Homilía del padre Carlos Padilla - 14 de mayo de 2023
Domingo 14 de mayo de 2023 | Carlos PadillaVI Domingo de Pascua
Hechos 8:5-8, 14-17; I Pedro 3:15-18; Juan 14:15-21
«No os dejaré huérfanos: volveré a vosotros. Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero vosotros si me veréis, porque yo vivo y también vosotros viviréis»
14 mayo 2023 P. Carlos Padilla Esteban
«Jesús me ama con locura y es su amor el que me empuja hasta la cima del cerro. Me da alegría la paz que me regala cuando estoy a su lado. El amor incondicional es el que deseo»
Me gusta que haya un día para los niños. Me hace pensar en tantos niños que necesitan mi oración. Y me alegra ver a tantos niños felices, en familias que les dan paz y alegría. Me gustan los niños que ríen, que se alegran sin motivo, que disfrutan del momento. Esos niños que sueñan y saben disfrutar lo que tienen sin pedir más. ¡Qué difícil educar a un niño para que no pierda su alegría, su inocencia, la pureza de su mirada! Hay niños caprichosos que siempre quieren más. Nunca están contentos con lo que tienen. No saben obedecer y no entienden que en ocasiones no podrán hacer lo que quieren. Niños malcriados que viven pensando sólo en ellos, de forma egoísta y caprichosa. No me gustan esos niños que no dan de lo que tiene. No comparten sus juguetes. No juegan con otros niños. Lloran cuando no poseen lo que desean. Y se enojan con la vida cuando las frustraciones de cada día turban su ánimo. No me gustan esos niños que sólo piensan en ellos. ¿Puede un niño llegar a pensar antes en otros que en sí mismo? Creo que sí. Puede hacerlo si lo educo, si Dios lo educa para hacerlo. Pero no es tan sencillo. Pienso en ese niño ideal que he dibujado en mis sueños. Ese niño alegre y despreocupado. Que tiene unos padres que le dan seguridad y bienestar. Ese niño que sonríe y disfruta la vida en presente. Que sabe hacer una historia de ensueños con un simple juguete. Se ríe de la vida. No se queda llorando ante el primer contratiempo que encuentra. Un niño que no es huérfano porque tiene un hogar, una familia, unos padres que lo quieren. Ese niño puede ser herido tan fácilmente. Puede experimentar el odio y la rabia de los mayores. Puede sentir la injusticia y el dolor innecesario. El niño herido se va endureciendo y se esconde para que no haya otros que lo dañen en el camino de la vida. Tengo un niño escondido en mi alma. Un niño al que el adulto que tengo dentro y el padre exigente que me gobierna, han acabado silenciando. Cuando mi niño interior grita pidiendo ayuda, el adulto le dice que no es razonable lo que pide. Y el padre autoritario simplemente le grita que se calle. Así ha vivido mi niño sometido tantas veces. No lo dejo salir para que no arme escándalos, para que no grite, no chille, no se ría. He acabado convirtiéndome en un adulto exigente que no quiere saber nada de los niños que todo lo alborotan con sus risas y sus juegos. Me gustaría sacar a pasear al niño que llevo dentro. No hacer necesariamente cosas razonables. No portarme siempre de forma correcta como lo exigen las normas de la vida. No decir lo que corresponde, lo que está aceptado por todos como prudente, como valioso. Ese niño ha quedado escondido por miedo al rechazo, al abandono, a la ofensa innecesaria. Lo he protegido con muchas capas para que nadie lo vea ni sepa que está vivo. Así camino sin risas, sin exabruptos, sin tonterías, sin imprudencias. Siempre hago y digo lo que corresponde, lo que mandan los cánones, lo que todo el mundo hace y lo que esperan de mí. Me he vuelto serio y circunspecto. Haciendo lo que se espera de mí. He matado a mi niño interior para que nadie lo vea y a nadie moleste. Y ahora, este día del niño me recuerda lo que soy. Soy niño. Puedo mancharme de chocolate comiendo un pastel. Puedo decir algo imprudente y gracioso. Puedo llorar cuando me siento frustrado buscando a mi madre que seguro, en alguna esquina, me espera para abrazarme. Quiero tomar a ese niño interior en mis brazos. Sostenerlo. Reírme con él. Consolarlo en mi regazo. Sé que si lo cuido seré más feliz y si lo encierro acabaré amargándome en la vida. Quiero dejar que mi niño interior grite y ría. Quiero que salte de gozo y no se detenga respetando todas las normas. Quiero que sea tierno y sincero. Que no mienta continuamente a los demás para no herirlos. Quiero que mi niño interior juegue en este mundo que es demasiado serio a menudo. Quiero que haga locuras, de esas que están prohibidas para los adultos. Que sueñe cosas imposibles y las cuente, porque son sus sueños y sus locuras. Quiero ser capaz de reírme de las cosas más tontas. Y al mismo tiempo capaz de acercarme a mi hermano para jugar con él y pasar el rato. Quiero perder el tiempo como los niños, al fin y al cabo el presente es lo único que tengo. Quiero confiar como los niños, que creen en el poder inmenso de sus padres y nunca tienen miedo. Me gustaría ser más niño, menos adulto, menos padre exigente.
