Homilía del padre Carlos Padilla - 17 de julio de 2022
Sábado 16 de julio de 2022 | Carlos PadillaDomingo XVI Tiempo Ordinario
Génesis 18:1-10; Colosenses 1:24-28; Lucas 10:38-42
«Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la parte buena, que no le será quitada»
17 julio 2022 P. Carlos Padilla Esteban
«Yo no puedo salvarme solo. Reconocer quién soy y de dónde vengo refuerza en mí la conciencia de hijo amado y esperado. El abrazo de Dios me espera siempre al final del día»
Hoy me dicen que no tengo culpa de nada. No soy responsable del mal en el mundo. No puedo cambiar nada porque las cosas son así. Soy débil y nací roto, no hago el bien que deseo. Todo lo contrario, me dejo tentar y acabo haciendo lo contrario de lo que buscaba. ¡Qué tentador es el mundo, mi mundo! ¡Qué ardua es la batalla por vencer con Dios! Y además la sequedad, la falta de consolación, de satisfacción. Y la rutina, la desidia, la pereza, el ocio. Todo ello es el caldo de cultivo que me conduce por los caminos que no quiero recorrer. Necesito ser consciente de mi responsabilidad en estas batallas. Por eso resuenan las palabras del P. Kentenich: «Se imaginan ustedes qué importante es cultivar cuidadosamente en nosotros el sentimiento de culpa»[1]. El sentimiento de culpa me lleva a reconocer que no puedo con lo que me he comprometido. No logro llegar a la meta por la que llevo luchando tanto tiempo. No soy capaz de amar como creía que iba a poder. No me mantengo fiel en todas las tentaciones, pensé que era más fuerte. La culpa me hace más realista. Descubro mi vulnerabilidad. No voy a poder solo, pediré ayuda. Porque me siento culpable por mi pecado. No hay otros culpables, yo soy el responsable. Miro mi pobreza y veo con claridad que de mí depende. De mi forma de vivir, de mi forma de mirar a los demás. Descubro en mí lados heridos del corazón. Hay oscuridades en el alma donde no dejo entrar la luz. ¿De qué me sorprendo tanto? No tengo que asombrarme. La culpa siempre va a estar en mí. Y añade: «Reprimo mi sentimiento de culpa y mi consciencia de culpa. La consecuencia es que Dios no llega a la sustancia de mi alma, al núcleo de mi alma. Por tanto, lo más íntimo de mi alma está demasiado poco conectado y unido con Dios. En la práctica, lo que sucede es que no vivo para nada mi propia vida. Es casi como si yo marchara en una persona ajena»[2]. Reprimo mi culpa, no acepto mis heridas, desconozco mis pecados. No asumo mi responsabilidad por la vida que llevo y es así como no dejo que Dios entre dentro de mí. La culpa me vuelve niño débil. Necesitado de la misericordia y de la ayuda para caminar. Necesito despertar a la verdad de mi vida: «Una vez despiertos, se daban cuenta del vació de sus vidas, veían sangre en sus manos y culpa en sus almas. Entonces se levantaban y se alejaban del mundo para sumirse en el recogimiento»[3]. Al reconocer mi culpa veo el vacío que me deja, la sed profunda, la soledad hiriente. Y entonces me retiro a encontrarme con Dios en soledad, en contemplación. Pongo ante Él mi vida entera como es. Con sus verdades, con sus mentiras. Con sus vanidades y orgullos. Con sus egoísmos enfermos. Con su ansiedad y sus miedos. Todo lo pongo ante los ojos de Dios consciente de mi culpa, de mi responsabilidad. Y en silencio dejo que Dios me calme. Me ato a Él para fortalecer mi voluntad que ha quedado herida después de cada caída, de cada tragedia en mi alma. Así es Dios que viene a mí a salvarme, a levantarme, a decirme que puedo hacerlo todo mejor si confío y me abandono. La culpa mal vivida me lleva a los escrúpulos y no me deja confiar en la misericordia de Dios. Él me mira y ve belleza en mí. No está todo podrido en mi interior. Sólo tengo partes oscuras, pecados y debilidades que ensucian mi alma. Pero soy mucho más que mi pecado. Soy más que mi culpa y mi caída. Soy más que esa debilidad mía que me deja postrado y con miedo. Soy más poderoso y valioso. Soy un ángel oculto en retazos de carne. Soy un hombre herido que busca abrazos. Necesito el abrazo de Dios que me recuerde el color del cielo. Necesito que su voz pronuncie mi nombre y me anime a caminar hasta llegar a su lado. Es la misericordia la que me salva, no la ausencia de fragilidades y aguas pantanosas en mi interior. Dios es más fuerte que mi pobreza. Me sostiene para que me mantenga fiel. Mira con paz, con alegría mi vida llena de inconsistencias. Y me recuerda que Él es el que me salva. Yo no puedo salvarme solo. Reconocer quién soy y de dónde vengo refuerza en mí la conciencia de hijo amado y esperado. El abrazo de Dios me espera siempre al final del día.
