Homilía del padre Carlos Padilla - 12 de noviembre
Domingo 12 de noviembre de 2023 | Carlos PadillaDomingo XXXII Tiempo Ordinario
Sabiduría 6:12-16; I Tesalonicenses 4:13-18; Mateo 25:1-13
«¡Señor, señor, ábrenos! Pero él respondió: - En verdad os digo que no os conozco. Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora»
12 noviembre 2023 P. Carlos Padilla Esteban
«Estar contento con mi vida como es y aceptar las cosas como son sin pretender que sean diferentes, es lo que me sana. Aceptar con alegría la gratuidad del amor que no se merece»
Los vínculos me atan y me liberan al mismo tiempo. Me da paz saberme amado y tener un lugar en el mundo al que volver, en el que descansar. Los vínculos son raíces firmes que se adentran en la tierra de la vida y al mismo tiempo son las alas que me llevan al cielo. Me da miedo vincularme y usar mal ese poder que me dan, cuando confían en mí, cuando me abren su alma. Porque cuando amo y me sé amado le doy un poder inmenso a quien me ama. Dejo que tenga un poder maravilloso sobre mi vida. Mi confianza es frágil y sé que el que me ama podrá hacerme daño, podrá herirme si no me ama bien. Yo confío en su amor, en su madurez, en su altura, en su grandeza de alma. Creo en ese poder de los vínculos que me sanan. Porque el amor sana mis heridas más hondas. Al final de mi vida sólo me llevaré a las personas a las que he amado. Todo lo demás que haya acumulado se quedará en la tierra. Cuando me abro a alguien y le muestro mi mundo interior me expongo, me arriesgo, me hago vulnerable. El amor es peligroso, puede salir mal. Me une a una persona para siempre, porque el amor tiene la semilla de eternidad desde el comienzo. Sueño con un amor que dure siempre. Un amor que comienza con atracción, con pasión, con deseo. Un amor que es puro sentimiento en esa primera fase del enamoramiento y la fascinación. Un amor que se vuelve voluntad y decisión de fidelidad con el paso del tiempo. Un amor que se vuelve estable y sólido a medida que va creciendo. Un amor en el que los dos que se vinculan y aman confían, no dudan, no ponen en tela de juicio el amor que dan ni el que reciben. Ese amor hondo y cálido es un don de Dios en mi vida. Sé que amar me libera y me ata al mismo tiempo, parece contradictorio. Me permite arraigarme en la roca de una relación estable y después volar hacia las cumbre más altas. Lo curioso es que siempre vuela más alto el que más raíces hondas posee. El amor que forma parte de mis vínculos es un don de Dios en mi vida. Es Él quien lo siembra en mi corazón y me hace comprender que la vida se compone de decisiones importantes que me marcan de por vida. Mis vínculos, mis amores han dejado heridas en mi alma y también mucha belleza. Me han dado estabilidad y solidez, me han hecho más fuerte, me han enseñado a amar y a amarme. Cuando no han resultado bien me siento herido. Ese amor que entregué no fue correspondido. O la persona amada me hirió haciendo surgir en mi alma la desconfianza. Abusó de su poder, aquel poder que yo le había dado. Había abierto mi vida para que entrarse y se llevó quizás lo que no era suyo y me dejó muy herido. Porque no hay herida más profunda que la que me infringe aquel que me ha amado, al que yo he amado. Sin emociones, sin pasión, sin amor en mi vida me siento frío, vacío, incompleto. Sin amor verdadero en mi camino soy una imagen débil de lo que podría llegar a ser. Tengo una nostalgia fuerte de infinito, de plenitud. Y deseo que todos mis vínculos sean sanos y me lleven al cielo. Deseo tocar el amor incondicional en esos amores humanos que recibo y entrego. El amor de los míos, de los que amo, de mis amigos, de mis familiares. Ese amor que no siempre es tan perfecto, porque tengo mis fragilidades y hiero sin querer herir. Sé que la soledad está presente también cuando más amo. Podré tener muchos vínculos, muchas relaciones sanas y aun así tocar la dureza de la soledad. Forma parte de mi vida porque sé que sólo Dios podrá colmar plenamente un día todo mi vacío. Mientras tanto yo amo y me dejo amar. Busco y me dejo encontrar. Abrazo y me dejo abrazar. Me poseo para poder darme. Sé que buscarme a mí mismo enfermizamente no me da paz. Al mismo tiempo comprendo que si no me quiero como soy difícilmente voy a creer que alguien pueda llegar a quererme como soy. Sentiré que ama una imagen idealizada que tiene sobre mí. Porque yo me conozco y no me amo. No encuentro valiosa mi vida y así creeré que los demás me aman por compasión. Intentaré merecerme el amor de los hombres. Les demostraré que los quiero para que me quieran a mí. Trataré de adaptarme a lo que esperan. Y al final fracasaré. Cuanto más suplique que me amen, más solo me encontraré. Dar amor sin esperar nada es la clave. Estar contento con mi vida como es en el camino. Aceptar las cosas como son sin pretender que sean diferentes es lo que me sana. Aceptar con alegría la gratuidad del amor que no se merece.