Quiero levantarme agradecido mirando el cielo. Porque sé que me es fácil olvidarme de agradecer. Como si el mundo, o la vida me debieran algo. El rostro se pone serio esperando promesas que no se cumplen, sueños que no se realizan, alegrías que nunca llegan. Creo que no he hecho todo lo que podía. Y es tanto lo que me queda por hacer, no sé si tendré fuerzas, o ilusión, o pasión. Se lo pido a Dios mientras le agradezco que me dé un día más, una nueva oportunidad para dar la vida. No me quiero olvidar de agradecer por todo. No quiero ser como esos niños caprichosos que no se contentan con nada. ¿Quién me debe algo? Nadie, todo es don, gratuidad, bendita palabra. La olvido y me aferro con rabia al mérito. Lo que merezco, lo que me deben, lo que debería pasar para que fuera feliz. Siento a veces como si la vida fuera injusta conmigo. Demasiado poco, demasiado pronto, demasiado tarde. Siempre algo se interpone entre mi carrera y la meta, entre mis esfuerzos y las conquistas. Parece mentira que no pueda agradecer por todo, por lo bueno y por lo malo, por lo que ha ocurrido y por lo que aún no sucede, por los sueños y las amarguras, por las victorias y por las derrotas. Quiero agradecer por el sol que se levanta y por las nubes que súbitamente lo ocultan. Por el calor y por el frío. Por la soledad y por la compañía. Por las lágrimas y las risas. Por los encuentros y los desencuentros. Por los accidentes y por los logros. Por las subidas pronunciadas y por las bajadas empinadas. Por el cansancio y por el descanso. Agradecer por una puesta de sol, por una melodía recurrente, por esa canción asociada a mil recuerdos. Agradecer por una mano amiga, por su sonrisa. Por una despedida fugaz, y esa otra despedida dolorosa. Por el ayer que ya es pasado. Por el mañana que aún me inquieta. Por las caídas de las que me vuelvo a levantar, no importa cuánto me cueste. No le tengo miedo a esos días que pasan, casi sin darme cuenta. Un año más, da vértigo el pasado que se erige sobre mis espaldas. No pesan tanto los días, ni las noches. Ni las lágrimas, ni los olvidos. Temo olvidar lo vivido, el que olvida no agradece. El que pierde no encuentra. El que sueña vive más, mejor, más hondo. De rodillas siento que tengo que agradecer por todo lo recibido. Por lo bueno y por lo malo. Por lo vivido en la superficie y por lo sufrido en la hondura del alma. Allí donde las lágrimas son un lago, esperando a ser vertidas. Y la esperanza resurge como una montaña firme, más allá de los miedos que pugnan por quitarme la sonrisa del rostro. No le tengo miedo al cielo. Sé que las estrellas son luceros que anuncian la victoria. Y la luna siempre dará paso al sol y dejará que venza sobre todos mis dolores y ansiedades. Me levanto agradecido, como cada mañana, hay días en los que mirar hacia atrás vale más