Homilía del padre Carlos Padilla - 14 de abril

Sábado 13 de abril de 2024 | P. Carlos Padilla Esteban

III Domingo de Pascua

Hechos de los Apóstoles 3, 13-15. 17-19; 1 San Juan 2, 1-5a; Lucas 24, 35-48

«¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro corazón? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un espíritu no tiene carne»

14 abril 2024    P. Carlos Padilla Esteban

«Jesús quiere que yo regale su misma paz a los que vea por el camino. Su misma luz a los que viven en tinieblas. Su misma alegría a los que están tristes»

La confianza es un don que se da y que se recibe. Ganar la confianza de alguien exige mucho esfuerzo, días, obras, cariño, entrega. Necesito mucho para confiar en una persona. El amor no basta, tengo que confiar en lo que hace, en lo que promete. Esa confianza tan difícil de conquistar sé que fácilmente la puedo perder. Cuando me hieren, cuando me faltan al respeto, cuando me engañan, cuando me ocultan cosas importantes, cuando me desprecian en privado o en público, cuando no están y yo los necesito. Esa misma confianza, ganada con tanto esfuerzo, se pierde fácilmente ante la más mínima crítica, herida, palabra, infidelidad. Basta con hacer o no hacer, con decir o callar. Y una vez que el daño está hecho todo se vuelve más difícil. ¿Cómo se puede reconstruir un jarrón que se ha roto en mil pedazos? ¿Es posible sanar las heridas que han hecho que deje de confiar? ¿Cómo se puede alisar aquel folio que se ha arrugado? Parece imposible volver al momento anterior. Resulta irreversible el daño. Me gustaría regresar a ese momento anterior a aquel día en el que me altere, grite, salte de rabia, lloré. Me gustaría hacer como si nunca hubiera pasado lo que pasó. Como si la vida volviera a empezar de cero y yo no estuviera herido o la otra persona tampoco. No es posible cambiar el pasado. Lo pasado pisado está y queda atrás. Sólo puedo perdonar. ¿Es posible perdonar al que me ha traicionado? No es tan sencillo y sé que sólo Dios puede hacerlo. Solo vale volver a empezar. Modelar una nueva vasija. Crear un nuevo papel. Decía Yoko Ono: «Experimentar la tristeza y la rabia puede hacerte sentir más creativo y siendo creativo, puedes ir más allá de tu dolor o negatividad». El perdón es un don sanador de todas las heridas. Las injusticias siempre duelen. Nunca pensé que iba a ser capaz de hacerlo, pero lo hizo. Nunca imaginé que algo así pudiera llegar a ocurrirme, pero ocurrió. Hubiera puesto la mano en el fuego por él, pero me falló. Las apariencias engañan y no siempre bajo un lago en calma está todo en orden. Hay reacciones de la persona amada que me desconciertan. Creí que era de una determinada manera y me engañó. Puede que las circunstancias sean un atenuante. Al final lo que queda es la herida, el daño, el resentimiento. Es una atadura que me hace volver a sentir el dolor de la experiencia dolorosa. Consciente o inconscientemente aquel que me hizo daño está en deuda conmigo y necesito pasarle la cuenta. Me hace girar interiormente en torno a esa experiencia. Ocupa el centro de mi vida y le doy poder sobre mis estados de ánimo y mis comportamientos. No salgo de esa espiral que me abruma. El perdón es lo único que me limpia por dentro. Pero ¡cuánto cuesta! Perdonar es un acto de la voluntad y una gracia de Dios. Quiero perdonar y se lo digo a Dios y le pido la gracia del perdón. No llega tan fácilmente. Las heridas quedan como marcas indelebles. Siempre me acordaré de lo sucedido pero es posible crear con las piezas una nueva obra de arte. Lo roto no puede volver al origen, pero sí me puedo reinventar. Puedo volver a confiar aunque duela. Quiero dejar ir y pasar página. Nunca olvidaré pero el perdón hará que no sienta tanto dolor, tanta rabia, tanta tristeza. El resentimiento es un freno que llevo puesto en la vida. Muchas personas en sus relaciones viven atrapadas en el rencor. No olvidan, no perdonan, no sueltan. Y la desconfianza que alguien les generó se convierte en su actitud de vida. Desconfían ellos de todos y de todo. No creen en el amor eterno. Dudan de las intenciones de los que les prometen amor. Sienten que una y otra vez alguien les hará daño. Es muy suave la piel de quien ha sufrido el desengaño. La inocencia perdida no se recupera pero puedo reinventarme y volver a creer. Me habrán fallado muchas veces pero no perderé la oportunidad de volver a confiar. Las traiciones me dolerán y esperaré que me pidan perdón, que los demás cambien. Nada de eso ayuda, porque puede que nunca suceda. Si quiero tener una vida feliz y plena tengo que ser yo el que cambie. Me da igual que mi ofensor siga sin hacer nada. Mi felicidad no puede depender de otros. Ese pensamiento me da paz. Todo está en mí y en mi manera de llevar hacia delante las frustraciones vividas. Asumo que soy débil y que puede que vuelva a ocurrir. Duele, claro que sí. Una infidelidad, una ofensa, un daño causado contra mí son dolorosos. Vuelvo a creer y vuelvo a empezar. Hago el duelo y luego le pido a Dios que limpie mi alma de toda amargura. No me anclo en la tristeza. Sigo adelante, sueño.

