Homilía del padre Carlos Padilla - 15 de mayo de 2022
Domingo 15 de mayo de 2022 | Carlos PadillaV Domingo de Pascua
Hechos de los apóstoles 14,21b-27; Apocalipsis 21,1-5a; Juan 13,31-33a.34-35
«Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también entre vosotros. La señal será que os amáis unos a otros»
15 mayo 2022 P. Carlos Padilla Esteban
«Jesús vino a decirme que mis sueños pueden llegar a ser una realidad. Vino a enseñarme a aprovechar los momentos y a decirme que sólo el amor verdadero cambia la realidad»
¿Dónde nace la rabia que tengo? ¿Cómo aprendo a convivir con la frustración que me provocan los fracasos? ¿Cómo acepto a quien me ha hecho daño aún sin haberlo querido? ¿Cómo logro perdonar lo que no sé olvidar y me dejó tan herido? Los imposibles me llenan el alma de miedos y angustias cuando me confronto con mi fragilidad. Y la envidia me duele cuando deseo lo que otros poseen y a mí me falta. Me da rabia el éxito de mi enemigo si yo sueño con ese mismo éxito. Sí, tengo enemigos, los he percibido, los conozco. No sé cómo aparecieron en mi vida. Pero ahí están, me han hecho daño. Me asusto cuando mi reacción supera el tamaño de la ofensa. Yo pensaba que era más capaz de sobrellevar los contratiempos. ¿Quién soy yo? ¿Qué es lo que me hace más feliz? ¿Cómo es posible que reacciones de esa manera cuando no consigo mis metas? ¿Por qué brota de mi alma tanto llanto cuando me araña la soledad? ¿De dónde viene esa rabia escondida? No me conozco. Soy un desconocido en medio de mis nudos, de mis enredos del alma y no logro ponerle nombre a todo lo que me pasa. No sé bien quién soy yo en lo más profundo de mi corazón. No sé de dónde vengo ni a dónde voy. No sé si encajo en el lugar en el que me encuentro solitario. No sé si me aceptan los demás o soy yo mismo el que no se acepta y por eso siento el rechazo de los hombres. Es difícil ponerle nombre a todo lo que me pasa, a todo lo que siento. Corro el peligro de dejarme llevar por la corriente, sin oponer resistencia. No quiero que me afecte tanto lo que me sucede. Dejo de esforzarme, de luchar por ir a contracorriente. Dejo de ponerme en pie de guerra para defender mi vida. Me veo abandonado por mí mismo, dejado a un lado, como si no quisiera esforzarme más. Tal vez siento que los demás me abandonaron. Pero en realidad fui yo el que se abandonó a sí mismo. Pierdo la dignidad. Cuando no me amo es muy difícil que los demás me amen. Si yo no me valoro es complicado que me valoren otros. Hace falta un esfuerzo titánico para comenzar de nuevo después de haber fallado muchas veces. Decido mirarme con misericordia y abrazarme con fuerza. Quiero aprender a valorarme para poder comenzar otra vez la lucha. ¿Cómo logro mirar con perdón en los ojos a aquel que me ha ofendido? ¿Cómo puedo alegrarme en medio de mis derrotas? No le tengo miedo a los fracasos que tanto me asustan. El miedo a perder, a fallar, me hace mucho más daño que el hecho de perder o fallar. Las horas que paso temiendo lo que aún no sucede me debilitan. Una vez que fallo o caigo en ese momento puedo comenzar una nueva etapa de mi vida. Es una oportunidad para crecer. ¿Tiene sentido todo lo malo que me pasa? No encuentro explicaciones. La realidad es la que es y sólo puedo aceptarla sin pretender encontrarle un sentido. No hay razones. Duelen las cruces que sufro y me siento abandonado por Dios, no amado. Sé que me ama pero no lo siento. He comprendido que los logros que consigo son obra de Dios en mí y mis fallos son prueba de mi debilidad y en ellos Dios me sostiene y me ama incluso más que antes de caer. No tengo miedo a la cruz que no puedo evitar, no está en mi mano. Por eso ya no me asustan las aguas turbulentas. Todo puede suceder en esta vida: lo bueno y lo