Homilía del padre Carlos Padilla - 12 de junio de 2022

Domingo 12 de junio de 2022 | Carlos Padilla

Domingo de la Trinidad

 

Proverbios 8, 22-31; Romanos 5, 1-5; Juan 16, 12-15

«Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena»

12 junio 2022    P. Carlos Padilla Esteban

«Quiero permanecer unido a Jesús. En Él me puedo alegrar y gloriarme en la tribulación. Nada temo porque Dios me consuela. Su paz llega a mi corazón. Las derrotas son parte del camino»

¿Será tan importante construir la torre más alta del mundo? Desde pequeño me midieron. Para ver si crecía de acuerdo con la media de mi edad. La altura es importante. Ser alto, pero no demasiado. Sí lo suficiente. Nunca demasiado bajo. La altura importa. Hay que destacar por encima de la media. Pero es que el hombre quiere construir las torres más altas del mundo. Llegar a lo más alto. Escalar las más altas montañas. Lograr los éxitos que nadie ha logrado antes. ¿Cómo se puede hacer para ser feliz sin la altura suficiente? ¿Cómo puedo estar en paz si no he logrado en mi vida todo lo que algunos presagiaron al ver mi capacidad, mis talentos, mis habilidades? Quizás no ha sido posible, o no estuve a la altura. Es que es verdad que hace falta tener altura para la vida, para el amor, para la entrega. Pero ser el más alto no es tan importante. No me obsesiono con ser el número uno, con ser el referente en los temas importantes, con destacar por encima de otros en los diferentes ámbitos de la vida. No necesito ser alguien especial, superdotado o genial. Alguien al que se pueda uno acercar para elogiarlo. Es difícil lograr lo que yo espero, lo que muchos esperan de mí. Me siento impotente y comprendo que la vida no se puede jugar en lograr lo que se espera de mí. No siempre podré dar la talla. No me va a resultar todo. ¿Por qué me empeño en levantar la torre más alta del mundo? Es vanidad. Quiero lograr las mejores calificaciones, obtener el trabajo mejor remunerado, recibir los elogios más significativos. Ser el mejor médico, el mejor abogado, el mejor maestro, el mejor sacerdote. Ser aquel que todo lo hace bien, en todo y siempre. Aquel que no tiene dudas, no se equivoca nunca, siempre lo hace todo con la mejor intención. Ser el que resuelve todos los problemas, llena todos los vacíos, abriga todas las soledades. Ser el que siempre está ahí esperando con la respuesta correcta, el consejo adecuado, la mirada oportuna. Ser el que utiliza siempre bien su tiempo, nunca pierde oportunidades importantes y sabe lo que tiene que hacer en cada momento. Alguien dentro de mí debió poner esa programación como para que salte sin hacer yo nada. Hay una expectativa incumplida en todos los que me miran. Como si temieran mi caída y esperaran que siempre tuviera éxito y lograr la altura más alta, la cima inalcanzable para el resto de los hombres. ¿Seré capaz de conseguir todo lo que esperan de mí? Quizás incluso he dibujado un Dios que espera lo mismo. Me creó limitado pero me exige que viva sin límites. Me creó con fallos y parece que me pide su perfección, no que sea fiel a la imperfección con la que nací un día. La expectativa está arraigada en mi subconsciente. Como una fuerza demoledora que hace que no me quiera muy bien. Decía una tenista que se siente exigida por lo que esperan los demás de ella: «La clave está en ser más amable conmigo misma». Es una buena clave, sin duda, para ser más feliz, para tener una vida más plena, más llena de paz y esperanza. Más amable escuchando las voces interiores que me llevan a gritar lo que necesito. Aunque parece que nadie me oye. Me da miedo sentir que es más fuerte la exigencia en mí que la amabilidad, más demandante el grito que me pide que actúe que los brazos que me sostienen tranquilo cuando no sé bien qué hacer para levantar el mundo entre mis manos. ¿Podré construir la torre más alta del mundo? ¿Valdrá la pena la vida que vivo? No lo sé. Quisiera dejar escritas bellas historias sobre mi vida. Inventarme poesías elogiando mis gestas. Algo épico de lo que acordarse. Una vida sin errores, sin fallos. Soy despiadado con los que fallan, con los que yerran. Tanta vanidad en ese deseo de estar por encima de mis capacidades. ¿Cómo lograré vencer en todas las batallas si nací lleno de heridas? No lo sé, pero la exigencia habita dentro de mi alma. Sé valiente, nunca un cobarde. Sé poderoso, nunca muestres tu debilidad. Me da miedo que descubran que soy un fracaso, una mentira, una obra rota, un perdedor cobarde que nunca supo enfrentar su vida. Me da miedo no ser amable con mis debilidades y no ser capaz de abrazar todos mis miedos, cuando resurjan por encima de los mares. Me da miedo no quererme, no animarme. Quiero alcanzar los cielos sin casi tener que esforzarme. Sólo Dios podría construir la torre más alta del mundo. ¿Cómo hay tanta vanidad corriendo por mis venas? No me importa la altura, miro al cielo. Sólo quiero confiar en lo que Dios puede hacer conmigo.