Hoy se habla mucho de las personas tóxicas. Igual que si fueran un alimento o una bebida tóxicos. Se cataloga fácilmente al otro y te dicen que los apartes de tu vida. Y uno piensa en su interior: - Esa persona me consume la energía positiva, me agota, me desgasta, me mata. Y entonces la elimino de mi vida, la hago desaparecer, la tacho. ¿Es eso lo que Dios me pide? ¿Me lo pide cuando me habla de amar a todos y especialmente a mi enemigo? Quizás no es eso lo que quiere Dios. Pero no es fácil. Veo la toxicidad en los demás. ¿No me equivocaré nunca? ¿No estaré siendo tóxico yo mismo en lugar de los que me rodean? ¿No estará en mí el pecado más que en los demás? ¡Qué fácil es echarles la culpa a los demás de mis propios errores y debilidades! Tal vez no me dicen que yo soy tóxico. A lo mejor se alejan de mí porque les quito la energía y no dejo que vivan con paz. Y no me doy cuenta. Puede ser. Tengo poca capacidad de introspección. No sé mirar hacia dentro para ver si lo que yo hago es bueno o malo, para ver si lo que pienso es sano o constructivo. No sé ver si mis obras hacen crecer a los demás o los envenenan. Mis juicios, mi forma de mirar la vida. Mis silencios y mis palabras. Mis gestos, mis actitudes. Me cuesta detenerme a pensar en silencio sobre mi vida, sobre mis relaciones. Quisiera aprender a quedarme ante un paisaje, ante una puesta de sol sin decir nada, en silencio, quieto y callado. Pensando. Necesito hacer introspección porque es lo que me salva de falsas imágenes de mí mismo que he ido construyendo para protegerme, para que me quieran, para que me acepten y respeten. Vivo buscando cumplir los sueños de otros y no me dejo tiempo para ver cuáles son mis sueños. Veo lo que los demás esperan de mí pero no me detengo a pensar en lo que yo espero. Eso que me piden ¿me hará bien? Eso que esperan de mí ¿lo puedo dar? Esa vida que me sugieren ¿la puedo vivir? No quiero vivir tratando de contentar a los otros antes que a mí mismo. Ni siquiera pretendo contentar a Dios. Sólo busco hacer lo que Él me pide y sé que Él sólo quiere mi felicidad. Tengo claro que lo que me pide siempre es algo bueno, y tiene que ver con mi originalidad, con mi verdad escondida. Dios pronuncia mi nombre y yo me levanto y le sigo. Pero el cómo, la forma, la manera como hacer las cosas a veces es menos importante. Quiero ser fiel a lo que yo sé hacer. A mi forma de darme, a mi originalidad. Tóxico es todo aquello que me envenena. Pueden ser las circunstancias que me tocan vivir. Puede ser el ambiente en el que me muevo y en el que respiro. O puede ser que yo lleve la toxicidad en mi interior y sea tóxico para otros y también para mí mismo. Ya no lo sé. Las personas sanas y equilibradas son más felices que las que no lo son. Ellas son las que hacen que mi vida sea mejor. ¿Tendré yo ese equilibrio que les pido a otros? ¿Estaré tan sano como pretendo estar? ¿Viviré esa armonía que me parece un don de Dios? Decía el Papa Francisco: «La enfermedad de la esquizofrenia existencial: Es la enfermedad de los que viven una doble vida, fruto de la hipocresía típica de los mediocres y del progresivo vacío espiritual que ni grados ni títulos académicos pueden llenar. Se crean así su propio mundo paralelo, donde dejan a un lado todo lo que enseñan con severidad a los demás y empiezan a vivir una vida oculta y, a menudo, disoluta». No