la pena. Para sentir en la piel la caricia del tiempo, como un tierno abrazo que no se desenreda de mi espalda, sujetándome firme, sosteniéndome en alto. Los días que pasan son semillas de cielo, vertidas en la tierra, darán su fruto. No le tengo miedo a las sombras que intentan apagar el sol. La vida es larga, sonrío mirando hacia el pasado. Mucho camino recorrido, mucho camino por descubrir. Agradezco lo esperado y lo que no esperaba. Agradezco la mano amiga y esa otra mano que se aleja, sin comprender nada. Agradezco las lágrimas y las sonrisas, las palmadas en la espalda y los buenos deseos. Agradezco las derrotas que tanto me dolieron y enseñaron. Los deslices torpes por los que aún no me perdono. Las historias que no pude terminar y las que se acabaron dejando el alma herida, o bendecida, uno nunca sabe. Y la luz que entra por las cortinas cerradas, por la grieta abierta, despertando la vida. Tanto por vivir, por amar, por sufrir. El que no sufre es que no ama. El que no muere un poco al darse, es que no está dando nada. El que no siente el peso de los pecados es que no sabe lo que es amar bien a su hermano. No quiero que se me escapen más días sin amar en lo profundo. Sin dar la vida sin miedo. Le doy gracias a Dios que me ha soñado. Mucho antes de que comenzaran mis días. Cuando sólo era un leve deseo en el corazón de Dios. Y luego, cada paso, cuando niño, cuando joven, cuando adulto. Cada día pasado es una oportunidad que he tenido de amar más, de perdonar siempre, de querer hasta el extremo a los que Dios ha puesto en mis pasos. Me da paz saber que la vida se compone de muchas decisiones erradas y otras, gracias a Dios, acertadas. Me conmueve el dolor de los que sufren y me emociona la alegría de los que sonríen. ¿Cómo podré cambiar este mundo para que sea un poco mejor? Me supera. Siento que me faltan las fuerzas. La comodidad se me ha pegado a la piel exigiéndome el descanso. Y yo quiero dar más, amar más, soñar más, caminar más, subir más alto. Y las fuerzas se escapan, o los días, o los años. Y sonrío agradecido. ¿Cuándo veré el rostro de Dios? Pregunta el alma. Y un silencio me cubre con un velo. Y la esperanza se dibuja ante mis ojos. Tengo tanto por lo que dar gracias. Me quedan aún muchos pasos. Hay tantos rostros que se desvelan ante mí como un regalo caído del cielo. Tantas historias que han tejido mi vida. Tantas palabras y tantos silencios. Tantos abrazos sostenidos en el tiempo. Un año más, un día más. Nada cambia. Sólo un paso camino al cielo, a esa eternidad prometida en un canto de ángeles. Y la sonrisa de Dios cada vez que yo lo miro. Siento su abrazo en lo hondo de mi ser. Como una mirada que me recuerda que la vida merece la pena. No quiero perder el tiempo. Doy gracias a Dios por la vida que me da. Sólo gracias. Sigo caminando. Sonrío.