No acabo de entender muy bien la necesidad de pasar miedo sin un motivo claro. No me gusta imaginarme espíritus que pasen dispuestos a quitarme la paz. No entiendo esa fascinación por las películas de miedo. Como si el miedo fuera algo digno de ser vivido. No quiero pasar miedo. Muchos de mis miedos están en mi imaginación. En la noche las sombras forman figuras que me atemorizan. Al fin y al cabo la imaginación, como decía Santa Teresa, es la loca de la casa. Disfrazarme para dar miedo a otros o a mí mismo no me atrae demasiado. La verdad es que no me hace falta estar en un lugar oscuro para tener miedo. La vida, mi propia vida, ya me asusta con sus complicaciones. Hay cosas que me inquietan e intentan quitarme la paz. No les dejaré que lo hagan. Hace poco un amigo me contaba que tenía cáncer. Me quedé sin palabras. Él, con mucha paz, seguro que le venía del cielo, me decía que era como subir un ocho mil, uno de esas cumbres casi inalcanzables para el hombre. Me decía que vivir su enfermedad era como aspirar a llegar tan lejos acompañado de sus amigos, familiares y seres queridos. Me conmovieron sus palabras, me dio mucha paz escucharlo con paz. Y sentir que le entregaba a Dios su miedo. Porque siempre asusta, claro que sí, la altura de los montes. Subir tan alto da miedo, da vértigo. La enfermedad me paraliza, y el dolor que va unido a la misma, y esos cambios de planes que me turban. Y si todo sale mal… la incertidumbre, la espera, el tiempo invertido en aguardar paciente. Tengo el alma inquieta cuando no sé cómo lo haré para subir tan alto, para llegar tan lejos. ¿Cómo acabar con el miedo que me habita? ¿Cómo alejar el temor que quiere matar mi alegría? Imaginaré escenarios bonitos, de cielo abierto, de sol calmado que calienta sin quemarme. Y sonreiré pensando que la vida es como yo la he pensado, al final todo saldrá bien, sonrío. No lo puedo encajonar todo para domar los vientos. Es indómita la vida. Igual que el clima que cambia súbitamente sin que yo puedo impedirlo. El miedo aumenta. Sin máscaras, sin sustos, sin arañas y sin brujas. El miedo está ahí como una sombra escondido. Leía el otro día cómo describían una sensación que muchos pueden tener: «No recordaba cómo era vivir sin ese peso en el pecho que yo sentía todo el tiempo. Sin darle vueltas a los pensamientos que me acosaban a todas horas. La culpa. El miedo. Los deseos enterrados que a veces arañaban la tierra buscando ser escuchados. Aquel nudo presente que no dejaba de ahogarme. Al menos, aquella presión que sentía en mi interior, esa garra helada que me envolvía el corazón desde casi siempre, se había aflojado un poco»[1]. Sé que son el sol y la vida los lo que me dan alegría. Todo lo demás me inquieta. El pasado que vuelve a hacerme sufrir, aun cuando ya no existe, sólo hay un