quiero vivir dividido, roto, separando unas cosas de otras. Aplicando ciertas normas para los demás y otras para mí mismo. No quiero vivir totalmente dividido por dentro. Tengo un corazón herido pero unido entre las manos de Dios. Los abrazos me sanan, me elevan a Dios, me acercan a Él. No pretendo ser salvador de nadie. Ni he pensado en lo que deberían hacer los demás con sus vidas. No quiero convertirme en norma, en ley para todos. No pretendo decidir los que están mal, los que son tóxicos y los que no lo son. No aparto de mi vida a nadie. No soy yo ese juez que establece los que se salvan y los que se condenan. Quizás debería tener más humildad en mi corazón para enfrentar la vida. Quiero más bondad para mirar a los demás sin caer en el juicio. No llevo la condena dibujada en los ojos. No pienso que estén mal los demás mientras que sólo yo hago las cosas bien. No me juzga el mundo. Yo tampoco lo juzgo. Sólo es Dios el que me mira y me mira bien. Él ve mi belleza antes que toda la oscuridad que yo contemplo. Me gustaría ser más niño para abrirme a su poder sin miedo a que me descomponga. Dios sabe de qué estoy hecho y no hará nada que pueda hacerme daño porque ve que soy frágil. Vivir el engaño del mundo es vivir pensando en el juicio de los hombres como si fuera lo más importante. Esperando a cumplir con sus deseos y expectativas. Que estén contentos conmigo. Que nunca hablen mal de mí. Que nunca me critiquen. ¿Y si piensan que yo soy el tóxico? No importa su juicio. No altera nada de mi verdad. Sigo siendo el mismo antes y después de ese juicio. Eso me da paz.
Hoy se habla mucho de la resiliencia. De la capacidad para resistir la adversidad. De la madurez para enfrentar la vida con altura en medio de sus dificultades y contrariedades. No todo lo que me propongo sucede con facilidad. Tengo que luchar para llegar a la meta. No puedo rendirme, no quiero tirar la toalla ante los primeros problemas. Esa fe en la victoria final es la que necesito en medio de mi vida. La fe en lo que puedo llegar a lograr. Es la madurez que se espera de mí para no desesperarme y convertirme en una persona que reacciona, que se deja llevar por las palabras y gestos de los que me provocan. No quiero vivir reaccionando. Le vida es muy corta y no merece la pena perder la paz, la calma, la alegría. Que lo que los demás digan o hagan no logre quitarme nunca la paz interior. ¿Será eso posible? Se trata de madurar, de crecer como persona. Me gustan las palabras del P. Kentenich: «La expresión ‘maduro’, aplicada al ser humano, ha sido y sigue siendo todavía para mí algo inquietante. Al escucharla, oigo resonar como disonancias las palabras empobrecimiento, atrofia, pérdida de sensibilidad. Lo que habitualmente se presenta ante nuestra mirada como madurez en una persona es una resignada razonabilidad. Para poder navegar mejor, en medio de las vicisitudes y borrascas de la vida, aligeraron su navío. Arrojaron bienes que consideraron prescindibles. Pero de lo que se desembarazaron fueron las provisiones de alimento y de agua. Ahora navegan más aligerados, pero, como seres humanos, languidecen»[4]. No quiero esa madurez que me haga languidecer como persona. Quiero ser valiente, audaz, capaz de luchar hasta el extremo en medio de mil batallas. Puedo hacerlo. No me dejo llevar por la vida. Puedo dar más, luchar más. No me rindo tan