María me mira en el mes de las flores. ¿Qué espera de mí? No lo sé. Me mira, la miro. Como Juan Diego ese día en el monte lleno de flores y música de cielo. En este mes de Mayo se llena mi camino de flores, de música, de vida. Me faltan horas para hacer todo lo que puedo hacer. Ella me mira. Sonríe. No espera mucho de mí, al menos no tengo mucho que dar. En el libro El Señor de los anillos hay una reflexión que me tocó el corazón. En el momento de más incertidumbre Sam reflexiona sobre las aventuras de los grandes héroes: «Los cuentos que eran importantes estaban llenos de oscuridad y peligro, a veces uno no querría saber el fin, porque, ¿cómo podría ser un final feliz?, ¿cómo podría ser el mundo como antes cuando han pasado tantas cosas malas? Pero al final, las sombras sólo son, transitorias, aún la oscuridad debe terminar. Vendrá un nuevo día, cuando el sol brille iluminará hasta la claridad. La gente en ellos tuvo ocasión de dar la vuelta y nunca lo hizo, siguió caminando porque tenía algo de lo cual aferrarse. Frodo: - Y nosotros, ¿a qué nos aferramos? Sam: - A que el bien aún existe, lo sé, y tenemos que defenderlo». Ellos no eran conscientes de cómo iban a salir de ahí. En medio de las luchas el héroe no piensa que es un héroe. Son demasiado grandes las dificultades. ¿Cómo va a salir victorioso en medio de tanta oscuridad que apaga la esperanza? Imposible sobrevivir, salir triunfante. El héroe está en medio de un presente imposible. No se puede vencer, no hay salida que se pueda ver. Así me siento yo muchas veces en la vida. No he llegado al final de mi aventura, de mi historia. No sé cómo terminará. No puedo predecir si me resistirán las fuerzas, si conseguiré mantenerme firme y fiel. No lo sé. Es duro vivir sólo en presente. No puedo desprenderme de la tierra, elevarme en el cielo y desde lejos ver mi propia vida de principio a fin. No puedo y eso me inquieta. Me gustaría saber el desenlace de mis días. Conocer cómo voy a sortear los peligros y a vencer cuando todo parece indicar que no hay una segunda opción para seguir luchando. Me gustaría atar los cabos, anudar las cuerdas para salir victorioso. Encontrar respuestas a enigmas indescifrables. Lograr una fuerza sobrenatural que me permitiera vencer las tentaciones y derribar a los enemigos. Dios no me lo concede. Miro a María en medio de este mes con el miedo dibujado en el corazón. Veo demasiados peligros y responsabilidades. Demasiada altura, demasiada hondura. Y yo caminando al borde de un precipicio. Veo al fondo el abismo y en lo alto las aves del cielo que parecen invitarme a volar, pero no tengo alas. Camino a ciegas, me tambaleo buscando escapatorias, lucho contra mí mismo queriendo llegar más lejos. Las palabras de Santa Teresa de Jesús me inquietan: «Y con levantarme y mal —pues tornaba a caer— y en vida tan baja de perfección, que ningún caso casi hacía de pecados veniales, y los mortales, aunque los temía, no como había de ser, pues no me apartaba de los peligros, sé decir que es una de las vidas penosas que me parece se puede imaginar; porque ni yo gozaba de Dios, ni traía contento en el mundo. Cuando estaba en los contentos del mundo, en acordarme de lo que debía a Dios era con pena; cuando estaba con Dios, las aficiones del mundo me desosegaban. Ello es una guerra tan penosa que no sé cómo un mes la pude sufrir, cuanto más tantos años». Así se encontraba ella antes de su verdadera conversión. Caminaba a rastras. Descifraba a penas las posibles salidas hacia el cielo se debatía entre la tierra y el paraíso. Anhelaba la virtud y elegía el pecado. Así me siento yo en ocasiones al mirar a María. El mundo me seduce con la atracción de la tierra, como una fuerza de gravedad que tira de mí hacia el lodo. Y veo que no puedo enderezar mis pasos. En medio de mis batallas me siento derrotado, vencido, vacío. Y creo que no es posible subir más alto si María no me toma en sus brazos y me eleva por encima de todos mis miedos. Vivir en medio de las luchas es lo propio de mi vida. Me gustaría vivir por encima de todas las tentaciones. Me gustaría ser capaz de rechazar siempre lo que no me construye por dentro. Miro a María. Ella me mira con orgullo de madre, no lo entiendo. Sabe cómo soy y aun así me vuelve a elegir entre tantos. ¿Por qué se empeña si sabe que no soy fuerte y que caeré de nuevo? No sé el final de mi aventura, no sé cómo acabará. Sólo quiero tener la confianza de los hijos de Dios, de la Madre y Reina. Ella puede cambiar el desenlace de mi vida. Puede irrumpir en mis luchas y ciénagas para rescatarme y elevarme en el hueco de su manto, en sus alas, para llegar lo más lejos posible. Saber que Ella me mira así, con misericordia, es lo que me salva. No quiero vivir con amargura la lucha continua que sufro debatiéndome entre el cielo y la tierra. El peligro de la tibieza me pesa mucho. La fuerza de mi orgullo me aleja del poder de Dios, me hace pensar que yo mismo soy todopoderoso. Olvido que para ser hijo tengo que reconocer mi miseria. Entender que no sé cómo hará Dios para vencer en todas mis batallas. Dios puede hacerlo. María puede lograrlo. Me mira y me dice que yo sólo persevere. De eso se trata, de tener paciencia, perseverancia, constancia, fidelidad. No me pide que lo haga todo bien, sólo me pide que lo intente, que luche por hacer posible en mí su victoria. No se equivoca al elegirme, ha elegido bien a su instrumento. Todo lo demás que consiga será obra suya. Eso me da paz, me calma.