vestigio en la memoria de mi corazón. Y el futuro, que tampoco existe, sólo habita en la retina de mi imaginación. Me gustaría ser capaz de desprenderme de mis miedos, de mis sustos, de mis fantasías. Dejar a un lado lo que me bloquea y me impide ser feliz. Ahuyentar con un grito a todos los fantasmas que me rodean. Espantar con gestos a todos los que pretenden quitarme la paz. No le doy a nadie el poder de hacerme daño. No quiero que me atemoricen con su presencia dañina. No tienen derecho sobre mí, no se lo doy. Les niego el privilegio de gritarme y de ofenderme. La noche de los miedos es vencida al amanecer. Tras la oscuridad nace el día y se disipan las sombras. Me gusta mirar con alegría el futuro. Sonreírle a la vida incluso cuando las circunstancias puedan parecer adversas. Subir una alta montaña despierta el miedo. No me veo capaz de llegar solo a lo más alto, pero no tengo más remedio. Siempre me acompañan los míos, los que me quieren de forma incondicional. Quiero que la valentía se adueñe de mi corazón. Puedo caminar en la oscuridad del camino. Puedo navegar lleno de paz en mi barca que va a la deriva en medio de la tormenta. Alguien me salvará, lo tengo claro. Vendrá alguien y me regalará la paz que ahora me falta. Tendré a personas a mi lado que me dirán que yo puedo, que es posible llegar tan alto, aunque escasee el oxígeno y corra el peligro de congelación. No importa, puedo vencer las ataduras que trae la noche. Puedo dejar atrás esa inquietud que me impide sonreír cuando la vida misma no me sonríe. No quiero que el pánico me quite la esperanza. El miedo al fracaso, a la muerte, al dolor, al sufrimiento, al abandono, a la pérdida, a la soledad que hiere, a los amores que fracasan, a las expectativas que no encuentran respuesta. No deseo que ese miedo irracional me paralice. No quiero quedarme aislado, escondido, protegido en mis seguros. Nada me salvará aunque me esconda. Sólo los corazones valientes alcanzan las altas cumbres. Sólo los que se atreven a confiar en Dios, en la vida, en las personas amadas. Sólo los que no se detienen a quejarse por la propia suerte preguntándose inútilmente: ¿Por qué a mí? Hay cosas que no cambian por mucho que proteste y me indigne. No cambian las decisiones de los demás, aun cuando no sean las correctas. No cambia la realidad de mi enfermedad, de mi fracaso o de mi muerte. No cambia nada por mucho que grite desconsolado y llore ante lo que no tiene remedio. Lo que ya ha pasado no puede cambiarse. Pero sí puedo tomar la vida con otra actitud. La forma de vivir las cosas tiene que ver con la felicidad. La forma como interpreto los acontecimientos. La manera de subir el monte y de bajarlo. Mi mirada y mi sonrisa. Mis palabras que me dan ánimo, mientras acallo a aquellos que me hablan sólo de todo lo negativo.
