesito un lugar en el que echar raíces, le suplico. Dios sonríe, como un padre sonríe al mirar a su hijo buscando ayuda. No tengas miedo, me dice. No te desanimes. Tú da tus paladas. Yo construiré lo importante, lo sagrado. La casita sagrada es mi alma que no es tan de Dios como quisiera. No sé construir, no sé demoler, no sé excavar. Tiemblo ante la impotencia que siento muy dentro. Es frágil el camino que asciende al cielo. Es demasiado duro ascender entre rocas y abrojos. Demasiado confuso. Dibujo una casita sagrada en mi alma. No quiero medirlo todo, no quiero calcularlo. Tomo la pala en mis manos. Una palada sólo. Sólo una palada más. María construirá en mí su casa. No sé qué viene antes. Quizás la casita sagrada de mi corazón. Me costará toda la vida llegar al final del camino. Toda la vida ahondar muy dentro de mí, llegar a lo más profundo. Tengo que alejar de mí la suciedad y la maleza. ¿Podrá el desierto llegar a ser un vergel? ¿De lo demolido podrán brotar firmes cimientos? Mis manos en las manos de Dios. Como las de un niño en las manos de su padre. Tiemblo y confío. El camino es largo y las fuerzas escasas. No soy capaz, no necesito serlo. Todo es posible unido a Dios. Sé que sin Él nada resulta. Sin medir, sin calcular, sin controlar nada. Me embarco en su mismo sueño, en su aventura.
Con frecuencia me gusta medir, calcular, controlarlo todo. Me pasa como a Pedro que quiere tenerlo claro todo para poder estar tranquilo: «En aquel tiempo, acercándose Pedro a Jesús le preguntó: - Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?». Siete es el número de la perfección. Pedro quiere saber cuál es la medida perfecta. Necesita encontrar un límite, un tope. Hasta una cantidad se puede dar lo que uno tiene. Dar más resulta imposible para el alma. Pero Jesús va más allá y le pide lo imposible: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete». Veo actuar a Jesús, escucho sus palabras y pienso que esto no es para mí. Yo soy normal, muy humano. Me propone ideales y metas inalcanzables. Me dice que deje ciertas cosas a un lado, que elija otras mejores según Él, desea que opte por lo más grande y haga cosas imposibles. Y yo le creo, no sé cómo lo hago pero le creo. Me pide que perdone siempre. Pero es imposible, le grito. No se puede, nadie lo hace. Uno puede perdonar a veces. Puede incluso pasar páginas. Algunos han dejado de sentir rencor. Otros han conseguido mirar a la persona que ha hecho daño a los ojos sin rabia. Sí, hay logros increíbles. Pero ¿perdonar siempre? No es un don humano, es un don divino. Miro a Jesús en la cruz mientras perdona a los que lo están matando de forma injusta, sólo había pasado haciendo el bien, amando. Me duele el alma por la herida causada por los que me han herido injustamente. Siento rencor e ira hacia ellos. Sé que no es algo bueno: «Rencor e ira también son detestables, el pecador los posee. El vengativo sufrirá la venganza del Señor». Hoy escucho que no es bueno el rencor porque envenena el alma. Y el deseo de venganza me mata por dentro: «Acuérdate de los mandamientos y no guardes rencor a tu prójimo; acuérdate de la alianza del Altísimo y pasa por alto la ofensa». Me gustaría ser perfecto y aprender a perdonar: «Perdona la ofensa a tu prójimo y, cuando reces, tus pecados te serán perdonados». No guardar rencor es lo que deseo. Pero la memoria del corazón es muy alargada. Alguien dijo, hizo, no dijo, no hizo. Alguien no me amó tanto como esperaba o me odió cuando yo no odiaba. O me hirió sin darse cuenta. O me abandonó cuando yo quería ser sostenido y salvado. Alguien o quizás la persona a la que amo. Aquella a la que le había dado tal vez demasiado poder sobre mí. Esa persona que podía amarme y en cambio me ofendió, me hirió. ¿Cómo perdonar la ofensa? Hay pecados leves, ofensas superficiales que puedo llegar a perdonar, incluso a olvidar. Pero hay muchas ofensas graves que me dejan demasiado herido. Pienso que el que ofende merece un castigo. Que sufra, que padezca lo que yo he sufrido. Deseo que la ofensa nadie la olvide. Que el que me ha herido recuerde perfectamente que me hizo daño y que yo no le perdono. Una y otra vez me encuentro con hermanos que no se hablan con sus hermanos. Familiares que han rotos vínculos de sangre por culpa del