Homilía del padre Carlos Padilla - 17 de abril de 2022
Sábado 16 de abril de 2022 | Carlos PadillaDomingo de Resurrección
Hechos de los apóstoles 10, 34a. 37-4; Colosenses 3, 1-4; Juan 20, 1-9
«Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro»
17 abril 2022 P. Carlos Padilla Esteban
«Quiero que venza en mí la luz de la esperanza. Que se apaguen mis gritos de rabia y rencor. Quiero que venza en mi manera mirar al que me ha hecho daño, perdonando»
No logro asimilar lo negativo cuando lo pienso o lo imagino. Cuando me dicen que piense en la selva e imagine los animales. Pero me piden que no me fije en el mono amarillo. ¿Qué hago yo? Sólo veo monos amarillos en la selva. Si un día desciendo esquiando una montaña y sólo escucho en mi interior: no te fijes en los árboles. ¿Qué ocurre? Sólo veo árboles a mi alrededor y acabaré chocando con alguno. Pero si me digo: fíjate sólo en la nieve y en el camino que hay sobre ella. Entonces no veré los árboles, sólo veré la nieve blanca entre los árboles. Si me fijo en los obstáculos, en el no puedo hacer esto o esto otro, no lo haré, porque el impedimento será demasiado grande para mí. La mente agranda la realidad y la acaba creando. Si no creo en la victoria, nunca venceré. Si no creo que sea posible llegar a lo alto de un monte, acabaré desistiendo antes de tiempo. Lo negativo cobra mucha fuerza ante mis ojos. Veo la realidad distorsionada por mi pensamiento. Imagino cosas terribles que tal vez nunca sucedan. Y veo lo malo que hay a mi alrededor aunque no exista nada malo. A menudo es más fuerte en mi interior el miedo a fracasar que las posibilidades reales que tengo de llegar a fallar. Comenta Toni Nadal sobre su sobrino el tenista Rafael Nadal y su actitud en el tenis: «En muchas ocasiones me he preguntado, no tanto por qué él es capaz de actuar así, si no por qué no lo hace de esta misma manera la mayoría de la gente que aspira a conseguir algún logro importante en su vida. Yo entiendo que cuando uno toma una decisión así asume la dificultad y el reto que todo ello conlleva y presupongo, a su vez, que estará interesado en hacer todo lo necesario para alcanzarlo. De ahí mi sorpresa cuando constato que eso no sucede de forma habitual». A veces, más que el éxito o el fracaso en la vida, importa la actitud. El espíritu de lucha. La fe ciega en la victoria aunque luego no llegue. La actitud positiva después de haber perdido. La mirada a lo alto que no me deja tiempo para lamentar la leche derramada. El espíritu positivo que no me deja envenenar por los mensajes negativos que el mundo me susurra al oído. Mi mirada abierta que no se deprime cada vez que las cosas no salen como yo esperaba. Toda empresa que asumo conlleva dificultades. Sólo tengo que adaptarme a la dificultad del camino, a su dureza y alegrarme cuando haya tramos más livianos. Pensar en positivo me enseña a sacar enseñanzas de todos mis fracasos. Asumir que sólo gana uno en cada carrera. Y pensar que yo tengo que seguir intentándolo no importa las veces que no me resulte lo que persigo. Pero no caigo en el desaliento, no me enojo, no pierdo la paz. Vuelvo a intentarlo con un corazón tranquilo y confiado. Dios sabe más. Él se esconde detrás de todo lo que me sucede. Camina a mi lado, sostiene mis pasos. E introduce en mi corazón un mensaje de esperanza. en medio de la muerte brota la vida. Del camino más oscuro y difícil surge otro camino lleno de luz. Del desprecio de los hombres brota una mirada misericordiosa de Dios. El fracaso y la muerte no tienen nunca la última palabra. Después de las cenizas vuelve a surgir la vida. Hay un nuevo amanecer para cada noche. Por eso decido no quedarme en lo malo y negativo de la vida. No me creo los mensajes cargados de negatividad que escucho a mi alrededor o yo mismo me digo. Vuelvo a elegir la vida antes que la muerte. El amor antes que el odio. La esperanza antes que la desesperación. Vuelvo a optar por la generosidad que acaba con el egoísmo. Con la diligencia llena de amor que supera la desidia. Sigo el camino del bien antes que elegir de nuevo el mal. Creo en todo lo que podré hacer dejando de lado esos pensamientos que me dicen que no puedo. La fe es lo que me mantiene despierto y atento. Puedo llegar más lejos, puedo dar más de mí mismo. Puedo entregar la vida y nada podrá impedir que siga soñando con un mundo nuevo. Veo todo lo que está mal a mi alrededor y no me desanimo. Puedo cambiar esa parcela de terreno que tengo ante mis ojos. Ese espacio pequeño que lleno con mi vida. Puedo amar más a los que no me aman. Puedo perdonar, sanar y levantar a los que han caído. Y vuelvo a elegir siempre de nuevo la mirada misericordiosa de Dios que se posa sobre mi vida cansada. Dios puede hacerlo todo nuevo en mi interior.