Ya era impensable que alguien pudiera resucitar a otra persona muerta. Jesús lo hizo. Resucitó a su amigo. Al hijo de una viuda. A la hija de Jairo. ¿Qué sentido tiene resucitar a alguien para seguir viviendo unos pocos años más en este mundo? ¿Cuántos años más viviría Lázaro? A él lo querían matar, como a Jesús. Resucitar para seguir viviendo unos años más es un milagro asombroso. Más de lo que yo le podría pedir a la vida. Cuando pienso en un ser querido que parte le grito a Dios. Le reclamo exigiéndole explicaciones. ¿Por qué se lleva a los buenos? Porque esa persona es buena para mí y no la quiero perder. No quiero quedarme solo. No era su hora, pienso. ¿Por qué, Jesús? La muerte de Jesús también fue un sinsentido. ¿Por qué con tanta violencia? Hubiera hecho tanto bien durante unos años más. La vida en esta tierra no es eterna. Jesús no hubiera vivido entre los hombres en carne mortal eternamente. No era posible. Murió de la forma menos querida. Murió despreciado y odiado, solo y perseguido. Nunca entiendo el mal gratuito. Las agresiones injustificadas. La maldad que se hace fuerte cuando el bien calla. En el silencio de Jesús se hizo más fuerte el grito de los que odiaban. Deseaban su muerte, que desapareciera de la faz de la tierra. Un cuerpo muerto en manos de María, en un sepulcro sellado. La muerte había tenido la última palabra. ¿Qué hay después de la muerte? Parece imposible que pueda haber algo de luz más allá de la oscuridad que me impide ver. No es posible que mis ojos puedan traspasar la noche. No puedo ver, no puedo sentir vida en un cuerpo frío y muerto. ¿Cómo puede un muerto resucitar si es que no hay un Dios que lo resucita? Allí estaba su Padre escondido dispuesto a devolverle la vida. La sombra de la noche es espesa y alberga horrores. Pero la luz de la vida es mucho más poderosa que el odio y el pecado. El amor de Dios es más fuerte que mis gritos de rabia. El amor de su Padre resucita a Jesús dándole una vida eterna. Es como si todo encajase en mi vida. Jesús tenía que morir. Igual que la semilla tiene que morir para dar fruto. No se podía prolongar sin término su paso entre los hombres. ¿Por qué lo mataron? Siempre hay razones. Algunas demasiado retorcidas. Todo deseo de matar a alguien brota de una herida del corazón. Nadie desea la muerte de otro si no hay rabia en su corazón, indignación, o miedo. Quizás había mucho miedo en esos fariseos que temían lo que un solo hombre podría hacer. Parecía que tenía un poder que ellos no podían