malo, las alegrías y las penas. Puede que haya más penas. No lo sé, no me turbo. Sé que el cielo es mucho más grande y precioso de lo que puedo imaginarme. Me gusta mirar hacia el pasado y sentirme orgulloso de lo que he vivido. Soy dueño de mi historia. Mis decisiones me han marcado, me han hecho como soy. Me siento especialmente amado de Dios cuando todo sale mal. Sé que soy muy pequeño y siento que nada puedo hacerlo solo. El amor humano me sostiene cuando menos lo espero. El amor de Dios siempre está ahí, oculto y me permite caminar sobre las aguas. Pero a veces me falta fe en todo lo que puedo llegar a ser. Quiero creer más allá de la carne que me limita en un cielo infinito. Deseo tocar las alturas aunque no me sienta capaz de hacerlo. No me pasan cosas malas porque yo las haya buscado. No debo tener miedo, no siempre va a ser todo malo. Dios me quiere y no deseo olvidarlo, me lo repito. Él no me abandona nunca. Yo tampoco lo hago. Tomo en mis manos la vida que se me regala y se la entrego a Dios. Cada mañana me levanto feliz confiando. Él sabrá cómo va a hacer posibles los milagros. Tendrá que hacerlo, porque es mi Dios y me cuida cada día.
Jesús se define muchas veces en el Evangelio. Dice «yo soy» para que entienda quién es y lo que desea que yo sea. Él es la luz, es la puerta, es la verdad, es la vida, es el camino. Se define desde lo que es, desde su ser y desde su misión. Es luz para mí que vivo en la oscuridad. Es puerta por la que llego a la vida verdadera dejando de lado otras puertas posibles. Es el pastor que guía mis pasos y sale a buscarme cuando me pierdo. Es la verdad que hace que no sean importantes las demás cosas. Es la vida en abundancia cuando me siento muerto o derrotado y me falta la vida. Y es el camino. Sí, Jesús es la respuesta a todas mis preguntas y dudas. Es la paz que calma mis miedos. Es el camino que tengo que seguir para ser feliz. Jesús me invita a vivir según su imagen y yo deseo vivir a su modo. Quiero amar a su manera. Y aun así Dios no quiere moldes, no quiere que pierda mi personalidad. No sueña con un ejército de clones, todos iguales, caminando a su encuentro sin personalidad propia. No me pide una obediencia ciega. Sólo me pide que lo mire a los ojos y siga sus pasos. Su camino es mi camino. Quiero hacerlo a su manera pero a mi modo, con mi acento, con mi originalidad. Tengo claro que seguir sus pasos no significa renunciar a lo que hay en mí, a lo más mío. Jesús me ha hecho de una manera muy concreta y me ama como soy. Ha puesto en mi corazón ciertos talentos y pasiones, también algunas debilidades y carencias. Ha despertado una vida original que brota de mi corazón herido. Sé que conocer mi camino no es tan sencillo. La búsqueda por saber cuál es el sentido de mi vida me acompañará toda la vida. Pero para eso necesito hacer silencio y buscar en mi corazón la verdad oculta. Hacer esa introspección que tan complicado me parece. Veo que hay tanta gente perdida que no sabe lo que quiere de su vida y no tiene claro hacia dónde va. ¿Lo tengo claro? Miro en mi corazón esos anhelos que Dios un día sembró para recordarme que soy su propiedad, su hijo amado. Estoy hecho a su medida y aun así tengo una forma original de amar, de darme, de vivir. Tengo claro que no podré hacerlo todo igual que Él. Soy torpe, fallo, me confundo. ¿Cuál es el sentido de mi vida? ¿Para qué vivo, para qué he nacido? No es tan sencillo descubrirlo. La vida me va llevando por lugares por los que no quise ir. O tomé decisiones que pensé correctas y resultaron equivocadas. Creo que tengo ciertas fortalezas y talentos. Pero veo defectos y carencias que me limitan. Sé que tengo una fuerza interior que me guía por los caminos. Pero no sé bien cómo definirme. ¿Quién soy yo? Quiero tener claro cuál es mi camino. Pero no quiero imponer a otros las mismas decisiones que yo he tomado. No juzgo sus caminos y tampoco condeno sus decisiones. Quiero ser libre para caminar según el modo de Jesús pero a mi manera. No soy yo el camino. Cristo sí lo es. Yo sólo sigo su camino, torpemente, confundiéndome a veces y regresando en otros momentos a la senda en la que Él me sostiene. No soy sólo señalizador del camino para otros, como decía el P. Kentenich: «¡Cuán errado sería ser sólo señalizador en el camino!»