Es tan fácil hablar. Y tan difícil poner por obra lo que se ha decidido. La voluntad se educa, se forma, se trabaja. Lo contrario es dejarme llevar por la corriente, por lo que me gusta, por lo que me viene en gana hacer. Es fácil no hacer nada por el miedo a lo que pueda pasar. ¿Y si me equivoco? ¿Y si doy un paso en falso? Es complicada la vida que se despliega ante mí. Tengo demasiados frentes abiertos. Puedo hacer tantas cosas por los demás. Puedo hacer el bien, puedo salvar, puedo sanar, puedo ayudar a vivir o puedo no hacer nada. Puedo herir, puedo quitar la vida, puedo ofender con mis palabras, acciones y silencios. A mi alrededor puedo hacer presente el cielo o el infierno. Veo lo importante que es el ambiente y la atmósfera en la que vivo. Creo que, con mis palabras, silencios y gestos, influyo en todo lo que pasa a mi alrededor. Yo mismo he vivido en un ambiente positivo o negativo. Si crezco en un hogar lleno de gritos, esa atmósfera no le va a hacer ningún bien a mi alma. Aprendo por las cosas que veo. Miro cómo mis padres se hablan y aprendo de la forma cómo se tratan. Si se gritan yo acabaré gritando. Si se abrazan yo abrazaré. Soy un imitador de los que amo. Su forma de amarse y amarme crea una atmósfera en la que crezco. Me puedo acostumbrar a relaciones que no son sanas, no me hacen bien y pienso que no es tan grave. Me gustaría crear una atmósfera sana, de respeto y amor, de alegría y servicio, de verdad e inocencia. Ese ambiente puro es lo que sueño. Una atmósfera de cielo en la tierra. Una atmósfera que enaltece y eleva. En ese ambiente positivo me daré cuenta con mayor facilidad de mis debilidades, de mis pecados, del mal uso que hago de mi libertad. En esa atmósfera veré reflejados los ideales que son buenos para mí. Se trata entonces de hacerlos míos, de quererlos para mi vida. Porque está claro lo que dice el P. Kentenich: «Los valores subjetivos los atraerán con mucha mayor fuerza, porque ven en ellos ideales que los enriquecen y que por eso los desean conquistar»[2]. Lo subjetivo es lo que fortalece mi voluntad. Quiero algo que parece bueno para mí y lo quiero con ansias, con un deseo muy hondo. Quiero lograrlo, quiero conquistarlo. Pongo todas mis fuerzas a disposición de ese ideal que se ha vuelto tan importante para mí. Por conseguirlo seré capaz de hacer cualquier cosa. Es lo que pasa cuando me enamoro de una persona. O cuando descubro la belleza de un amigo. O cuando me muestran con sus vidas la grandeza de una forma determinada de vivir. Ese ideal hecho carne enciende mi voluntad. Descubro qué es lo que quiero vivir, qué es lo que me hará bien. Sabré cuáles son las fuerzas que han de movilizar mi ser. Entonces será fácil hacer todo lo posible para lograr la meta. No me quedaré sólo en bonitas palabras, iré mucho más allá, convertiré en obra todos mis pensamientos. Me gustaría ser siempre así. Vivir movido por un ideal que me llevara a la acción. Quiero ejercitar mi voluntad para llegar más lejos. Decía Enrique Rojas: «Llega más lejos una persona con voluntad que una persona inteligente. Cuando tienes orden, constancia y voluntad tus sueños se hacen realidad». La voluntad es la capacidad de posponer la recompensa. Lo malo del tiempo que vivo es que deseo todo lo que quiero suceda de forma inmediata. Quiero algo ya y me cuesta esperar. Es lo malo de tener todo lo que quiero al instante. Sin esperar, sin ejercitar la paciencia ni la voluntad. No pospongo nada de lo que deseo. Lo hago ya, lo compro ahora, lo consigo de forma inmediata. Me falta paciencia para lograr los éxitos. Por eso se reduce mi capacidad para enfrentar las contrariedades de la vida, los fracasos y las pérdidas. Una gran obra no se construye en un día. Hace falta demoler, excavar, levantar firmes cimientos, luego las paredes y los techos y por último todos los acabados. Es muy lento y exige paciencia para levantarme cada mañana sabiendo que estoy construyendo una catedral aunque no vea nada que escombros. Las piedras que observo me muestran cuál será el final de mi obra. Sobre el papel todo parece muy sencillo. Es como si al verlo reflejado en una gráfica la vida corriera con más velocidad. No es así. quiero ejercitar mi voluntad para no ser una persona blanda que se queda paralizada ante las primeras dificultades del camino. Habrá subidas difíciles, habrá muchos días nublados, vendrá el frío y luego sufriré un calor insoportable. Quiero vivir sin quejarme, sin protestar por todo lo que me sucede. No todo lo que me pasa es malo. Quiero ser feliz con lo que tengo hoy, no he llegado todavía a la meta, no he conseguido el objetivo, el ideal que movía mi corazón. Estoy a mitad de camino. Incluso puede que haya fracasado en mis intentos. No pierdo la ilusión, no me desanimo ante lo que veo. Hace falta mucha fuerza de voluntad para levantarme cada mañana aun cuando quisiera seguir durmiendo. Mucha voluntad para volver a empezar aun cuando parezca que tampoco esta vez voy a lograrlo. Lo vuelvo a intentar, fracaso de nuevo, fracaso esta vez mejor. No importa. Siempre hay una nueva oportunidad ante mis ojos. Los ideales me animan a seguir adelante. El cielo brilla ante mis ojos y me habla de una esperanza que nadie me puede quitar.