En la vida siempre puedo elegir un camino u otro. Puedo hacer el bien o caer en omisiones. Puedo hablar o callar. Decirte lo que pienso o pasarlo por alto. Echarte en cara lo que no me gusta de ti o guardar silencio. Gritar o ser manso. Golpear o acariciar. Puedo mostrarme tierno ante tu dolor o pisotear tu alma herida. Puedo recordar lo que es importante u olvidarlo. Puedo quererte por encima de mí mismo o sentir que no eres tan importante para mí. Puedo, siempre puedo elegir una cosa o la otra. Y al final lo que importa es lo que hoy escucho: «Hacedlo con dulzura y respeto. Mantened una buena conciencia, para que aquello mismo que os echen en cara, sirva de confusión a quienes critiquen vuestra buena conducta en Cristo. Más vale padecer por obrar el bien, si esa es la voluntad de Dios, que por obrar el mal». Me pide Dios que haga el bien, que actúe con dulzura y respeto. Jesús mismo le preguntó a los que querían matarlo: ¿Por cuál de las obras buenas que hice queréis matarme? Jesús pasó haciendo el bien y acabaron matándolo. No hubo engaño en su boca, no hubo maldad en sus gestos, no hubo pecado en su corazón. y lo mataron, lo condenaron injustamente. No tuvo la protección de los poderosos. No lo siguieron los que podían haberlo defendido. Murió indefenso y abandonado. Yo busco que me protejan. Quiero estar con los poderosos para no perder en la batalla. Yo, que hago el mal sin saberlo y guardo intenciones que no son buenas detrás de acciones aparentemente llenas de virtud. ¡Cuánta hipocresía hay en mi alma! Digo ser una cosa y soy otra muy diferente. Decía Jesús: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos». Cuando realmente te amo no puedo hacerte nunca daño. Si mi amor te daña no es verdadero amor, está enfermo, herido. Si mi amor te menosprecia, no es un amor sano. Quisiera amar de verdad como ama Jesús. El acento está puesto en el amor. Hoy es una palabra tan vaga. Cualquier cosa se considera amor. Y se habla de amor identificándolo con el enamoramiento. Mientras dura el amor, piensan muchos, todo es posible. A veces el amor esclaviza, ata, abusa, pero entonces no es amor, no puede serlo, está enfermo. El amor verdadero no es envidioso, ni celoso, ni competitivo. No hiere, no trata mal al que ama. El amor sano y bueno enaltece al amado, lo coloca en lo alto, en el centro, lo respeta y venera, lo dignifica. Si mi amor da la dignidad a quien amo es un amor verdadero. Si no lo hace está demasiado herido o es muy inmaduro. Me da miedo no ser capaz de llegar a amar bien nunca. Porque el amor implica la capacidad de renunciar por amor a otro. Renuncio cuando amo. Me importas tú mucho más que yo mismo. Más tu bienestar que el mío. Más tu felicidad que la mía. Amar así me parece de locos. Un amor que no esté condicionado. Si me amáis, me dice Jesús. Si amara realmente a Dios. Pero a Él también lo quiero con condiciones. Si la vida sale como yo espero. Si todos mis proyectos y planes tienen éxito. Si no hay pérdidas ni sufrimientos en mi vida. Entonces sí te amaré y adoraré, Señor. Mi amor está tan herido. No he conocido el amor incondicional. Desde pequeño me recordaron que si hacía las cosas bien recibiría aplausos y palmadas en las espalda. Y si no actuaba bien y no hacía lo que me pedían, entonces recibiría odio, desprecio, indiferencia, críticas, castigos. Así lo aprendí y así lo he practicado. Un amor