[1]. Mi camino, el sentido de mi vida, es acompañar a otros en su propio camino, sostenerlos en sus decisiones, ayudarlos a elegir lo que les hace bien, lo que los construye por dentro. Quiero levantar la mirada al cielo y confiar. En ocasiones la bruma del momento, la oscuridad, la tormenta pueden hacerme dudar. Nunca va a ser todo pleno en el camino. Justo se trata de eso, de ir paso a paso, día a día, sin querer estar ya al final de este. Y saber que de mi actitud depende todo lo que voy recorriendo. La actitud positiva, centrada en Jesús que le da sentido a todo lo que vivo. Él sabe mejor que yo lo que me conviene. Sabe quién soy y hacia dónde han de ir mis pasos para que sea feliz. Y cuando me confundo vuelve a buscarme para volver a reconducir mis pasos. No me quedo solo cuando me alejo. Él me persigue porque quiere que sea fiel a lo que hay en mi interior. Mi vocación, mi ideal personal, esa impronta que ha dejado en mi alma. Su huella más profunda. No sé lo que les conviene a otros. Sólo puedo aconsejar, mostrar la luz que es Jesús, indicar lo que yo creo que puede ser una respuesta. Pero no siempre sabré si todo va bien. No tendré las respuestas exactas. No podré aconsejar a todos lo mejor. No sé si están equivocados, eso sólo lo sabe cada uno dentro de su alma. Yo no lo sé. No tengo nada más que intuiciones. Quiero contar que Jesús es el camino. Que Él es la respuesta para los que están perdidos y sin ánimo. Pero no puedo forzar a nadie a que siga sus pasos. No puedo hacer que hagan lo que yo hago. No puedo abusar del poder que me regalan para hacerles un bien aunque ellos no me lo pidan. Respeto con paz sus decisiones. Permanezco cerca, como Jesús al ver alejarse al que se pierde. Sin exigir, sin condenar, sin juzgar. Sólo esperando con paz a que vuelva y recupere la paz perdida.
El otro día leía que hay tres cosas en la vida que se van y no regresan nunca. El tiempo, las palabras y las oportunidades. Y pensé que era muy cierto. Puede ser un tópico pero el tiempo que no aprovecho se escapa y no regresa. Los días que he perdido no los recupero. Las horas en las que no amo, no me entrego, no busco a Dios, no hago el bien a los hombres, son horas perdidas, que pasan sin pena ni gloria por mi vida. Por eso me importa tanto vivir bien el presente. Cada momento es un regalo de Dios. Me decían algunos que la pandemia fue un tiempo perdido. No es cierto. Dependía de cada uno. En ese tiempo aprendí cosas que había olvidado. El valor del compartir. La alegría de estar en casa con los míos. La no necesidad de hacer cosas útiles. La posibilidad de aprovechar las reuniones no presenciales. El valor de la salud y el miedo a perderla. La fragilidad del hombre que no logra detener una pandemia y no es el amo de este mundo. Miro el tiempo pasado en pandemia y veo que no fue un tiempo perdido. Todo depende de la actitud con la que haya vivido esos días, esos meses, esos años. El tiempo se me escapa de los dedos y quiero vivir intensamente. No deseo que se me olvide entregar la vida. Merece la pena amar hoy, entregar mi vida hoy. El tiempo se va y lo pierdo. Las palabras también se van y tampoco regresan. No puedo callarlas cuando se han hecho voz o grito. No desaparecen