La sabiduría es un don de Dios. Es la capacidad para enfrentar la vida con altura, con madurez. Hoy escucho: «Radiante e inmarcesible es la Sabiduría. Fácilmente la contemplan los que la aman y la encuentran los que la buscan. Se anticipa a darse a conocer a los que la anhelan. Quien madruge para buscarla, no se fatigará, que a su puerta la encontrará sentada. Pensar en ella es la perfección de la prudencia, y quien por ella se desvele, pronto se verá sin cuidados. Pues ella misma va por todas partes buscando a los que son dignos de ella: se les muestra benévola en los caminos y les sale al encuentro en todos sus pensamientos». No me tengo que esforzar tanto en conseguirla porque me sale al encuentro cuando la busco. Eso sí, tengo que buscarla. La sabiduría tiene que ver con el conocimiento de Dios. Estoy hecho para Dios y sólo descanso en Él cuando creo que la vida está en sus manos y no depende tanto de mí. Quiero buscar a Dios para encontrar esa sabiduría que viene de lo alto: «Dios, tú mi Dios, yo te busco, sed de ti tiene mi alma, en pos de ti languidece mi carne, cual tierra seca, agostada, sin agua. Como cuando en el santuario te veía, al contemplar tu poder y tu gloria, - pues tu amor es mejor que la vida, mis labios te glorificaban -, así quiero en mi vida bendecirte, levantar mis manos en tu nombre; como de grasa y médula se empapará mi alma, y alabará mi boca con labios jubilosos. Cuando pienso en ti sobre mi lecho, en ti medito en mis vigilias, porque tú eres mi socorro, y yo exulto a la sombra de tus alas». Bajo la sombra de Dios descanso. Sólo en Él quiero vivir. En su presencia todo es más fácil y las cosas importantes se deciden en ese momento crucial. El otro día leía: «La vida es dura. Duro es someterse y duro es levantarse. Duro es comer salcocho y duro buscar qué comer. Duro es estar solo y duro es estar casado. Duro es pasar calor en el bohío y duro es buscar un cobijo en el frío. Comunicarse es duro, pero no comunicarse es duro también. Duro esperar y duro actuar. La vida siempre es dura, elijan su dureza. Elijan sabiamente»[3]. Aprender a elegir sabiamente es el sentido de mi vida. Saber bien lo que me conviene, lo que me hará feliz. Descifrar los misterios de la vida. Como escuché el otro día: «Estás en este lugar pensando que tendrías que estar en otra parte. Si te fueras a ese lugar seguirías pensando lo mismo. Tal vez tengas que comenzar a ser feliz donde te encuentras ahora. Así podrás ser más feliz más tarde, en otro lugar». Sabio es el que sabe elegir las batallas que tiene que luchar. El que ha comprendido que la felicidad se vive en presente. El que acepta que no todas las contrariedades van a amargarme. El que reconoce el amor cuando toca su puerta. El que comprende que las decisiones importantes hay que renovarlas cada mañana. El que busca a Dios en todo lo que le pasa sin quejarse por nada, porque todo es para bien de los que aman. Sabio es el que no se deja influir por las opiniones de todos. El que sabe lo que le conviene aunque muchos no se lo recomienden. El que acepta que no todos compartan sus gustos. El que comienza un camino y no se arrepiente a las primeras que vengan mal dadas. Sabio es el que sabe elegir un bien entre muchos otros bienes. Sólo porque en su corazón Dios parece indicarle cuál es el camino a seguir. Sabio es el que se turba y tiene miedos, pero no por eso pierde la esperanza. Sabio es el que amanece temprano y entiende que lo mejor siempre está por venir. La sabiduría de Dios es la que yo anhelo porque