condicionado a la conducta de la persona amada. He cambiado la afirmación de Jesús: «Si me guardáis mis mandamientos, os amaré». Esa es la frase que escucho continuamente en el alma. Es una frase que me enferma por dentro. Si me porto bien y cumplo todo lo que me pide la Santa Madre Iglesia. Si no me salto ni uno solo de los preceptos. Si llevo al extremo las exigencias impuestas. En ese momento, cuando lo haga todo bien, sin mancha, sin error, ahí sí me amará Dios. Es el pensamiento que me domina cada día. Por eso trato de hacer siempre buena letra, intento respetar a los demás y cumplir con lo que se espera de mí aun cuando me lleve al extremo y dañe mi salud. No importa, estarán bien conmigo, estarán contentos y me querrán. Es el amor condicionado que vivo. Un amor que me llena de dudas. Porque nunca será suficiente lo que haga. Siempre podré hacer más porque la magnanimidad no tiene medida, no hay límites. Si me amas, me repite Jesús. ¿Yo lo amo? No lo sé. Amo su abrazo, su mirada de aceptación, su sonrisa cuando llego con los deberes bien hechos. Pero temo su castigo, el juicio de los hombres más que el suyo, la condena de los que algún día me han adulado y admirado. Temo que me rechacen por no hacer tanto bien como me piden. Por no estar a la altura de lo que esperaban de mí. Me asusta tanto el rechazo. Hoy Jesús me lo pregunta. ¿Me amas? Porque si de verdad lo amo y en mi mirada no hay temor, haré lo que me pide. Pero no como una obligación, no como una carga pesada. Su yugo será suave. Caminar de su mano será fácil. No pesa su amor, todo lo contrario. Me ama con locura y es su amor el que me empuja hasta la cima del cerro. Me da alegría la paz que me regala cuando estoy a su lado. El amor incondicional es el que deseo. Ese amor que me tiene. No depende de todo lo que haga. Pero sí mis obras. No me cuesta nada abrazar a quien amo, velar a la persona enferma a la que quiero, cuidar al que está en mi corazón. No me cuesta hacer lo que me pide aquel que me ama, a quien amo. En eso consiste la vida. En aprender a amar bien, con altura, con libertad, en verdad, con humildad. Ojalá aprenda yo solo o el Señor me enseñe.
A menudo veo que me faltan palabras y razones para justificar mi amor a Dios. No sé hacerlo bien. No encuentro razones suficientes para defenderlo. El mundo tiene sus razones y hoy el apóstol me pide que dé sólo culto a Jesús: «Dad culto al Señor, Cristo, en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza». ¿Las palabras convencen? ¿Cambio vidas con argumentos sólidos? ¿Logro que los demás crean desbaratando sus argumentos y presentándoles razones de peso? Hay santos que se han convertido y han seguido al Señor al escuchar una homilía. San Juan de Dios cambió de vida cuando escuchó un sermón de S. Juan de Ávila. Aun así me falta fe en mis propias palabras cuando predico. Creo que tienen límites muy evidentes. En realidad no he entendido nada. No son mis palabras, es Jesús, es el Espíritu Santo el que obra los milagros. Mis palabras sólo llevan encima la fuerza del amor de Dios. Algo que no les pertenece, no es mío, no soy yo. Intento buscar razones, buenos argumentos. Quiero justificar lo que vivo, lo que hago. Que no haya lagunas en mis conocimiento. Como si dando razones fuera suficiente. Como si hablando más fuerte y con mejores argumentos fuera a convencer a los que no piensan como yo. Siento