en el olvido porque dejan huella. Hieren o consuelan. Dan paz o siembran guerras. Son bálsamo o son afrenta. Unen o separan. Son lazos que llevan al cielo o son espadas que cortan los vínculos. Quiero medir mis palabras para no hacer daño. Las palabras nacen del alma y se las lleva el viento. Pero la memoria las retiene, porque son importantes. Por eso no quiero hablar de más ni decir lo que no siento. Quiero hablar sólo cuando haga falta o cuando tenga algo importante que decir. No quiero callarme por miedo a lo que piensen los demás. No quiero hablar de más desvelando secretos o decir cosas de las que luego me arrepienta. Mis palabras construyen o destruyen. Hacen que crezca el amor o el odio. Son sinceras o están llenas de mentiras. ¡Qué fácil es no decir la verdad! Mi forma de hablar, mi respeto al decir lo que siento o pienso, mis palabras que muestran cómo es mi alma. Las palabras que digo se las lleva el viento o quedan enterradas en la tierra y dan fruto. Me gustan las palabras que hablan de cómo soy, reflejan cómo es mi alma y desvelan cómo son mis sueños. Me gusta jugar con las palabras. Sin herir, ni hacer daño. Que mis palabras sean caricias y creen puentes que sostengan las almas unidas. Quiero que mis palabras creen una realidad mejor de la que ahora veo. Jesús hizo todas las cosas nuevas. Con sus palabras que eran palabras de vida eterna, y con sus gestos de amor: «Todo lo hago nuevo». Sus palabras cambiaron los corazones. Hay palabras que no cambian nada ni a nadie. Y hay otras palabras que construyen un mundo mejor. Y por último las oportunidades llegan y puedo dejarlas ir. Si no las aprovecho, no regresan. La vida está llena de oportunidades que se me presentan. Puedo aprovecharlas, luchar por el éxito que deseo, alcanzar la gloria que no quiero dejar escapar. Puedo hacerlo. Los fracasos son también oportunidades para crecer, para entregar la vida. Puedo aprovechar las oportunidades que la vida me presenta. Un cambio de trabajo. Una invitación que no puedo declinar. Un sueño que se puede hacer realidad si digo que sí a la vida. Si arriesgo mis pasos. Si no dudo, si venzo el miedo, si soy audaz superando mis cadenas. En esos momentos hago que las oportunidades que tengo den fruto. Todo depende de mi actitud al enfrentar el futuro con sus miles de interrogantes. Una oportunidad es un sueño que puede hacerse realidad. Depende de mí, de mi mirada, de mi forma de enfrentar la vida. Sé por todo ello que el tiempo, las palabras y las oportunidades son tres cosas que puedo perder si no las enfrento con la actitud adecuada. Se van y no regresan. Luego queda la culpa, o la herida, o el dolor. Puedo arrepentirme por no haber estado atento, por haber sido impulsivo o hiriente. Puede que haya segundas oportunidades. Pero puede suceder que nunca vuelvan. Ya no podré cambiar las palabras dichas o dejar que se repita esa misma oportunidad. Se van y no vuelven. Tengo que vivir con el corazón despierto, con la mirada atenta. Jesús hace todas las cosas nuevas. Él vino a cambiar el orden de mis prioridades. Vino a decirme que mi vida puede ser mucho mejor y mis sueños se pueden hacer realidad. Vino para que supiera que nada de lo que tengo en esta vida es eterno, que todo es pasajero. Vino para enseñarme a aprovechar los momentos y no dejar que haya tiempo perdido en mis días. Vino para decirme que sólo el amor verdadero es capaz de cambiar la realidad. El amor egoísta, autorreferente, ensimismado, no construye, no edifica un mundo nuevo. Miro mi corazón y sé que puedo hacer las cosas mejor. Me arrepiento cuando fallo y vuelvo a comenzar. Las oportunidades perdidas no vuelven. Pero vendrán nuevos días en los que podré volver a elegir y optar por el bien. Está en mis manos, no temo.