fácilmente. No soy maduro cuando no siento, cuando no sufro. Soy maduro cuando enfrento el dolor con paz, cuando me sobrepongo a las tensiones y sigo creyendo en el amor de Dios en mi vida. Cuando logro levantarme después de cada tropiezo. Cuando veo que detrás de la tormenta asoma un rayo de luz anunciando un camino despejado. Quiero ser auto exigente, para no limitarme en mis posibilidades. La resiliencia es un valor que hoy necesito. No me conformo con lo que tengo. No quiero languidecer como persona. No quiero esa madurez razonable. Quiero ser maduro con el poder de Dios que saca lo mejor que hay en mi corazón. Los sentimientos tienen fuerza pero no me dominan. Soy dueño de mis actos y no respondo con violencia cuando la ira se apodera de mi corazón. Pienso con paz la realidad. La miro en su belleza y en su fealdad. No me dejo arrastrar por la corriente. Tomo las decisiones en conciencia, en mi corazón. Puedo equivocarme, pueden acabarse las energías y puedo llegar a abandonar. Me pueden gritar que abandone, pero si creo que puedo conseguirlo seguiré corriendo. Quiero un corazón que se exija siempre el máximo. Que no se duerma esperando una victoria fácil. Que no viva deseando que los demás me solucionen los problemas. Un corazón capaz de entender la vida en su plenitud. Una vida plena en medio del camino es lo que más deseo. No ceder, no dejar de luchar, no abandonar cuando todavía hay alguna posibilidad de vencer. Madura es la persona que se toma en serio cada aspecto de su vida. Ama con madurez y un toque de locura. Se entrega por entero más allá de lo razonable. Cree que es posible lo imposible simplemente porque lo ha soñado. Lucha hasta la extenuación aun sabiendo que puede caer derrotado. No importa. Esa madurez es la de los santos que eran un poco locos. Habían madurado en sus afectos y no vivían atados en vínculos enfermizos. Pecaban, se arrepentían y volvían a luchar. Miraban al cielo y seguían subiendo a la cumbre. Detrás de cada cumbre siempre hay una nueva montaña que escalar. El que se acostumbra a vencer desafíos no tiene miedo de volver a intentarlo. El que ha amado hasta el extremo a alguien en su vida, no deja de pensar que puede seguir amando a más personas en su corazón. Sigue viendo que la vida es una botella medio llena, nunca medio vacía. Y sabe que no puede vivir esperando a tener la casa más grande o el trabajo mejor. Deseando que los hijos crezcan. Soñando con un ascenso, o con que pase la enfermedad que ahora los agobia. Anhelando ese clima benévolo que no sea tan caluroso o tan frío. Rezando para que haya agua suficiente. Cuando uno vive esperando ese futuro que no llega sólo logra perderse el presente. La madurez es mirar la vida con realismo, con alegría, con paz. Lo que ahora tengo es todo lo que hay, es lo que me toca vivir y no puedo cambiarlo. Sólo puedo cambiar la mirada. Sólo me queda seguir luchando para vivir cada momento como un regalo, como una nueva oportunidad que Dios me da. Sin ceder, sin dejar de soñar. Vivir deseando lo que no poseo no me permite disfrutar la vida ahora. Tengo que adaptarme para ser feliz en las circunstancias que me rodean. Amando las cosas y las personas que me rodean. Sin desear estar en ninguna otra parte. Dios me quiere ahí para que sea pleno, fiel y feliz. Todo lo demás son excusas que me pongo cuando no logro vivir con alegría.