que vivo en guerra. Quiero cambiar las cosas. Quiero que los que no son de los míos acaben asumiendo mi forma de pensar. Quiero convencerlos con mis razones, a veces con mi fuerza. Digo que estoy abierto a la diversidad. Pero lo diferente me duele. Es como si no pudiera estar en el mismo espacio con los que no piensan como yo. Me duele el alma. Quiero que claudiquen. Y entonces me vuelvo rígido. Sólo acepto a los que son de los míos. Hay una aplicación que se llama «Réplica». Con esta inteligencia artificial puedes crear un personaje virtual que piensa como tú, te da la razón en todo, tiene tus mismas posturas, defiende tus argumentos, se parce mucho a ti. Dicen que muchos jóvenes en su soledad recurren a ello. Una especie de amigo virtual que no se aleja nunca de mí, no me traiciona, no piensa distinto. Este amigo no necesita que lo convenza de nada. Ya es fiel a mis posturas. Es una tendencia del corazón. Me cuesta aceptar otros puntos de vista. No quiero vivir cerca de los que no son de los míos. Me estrecho cuando intento convencer a los demás de que piensen como yo pienso. No poder compartir la vida con personas que no viven lo que yo vivo, ni piensan como yo pienso es una limitación. Me gustaría ensanchar mi corazón. Quiero ser capaz de compartir con el que no es de mi grupo y no comparte mi forma de pensar. Me pide hoy el apóstol que dé razones de mi fe. Esto es válido, no para convencer a nadie, sino para saber lo que ha pasado en mi historia. Las razones de lo que vivo explican el paso de Dios por mi vida. Comprendo el porqué de las cosas que me pasan. En algunos casos será necesario mirar hacia atrás y buscar el paso de Dios por mi vida. Entender por qué pasan las cosas, o para qué. O ver cómo Dios ha sabido sacar algo bueno en medio de mis cruces y heridas. Llegar a comprender que mi herida es una fuente de vida, parece un milagro. Es necesario aprender a perdonar las cosas que me han pasado, a las personas que me hirieron. Darle el sí a la realidad tal y como es, sé que no es tan sencillo. Lo cierto es que habrá muchas cosas para las que no tengo una respuesta: «Podemos preguntar cuáles son las razones de las cosas extraordinarias que nos suceden. Los de ahí arriba, los ancestros, o Dios, son los únicos que conocen las respuestas. Y nosotros no las obtendremos hasta que subamos»[1]. Sólo Dios sabe el porqué de todo lo que me pasa. Yo intuyo sus caminos, me acerco a su pecho para reposar mi cabeza. Sin entender, sin saber los deseos de Dios ocultos detrás de todo. Lo extraordinario es mucho más que lo ordinario. Lo que no veo mucho más que lo que observo. Las palabras despiertan vida sin saber cómo lo logran. El Espíritu Santo oculto entre las letras actúa. No sé cómo pero obra milagros. Hay tantas cosas extraordinarias en mi vida. Tantas cosas que no comprendo y simplemente acepto como milagros. Que una herida dé vida a otros me parece imposible. Siempre la herida trae muerte, rencor, odio, desprecio, autocompasión. Lograr que una herida sea como la de Jesús resucitado me parece algo de Dios en mi vida. Me gustaría aceptar que la vida tiene más milagros que los que veo. Que hay cosas extraordinarias que mueven el mundo de forma silenciosa. De forma cotidiana, eso sí. No lo comprendo todo pero no importa. Dios me utilizará para acercar a Dios a los hombres. Lo hará sin que entienda. Yo sólo me dejaré hacer.