vencer. Es como si sus palabras se hubieran derramado por el mundo con una fuerza indescriptible. ¿Cómo se le puede poner cauce al mar con sus olas? Demasiado amor. ¿Es posible amar demasiado? ¿Es posible perdonar a todos antes de que se hayan arrepentido y cambiado de vida? El credo de Jesús parecía intolerable. Sus actos era una ofensa a la fe del pueblo judío. Sus actitudes eran soberbias y engreídas. Decía que era hijo de Dios, una blasfemia. Todo eso se fue acumulando en el fondo del alma. Uno no odia a otra persona de golpe. Es como una montaña de arena compuesta de muchos granitos que se va erigiendo con fuerza frente a mis ojos. Cuando quiero derribar esa montaña es muy tarde, demasiada arena, demasiado odio, demasiada violencia. No se puede contener la fuerza del odio guardando silencio. Jesús lo sabía pero no hizo nada. No hizo milagros, no dijo palabras sabias, no se encaró a los fariseos a los que había hecho callar con autoridad. Fue manso, demasiado humilde. Bajó la cabeza y se dejó golpear hasta la muerte. Era injusto. La indefensión me duele, y la impunidad. No me gusta que el mal venza sobre el bien. Jesús se deja matar. ¡Qué sinsentido! Muere en soledad y resucita sin que nadie lo sepa. Dirán que robaron el cuerpo. La mentira fue muy débil. La verdad se impuso lentamente. No hubo un milagro que todos pudieran observar. Ocurrió todo en encuentros íntimos con los amados. Así es también hoy. Resucita esta Pascua y yo doy testimonio de un amor inmenso y personal que ha llegado a mi vida. Resucita y nadie se entera, nadie se da cuenta de que Jesús está vivo en medio de los hombres. Nadie ve sus obras en mis obras. Ni su voz en mi voz. Nadie lo escucha en mis silencios. Nadie lo ve en un pan blanco que me confunde y parece solo pan. Nadie lo ve en la fuerza de un Espíritu Santo sin cuerpo, sin sangre, sin ojos y sin palabras. Nadie escucha sus discursos que suceden en el corazón y hay interferencias. Nadie ve los milagros cotidianos que no son espectaculares, y suceden allí donde no es noticia. Nadie escucha, nadie encuentra. No hay demasiados testigos a mi alrededor que puedan anunciar que está vivo. Son pocos y el mundo es extenso y está perdido, lleno de ruidos. ¿Cómo puedo hacer yo para que me oigan, para que sepan, para que a mi alrededor todos se arrodillen ante Jesús vivo? ¿Cómo puedo despertar el amor por aquel que me ama con todas sus fuerzas? Quiero que Jesús venza hoy en mi muerte y entre dentro de mi sepulcro. Allí brota la vida. confío.