En la última cena esta Semana Santa resuenan en mi corazón las palabras de Pedro: «Simón Pedro le dice: - Señor, ¿a dónde vas? Jesús le respondió: - Adonde yo voy no puedes seguirme ahora; me seguirás más tarde. Pedro le dice: - ¿Por qué no puedo seguirte ahora? Yo daré mi vida por ti. Le responde Jesús: - ¿Que darás tu vida por mí? En verdad, en verdad te digo: no cantará el gallo antes que tú me hayas negado tres veces». Pedro ve que Jesús se despide y teme. Quiere saber dónde va. Esa mirada de Pedro me conmueve. El hijo que ve partir a su padre. El amigo que se queda sin su amigo. El soñador que ve que las cosas no son como él las soñaba. Se inquieta, se turba. ¿A dónde irá? Quiere seguirle. Yo a Jesús le he dicho algo parecido en otras ocasiones. Le he dicho que lo seguiría a donde Él fuera. Sin conocer el camino ni el destino. Creyendo que tenía fuerzas suficientes para enfrentar los dilemas, los problemas. Pero Jesús le dice que donde Él va no puede seguirle ahora. ¿Qué quería decirle Jesús? Sabía que estaba en peligro de muerte. Querían matarlo. Pedro no estaba preparado para la muerte. Pedro era un hombre noble, un niño grande enamorado. Un soñador empedernido. Con Jesús todo era maravilloso. Los milagros, las masas que los seguían y aclamaban, el éxito de una misión que despertaba envidias y deseos no tan puros. Pedro se sentía seguro. Con Jesús no le iba a pasar nada. Y Pedro era fuerte, conocía la estrategia. Podría hacer algo para contener la furia de los fariseos. Podría salvar a Jesús de la muerte. Estaba dispuesto a entregar su propia vida. Lo había dejado todo por amor, su familia, su casa, su trabajo, su bote, su pesca. Todo por hacerse pescador de hombres. Llevaba tres años siguiendo a Jesús. ¿Qué habría cambiado esa noche? Nada. Él era el mismo y tenía fuerza y valor para enfrentar todos los problemas. Pero Jesús veía más, veía su corazón noble y sabía que no estaba preparado. A menudo me he identificado con esta escena. Me siento vanidoso al pensar que puedo, que lo lograré, que soy capaz de hacerlo todo bien. Con o sin Jesús en mi barca, no me importa. Me siento seguro. Creo que la misión que me encomienda casi es la mía. Convertir, sanar, hacer milagros, sostener a los caídos, levantar a los que se doblan. Y me siento Jesús. Poderoso, libre, sin miedo. Entonces vuelvo a mirar esta escena. Jesús en la última cena. Juan recostado sobre su pecho. Y Pedro tratando de saber los planes secretos de esa noche extraña. Y la vanidad de creerse superior, poderoso. Y Jesús diciéndole a Pedro, a mí mismo, que no estoy preparado para dar la vida. ¿Tendrá razón? Siempre la tiene. Quiero buscar explicaciones a todo lo malo que sucede. Justificarlo, racionalizarlo. Pretendo entender el plan de Dios, el amor de Dios, ese poder suyo que parece impotencia en esta Semana Santa oscura. Jesús no puede pero yo sí. Me siento tan capaz. Y tendré entonces que recorrer el camino de las negaciones. Pedro negó ese Jueves santo todo aquello en lo que creía. Negó ser galileo, de la tierra de Jesús, tener su mismo acento. Negó ser su amigo. Negó ser uno de los suyos. No se lo reprocho, tuvo miedo. Como yo mismo tantas veces tengo miedo al dolor, al sufrimiento, a la pérdida, a la muerte. Jesús me mira conmovido, emocionado. Sabe de mis buenas intenciones. Pero ve que no estoy preparado, como Pedro. ¿Tendré que negarlo para madurar? Sin duda es el camino. Experimentar mi debilidad. Reconocer