no sé vivir. Sabio es el que le da importancia a lo realmente importante y se la quita a lo que no merece la pena su preocupación. Sabio es el que ha visto la meta que sueña y pone los medios para llegar más lejos. Sabe además que no tiene todas las respuestas y aun así no deja de hacerse preguntas. Sabio es el que no se queja de las circunstancias porque ha aprendido que la felicidad no depende de las cosas que me pasan sino la actitud que tengo para enfrentarlas. Asumir los propios límites y tener claras las fuerzas del alma es el camino más rápido para hacer presente el cielo en medio de mi tierra. Confiar en Dios, en las personas, incluso cuando me han traicionado, es lo más saludable. Y perdonar. Siempre de nuevo ser misericordioso. El sabio comprende que los demás también se equivocan y no logran hacer lo que deseaban. Aceptar las heridas que me han causado es un signo de madurez. Aceptar y perdonar. Comprender que el que perdona y tiene mala memoria lleva una vida más saludable. Vivir con salud y paz es el deseo de una persona sabia. Reconocer que las cosas no se pueden cambiar a mi manera es propio de los que han madurado. En el camino encontraré personas que me hagan mal. Su presencia y sus palabras podrán alterarme. Seré sabio cuando aprenda a vivir con ellas sin perder la calma. Sin que me alteren sus opiniones, sus palabras y sus actos. Libertad interior frente a lo que no me gusta. Alegría para tomarme la vida como lo hacen los niños, sin miedo, llenos de confianza. La sabiduría es un don de Dios que pido cada mañana. La encuentro sentada a la puerta de mi casa. Cuando me levanto temprano para ir a buscarla. No quiero cambiar nada. Espero que Dios nunca me deje en medio de mi camino y estoy seguro de que su abrazo calmará todos mis miedos.
La vida y la muerte van de la mano. De la misma muerte brota la vida. No pueden ser el final las cenizas que me entristecen. No puede ser la oscuridad la última palabra sobre mi vida. Hoy escucho: «Hermanos, no queremos que estéis en la ignorancia respecto de los muertos, para que no os entristezcáis como los demás, que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y que resucitó, de la misma manera Dios llevará consigo a quienes murieron en Jesús. El Señor mismo bajará del cielo y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar. Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con ellos, al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor. Consolaos, pues, mutuamente con estas palabras». Vence más bien la luz, como un amanecer que me llena de esperanza. Me cuesta mucho reconciliarme con la partida de los seres queridos. Decir adiós es difícil. La última conversación, el último café, todo lo que no te dije, lo que callé por miedo, lo que no me atreví a comentarte, lo que dejé pasar esperando un mejor momento. Todos los si hubiera que se pasean por mi cabeza turbándome. Me cuesta hablar de ti en pasado, como si ya no estuvieras. ¿Dónde me queda mi fe en la vida? Espero contra toda esperanza y sé que tras ese aliento último hay una respiración nueva, un nuevo latir del alma, una presencia renovada que no alcanzo a imaginar. Hay mucha más luz allí a donde voy y es en ese lugar, en ese espacio santo que no es un espacio como los que hasta ahora conozco, allí todo será distinto. No habrá tentaciones, porque no será posible ya pecar, ni herir, ni faltar, ni ofender. No habrá ya heridas con sangre, sólo heridas resucitadas, las mías, las de siempre, las del camino. Allí todo se conjugará en presente