Me gustan las palabras de la Iglesia misionera que habla sin tapujos de la verdad. Así lo expresa Pedro, con valentía: «El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús, al que vosotros entregasteis y rechazasteis ante Pilato, cuando había decidido soltarlo. Vosotros renegasteis del Santo y del justo, y pedisteis el indulto de un asesino; matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos, y nosotros somos testigos de ello. Ahora bien, hermanos, sé que lo hicisteis por ignorancia, al igual que vuestras autoridades; pero Dios cumplió de esta manera lo que había predicho por los profetas, que su Mesías tenía que padecer. Por tanto, arrepentíos y convertíos, para que se borren vuestros pecados». La ignorancia de los judíos no es un impedimento absoluto. Actuaron movidos por su desconocimiento. Ahora sólo tienen que convertirse, arrepentirse. Sólo así se borrarán sus pecados. Me gustan esas palabras de Pedro. Hay esperanza para los judíos que mataron a Jesús, para los que desearon el indulto de Barrabás antes que el de Jesús. Ellos tienen perdón porque Dios es misericordioso. Lo que es necesario es tener el deseo de cambiar de vida. Dejar la vida anterior para iniciar un nuevo camino. Pilato no encontró culpa en Jesús y quería soltarlo. Ya lo había decidido. Pero los judíos no querían el perdón, buscaban su muerte. ¿De dónde puede venir tanto odio? ¿En qué momento una persona creyente es capaz de desear la muerte de otra persona? ¿De qué forma se fue haciendo fuerte el odio en sus corazones? Es difícil entenderlo. El miedo es un sentimiento normal, sin culpa. Tener miedo no es un pecado, ni una aberración. Movido por el miedo puedo llegar a cometer un crimen, puedo hacer daño, puedo herir a otros. De esa forma, desde mi miedo, puedo bloquearme y no ser capaz de dar la vida por otros. La cobardía no es pecado, más bien es parte de mi fragilidad. No me atrevo a defenderte, a salvarte. No logro dar mi vida por ti. Me refugio en mis miedos y no salgo de ahí. No hay culpa, no hay pecado. El odio es algo más dañino. El odio se extiende como una marea negra por mi corazón y me hace mucho daño. Me mata por dentro, me debilita, me vuelve más frágil de lo que soy. El odio y el amor están totalmente enfrentados. Cuanto más odio tengo menos amor cabe dentro de mi alma. No logro salir de mí, no consigo vencer mis límites. El odio hace que me vuelva egoísta y piense sólo en mí. ¿Cómo puedo llegar a odiar? No es sencillo, pero es muy posible. Me hacen daño, me ofenden, me atacan de forma injusta. Sufro agresiones que quedan impunes. Me hieren y me