rencor. Alguien dijo algo, o hizo algo. Y nunca más hubo reconciliación. Parece quizás demasiado imposible. Es como si una corriente de agua me arrasara en mis sentimientos. No puedo tapar la rabia que siento. No puedo reaccionar con mansedumbre, con paz, con algo de distancia, con tranquilidad. Siento que un fuego firme arde en mi interior. «Si un ser humano alimenta la ira contra otro, ¿cómo puede esperar la curación del Señor?». La ira mata, no sana. La venganza me quita la vida, no me alegra el corazón. Cuando me he vengado no estoy más feliz. Después de haber consumado mi deseo de venganza no estoy satisfecho. Ni la muerte de los culpables me calma. Sigo albergando un deseo de venganza en mi interior que no tiene fin. Una cadena interminable de actos de odio que alimentan el rencor de los hombres. Una cadena de actos vengativos que no llevan a ninguna parte. Quiero aprender a trabajar el rencor. No puedo taparlo con una mano como si no existiera. Tengo que pedir que Dios haga en mí el milagro de eliminar mis sentimientos de ira y rencor. Es muy humano sentir todo eso pero no me hace bien. Me duele muy dentro el corazón. No sé qué puedo hacer para que las aguas de mi alma vuelvan a un estado de paz interior. Ojalá mi corazón se relajara. El amor calma el odio. El deseo de paz acaba con el deseo de venganza. Si pudiera lograr que en mi interior abundaran sentimientos positivos. Si lograra Dios liberar mi alma de las cadenas que impone mi rencor. No es tan sencillo pasar de página. No pretendo olvidar nada. Todo forma parte de mi historia y asumo que es así, que no se puede cambiar la realidad. Los hechos ocurridos son los que son y no quiero olvidarlos, porque gracias a ellos soy como soy ahora. Perdonar limpia y sana. Vengarme me lleva a vivir una vida de mendicidad. Mendigaré amor una y otra vez sin conseguir nada.
Dios sí que perdona. No lleva cuenta del mal que hago. No se detiene en mi pecado: «El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; él rescata tu vida de la fosa, y te colma de gracia y de ternura. No está siempre acusando ni guarda rencor perpetuo; no nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpa. Se levanta su bondad sobre los que lo temen; como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos». Dios me perdona siempre. No establece una distancia insalvable entre Él y yo. No se aleja de mí pensando que soy impuro. Me ama en mi debilidad, en mi imperfección. Me perdona cada vez que vuelvo a casa y le pido perdón. Su misericordia me envuelve. Sin su amor que perdona no soy nada. Cuando experimento el perdón y el amor de Dios algo en mi interior cambia o debería hacerlo. Siento su amor inmenso y ese perdón me levanta desde mi caída, en mis heridas. El amor de Dios es como el agua que se filtra entre las rocas. Él no tiene en cuenta mis faltas y delitos. Me mira de forma compasiva. Y espera entonces que yo haga lo mismo: «Si no se compadece de su semejante, ¿cómo pide perdón por sus propios pecados? Si él, simple mortal, guarda rencor, ¿quién perdonará sus pecados?». Espera Dios que yo actúe con bondad cuando he recibido misericordia. Lo mismo espera de mí Jesús cuando me cuenta hoy una parábola: «Por esto, se parece el reino de los cielos a un rey que quiso ajustar las cuentas con sus criados. Al empezar a ajustarlas, le presentaron uno que debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones, y que pagara así. El criado, arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo: - Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo. Se compadeció el señor de aquel criado y lo dejó marchar, perdonándole la deuda. Pero al salir, el criado aquel encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, agarrándolo, lo estrangulaba diciendo: - Págame lo que me debes. El compañero, arrojándose a sus pies, le rogaba diciendo: - Ten paciencia conmigo y te lo pagaré. Pero él se negó y fue y lo metió en la cárcel hasta que pagara lo que debía. Sus compañeros, al ver lo ocurrido, quedaron consternados y fueron a contarle a su señor todo lo sucedido. Entonces el señor lo llamó y le dijo: - ¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo rogaste ¿no debías tener tú también compasión de un compañero, como yo tuve compasión de ti? Y