No entiendo cómo puedo desear el mal de mi prójimo. Quiero ganar, quiero ser el primero, pero ¿desear el mal de mi hermano? Eso no es bueno, no es sano, no me ayuda a crecer. Tengo que hacérmelo ver si estos sentimientos me envenenan. Hoy se respira un ambiente de mucha competitividad en todas partes. Mucha tensión, mucha descalificación del contrario, mucha envidia. Claro que es bueno competir, luchar por una meta que parece no estar a mi alcance. Lo contario serían pasividad y dejadez y no podría crecer. En esa lucha puedo cometer errores, caer y ser derrotado. Todo es posible porque hay momentos en la vida en los que sólo uno puede lograr la victoria. Sólo uno puede lograr seguir el camino que se abre ante sus ojos. No todos pueden. No sé si me convendrá lo conseguido. En ocasiones la derrota enseña más que la victoria. Pero en cualquier caso no deseo nunca el mal del que lucha contra mí. No deseo que pierda mi adversario. Desear el mal es propio del demonio que se mete en mi corazón. ¿De dónde brotan la guerra, la rabia, el odio, la envidia? Brotan del corazón que está enfermo, herido. Quiero poseer lo que otros tienen, quiero arrebatárselo. Todo lo que me permita crecer como persona está bien. La exigencia siempre es buena. Luchar por ganar a mi adversario saca lo mejor de mí, me hace ser mejor en el deporte, en lo profesional. Pero sólo desear que a los demás no les vaya bien, o que a mi enemigo no le vaya bien, me hace daño. Y además hace que mire en menos siempre lo mío. O piense que hay una persecución de alguien que no desea mi bien. Esos sentimientos me hacen daño. Me siento perjudicado. Me acabo creyendo que siempre a mí me pasan estas cosas. Esa forma de mirar la vida me enferma. Quisiera disfrutar más de la vida que tengo. Aplaudir al que consigue un éxito. Alegrarme con los triunfos de los demás. Eso querrá decir que mi corazón es más grande, más ancho, más hondo. Quiero mirar con alegría y gratitud todo lo que tengo, la familia que Dios me ha regalado, ese trabajo que puedo vivir con alegría. Quiero alegrarme y alabar a Dios por las compañías, amistades, familiares que Dios ha puesto para mostrarme su amor y enseñarme a amar. Todo lo demás que pueda quitarme la paz es veneno. Y el veneno me acaba matando y quitándome años de vida. Odiar me hace daño. Guardar rencor me enferma. Desear el mal me vuelve mezquino. Envidiar lo que no tengo quitándoselo al que lo posee me convierte en mala persona. Por eso no dejo de levantarme con nuevos objetivos ante mis ojos. No me basta lo logrado, no estoy totalmente conforme con lo conseguido. Siempre puedo dar más, apartar de mí esas actitudes egoístas que me limitan. Puedo crecer y ser mejor persona. No se trata de conseguir siempre lo que deseo, aquello por lo que lucho. Decía Mirta Medici (psicóloga): «No te deseo un año maravilloso donde todo sea bueno. Ese es un pensamiento mágico, infantil, utópico». Es cierto, no quiero que todo sea bueno en mi vida. No pretendo que todo me salga bien y obtenga todo lo que quiero. Acostumbrarme a la victoria, al éxito me puede debilitar. La pérdida y la derrota hace que vea en ello una oportunidad para crecer, para cambiar cosas, para mejorar otras. Es bonito ver la vida así. El bien me hace bien. Pensar bien de los demás le devuelve a mi corazón la inocencia perdida. Creer en la bondad que hay en el ser humano me hace ser positivo. No quiero vivir con el veneno de la mirada negativa sobre todo, sobre todos. Puedo mejorar y ser más de Dios. Para eso necesito que habite en mí su Espíritu. Sólo Él puede hacer todas las cosas nuevas en mí. Puede cambiarme por dentro. Puede darme la paz que me falta. Devolverme la alegría que he perdido. Quisiera quedarme con lo bueno que hay en mi corazón y erradicar ese mal que me hace daño. Leía el otro día: «Hay mucho malo en nuestra vida como para descuidar lo bueno que nos encontramos por el camino»[1]. Pienso en todo lo bueno que hay a mi alrededor. En todas las personas que sacan lo mejor de mí. En todas las oportunidades para crecer que se despliegan ante mis ojos. Quiero ser mejor, más de Dios. Me pesan la carne y el pecado. El dolor se mete dentro del alma cuando me han ofendido, dejado de lado, ignorado. Me siento atacado y reacciono con ira. No puede depender mi estado de ánimo de todo lo que ocurre a mi alrededor. No puedo vivir en tensión en medio de este mundo en el que la bondad convive con la maldad. Hay muchas injusticias, mucho odio, mucha rabia. Y yo no quiero aumentar esa presencia del mal a mi alrededor. No estoy dispuesto a desear el mal a nadie. No quiero tener enemigos a los que no quiera ver. Pido por todos, acepto a todos, quiero a todos. No tienen que pensar como yo para que los quiera. No tienen que hacer lo que yo haría para que los acepte. Los miro con bondad, con alegría, con humildad. No estoy en posesión de la verdad. Sólo quiero que en mi corazón habite el amor de Dios. Es lo único que puede cambiarme por dentro de verdad.