Hay escenas del Antiguo Testamento que me fascinan. Hay una encina en Mambré. Hay un hogar en el que echar raíces. Abrahán y Sara aguardan. Y en ese momento entra Dios en sus vidas: «Apareciósele Dios en la encina de Mambré estando él sentado a la puerta de su tienda en lo más caluroso del día. Levantó los ojos y he aquí que había tres individuos parados a sur vera. Como los vio acudió desde la puerta de la tienda a recibirlos, y se postró en tierra, y dijo: - Señor mío, si te he caído en gracia, no pases de largo cerca de tu servidor. Que traigan un poco de agua y lavaos los pies y recostaos bajo este árbol, que yo iré a traer un bocado de pan, y repondréis fuerzas. Luego pasaréis adelante, que para eso habéis acertado a pasar a la vera de este servidor vuestro». Se detienen delante de Abrahán tres peregrinos. Van de paso pero él quiere que se queden en su casa. Me gusta esa actitud. Esa mirada. Tienen el corazón abierto. Acogen al que llegan. No preguntan, no se incomodan, no sienten que les roban la paz con su llegada. Todo lo contrario. Es como si siempre hubieran estado esperando a esos desconocidos. Los acogen y se ponen a servirles. Los atienden como si fueran las personas más importantes en su vida: «- Hazlo como has dicho. Abraham se dirigió presuroso a la tienda, a donde Sara, y le dijo: - Apresta tres arrobas de harina de sémola, amasa y haz unas tortas. Abraham, por su parte, acudió a la vacada y apartó un becerro tierno y hermoso, y se lo entregó al mozo, el cual se apresuró a aderezarlo. Luego tomó cuajada y leche, junto con el becerro que había aderezado, y se lo presentó, manteniéndose en pie delante de ellos bajo el árbol». Abrahán no sabe que son tres ángeles de Dios. No entiende el lenguaje de Dios. El hombre no puede ver a Dios cara a cara y seguir viviendo. Ven sólo a tres hombres. En ocasiones hago ciertas cosas porque me encuentro ante una determinada persona. Por su posición, por su rango, lo trato de forma diferente. Le doy todo lo que tengo. Me desvelo por él. Pero esa no es la actitud de Abrahán. No es interesado. Trata igual a todos. Dar sin esperar nada es la forma como me gustaría vivir. Pero no siempre soy así. No acojo a cualquiera. No trato igual a todos. Tengo metido en el corazón esa herida del pecado. Y juzgo, condeno, catalogo. Me gusta encasillar a las personas. Doy al que más me da. Valoro más al que más puede ofrecerme. Quisiera tener la hospitalidad de Abrahán. Tres peregrinos pasan ante su puerta y él los detiene. Quiere que coman con él. Siempre me gustan las personas acogedoras. Saben ser hogar para el peregrino, lugar de descanso para el que está fatigado, hogar para el que vive sin raíces. Me gustan los que no miden, no calculan su entrega. Siempre están dando sin esperar nada. Siempre buscan dar amor sin querer ser queridos. Esa generosidad, ese amor desinteresado y libre es el de Jesús. Él comía con todos. Iba a la casa de los más necesitados. Lo juzgaban y criticaban por comer con prostitutas y publicanos. Pero a Jesús no le importaba. Él tenía un corazón generoso, libre. Miraba el corazón y descubría la belleza de todos. Así es Abrahán. Y gracias a que acoge a esos peregrinos, le cambia la vida: «Así que hubieron comido dijéronle: - ¿Dónde está tu mujer Sara? - Ahí, en la tienda, contestó. Dijo entonces aquél: - Volveré sin falta a ti pasado el tiempo de un embarazo, y para entonces tu mujer Sara tendrá un hijo. Sara lo estaba oyendo a la entrada de la tienda, a sus espaldas». A Sara luego le faltará fe, porque es muy mayor. Pero acabará ocurriendo el milagro. La que llamaban estéril dará a luz un hijo de esa descendencia