la propia vulnerabilidad es la mayor fortaleza de los santos. Entender que no soy yo el que va a cambiar este mundo. Que haga lo que haga no podré hacerlo todo bien. Que la vida se jugará en decisiones que yo haga y muchas estarán equivocadas. Sé que no puedo llegar tan lejos como quisiera. El alma me duele. Si no fracaso, si no caigo, si no me doblo, no podré alzar mi mirada buscando su mirada llena de paz. Cuando caiga, incluso cuando caiga lo más bajo que podría llegar a pensar, no será el momento de mirar al suelo. Si miro el suelo, o me quedo con la mirada fija en mi fracaso, me perderé su mirada. Y es su mirada la que salvó a Pedro. En ese momento en el que lo acusan, lo niega todo y canta el gallo, Pedro no esconde su mirada. Todavía no huye. Se ve derrotado y entonces levanta la mirada. Ese gesto tan sencillo salvó su vida. Porque en ese momento se cruzó con la mirada de Jesús. Y en la mirada de Jesús había mil perdones escritos, mil abrazos guardados. Pedro se sintió amado, perdonado. Sin merecerlo. Cuando menos lo merecía más lo quiso Jesús. Es al contrario de lo que experimento en muchos amores humanos. En muchas relaciones lo doy todo y recibo mucho. Dejo de dar o me porto mal y recibo desprecio, o insultos, o indiferencia. Pero recibir amor cuando he sembrado yo el desprecio es mucho más de lo que merezco. Es justamente un don, algo inmerecido, algo que no me corresponde. No me da Jesús nada que me deba. Me da mucho más de lo que yo merezco. Suele ser así el amor de Dios. Sin duda está claro que no estoy preparado. Porque sigo buscando el amor como un pago merecido por mi entrega. Un pago por mi generosidad, por mi capacidad para hacer las cosas. me equivoco. Dios no es así. Me quiere por encima de todos mis límites.
En esta semana Jesús descansa en Betania. Predica en el templo. Reza en el huerto. Se reúne con sus amigos. Y una noche ocurre esto: «Seis días antes de la Pascua, fue Jesús a Betania, donde vivía Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos. Allí le ofrecieron una cena; Marta servía, y Lázaro era uno de los que estaban con él a la mesa. María tomó una libra de perfume de nardo, auténtico y costoso, le ungió a Jesús los pies y se los enjugó con su cabellera. Y la casa se llenó de la fragancia del perfume». Todavía no ha llegado su hora y María unge sus pies con perfume y los enjuga con su cabello. Un acto propio de los siervos. Jesús se deja servir, se deja querer. Siempre me conmueve este frasco de perfume roto en una cena. Un frasco que se quiebra y llena la sala de olor a nardos. Huele bien, todo queda perfumado. Pero algunos se escandalizan porque es muy caro. Un acto de amor parece caro. Y Jesús defiende a María. Es un momento crucial y el amor se expresa de muchas maneras. El olor de nardos es una manera preciosa de expresarlo. María ama a Jesús. Igual que Marta y Lázaro. Comparten sus últimos días con Jesús sin saberlo. Y María es audaz. Un frasco caro de perfume roto como expresión del amor. A menudo me importa más ahorrar que mostrar amor. Me cuido más de gastar que de ser generoso amando. María no se cuida, lo da todo. El amor que se entrega sin reservas llena todo de un perfume maravilloso. Así suele ser en la vida. No me doy cuenta, no lo valoro. Para María lo importante es expresar el amor. Y lo hace. Es su oportunidad porque días después sólo podrá ir al sepulcro a perfumar su cuerpo muerto. Es mejor recibir flores en vida que el día