aíslan con actitudes hostiles. En esos momentos el odio va en aumento en mi corazón. No consigo salir de mi alma. No logro vencer esos sentimientos enfermos. El odio brota de un corazón que no perdona, no se reconcilia, no vive la misericordia. Es el odio el que enfría el amor y hace que la desunión entre los hermanos sea cada vez más fuerte. Pienso que no odio a nadie hasta que un nombre brota en mi alma y siento algo feo muy dentro. ¿Por qué? No sabría decir cómo he llegado a incubar ese sentimiento. Pero es real. Es verdadero. «Haz brillar sobre nosotros, Señor, la luz de tu rostro. Escúchame cuando te invoco, Dios de mi justicia; tú que en el aprieto me diste anchura, ten piedad de mí y escucha mi oración». El odio siembra oscuridades, noche y dolor. El amor trae consigo la luz, la claridad y la paz. El amor lleva al perdón. El odio busca siempre la venganza. El rencor anida en el corazón. Quizás el odio de los judíos brotó ante ese hombre que no se sometía a su autoridad como fariseo. Los hacía sentir inferiores y eso no lo podían soportar. Los fariseos desean que desaparezca ese hombre al que consideran un embaucador. Porque su idea de Mesías era totalmente diferente a la que Jesús propone. Un Mesías poderoso, salvador. Un Mesías que traería la libertad y la alegría al pueblo oprimido. El odio se hace más fuerte que el amor y llega a desear la muerte de un hombre inocente. ¿Sabrían que era injusto que Jesús muriera? Me sorprende cómo se desencadena todo esa noche. Un juicio injusto. Unas acusaciones falsas que se contradicen unas a otras. Una oscuridad que todo lo cubre. Un manto de noche que permite que el pecado se imponga. Y que la muerte sea ese día más fuerte que la vida. No logran juzgarlo de la manera adecuada. Desean su muerte. Que desaparezca ya que no obedece ni se somete a la autoridad de ellos como fariseos. Jesús muere por ese odio que no logra aceptar el amor. No entienden los judíos que Jesús les traía respuestas y vida. Sienten sólo que es una amenaza para sus seguridades. Jesús muere por el odio de unos pocos. Y el amor de muchos otros no es suficiente. No hace frente a ese odio que busca la muerte. Podrían haberlo defendido matando, pero no era el camino. No estaba en manos de los hombres la vida de Jesús. Él no se defiende, no opone resistencia, es un cordero llevado libremente al matadero. No lo matan en batalla. Jesús se entrega, no opone resistencia, no se queja, no estalla lleno de ira. El amor de los suyos no alcanza. Jesús es despreciado por ignorancia. No son capaces de hacer el bien como Él lo había hecho con ellos.