que Dios le había prometido a Abrahán. Dios le dijo que tendría una descendencia tan numerosa como las arenas del mar, como las estrellas del cielo. Pero Sara era estéril. ¿Cómo iba a hacer Dios posible lo prometido? Parecía que no tendrían hijos. Y por eso busca medios humanos Abrahán para tener hijos con la criada. Pero ese no es el camino. No es la forma como Dios quiere actuar. Sara tendrá un hijo, Isaac, siendo estéril. Un hijo nacerá de sus entradas cuando no podía concebir y era una mujer mayor. Dios cumple su promesa de acuerdo con sus planes, con sus caminos. Me gusta esa mirada, esa forma de actuar de Dios. ¿Qué hubiera pasado si Abrahán no hubiera detenido a estos tres hombres para darles de comer? No lo sabré nunca. Pero lo cierto es que sí los detuvo y fue generoso, hospitalario, les dio una casa, un hogar en el que descansar y echar raíces. Me gusta esa forma de ver la vida. Hago todo sin esperar nada. No pienso en lo que puedo lograr. No trato mejor a los que mejor pueden corresponderme. No pienso en todo lo que me ha dado una persona mientras intento compensarla con mi cariño. Trato a todos igual, con misericordia, con generosidad. Me gustaría ser así siempre. Ir con el que más me necesita, acoger al que está más perdido y desorientado, cuidar al que más necesita el amor incondicional en su vida. Quiero hacerlo todo sin esperar nada porque Dios luego da el ciento por uno. Él me da en abundancia, sin tener en cuenta lo que yo he entregado. Cada vez que lo haga con uno de los más pequeños, lo estaré haciendo con Jesús escondido en su carne rota. Quiero ser así, vivir sin medidas, dar sin llevar las cuentas. Así es la escena de Mambré. Un encuentro. Un hogar que se abre. Una comida que se comparte. Hay un icono que representa esta comida como si fuera una eucaristía trinitaria. Siempre que hay amor en la acogida sucede el milagro de la comunión.
Hoy se me pide que aprenda a amar. Me pide Dios que obre con rectitud de corazón. Hoy escucho: «El que anda sin tacha, y obra la justicia; que dice la verdad de corazón, y no calumnia con su lengua; que no daña a su hermano, ni hace agravio a su prójimo; con menosprecio mira al réprobo, mas honra a los que temen a Dios; que jura en su perjuicio y no retracta, no presta a usura su dinero, ni acepta soborno en daño de inocente. Quien obra así jamás vacilará». Me gustaría ser así siempre. Obrar con justicia, estar a la altura y actuar con bondad, y compasión. Me gustaría dar sin esperar nada, amar sin exigir, sin pretender querer ser amado. Sin necesitarlo, sin suplicarlo. Es cierto que necesito el amor para sobrevivir. Que me amen cuando yo amo. Pero no quiero depender enfermizamente. Necesito ese abrazo hondo, esa caricia sincera. Miro a Marta en Betania. Marta, a quien Jesús amaba. Ella se sabía querida por Jesús y lo servía con un corazón sincero, sencillo, pobre. Ese amor debería bastar. Pero no siempre basta: «Yendo ellos de camino, entró en un pueblo; y una mujer, llamada Marta, le recibió en su casa. (…) Marta estaba atareada en muchos quehaceres». Marta lo servía, se afanaba para que todo estuviera en orden. Lo amaba de corazón y quería estar con Él ayudándolo, cuidándolo, no dejando que la vida se le escapara. Marta entendía que el amor estaba unido al servicio. No podía concebirlo de otra manera. Obras son amores y no buenas razones, como dice un dicho popular. No puedo decir que te amo y no preocuparme por ti. No vale decir que te quiero mucho si nunca hago nada por ti, si no llevo a cabo ningún servicio, ningún acto de generosidad. Es muy triste pensar en un amor sin obras. Es como una fe sin obras. Sería