el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda. Lo mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si cada cual no perdona de corazón a su hermano». Si yo soy perdonado, si mi deuda es cancelada, lo normal es que yo haga lo mismo con mi prójimo. A menudo no es así. Me olvido enseguida del pecado perdonado y no necesariamente doy mi perdón al que me ha hecho daño. Si fuera más consciente de lo inmerecido de mi perdón, sería más generoso al acoger al que no ha sido justo conmigo. Suelo tener una distinta vara de medir. Para mí siempre es la parte ancha de la botella, para ti la estrecha. Cuando se trata de mis intereses soy muy exigente, espero mucho. Pero cuando están en juego los tuyos no me tomo tanto interés. Es la realidad de mi vida. Quisiera parecerme más a Dios, no lo consigo. Quisiera mirar como Él mira al hombre y no olvidarme de su misericordia. Sé que Dios es lento a la cólera, no se fija en el mal que hago. Es como una madre que acoge en sus brazos al hijo que llega sucio después de sus juegos. No le importa mancharse. A Dios tampoco le afectan mis manchas. Me mira conmovido. Le maravilla mi belleza interior, esa belleza que no alcanzo a ver. A mí me cuesta superar el egoísmo. Pienso en mí antes que en otros, no vivo para Dios. Las palabras del apóstol son claras y me gustaría vivirlas: «Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; así que, ya vivamos ya muramos, somos del Señor. Pues para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de muertos y vivos». Quiere Dios que aprenda de su bondad.
Quiere que practique su misericordia. Si me perdona la deuda entiende que lo normal es que yo perdone la deuda del que me debe algo. Quiere que yo pase página y no me quede enganchado en mi ira, en mi rabia, en mi rencor. Porque sabe que esos sentimientos me enferman por dentro. Quisiera suplicar la gracia del perdón cada día. Perdonar a los que me hacen daño. Abrazar al que me ha traicionado. Besar al que a mis espaldas me difama. Sonreír al que me odia. Amar a mi enemigo. Esa actitud que Jesús me pide me parece imposible. Siento que va contra mi naturaleza limitada. En realidad el perdón me sana a mí por dentro: «El perdón tiene unos efectos tan saludables para el bienestar psicofísico de quien lo concede que, por lo general, se considera deseable incluso frente a ofensas extremadamente graves, entre las que se encuentran el abuso sexual y la violencia física»[4]. Aunque sólo fuera por egoísmo debería tratar de perdonar siempre. El perdón es saludable. Es una gracia que llena de paz mi corazón enfermo. El perdón es una forma de entender la vida. Si vivo comparándome con los demás voy a ver ofensas por todas partes. Hay personas especialistas en descubrir el mal que alguien, aun sin saberlo, les está causando. Ven enemigos por todas partes, rápidamente descubren al que los ha ninguneado. Y sienten el dolor del daño causado. Hay muchas personas que no pueden perdonar porque el rencor se ha instalado en su alma como una forma de entender la vida. Miran a los demás sintiéndose juzgados o no tomados en cuenta. Rápidamente sienten que los demás les deben algo. Luchan por tener lo que los otros tienen. Ven amenazas en aquellos que pueden arrebatarles lo que consideran un derecho. De esa manera es imposible el perdón porque reciben ofensas todos los días. Si yo vivo de expectativas viviré siempre ofendido y entonces el perdón me parecerá una quimera. Deseo vivir con libertad interior. Quisiera sentirme en paz con todos. Que no sintiera que alguien me debe algo. Es mentira, nadie me debe nada. Vivir en paz con todos es una gracia de Dios. Cuando vivo así todos son mis hermanos y a todos los quiero por lo que son. No tienen que demostrarme nada, no necesitan tratarme de una forma determinada. Quisiera vivir así, perdonado, perdonando. Que nunca exija a los demás lo que a mí no me exijo. Si conmigo soy condescendiente, también lo seré con los otros. Si a mí me lo permito todo, lo mismo haré con aquellos que quieren vivir de otra manera. Me gustaría tener esta forma de entender la vida. Una mirada misericordiosa como la de aquel que ha tocado en su vida la profunda misericordia de Dios. Ese amor de Dios me salva y me permite vivir amando a todos. Sin rencor, sin heridas. amado y sanando con mi entrega.