Me gusta la Iglesia que contemplo en Pascua. Una Iglesia joven, valiente, audaz. Hoy escucho: «En aquellos días, Pablo y Bernabé volvieron a Listra, a Iconio y a Antioquía, animando a los discípulos y exhortándolos a perseverar en la fe, diciéndoles que hay que pasar mucho para entrar en el reino de Dios. En cada Iglesia designaban presbíteros, oraban, ayunaban y los encomendaban al Señor, en quien habían creído». Hay que vencer las dificultades. Hay que vivir dando la vida. Sin miedo, con el corazón alegre y confiado. Con esa fe en la que es necesario perseverar. Cuando las cosas no salen como yo esperaba comprendo que tengo que seguir atado a la vida, a lo que sucede en mi corazón. Quiero que aumente mi fe. Esa Iglesia enamorada me conmueve. No temen perder la vida. No es una Iglesia acomodada, asentada, segura. No tiene poder, es perseguida. El poder, el bienestar y la adulación de los hombres me debilitan. La persecución, la injusticia, la pobreza y la impotencia me empujan a no desfallecer. Cuando me he acomodado y no necesito buscar más entonces pierdo la fuerza. Una Iglesia que vive con temor a perder todos sus beneficios y poderes es una Iglesia que se vende a los ricos que la pueden mantener en el lugar en el que se encuentra. Y yo me siento parte a menudo de esa Iglesia establecida que no necesita nada más. No busca nada más. No se inquieta ya ante las injusticias porque las ve lejos. Y entonces ya no necesita creer en un cielo nuevo y en una tierra nueva, como hoy escucho: «Yo, Juan, vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra han pasado, y el mar ya no existe». Deseo un cielo nuevo y una tierra nueva cuando no me colman en mis deseos la tierra que ahora habito. Cuando no me da paz vivir en este tiempo revuelto lleno de injusticias. Cuando estoy bien con lo que poseo no necesito nada nuevo. Lo viejo me basta. Me he acostumbrado a lo de siempre. Tengo poder suficiente, logro lo que deseo y sé que puedo alcanzar lo que más me agrada. No hay barreras, no hay obstáculos. Me da pena pertenecer a una Iglesia que ha perdido su pasión misionera. Se ha acomodado y vive esperando a que lleguen los fieles para echarles en cara su debilidad, su frialdad de ánimo, su poca fe. Quisiera creer y encarnar una Iglesia en salida al encuentro del hombre perdido que no tiene fe. Una Iglesia en continuo movimiento sin peligro de instalarse. Una Iglesia heroica que conoce el valor de la renuncia y la entrega por amor. Una Iglesia pobre porque necesita poco para vivir. Porque la felicidad no la encuentra en todos los bienes terrenos. Una Iglesia alegre que vive de la fe y no teme por la propia vida porque ya la ha entregado para siempre. Me conmueve esa Iglesia joven siempre abierta al cambio y a la novedad. No se queda quieta apegada al pasado, a las normas de siempre, a las cosas tal como siempre se han hecho. No es rígida, cree en los cambios, es flexible. Creo en esa Iglesia que aspira a vivir la santidad de lo cotidiano. Y para eso me invita a cuidar mi mundo interior, mi fe en ese Dios que camina conmigo por la vida. Esa Iglesia que no condena a los hombres, no vive dictando normas y exigiendo su cumplimiento. Sabe que el mandamiento principal es el del amor porque ha conocido el corazón misericordioso de Dios y entiende que es la única manera de vivir: «El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas. Que todas tus criaturas te den gracias, Señor, que te bendigan tus fieles». Creo en esa Iglesia que quiere encarnar el corazón misericordioso de Dios para que lo encuentren aquellos que buscan por los caminos a ese Dios lleno de bondad. Definitivamente sé que soy o una puerta de entrada, abierta al corazón de Dios o una puerta que se cierra e impide el