un amor muerto y vacío. El servicio es expresión de un amor verdadero, auténtico, fiel. Me gustan las personas que se ponen a servir sin que nadie les diga nada. Lo hacen sin guardarse nada en el alma. No son egoístas, no son esquivas, no se esconden, no huyen. No llevan cuentas del mal que les hacen ni del bien que ellas realizan. Marta sirve de esa forma, hasta el extremo. Y se rebela al ver la injusticia: «Tenía ella una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra, mientras Acercándose, pues, dijo: - Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo? Dile, pues, que me ayude». Marta se fija en su hermana que no ayuda. Y no le parece bien que esté sin hacer nada. Surge la crítica, el juicio y la súplica al Maestro. Deja ver su pesar, su pena. En lugar de estar alegre al ver a María tan feliz, Marta parece triste. Se compara y deja ver su sentimiento. Siente que es injusto que su hermana no colabore. A ella también le gustaría estar con Jesús, a sus pies, escuchando sus palabras, cerca de su amor infinito. Si ayudara las dos podrían estar con Jesús. Pero no, y ella está sirviendo, preocupada de las cosas de la casa, sin tiempo para escuchar. Quiere que Jesús esté feliz. Y entonces Jesús le dice que lo valioso parece ser lo que María tiene. La respuesta de Jesús me desconcierta. Jesús no defiende a María. Ella tenía razón, era injusto, al menos siempre me lo parece. Ella actúa bien, sirviendo, mientras su hermana se queda a los pies de Jesús sin hacer nada. Pero la defensa de Jesús es muy fuerte: «Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la parte buena, que no le será quitada». Parece que María ha elegido la mejor parte y nadie se la quitará. Es de ella. Podrá permanecer ociosa a los pies de Jesús. Nadie podrá quitarle ese lugar. Desde ahí escucha bien al Maestro. Y está cerca de Él, nota hasta su calor. Parece una predilecta de Dios. Marta era a quien amaba Jesús. ¿Acaso ama más a María? No, simplemente cada una tiene su parte, la que le corresponde. En la vida tiendo a desear lo que no poseo. Me gusta el lugar de mi hermano, la posición que ocupa. Me fijo en el jardín del vecino que siempre es más verde. La envidia es un sentimiento que me duele. Cuando no estoy contento con mi vida, con lo que tengo, con lo que hago, comienzo a fijarme en lo que tienen los demás. Las redes sociales se han convertido en causa de pecados. Me despierta envidia la vida de los demás. Observo sus fotos y los envidio. Deseo estar donde ellos están, vivir lo que ellos viven. No me importa lo que hay detrás de la fachada que veo. Simplemente deseo esa apariencia de bienestar, de felicidad, de éxito profesional. Es todo perfecto mientras que mi vida es muy imperfecta. La envidia brota cuando el alma está envenenada. Cuando no aprendo a disfrutar mi vida con sus límites, con su verdad. Cuando no acepto la realidad como es y quiero cambiarla o simplemente la niego. Me gusta servir, simplemente lo hago sin esperar recibir aplausos, o elogios. Asumo que mi vida no es perfecta, no es quizás la que siempre había soñado. Pero actúo con paz, sin mirar a los demás deseando lo que ellos poseen. Quiero servir la vida ajena y eso es un don que necesito cuidar. Quiero ponerme en el lugar del otro. Ver lo que de verdad desea. Aprender a renunciar a mis caprichos, a mis gustos. Servir sin querer ser el centro de nada. La vida es muy corta y no merece la pena perderla anhelando lo que quizás nunca llegue a poseer. Quiero entender cuál es mi lugar, mi posición. Qué es lo que puedo exigirle a la vida y lo que no me corresponde exigir. Y así seré más feliz y haré más felices a los demás.