y no habrá un futuro incierto que turbe mi ánimo. Sé que tras la bajada del telón empieza una nueva batalla. Aquí me preparo bien para ese salto, para esa aventura. Allí tendré siempre sonrisas y no habrá más lágrimas, las habrá enjugado Dios como por arte de magia. Reiré al pensar en la vida y me alegraré al abrazar a los míos y a los que no estaban antes cerca. Sentiré todo con más fuerza. Abriré el alma a lo nuevo, todo quizás sea nuevo. No habrá miedos, ni tristezas. El cielo es todo lo que mi alma sueña. Por eso en las bienaventuranzas me dice Jesús que no tema. Que sea valiente, que no me deje llevar por el desánimo. Me pide que confíe y sea pacífico, sólo el que siembra la paz está construyendo el cielo. Que perdone siempre, que no guarde rencores inútiles que envenenan. Me pide que no deje de confiar en ese espacio sagrado en el que seré plenamente lo que ahora en la tierra soy sólo en imagen, de forma muy torpe. Me gusta pensar en los que se han ido y me han dejado un camino santo de vida. Quizás nadie los canonice, no quedarán en los libros por su vida heroica. No importa. Para mí sí que han sido luz, y me han dado esperanza. Han brillado en mis noches y me han hecho creer que yo podía ser mucho mejor de lo que era. Los echo de menos a veces, añoro su olor y sus sonrisas. Su abrazo cálido, su ternura. Añoro sus sabios consejos, a mí se me olvidan. Sus palabras sabias que sabían darme aliento. Lamento quizás no haber pasado más horas a su lado. Invertí el tiempo en cosas sin importancia estando ellos a mi lado. O las pantallas me quitaron la oportunidad de hablar más con ellos. Me gustaría hoy decirles que los necesito. Que la vida con ellos era más fácil. Son los pilares sobre los que asiento mi esperanza. La forma como vivieron sigue siendo para mí un motivo para la alegría. El cielo estaba en ellos incluso cuando parecían estar pasando tormentas. Sonreían en el llanto. Sostenían mientras temblaban. Ocultaban sus miedos para que yo no temiera. No puedo olvidar su voz pidiéndome lo imposible y animándome a ser yo mismo. A no perder la autenticidad que se esconde en mi alma. Me piden que no me esconda, que no me guarde, que no sea egoísta con mi tiempo, con mi vida. Son sabios todos sus consejos. Pienso que muchos de mis seres queridos fueron como esas vírgenes sabias y prudentes. Hoy Jesús me lo explica: «Entonces el Reino de los Cielos será semejante a diez vírgenes, que, con su lámpara en la mano, salieron al encuentro del novio. Cinco de ellas eran necias, y cinco prudentes. Las necias, en efecto, al tomar sus lámparas, no se proveyeron de aceite; las prudentes, en cambio, junto con sus lámparas tomaron aceite en las alcuzas». Muchas de las personas a las que he amado y que han sido importantes en mi vida tenían mucho de esa prudencia. Llenaron de aceite sus lámparas para no quedarse con ellas apagadas. Invirtieron bien su tiempo. Supieron dar la vida con generosidad. No se guardaron nada y al mismo tiempo su alma se fue llenando de un aceite especial que mantuvo el fuego encendido. La prudencia es un don que anhelo. Pienso en todo lo que podría conseguir si fuera más prudente, si no me dejara llevar por la impulsividad, si no cometiera errores tontos. Las personas prudentes saben medir el efecto de sus palabras. No dicen cosas innecesarias. Actúan pensando en lo que pueda suceder después. Tienen un corazón limpio y por eso ven a Dios con facilidad en todo lo que les sucede y en las personas que están cerca. Su prudencia es un testimonio de vida.