del funeral. Eso siempre lo tengo claro. Y puede ser que por las prisas, los enojos del momento, el cansancio o las distracciones no diga que quiero a quien quiero o no le regale nada que exprese todo mi amor. Dejaré pasar oportunidades. Y se pasará el tiempo. Ya no estará cerca para que pueda amarlo o decirle que lo amo. María en Betania representa ese amor innecesario. Ese gesto superfluo, como unas flores o un regalo precioso que no puede nunca contener todo mi amor, pero al menos lo insinúa. Porque mi amor es mucho más grande que el olor a nardos, mucho más valioso, mucho más fiel y permanente. Pero necesito cosas pequeñas que lo expresen. Luego habrá gestos grandes de renuncia y sacrificio que expresen mi amor humano, de padre, madre, hermano, amigo, esposo, esposa. Ese amor que Dios ha sembrado en mi corazón se podrá expresar de muchas maneras. Pero me gustan esas formas superfluas e innecesarias de decir lo que siento. Una llamada para no decir nada, unas flores, un perfume, un libro, un mensaje, una canción, una poesía. El amor que no se expresa se acaba muriendo en su infecundidad. Porque el que ama quiere mostrar su amor a quien ama. Es una ley de la naturaleza. Un abrazo, un beso, una mirada, una palabra de cariño, un silencio que respeta los tiempos y los momentos. En esta Semana Santa quiero mostrarle a Jesús cuánto lo amo. La Semana Santa tiene que ver con el amor de Jesús a los suyos. Un amor humano. O el amor de sus amigos hacia Jesús. En gestos superfluos pero necesarios. En esa búsqueda de Pedro merodeando la casa de Caifás queriendo ver a su amado, aunque lo negara al verse acusado. Pero estuvo allí, cerca, como prueba de su amor. O el amor de Juan y su Madre al pie de la cruz. El amor humano se expresa en gestos. Y sin amor humano es difícil amar a un Dios etéreo al que no veo. Decía el P. Kentenich: «El que conoce la añoranza del terruño en el orden natural tiene también una disposición para la añoranza de lo eterno. En un convento de clausura, una hermana tiene una fuerte inclinación afectiva hacia la abadesa. Esa inclinación es rechazada: - ¡Ya no hay más amor terreno en nuestro convento! Entonces, como les digo, tampoco hay amor sobrenatural, amor divino»[1]. Sin ese amor del perfume derramado a los pies de carne de Jesús, ¿cómo llegar a amar a ese Dios al que no veo? ¿Cómo puedo hacer que mi amor trascienda y llegue al cielo? Necesito en esta semana mirar mis amores humanos. En mi cónyuge estoy amando a Jesús que va a ser crucificado. En mis hijos, en mis padres, en mi familia. En ese hermano que está cerca y en el que está lejos. Es el amor que se expresa en detalles sencillos, no hace falta grandes palabras. Lo cotidiano basta cuando el amor es verdadero. Y el amor que se expresa, crece, no se muere nunca. Besar la cruz de Jesús el viernes santo presupone que antes sea capaz de besar la cruz de la persona a la que amo. Incluso besar a mi hermano cuando él es una cruz en mi vida, es lo que más me pesa o me cuesta perdonar. De nada sirve besar un trozo de madera, y dejar que el incienso se eleve al cielo, si no soy capaz de mantener vínculos sanos en el campo humano. Si en mi familia no expreso el amor o no lo cuido. Si tengo personas con las que no me reconcilio, a las que no acabo de perdonar. Podré besar mil Cristos crucificados, pero estaré dejando pasar la oportunidad de romper un frasco de perfume y ungir los pies de mi hermano al que siento lejos.