Marta y María representan las dos vertientes de la Iglesia. María represente a la Iglesia orante sentada a los pies del Señor, escuchando su Palabra, sus deseos. Es una Iglesia contemplativa que pone en las manos de Dios todas las súplicas de la Iglesia que necesita a Dios. Una Iglesia que ora, guarda silencio, calla, permanece quieta a los pies de Jesús. Quiero pertenecer a esa Iglesia que se postra a los pies del Señor en oración. Esa Iglesia que calla para escuchar su voz y calmar la inquietud del alma. Esa Iglesia que le entrega a Dios todas las preocupaciones de los hombres. En la eucaristía, en la adoración, en el silencio del desierto. Esa actitud orante es fundamental para vivir cerca de Dios. Necesito callar y hacer silencio. «Lo que se busca en la meditación, a Dios o a sí mismo. No dependencia respecto a los resultados. Sin importarle si el tiempo invertido le ha servido o no. Estar para Dios sin ningún propósito añadido. Sólo dirigidos a Dios. De forma explícita para Dios»[5]. Necesito desconectar del mundo que marcha a toda velocidad. Quiero salir de las redes sociales y de todo lo que me lleva a vivir en la superficie de las cosas. «Se trata pues de sumergirse amorosamente en la contemplación de la vida del Señor y detenerse especialmente en los rasgos en los cuales la ternura y la atención de su cariño personal se manifiestan visiblemente»[6]. Me detengo a contemplar el amor de Dios. Su ternura, su compasión. Contemplo su presencia en mi vida. Me adentro en el corazón para navegar tranquilo en las aguas de su vida. Contemplo mi vida como es, en el mundo, con su realidad. Esa realidad y las personas a las que amo me llevan a Dios. Como decía el P. Kentenich: «Si contemplamos directamente a Dios, cara a cara, verán que, tarde o temprano, Dios no será ya nada para nosotros. O ascendemos a Dios a partir de las criaturas o perdemos a Dios»[7]. Quisiera aprender a contemplar en presente la vida que Dios me regala. Contemplo a las personas que amo y que me conducen a Dios. Contemplar es mirar con el corazón al que tengo delante. No hago nada más. Dejo de pensar en lo que estaba haciendo o en lo que me queda por hacer. Pienso sólo en aquel al que puedo abrazar, hablar, escuchar. Eso es contemplar a Dios en la carne de los que me aman, a los que amo. Contemplar es un arte difícil porque tiendo a escaparme de la realidad que me limita y confronta. Pero esa es la Iglesia que vive aquí y ahora. Y hace carne a Dios en este momento, en este lugar. Esa Iglesia es fundamental para que luego pueda existir una Iglesia misionera, activa, en acción. Marta representa a esa Iglesia que sirve en gestos concretos. Sin servicio no es visible la Iglesia en medio del mundo. Un servicio que no espera ser valorado y hace presente el amor de Dios para los que más lo necesitan. Un servicio que implica renuncias. Sin reproches, sin rencor. Con la mirada pura. Por amor soy capaz de servir en el silencio, amar sin que se note, dar sin que nadie lo valore. El servicio de la Iglesia sucede en lo oculto de la noche. En medio de la entrega de tantos corazones enamorados de Cristo. Como el servicio de Jesús el mío también puede implicar sufrimiento y pérdidas. Como me lo recuerda el apóstol: «Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia». La renuncia duele y puede brotar la envidia al ver que otros lo viven de forma diferente. Yo digo que sí a lo que siento que Dios me pide. Pero no me indigno si otros sirven o se entregan de forma diferente. No juzgo, no me comparo. No pienso que todos tienen que hacerlo a mi manera. El servicio siempre es gratuidad. No me pagan por lo que hago. No me merezco el descanso. El servicio nace de querer seguir a Jesús en su entrega. Es lo que cuenta. Su amor que se hace carne en mis abrazos, en mis gestos, en mis palabras. Ese servicio es el que levanta al caído. Y salva al que no encuentra sentido a su vida. La Iglesia es misión. Y la misión de la Iglesia es el servicio generoso y libre a las vidas que se le confían.
[1] J. Kentenich, Lunes por la tarde,Tomo 2: Caminar con Dios a lo largo del día
[2] J. Kentenich, Lunes por la tarde,Tomo 2: Caminar con Dios a lo largo del día
[3] Stefan Zweig, Los ojos del hermano eterno, 58
[4] J. Kentenich, Textos pedagógicos
[5] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 52
[6] Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta de Peter Locher, Jonathan Niehaus
[7] Kentenich Reader Tomo 2: Estudiar al Fundador de Peter Locher, Jonathan Niehaus