Las vírgenes necias no supieron calcular sus fuerzas. Se despistaron, se relajaron. Y luego fue demasiado tarde: «Como el novio tardara, se adormilaron todas y se durmieron. Mas a medianoche se oyó un grito: - ¡Ya está aquí el novio! ¡Salid a su encuentro! Entonces todas aquellas vírgenes se levantaron y arreglaron sus lámparas. Y las necias dijeron a las prudentes: - Dadnos de vuestro aceite, que nuestras lámparas se apagan. Pero las prudentes replicaron: - No, no sea que no alcance para nosotras y para vosotras; es mejor que vayáis donde los vendedores y os lo compréis. Mientras iban a comprarlo, llegó el novio, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de boda, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron las otras vírgenes diciendo: - ¡Señor, señor, ábrenos! Pero él respondió: - En verdad os digo que no os conozco. Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora». Me ha costado entender muchas veces esta parábola. ¿Por qué no fueron a comprar aceite cuando aún era temprano? ¿Por qué no compartieron las prudentes el aceite con las necias? ¿No es acaso su actitud egoísta? No me caían bien las prudentes. Me parecían arrogantes y egoístas. Las necias me parecían sólo algo despistadas. Si se hubieran dado cuenta. Si hubieran calculado mejor sus fuerzas. Unas pecaron de ingenuas y torpes. Las otras de soberbias y egoístas. Quizás no quiere Jesús que me detenga en esa mirada. Me está hablando más bien de la necesidad que tengo de estar siempre preparado y vigilante en mi fe y en mi vida, no postergando mi responsabilidad espiritual o asumiendo que habrá tiempo ilimitado para hacerlo en el futuro. En lugar de ello, quiero estar listo y atento a las oportunidades y desafíos que se presentan en el camino. El aceite de mi lámpara tiene que ver con lo que voy recibiendo de Dios en mi vida. Se llena de aceite mi corazón para hacer frente a las contrariedades y dificultades de mi vida. Todos tenemos tiempo por delante. Las mismas horas que se deslizan ante mis ojos. Puedo aprovecharlas para llenar de aceite mi lámpara o puedo usarla en cosas que no me alimentan el alma. ¿A qué dedico mi tiempo? Puedo pensar que ya vendrán oportunidades mejores. Que ya habrá otra ocasión para hacer silencio, para rezar, para amar a mi hermano. Es como cuando pienso que tengo tiempo de sobra para tener esa conversación con mi amigo, con mi hermano, con mis padres. El tiempo pasa y se me escapa. ¿Qué hago con esas oportunidades que Dios pone en mi vida? El tiempo pasa y no lo aprovecho. El aceite es lo que recibo de Dios. Por eso tal vez no pueda compartirlo con nadie. Se acumula en mi corazón y me capacita para vivir la vida con paz y esperanza. Es el aceite que hace que algunas personas frente a la enfermedad reaccionen con mucha altura, con mucha confianza y paz y otros se rebelen y se vuelvan personas llenas de quejas y enojos. La actitud ante la vida es lo que me regala el aceite. Una nueva forma de enfrentar las contrariedades y los problemas. La actitud positiva y alegre. Los que esperan sin saber cuándo llegará el momento de encontrarme con Jesús. Nadie me ha dicho cuándo será mi llamada. No sé cuándo llamará Jesús a mi puerta para invitarme a quedarme a su lado. Pienso en todo lo que puedo hacer y no hago. En las oportunidades que dejo pasar ante mis ojos. Todos tenemos las mismas horas por delante. Puedo ser prudente o necio, puedo ser activo o pasivo, puedo ponerme manos a la obra y construir mi vida o esperar vanamente a que alguien venga a solucionarme mis problemas. No sé cuándo será el día. No tengo claro nada de mi futuro. La incertidumbre puede asustarme y al mismo tiempo es un motivo para la alegría y la esperanza. Puedo subir a las cumbres. Puedo caminar seguro. Jesús no se baja de mi vida. Todo lo contrario, camina a mi lado y me sostiene. Necesito cuidar el aceite de mi lámpara. Me encantan las lámparas con aceite. Hay que cuidarlas cada día para que la mecha no se apague. Hay que estar pendiente de que esa luz me ilumine el camino. Lo importante de la luz es que muestra dónde está Jesús en mi camino, en medio de mis noches. Esa luz es la que necesito para no vivir con miedo en medio de mis dudas.