Las palabras de Pedro me dan vida y me recuerdan lo que estoy viviendo: «Vosotros conocéis lo que sucedió en toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo que predicó Juan. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él. Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en la tierra de los judíos y en Jerusalén. A este lo mataron, colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y le concedió la gracia de manifestarse, no a todo el pueblo, sino a los testigos designados por Dios: a nosotros, que hemos comido y bebido con él después de su resurrección de entre los muertos. Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha constituido juez de vivos y muertos». Soy testigo, doy testimonio de su poder en mi vida. No soy cristiano porque me sienta obligado a serlo. Él vino a mi vida y pasó haciendo el bien. Pasó curándome de mis dolencias y llenando mis vacíos. Vino a establecerse en mi alma herida y contuvo mi llanto. Me sanó de mis heridas. Me dejó ver su mano y pude tocar su manto. Se quedó caminando a mi lado, corriendo. Y sentí su presencia. Por eso puedo dar testimonio. Porque ha venido a mí y su vida ha llenado mi vida. Me calmo, me quedo en silencio. Y lo acompaño en estos días su dolor. La Semana Santa no sólo me ayuda a recordar lo que ocurrió un día, hace ya demasiados años. Me viene a decir que vuelvo a revivir hoy su pasión. Porque Jesús sigue sufriendo en tantos hombres. Sigue sufriendo en mí, en medio de mi cruz y mi dolor. Sigue sufriendo cuando soy tratado injustamente, perseguido, odiado, despreciado. En medio de mis noches más amargas Jesús vuelve a sufrir el dolor. Como el dolor de tantos en esta guerra injusta de la que ahora soy testigo sin poder hacer nada para detenerla. Como no pudieron hacer nada los discípulos, los amigos de Jesús que lo acompañaban cada noche en Betania los días previos a su muerte. Quizás sí puedo hacer esto, puedo aliviar su dolor tratando de darle ese abrazo que necesita. Al que sufre, al que ha perdido algún ser querido, al que está solo y no se siente amado. Sí puedo hacer algo como algo pudo hacer Pedro que buscó a Jesús en esa noche de dolor arriesgando su vida. O como lo hizo María acompañando a su hijo sin importarle su propia muerte. O como lo hizo Juan que se mantuvo firme con algunas mujeres al pie de esa cruz maldita. No pudieron impedir el odio, como yo no puedo impedirlo tampoco. Pero sí puedo salirme de la cadena del odio. Puedo no alimentar la ira, la rabia ni el deseo de venganza. Puedo callar y humillarme, es eso posible. Puedo recordar al que sufre y sostener sus pasos. Puedo alimentar al hambriento y alegrar al triste. Puedo empujar al que se niega a seguir corriendo o caminando. Puedo mantenerme en vela mientras muchos, cansados, se duermen. Puedo ser fiel en lo pequeño, allí donde muchos son infieles. Puedo construir un poco ese nuevo hogar en el que todo sea diferente, poner una piedra nueva, o sembrar con paciencia una semilla esperando a que muera para dar nueva vida. Puedo ser más humilde entonces, más pacífico, más paciente. Puedo ser uno de los que oran acompañando al Maestro. Puedo no sembrar odio con mis palabras, con mis gestos. Puedo abrazar en lugar de huir del amor que me entregan o me piden. Puedo dar esperanza cuando todos o muchos pierden la esperanza. Puedo predicar de un hombre que pasó haciendo el bien mientras yo también lo hago, a mi manera, con mis límites. Puedo quedarme en silencio al pie de la cruz de los que sufren, sin querer que pase ese momento, sin exigirlo. Dejando que las horas golpeen mi alma y me duelan. Sabiendo que las noches son oscuras y que siempre el amanecer brota de debajo de las piedras caídas. Tengo miedo de mi debilidad en estos días extraños que preceden la resurrección. Sé que soy testigo de una vida eterna que he vivido en mi alma muchas veces y de forma limitada, después de haber muerto o haber sido asesinado. Pero el miedo vuelve a surgir y temo no ser capaz de mantenerme despierto, vivo, alegre, esperanzado. Me asusta el silencio que dejan unos clavos al ser clavados. Y me da miedo esos gritos que piden la crucifixión cuando yo sólo puedo callar y no me opongo, porque me da miedo que también deseen mi propia muerte. Me levanto de nuevo como esos discípulos que quieren ver al maestro. Corro al encuentro de ese hermano mío que necesita mi presencia, mi alegría. Quiero vivir cada hora de esta semana sabiendo que no voy a ser ningún ejemplo. Pero pase lo que pase me levantaré de nuevo, construiré un puente hacia la esperanza y abriré las puertas que cierran los diques que retienen el agua que calma la sed. Confío que ese Jesús, que pasó entre los hombres haciendo el bien, vuelva a hoy a hacerme ese bien que cambie mi vida. Puede hacerlo porque no he perdido la esperanza. Podrá mejorarme porque sueño con ser esa persona nueva que Él ha soñado para mí. No temo caer, porque me da fuerzas para levantarme. Y cuando me duerma vendrá hasta mí a despertarme y me pedirá que no deje de confiar en la fuerza que Él me dará para seguir luchando cada día.