acceso de los más necesitados. Mis actitudes, mis formas, mis palabras o mis silencios abren o cierran la puerta de la Iglesia. Soy yo el que bloquea o facilita, el que responde o rechaza. El que está accesible o lejano. Yo soy el rostro de Cristo en esta Iglesia de hoy donde la gente no llega al toque de la campana. Ahora mi Iglesia está en salida hacia aquel que ha perdido la fe o se siente condenado por aquellos que encarnan el rostro de Dios en su Iglesia. Veo que con frecuencia no les pongo las cosas fáciles a los demás. Les exijo, les demando. Les pido que carguen pesos que yo no estoy dispuesto a llevar. Les pido comportamientos impecables que yo no asumo. Les hablo de pulcritud pero yo no soy pulcro. De un amor misericordioso que yo no ejerzo. Les explico la importancia del diálogo que yo no practico. Y les cuento cómo es ese perdón que yo mismo no soy capaz de dar, cuando se lo niego a mi hermano. Es fácil predicar, es sencillo, basta con remitirse a lo que Jesús dice, decir palabras, gritarlas. El papel lo aguanta todo. Pero luego lo complicado es ser fiel a lo que uno predica. Querer estar a la altura de lo que sueña y dice. Reconocer las debilidades y volver a colocar como una luz ante mis ojos los ideales que pueden cambiar mi vida. Hablar es sencillo cuando nadie logra ver si soy coherente o no con lo que he dicho. Hablo de perseverar en la fe cuando yo mismo desisto de mis creencias cuando no parece posible lo que esperaba. Hablo de ser humilde y mi orgullo me juega malas pasadas exigiéndome estar por encima de mi hermano. Digo que lo que Dios quiere es que sea dócil pero me cuesta aceptar cualquier exigencia de nadie y no estoy muy dispuesto a aceptar las súplicas de quienes menos tienen. Sueño con una Iglesia joven, renovada, profunda, radical, humilde, fiel, alegre, sencilla, veraz, apostólica, enamorada. Una Iglesia así es la que más deseo. Que pueda ser fiel a la invitación que Dios me hace a entregar la vida por Él, cada día.
Jesús me invita a amar con todo mi corazón, con toda mi alma a los que me rodean: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también entre vosotros. La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros». El amor verdadero es el amor de Dios que ama dentro de mi alma. Jesús me invita a amar a mi hermano como Jesús me ama. Eso me da vértigo. Pienso en el amor que Jesús me tiene y me parece imposible vivir algo así. ¿Cómo ama Jesús? Muriendo en la cruz, acogiendo, perdonando. Yo tengo que amar a los demás como Él me ama. Ese amor de Jesús es generoso, no tiene medida, se da por entero, no lleva cuentas, no exige, perdona siempre, lo soporta todo, lo acepta todo, no tiene envidia, es servicial. Es un amor que no se reserva, no mide su entrega. Ese tipo de amor me parece inalcanzable. Yo no amo así, no soy capaz de amar tanto, de dar tanto. El amor de Jesús muere en la cruz al ser despreciado. El mío no quiere que lo desprecien, se rebela contra la injusticia, contra la cruz. No se deja herir, ni menos matar. Mi amor se busca a sí mismo. Detesta el sufrimiento y la renuncia. Sólo quiere recibir. Creo en el amor a mí mismo. Sé que esa es la base para ser feliz y poder amar bien. Eso es lo que me pide que haga Dios. Que me ame a mí mismo, que me quiera como soy, no como debería ser. ¿Soy amigo mío? ¿Me trato con delicadeza cuando no estoy con nadie? ¿Me hablo con ternura, me escucho en mis necesidades, comprendo mis miedos y mis debilidades? ¿Me acepto como soy, perdono mis caídas cada vez que caigo? A veces las heridas sufridas han hecho que no me quiera bien. Tengo claro que necesito recibir amor para poder amarme. Pero es difícil lograrlo. Leía el otro día: «Recibir adecuadamente el amor es a menudo mucho más