¡Cuánto me cuesta dialogar! Cuesta estar abierto a escuchar. No es fácil conversar, intercambiar opiniones sin querer imponer mi pensamiento. Me cuesta dialogar con tranquilidad, sin alterarme, sin ponerme nervioso. Tiendo a discutir elevando la voz cuando no estoy de acuerdo con lo que me dicen. No me siento siempre capaz de enfrentar y solucionar los conflictos. Quiero hacerlo por la vía rápida y no siempre funciona. El otro tal vez necesita más tiempo para calmarse, para escuchar con bondad, para darse con humildad. Dialogar implica no querer dar soluciones. No siempre es la solución lo que se busca. A menudo es una oportunidad el diálogo para el desahogo. Me calmo hablando. Saco la rabia, el miedo, el enojo al decir lo que me está pasando. Verbalizo el problema. Lo pongo sobre la mesa y no espero soluciones. Tal vez sólo que me escuchen con misericordia. O que se pongan en mi piel y me apoyen, incluso aunque no tenga la razón. El diálogo busca en ocasiones llegar a una decisión. Pero en otras ocasiones sólo comparto lo que siento, cómo veo las cosas, sin más pretensiones. No quiero que pienses como yo o veas las cosas a mi manera. Pero sí necesito sentirme comprendido, acogido, escuchado. Dialogar es fundamental para que el amor crezca. Cuando no hay diálogo el amor se enfría. Quiero ser capaz de dialogar desde el corazón. Desde lo que siento, desde la forma como veo las cosas. No quiero alterarme. Miro con humildad al otro aunque no esté de acuerdo con lo que dice. Eso no importa tanto a veces. Prefiero no tener razón en muchas discusiones si con ello gano un amigo y vence el amor. Decía el Papa Francisco hablando de la calidad de las conversaciones: «Las conversaciones sólo giran en torno a los últimos datos, son meramente horizontales y acumulativas. Pero no se presta una detenida atención y no se penetra en el corazón de la vida, no se reconoce lo que es esencial para darle un sentido a la existencia. El problema es que un camino de fraternidad, local y universal sólo puede ser recorrido por espíritus libres y dispuestos a encuentros reales»[2]. Quisiera tener encuentros reales en mi vida. Encuentros profundos y verdaderos donde me doy con todo mi ser, acepto a mi hermano y lo escucho con humildad, sin prisas, sin juzgarlo, sin caer en la crítica. Muchas conversaciones se centran en sucesos externos a nosotros, en personas ausentes, en realidades que no nos tocan el corazón. Cuesta hablar de lo importante, de lo que me está costando, de lo que estoy sintiendo. Esa forma de vivir las relaciones hace que sean más profundos los vínculos. Donde hay buen diálogo las cosas funcionan bien. Quiero aprender a dialogar de todos los temas. De los importantes, de los que me cuestan. Quiero aprender a escuchar a mi hermano sin poner distancia, sin caer en el juicio. No quiero solucionar sus problemas, sólo quiero escuchar con paciencia y alegría. En el diálogo no quiero imponer mis criterios y opiniones. La verdad es importante. Pero también lo es el corazón del otro. A veces hablo desde mis heridas y mi vehemencia me traiciona. No me dejo complementar. Busco que el otro respete lo que digo. En ocasiones no hablo de ciertos temas con la persona a la que amo, me da miedo. No quiero herirla, o no quiero que me hiera. Son temas tabúes en la relación que van haciendo que el amor se seque. Aprender a dialogar de corazón a corazón es un arte. Quiero escuchar y contar lo que me pasa, lo que siento, lo que anhelo, lo que espero, lo que me decepciona, lo que me duele. Pero me cuesta decirte lo que estoy sintiendo. No quiero mostrar mi debilidad y me callo. Prefiero guardarme el resentimiento. Puede ser que el miedo a tu reacción impida que me abra. No quiero sufrir más, no quiero que me hagas daño. El miedo a exponerme y mostrarme débil, necesitado. Entonces me callo, guardo lo que me está pasando y no lo cuento. Dialogar es un camino para unir corazones. No hay comunión sin diálogo. No hay verdadera unidad sin escucha y apertura. Abrir el alma en el diálogo exige esfuerzo. No quiero arrepentirme de lo que digo, de lo que expreso y por eso me refugio en mi silencio. O creo que si no respondo o no te llevo la contraria la relación va a ir mejor, pero no es así, por dentro aumenta el resentimiento y comienzan las críticas. No me atrevo a decirte la verdad, mi verdad, lo que siento y veo desde fuera. No me atrevo a exponerte cómo se encuentra mi corazón. Y por miedo me escondo y refugio detrás de mis muros. Entonces no hay diálogo. La mayoría de las discrepancias surgen desde los malentendidos. Creo que has querido decirme algo que no has dicho. Interpreto tus silencios y tus palabras. Me hago una imagen de lo que estás pensando, pero como no he hablado contigo sólo me lo imagino. Y entonces vienen las desavenencias y las distancias. El frío que congela el amor y la amistad. Ya no hablo, no te digo, no te cuento. Se lo digo a otros, hablo sobre ti frente a otras personas. Pero sin amor. Lo hago con dureza. Y la vida se me escapa sin darme cuenta. No aprovecho las oportunidades que Dios me da para encontrarme contigo de corazón a corazón. No escucho y no cuento. No te abrazo y te dejo ir. Necesito aprender a escuchar, a hablar con mesura, a abrir el alma y dialogar dando paz.