Hay una fuente de amor y de luz dentro de mí. Sé que hay mucha vida en mi interior y la puedo compartir. Hay mucha más vida que muerte. No estoy seco por dentro aunque vea sequedades que me turban. Hay un surtidor de agua limpia que brota desde mi corazón. Eso es lo que me enseña Jesús desde la cruz. Desde su muerte me da la vida. Desde el abandono me enseña el camino. Desde su costado abierto brota el Espíritu Santo. Desde la cruz me abraza sin sus manos. Sin sus pies camina a mi lado. Sin su voz me susurra palabras llena de esperanza al corazón: «Sabedlo: el Señor hizo milagros en mi favor, y el Señor me escuchará cuando lo invoque. Hay muchos que dicen: - ¿Quién nos hará ver la dicha, si la luz de tu rostro ha huido de nosotros? En paz me acuesto y en seguida me duermo, porque tú solo, Señor, me haces vivir tranquilo». El Señor está vivo dentro de mí. Y no me ha dejado solo. Camina conmigo, sostiene mis miedos, levanta mis tristezas. Hay mucha vida en mi interior y quiero darle gracias a Dios. Veo mucha luz que vence la oscuridad. No tengo miedo a la vida, tampoco a la muerte, confío siempre en todo lo que puede brotar del amor de Dios. No me ha abandonado ni en la muerte de su Hijo. Ha permanecido a mi lado. Hay momentos en los que los miedos son fuertes y no veo la salida. Hay situaciones en las que mi fe flaquea y tengo sed. Me gustan las palabras que hoy escucho del apóstol: «Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero, si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero. En esto sabemos que lo conocemos: en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: - Yo lo conozco, y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está en él. Pero quien guarda su palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud». Quiero ser fiel a los mandamientos porque su amor me da vida verdadera y un surtidor brota de mi corazón. Quiero ser fiel a lo que Dios me pide porque sé que me construye en armonía. Pecaré, no puedo vivir sin pecar, pero Jesús me salva. No deseo pecar pero no lo consigo. Quiero vivir en la gracia de Dios y experimento mis límites, mis carencias, mis torpezas, mis defectos. No quiero construir muros que no me dejen amar. Los muros me aíslan, los puentes me acercan. No quiero vivir encerrado dentro de mis miedos, como si necesitara de quitamiedos para circular sin temor por la vida. La Resurrección de Jesús me abre el horizonte, me ensancha mi mirada, agranda mi corazón y me hace creer en lo imposible. ¿Qué puede haber más imposible que volver desde la muerte y vivir una vida eterna? Lo único que tengo asegurado en esta vida terrena es este presente que ahora vivo. El momento que presencio con cierto temblor porque pasa sin darme cuenta. No puedo cambiar las cosas que veo, las que me suceden. No puedo recuperar la vida que se escapa ni recomponer las vidas rotas. No logro borrar el dolor que brota por una niña enferma que va a morir, por un matrimonio que fracasa después de muchos intentos por salvarlo, por un trabajo que no continúa de forma injusta. Necesito saber que mi vida tiene en su interior la semilla de la eternidad. Esa certeza me da mucha paz. Por eso confío en lo que viene por delante. Hay muchos planes y proyectos, muchos sueños que son posibles porque los sueño. No le tengo miedo a los pecados que cometo y me atormentan. He tocado la fragilidad y la imperfección y veo que son parte de mi vida. No me asombro, no me sorprendo. No caigo en la tristeza, no me dejo llevar por la desidia. No me desespero, no tiro la toalla ni dejo de luchar. Siento que dentro de mí el mal no es más fuerte. Hay un surtidor de vida que brota con fuerza. Un surtidor de alegría, de luz, de esperanza. Sé que el agua viva que hay dentro de mí me alegra el corazón. Los pecados no logran limitarme ni entorpecer mi crecimiento. Cumplir los mandamientos no es una carga sino una escuela de vida. Los mandamientos son fáciles cuando amo. Si dejara de amar sería todo mucho más complicado. El amor me hace más fuerte, me construye por dentro. El mandamiento más grande es el amor a Dios y al prójimo. Nada tan sencillo en apariencia, nada tan imposible. Quisiera que en mí hubiera más luz de la que hay. En ocasiones no uno, no construyo, no salvo a los demás. Siento que hay una barrera que no me deja salir de donde me encuentro. Esa falta de amor me acaba enfermando. El amor de Dios me anima, el odio que surge de mí no es de Dios. Brota de mis heridas no sanadas. De mis rencores no olvidados. De los perdones que nunca he dado. Sale de mi alma lo que no habita en ella. Como si un demonio perdido hubiera hecho brotar cizaña en mi corazón. Una maleza que no me deja ver con claridad. Maleza que me entristece y me llena de una amargura dolorosa. Quisiera que Dios me limpiara por dentro. Que grabara en mi alma su nombre, sus mandamientos de vida, sus palabras. Porque la vida que surge de Dios es una vida que no acaba nunca. Dios me abraza en mi fragilidad y ese abrazo me salva. Quiero hacer que de mi amor a Dios crezca mi amor a mis hermanos. Sólo si vivo en Dios daré vida a muchos.