difícil que dar amor. Pero hay que aprenderlo»[2]. Cuando sufro me pongo una máscara para protegerme, para que no me hieran más, para que nadie me haga daño. Y entonces no siento el amor del que me ama. No sé recibir amor, no lo acepto y pongo una barrera, destruyendo todos los puentes. Para poder amarme a mí mismo tengo que saberme amado de forma incondicional por alguien. Ya sea por Dios, ya sea por algunas personas en mi vida. El amor familiar es la base de toda autoestima. Cuando es débil ese amor de mis padres, de mis hermanos, camino herido por esta vida mendigando migajas del amor que me entregan. Y desde esa herida es difícil amar bien a los que me aman. Entonces, ¿qué hago? Si otros no me aman, ¿cómo voy a lograr amarme a mí mismo? Es una tarea para toda la vida. Ese amor a mí mismo es fundamental para aprender a amar a los demás. Necesito saberme amado y amarme. Es imposible que quiera bien a los demás, con madurez, cuando no me quiero a mí mismo, cuando no me cuido, cuando no soy misericordioso conmigo mismo, cuando no me hablo bien. Me entristece esa falta de amor hacia mí mismo. Quiero mirarme bien, aceptarme y tolerar mis fragilidades. Cuando me amo como soy, en lugar de vivir condenándome y criticándome, la vida es más fácil. Y sólo entonces hay hueco en mi alma para otros amores. Tocaré el amor de Dios en mi corazón. Sentiré su ternura, su mano cálida acariciando mis heridas. Sabré que la vida se juega desde mi verdad. Cuando me quiero bien no dependo tanto del amor de todos para ser feliz. Me herirán muchos, con frecuencia, eso puede ocurrir, porque cuando amo me expongo y espero una correspondencia en el amor que no siempre sucede. Y cuando la herida duele sólo me queda pedirle a Dios que me sane. Pero no dejaré de amar aunque amar tenga sus riesgos. Porque mi amor propio me hace fuerte. Y el amor de Dios me da raíces. Sabré que valgo aunque otros no lo vean. Veré mi belleza aun cuando otros vean fealdad. Mi autoestima no estará en juego cada vez que alguien vierta una opinión negativa sobre mí. Valgo más de lo que yo mismo creo, así es como me ve Dios. Y habrá algunas personas que me habrán regalado un amor humano semejante al de Dios, desde sus límites humanos. Me gusta saberme amado. Me gusta amarme. Y me gusta amar a los demás como Jesús me ama. Sin criticar, sin condenar, sin herir. Con mansedumbre, con humildad. El amor implica renuncia y sacrificio. No todo es fiesta y pasarlo bien. No todo es bueno. No sólo hay risas. Hay momentos de dolor y de cruz. y el amor se aferra a la cruz de la persona amada para no dejarla caer. El amor significa cuidar a quien Dios pone en mi camino. Con mi vida, con mi tiempo, con mis ilusiones, con mis sueños. Supone amarlo aunque implique que deje de vivir algunos sueños que eran solo míos, algunos éxitos que quería lograr cuando estaba solo, sin responsabilidades, sin compromisos asumidos. Cuando amo cambia todo. Dejo de pensar en mí para pensar en el otro. Dejo de estar centrado en mis gustos y deseos para dar prioridad a los gustos y deseos del otro. Seguirá siendo una prioridad amarme bien pero sólo para lograr amar mejor a quien camina conmigo. Quiero amar como Jesús me ama y que el signo por el que los demás noten que soy de Cristo sea mi forma de amar. ¿Acaso los que no creen no aman a quienes les aman? Sí, seguro que sí, pero mi manera de amar tendrá que ser más grande, más libre, más radical, más honda. Tendré que amar de tal manera que mi vida personal pase a un segundo plano. Que mi renuncia tenga valor de cielo. Y mi forma de decir te quiero logre cambiar el mundo. Que ame a quien no me ama y perdone siempre. Que dé todo cuando me quiten algo. Y acoja al que no me acoge. Así verán a quién le pertenezco.