La misericordia de Dios es eterna. La mía es muy limitada. Me falta el perdón y la capacidad para reconciliarme con quien me ha herido. Me cuesta perdonarme y perdonar. Me sobra rencor. Pero miro a Dios y veo cómo me mira a mí. Doy gracias por su amor misericordioso que me levanta cada vez que caigo: «Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia. La diestra del Señor es poderosa, la diestra del Señor es excelsa. No he de morir, viviré para contar las hazañas del Señor. La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente». El domingo de resurrección es un día de fiesta, es un milagro manifiesto. Cristo está vivo. Es un día en el que el corazón deja el velo de la tristeza a un lado y se pone en camino a buscar a Jesús resucitado. Me gusta esa imagen de buscar al maestro confiando en su abrazo. Quiero seguir sus huellas para descubrir su presencia en mi vida. Es el momento de soñar sus caminos. Me levanto queriendo que en este domingo resuciten en mí muchas muertes. Lo que está seco dentro de mi alma quisiera que cobrara vida nueva, un agua nueva que hiciera que brotara la vida. Veo que hay muerte en mi corazón. Porque el odio mata la vida, la tristeza acaba con los brotes verdes, los reproches y las quejas envenenan mi ánimo. Es la muerte que llena todo de desesperanza y desánimo. Las lágrimas opacas del llanto nublan mis ojos y no me dejan mirar más allá de mi pesar. Es la muerte que me lleva a dejar de creer en todo lo que Dios puede hacer conmigo. No soy consciente de la vida que Dios me ha regalado. Él es misericordioso. Quiero que resucite en ese corazón mío para poder cambiar tantas cosas que no están vivas en mi alma. Quisiera soñar con las estrellas en medio de mis dolores y tristezas, en medio de la noche. Quisiera alegrarme al pensar en todo lo que puedo hacer si Cristo vive en mí. Hoy escucho: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios». Quiero buscar los bienes de allá arriba. Los bienes que vienen de lo alto y me dan una alegría que nadie me puede quitar. Quiero aspirar a vivir en Dios y no permanecer apegado en la tierra a tantos placeres pasajeros y deseos finitos que no me dejan crecer. Sé que es dura la vida cuando el corazón se apega a los bienes de abajo que acaban siendo caducos. Todo es temporal, no permanece en el tiempo, no dura demasiado. Las alegrías son momentáneas, igual que las tristezas. Se que la vida se juega entonces en tomar decisiones importantes, trascendentes y en aspirar a lo más grande, en desear que Dios se haga presente en todos los momentos de mi camino. Me cuesta creer en una resurrección que me saque de mi debilidad. Quiero resucitar pero no lo consigo, estoy tan apegado estoy a los bienes de aquí abajo. Esos bienes que me sacian momentáneamente y sólo por un tiempo breve. Se me olvida que mi alma está hecha a la medida de las estrellas, tiene el tamaño del cielo y vocación de eternidad. Quiero creer que es posible cambiar en mi interior esos hábitos que me hacen daño. Pero no lo veo tan posible cuando experimento de nuevo mi debilidad y caigo. Decía un sicólogo William James: «Eres tú con tu forma de hablarte cuando te caes, el que determina si te has caído en un bache o en una tumba». Jesús resucitado me mira con misericordia, con amor. Y hace que cualquier caída, cualquier pecado sea sólo un bache. Sueño con una vida que no es mía, una vida que se me da. Una vida grande, poderosa, que haga posible que todo sea real en mi corazón enfermo. Pero surge de nuevo en mí ese hombre viejo que llevo dentro y se resiste a morir y dejar de atarme a la tierra. Ese hombre viejo que deja su impronta en forma de pecados, de egoísmo, de impureza, de avaricia, de desamor y de odio. Ese hombre viejo atado a los rencores y a las envidias al que no consigo vencer. Ha echado raíces en mi corazón y no logro acabar con él, se encuentra demasiado dentro del alma. Es el hombre viejo que me hace arrastrarme por la vida en lugar de pasearme feliz lleno de esperanza por jardines llenos de luz. Sé que resucitar es volver a la vida. Y esa vida tiene que ver con el hombre nuevo que puede nacer dentro de mí. Tiene que ver con dejar que la muerte se aleje de mí y surja un río de agua nueva. Pienso en esa muerte que yo siembro con obras y palabras. Sé que la muerte es oscura. No da esperanza ni alegría. No hay misericordia en la muerte. Sólo hay dolor y tristeza. Miro a Jesús que resucita en medio de mis días y acaba con la muerte. El corazón se llena de alegría. Jesús ha vencido la muerte. Y esa victoria ha sido para siempre. Ya no hay más muerte eterna, ya no hay enfermedad que pueda con la vida verdadera. La misericordia es un regalo que pido en este día de resurrección. La vida se impone. La losa ya no esconde la muerte. Y la oscuridad desaparece. El sol brilla en lo más alto y me siento feliz al ver que Jesús vive. Jesús vence las injusticias y se tiñe de luz la oscuridad. La misericordia es un don, igual que la vida. La resurrección es un regalo.