Jesús se aparece a los que ama y les deja signos de su amor de predilección: «En aquel tiempo, los discípulos de Jesús contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan». ¿Qué tenían que hacer después de haberlo visto? Volver a Jerusalén. No se los dijo. Pero ellos lo decidieron en ese momento. ¿Qué había cambiado en sus corazones? Jesús estaba vivo. No sabían que tendrían que hacer ahora, pero estaba vivo. Mientras hablaban volvió con ellos: «Estaban hablando de estas cosas, cuando él se presentó en medio de ellos y les dice: - Paz a vosotros. Pero ellos, aterrorizados y llenos de miedo, creían ver un espíritu. Y él les dijo: - ¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro corazón? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo. Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Y como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo: - ¿Tenéis ahí algo de comer? Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos». Jesús los ama y les hace ver que tiene cuerpo, que no es un fantasma. Ellos tienen miedo, no acaban de creer. Pero este Jesús come con ellos. Está con ellos y se deja tocar por su amor. No acababan de creer por la alegría. Seguían atónitos. Me gustan esos hombres sencillos que están bloqueados por lo que ven. Lo vieron morir, fueron testigos del poder del mal y de la impotencia de los que deseaban el bien. Y ahora estaba vivo. ¿Qué significaba esto? ¿Había vuelto para vencer los poderes políticos de este mundo y liberar así al pueblo de Israel? ¿Había llegado la hora de la venganza? ¿Qué podrá hacer ahora este hombre que ha vencido a la muerte? ¿Habrá algún poder en la tierra que pueda acabar con él? Ninguno. Jesús es más poderoso que antes de su muerte. Ya nada podrá vencerle. Imagino la confusión de esos hombres enamorados. Ellos creían en Jesús, en su poder antes de la muerte. No acababan de entender qué significaba vivir como Jesús vivía ahora. ¿Qué vida es la que ellos querían vivir? El otro día leía una reflexión que me dio qué pensar: «La mano tendida solicitando amparo para no seguir cayendo a una oscura sima de la que se había propuesto escapar, a sabiendas de que nunca podría hacerlo sola porque carecía del valor suficiente y de la fuerza necesaria para remontar un vuelo en picado, imparable y extenuante. —¿Y no has pensado nunca qué sería de tu vida si rompieras con todo, con tu marido, con tu familia, con todo lo que te ata a una vida que no vives, que sólo te arrastra?»[1]. Ellos habían roto con una vida anterior que los conducía al vacío y se abrazaron a un Jesús humano que tenía autoridad y hacía milagros. ¿Y ahora? ¿Qué harían con sus vidas ahora que había resucitado? Preguntas sin respuestas. Jesús no les dice cómo han de vivir a partir de ahora. La rutina de Emaús no parece la respuesta. Volver a Galilea es necesario, pero no para volver a ser pescadores. No tendría sentido todo lo vivido, todo lo sacrificado. En estos encuentros de Pascua se abren nuevos horizontes y surgen demasiadas preguntas que no parecen tener respuestas. ¿Qué van a hacer ahora que son invencibles? ¿Se quedará ahora Jesús con ellos toda su vida? Hay dudas, miedos, alegría, fascinación. Me gustan los horizontes amplios y las preguntas abiertas. Suelo tener más preguntas que respuestas. El mundo busca respuestas, es cierto. Yo mismo quiero limitarme en las respuestas. Definir los pasos a dar, los más concretos, los más precisos. Delinear mi actuar para no equivocarme. Saber los límites y marcar los hasta dónde. No pecar, no caer, no morir, vivir. Todo bien claro. Eso es lo que busco. El Jesús resucitado no me da respuestas definitivas. Me llena de alegría, me consuela saber que no ha sucumbido a una muerte eterna. Ha vencido al mal y al demonio que se ha quedado sin su fuerza. Pero yo moriré, no viviré para siempre en esta tierra. Eso sí, tengo desde la resurrección el cielo dibujado en mi piel. Tengo la esperanza prendida de mi alma. La vida que quiero vivir tiene más hondura y más sencillez de la que nunca he soñado. No será perfecta, será incompleta. Y aun así habrá un mañana eterno en un cielo que aún desconozco. No lograré todas las metas. No alcanzaré todas las cimas. Quiero soltarme de esas vidas que me esclavizan. Quiero ser discípulo de un Buen Pastor que nunca me va a dejar solo. Su presencia llenará mi alma de vida y mi corazón de paz. Porque es eso lo que Jesús me entrega cada vez que sale a mi encuentro. Y quiere que yo regale la misma paz a los que vea por el camino. La misma luz a los que viven en tinieblas. La misma alegría a los que están tristes. Quiere que venza en todas las empresas y crea en todo lo que puede hacerse realidad si confío en su poder y creo más allá de mis fuerzas. No sé cómo será todo mañana. Desconozco el final feliz de mi vida. No sé cuántos años, cuánto amor, cuánta vida voy a tener en mi camino. La luz de Jesús resucitado ilumina mis pasos siempre. Me gusta esa mirada llena de confianza. Un Dios que sale a mi encuentro para decirme que está vivo, que tiene cuerpo glorioso y que eso es lo que yo estaré llamado a vivir un día. Esa es la actitud que quiero tener siempre.