Jesús hoy se despide de los suyos queriéndoles dar esperanza: «Y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros. No os dejaré huérfanos: volveré a vosotros. Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero vosotros si me veréis, porque yo vivo y también vosotros viviréis. Aquel día comprenderéis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros. El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él». Les cuenta cómo va a ser todo. Sin que ellos acaben de entenderlo. Vendrá el Paráclito y estará con ellos. No se quedarán huérfanos. Quien tiene a Dios en su vida nunca está huérfano. Eso lo entiendo. Mora Dios en mí, no estoy vacío. Mi alma es un hogar habitado por Dios. El mundo no verá a Dios, como pasa hoy, pero yo sí lo veré. Vive Dios en mí y así tengo vida plena. Esa certeza es la que me basta para caminar. No soy un huérfano. No estoy solo en el mundo. No me ha abandonado Dios. Pero a veces no lo siento, no lo veo. Echo de menos momentos de profundos sentimientos y encuentros llenos de luz. Y súbitamente pienso que soy huérfano. Soy un abandonado. Un ser solitario caminando por la tierra. ¿Y el abrazo de María por la espalda? ¿Y la sensación de ir caminando con Jesús mismo por el camino? Es como si se perdiera la sensación de pertenecer a alguien. Jesús me dice: «Vosotros en mí y yo en vosotros». Se calma el corazón al recordar a quien le pertenezco. El amor de Dios es más fuerte, más grande. Es un manto que me cobija bajo su sombra. Los mandamientos no soy normas que limitan mis acciones, son más bien propuestas de vida. Si las sigo tendré vida en abundancia, si me alejo de ellas me quedaré seco. Es así en mi vida. Cuando hago lo que Dios me pide tengo más paz. Cuando no lo hago me lleno de frustraciones y miedos. Como si la vida se acabara de golpe. Cuando en los mandamientos no veo si vida, sino solo restricciones, me lleno de amargura. Si creo que el amor de Dios es una barrera que se interpone delante de mí, ocultando mi felicidad y mi libertad, es que no he entendido nada. Hay mucha gente que no entiende nada. Es la verdad. Hay muchos que ven en los mandamientos un límite en el disfrute de la vida. Quizás me olvido de algo importante. Para que el amor crezca es necesario que pase de ser eros, atracción de un bien, a ser ágape, entrega de un bien. Dejo de querer conquistar lo que me falta para ser completo y feliz, a querer dar todo lo que tengo sólo por amor para que el otro sea feliz. Un amor sin sacrificio es un amor pobre. El amor se hace fuerte en la renuncia, en el sacrificio, en el altar de la cruz. El amor de Jesús se hizo invencible en lo alto de un madero. Desde allí se me entregó un perdón que parecía imposible. Un amor crucificado venció la muerte. El amor que sabe renunciar es un amor que vence la muerte y resucita. El otro día leía: «Un joven piloto de la Fuerza Aérea británica escribió exactamente antes de ser derribado en 1940: - El universo es tan amplio y tan eternamente joven, que la vida de un hombre sólo se puede justificar por la medida de su sacrificio»[2]. La medida de mi sacrificio determina la hondura de mi alma, el tamaño de mi corazón, la grandeza de mi vida. Un amor que no se sacrifica nunca, que no pone al otro en el centro de su vida y sabe dejar cosas de lado sólo por amor, es un amor demasiado pobre y egoísta. La obediencia por amor engrandece al que obedece. El P. Lippert escribe: «Conservar una disposición desinteresada y hasta sacrificada para el servicio de Dios es la única nota que caracteriza al religioso verdaderamente obediente y el único patrón que existe para medir la autenticidad de un acto de obediencia»[3]. Un actitud desinteresada y generosa que predispone el corazón para el sacrificio. Creo que a veces el amor matrimonial fracasa cuando no sabe renunciar por el otro, cuando sólo piensa en su bien. El amor egoísta se queda solo, huérfano, sin hogar, sin hijos, sin vida, sin frutos. Me gustaría tener siempre esa actitud generosa y sacrificada. Saber decir que no a lo que deseo por amor a Dios, por amor a mi hermano. Mi vida sólo se justifica por el tamaño de mi sacrificio, de mi renuncia. Aun cuando nadie conozca mi entrega. Aun cuando no conste en los libros y no se sepa lo que entrego. La vida brota de las semillas que mueren bajo la tierra. No estoy solo, el amor de Dios en mí es el único que pude hacer posible el amor a mi hermano, a los demás, sin esperar nada.