Me gusta pensar que mi corazón es la morada de Dios. Y sé que cuando sea verdad podré amar con el amor de Dios, que supera mis límites humanos. Hoy escucho: «Ésta es la morada de Dios con los hombres: acamparé entre ellos. Ellos serán su pueblo, y Dios estará con ellos y será su Dios. Enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. Porque el primer mundo ha pasado». La promesa es que Jesús habitará en mi corazón y preparará mi camino al cielo. Allí el primer mundo habrá pasado y todo será nuevo. Me impresiona pensar en esa noche en la que Jesús fue entregado. Y al ver cómo se alejaba Judas Jesús dice palabras incomprensibles: «Cuando salió Judas del cenáculo, dijo Jesús: - Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él. Hijos míos, me queda poco de estar con vosotros». Se marcha Judas a cumplir con su traición y Jesús habla de ser glorificado. Cuando esa noche amenaza con la muerte, Jesús habla de la vida eterna. Me impresiona su mirada. Jesús sabe que va a estar poco tiempo con ellos, está triste, pero no habla de muerte sino de gloria. No habla de dolor sino de vida eterna. Es el amor verdadero que se preocupa más por el bienestar del amado que por la propia vida. Jesús va al encuentro del Padre y piensa en los suyos que se quedan solos. Es el amor que merece la pena. Un amor que se niega para salvar a otros. Guarda silencio para que otros puedan vivir. Un amor inmenso que sobrepasa mis límites humanos. El amor de Jesús me muestra un cielo en el que ya no habrá luto, ni lágrimas, ni dolor. Así es el cielo con el que sueño. Estoy muy lejos todavía. Me cuesta demasiado pensar en la vida mientras me duele la muerte. Pensar en la esperanza mientras la desesperanza toca mi puerta. Este mundo que vivo es solo el primer mundo. Hay un mundo más allá de esta vida en el que Jesús me espera para caminar a mi lado, para vivir conmigo. No le tengo miedo a la vida ni a la muerte. Ni a la soledad ni a la enfermedad cuando me muestra que soy frágil. Este mundo es pasajero, todo lo que amo lleva en su interior una semilla de eternidad. Le doy gracias al cielo por las lágrimas vertidas. Porque el llanto que acompaña el dolor es bálsamo para el alma. Me calma en mis miedos. Me tranquiliza en mis inquietudes. Y sé que mi vida no está completa en los días que pasan. Algo ocurrió esa noche de resurrección cuando Dios levantó el velo y se llevó ese cuerpo herido junto a Él, glorificándolo. Y me dejó marcado un camino que pasa por la muerte, por el dolor y el odio, y por el amor más puro. No quiero retener los días que se me escapan, no dejo que las horas se me queden prendidas entre los dedos. Camino seguro por este mundo que adoro. Pero no lo amo tanto como para no comprender que la vida son sólo unos días, un tiempo. Camino al cielo, de la mano de Dios que va conmigo. No sufro, no me angustio, no me inquieto. He dejado en el corazón de Dios prendida mi esperanza. Viene Él a hacer morada en mi corazón para que no viva angustiado. Sé que los años que tengo me han hecho más maduro, o más frágil, el tiempo deja heridas. Pero no dejo de confiar en que habrá un día sin lágrimas, un amanecer sin dolores, un paraíso sin angustias ni muerte. No habrá ya más pérdidas porque todo será encuentro, abrazo y sintonía. Nadie sufrirá por nada. Y los días correrán de un lado a otro por los caminos. Sé que la esperanza de ahora la ha sembrado Dios dentro de mí. La ha puesto el Señor para que no me canse. Para que no me ponga triste. Para que no viva pensando que no puedo salvarme. Él me ha salvado ya. Ha muerto en la cruz por mí. Yo podré hacerlo mejor o peor. Pero sé que al final me va a mirar Jesús queriendo saber si he amado.