Hay que tener mucha fe para ir en mitad de la noche a ungir con perfume el cuerpo muerto de Jesús. Es la fe de una mujer que ama: «El primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: - Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». María cuenta lo que ha visto sin entender nada. Ella sólo quería estar con Jesús muerto. Y no le han dejado, no está su cuerpo. Les cuenta a Pedro y a Juan su dolor y su pena. No entiende nada. Sólo cuenta la ausencia del cuerpo sin pretender tener respuestas. Simplemente no está el cuerpo, alguien se lo ha llevado. Pedro y Juan corren para ver si es verdad lo que ella cuenta. Tienen miedo y prisa al mismo tiempo: «Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos». Son carreras por la ciudad de Jerusalén tratando de comprender lo incomprensible, de asir lo inasible. De hacer encajar en la lógica humana lo que no tiene lógica y escapa todos los límites de la razón. Llegan allí y sólo encuentran la tumba vacía y los sudarios caídos. Entran y callan atónitos. Ante el misterio no hay palabras, sólo asombro. A mí me gustaría comprender la muerte y la vida y más aún entender cómo se resucita, cómo se vuelve a vivir después de haber muerto. Yo quiero respuestas, no me bastan los vacíos, una tumba vacía no dice nada. Yo también correría como Juan y Pedro. Las carreras de un lado a otro son obras del corazón que ama. Que no se queda quieto esperando sin hacer nada. El que ama quiere ver, quiere tocar, quiere comprobar si el cuerpo muerto ha sido robado o ha sucedido algo incomprensible. Quiere saber dónde está el amado, dónde descansa su cuerpo. Es casi mejor creer que alguien robó el cuerpo antes que enfrentarse al misterio de la resurrección. Lo otro, el milagro, escapa a toda lógica y supera mi limitada razón. Y yo quiero controlar lo que sucede, entenderlo todo. Pero la Resurrección me enfrenta al misterio. Sólo puedo adorar, alabar, agradecer lo que no entiendo. El misterio se desparrama ante mis ojos dejándome sin palabras. Me alegra esta vida que ya es para siempre. Me conmueve esta victoria en la que yo no he hecho nada para que suceda. Sólo herí, desprecié, odié, ataqué, insulté. Y el resultado es una vida que supera todas mis expectativas. Jesús resurge de la muerte, vuelve a la vida en su carne mortal para decirme que este cuerpo mío, limitado y enfermo, entrará en el cielo gracias a que Él ha vencido para siempre el poder del demonio. Ahora sólo me queda pedirle a Dios que repita el milagro en mi corazón. Él puede cambiar mi mirada, mi ánimo, mi forma de amar y de amarme, mi actitud ante los fracasos y las derrotas, mi sencillez para enfrentar las complicaciones de la vida. Jesús puede resucitar en mi interior y sembrar esa paz que tanto anhelo. Puede acallar mis gritos de miedo. Puede saciar mi hambre y calmar mi sed con un agua nueva. Cada domingo de resurrección es una nueva oportunidad para ponerme un traje de fiesta y salir a la calle. Es una ocasión para que revivan en mí esos amores que dejo morir. Para decirle a Jesús de nuevo que lo quiero, que saldría corriendo por las calles para encontrarme con Él en medio del camino. Le susurro al oído que lo amo. Y quiero pasar mi vida a su lado dando esperanza a muchos. El amor humano que vivo quiero que sea mejor, más maduro, más puro. Quiero que venza en mí la luz de la esperanza. Quiero que se apaguen mis gritos de rabia y rencor. Quiero que venza en mi manera de hacer las cosas y mirar al que me ha hecho daño, perdonando como lo hizo Él, desde mi cruz, desde mi dolor. Quiero sostenerle la mirada a los vientos que golpean mi corazón. Y estoy dispuesto a correr para ver cómo su ausencia en cuerpo es signo de su presencia espiritual en mi corazón. Así será con todos los que partan y me dejen un vacío en el alma. Con todos los que ya no caminan conmigo en la tierra y me esperan en el cielo. Sigue siendo su presencia callada la expresión más viva del amor de Dios dentro de mi alma.