Parece que Jesús lo explicó todo estando con sus discípulos y ellos no entendieron nada. Les habló de la vida eterna. Les dijo que Él era el camino, la verdad y la vida y que iba a resucitar, pero no comprendieron: «Esto es lo que os dije mientras estaba con vosotros: - Que era necesario que se cumpliera todo lo escrito en la ley de Moisés y en los Profetas y Salmos acerca de mí. Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Y les dijo: - Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se proclamará la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto». Eran testigos de lo que estaba pasando pero no comprendían. ¿Era tan fácil comprender? El otro día leía: «Caifás y el Padre de Jesús, por decirlo de otro modo, no deben considerarse aliados, sino enemigos. Dios Padre no ha podido querer entregar a un inocente para “salvar a la nación” (Jn 11, 50). En la medida que la cruz ha sido vista como consecuencia directa de la pretensión de Jesús, esto es, el reinado del amor de Dios, y que la resurrección ha sido considerada como respuesta justa del Padre a favor de su Hijo ajusticiado injustamente, el dogma cristiano ha progresado en el conocimiento del homo verus, de la persona asesinada por anunciar el reinado de Dios a los pobres y los pecadores y, por ende, en la comprensión del cristianismo en la clave de la misericordia»[2]. Jesús muere por anunciar un amor excesivo, misericordioso, el amor más grande, el de Dios. Era muy complicado encontrarle un sentido a lo que estaba pasando, una muerte tan injusta. Parecía imposible. Jesús hablaba palabras llenas de sabiduría. Hablaba con autoridad. Les hablaba de un reino que ya estaba comenzando en sus corazones. Jesús era Rey, Salvador, profeta, hijo de Dios, hacedor de milagros. ¿Cómo podía tener sentido su muerte? ¿Por qué era necesario que todo se cumpliera? El corazón se rebela. No desea la muerte ni el final de una historia maravillosa, la historia de sus vidas. ¿Por qué era necesaria la muerte? ¿Por qué tenía que triunfar el mal sobre el bien? Todo era absurdo. Ellos eran felices con Jesús. Sus corazones estaban llenos de esperanza. Ahora sí todo cobraba un sentido en sus caminos. Habían encontrado un lugar en el que vivir el cielo. ¿Por qué tendría que acabar? En la vida me pasa lo mismo. No comprendo los planes de Dios. Jesús me invita a seguirlo y yo me creo que me llama a tener éxito, a lograr cosas maravillosas, a hacer que mi vida en la tierra sea gloriosa sin necesidad de pasar por la muerte. No quiero nada que provoque sufrimiento. Hoy hay muy poca tolerancia al sufrimiento. Cuando siento un dolor, por leve que este sea, necesito recurrir a un analgésico para acabar con los síntomas. Si algo me sale mal abandono el camino seguido, me desanimo fácilmente. Tengo poca tolerancia a la frustración. Por eso hoy más que nunca hay tanta depresión, ansiedad, angustia, tristeza profunda. El hombre vive en un estado de stress que no le permite ser feliz. Para lograr vivir con paz recurre a las pastillas. Con tal de evitar el sufrimiento hace lo que sea. Por eso yo mismo aparto de mí esas frases de Jesús que hablan de la muerte. Me cuesta quedarme en el viernes santo contemplando a Jesús muerto. ¿Para qué tanto dolor? Me aparto de aquellas personas que sufren mucho, que tienen muchos dolores y han sufrido muchas pérdidas en su vida. No sé cómo aconsejarles, no sé qué hacer para que estén felices. Los discípulos de Emaús estaban tristes y al hablar con ese peregrino su alma se enciende y se llena de alegría. Ya no tienen miedo. Y cuando Jesús parte el pan comprenden. No siempre estaré preparado para comprender. Pedro no comprendía que no podía seguir a Jesús antes de sus traiciones. Después de haber caído y de haber sido perdonado supo que sólo la misericordia podría ser el motor de su vida. Sólo Jesús mismo hacía posible que pudiera seguirle llevando su propia cruz. Hay un momento para cada cosa. Si ahora me dijeran el peso de las cruces que voy a vivir en mi vida me hundiría en una profunda depresión. Quizás sólo esté preparado para cargar una pequeña cruz ahora mismo. Una poco pesada. Sólo la vida me capacitará para dar más pasos siguiendo al Maestro. Él sabe lo que puedo dar. Él conoce mi capacidad de aguante. Sólo tengo que darle mi sí para cada día. Porque cada día tiene su propio afán. No quiero vivir angustiado por futuros inciertos que no están en mi mano. Ahora cuando miro hacia atrás veo cómo he soportado cruces y pérdidas y quizás comprendo. Si me lo hubieran dicho mucho antes de que sucedieran seguro que hubiera dicho que no era capaz. Pero en ciertos momentos, cuando ocurre algo difícil, Dios me da una fuerza especial, una madurez, una hondura que me capacita para la vida. Vivo cada cruz en clave de esperanza, sostenido por el amor de Dios.



[1] Paloma Sánchez-Garnica, Mi recuerdo es más fuerte que tu olvido

[2] Jorge Costadoat S.J., Importancia de Jesús para el cristianismo, y viceversa

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