Miro al cielo en el día en el que celebro a la Santísima Trinidad. Miro dentro de mí al pensar en ese Dios que son tres personas. Viene a mi corazón a hacer morada en mi alma. ¿Quién es Dios en mi vida? Hoy esta pregunta cobra más fuerza. ¿Quién es Dios para mí? ¿Quién soy yo? Soy imagen de Dios. Me ha creado para dar testimonio de un amor más grande, de un amor inmenso. Soy hijo de Dios: «Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús». Dios es mi Padre, mi papá. Aquel que viene a mi corazón para decirme que me ama, que me ha creado solo por amor, que me necesita, que sin mí algo le faltaría a este mundo, a los hombres. Yo hago mías estas palabras: «Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío. Tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma esta sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua. Toda mi vida te bendeciré y alzaré las manos invocándote. Porque fuiste mi auxilio, y a la sombra de tus alas canto con júbilo; mi alma está unida a ti, y tu diestra me sostiene». Dios es mi Padre, me quiere con locura y sale a mi encuentro cada mañana. Y espera mi regreso cada vez que me alejo. Ese Dios con el que sueño no me condena, me espera, me desea, me salva. Ese Dios es un padre misericordioso. Un papá lleno de bondad que me abraza y sostiene. ¿Cómo es la imagen que guardo en mi alma de mi padre Dios? Tengo dentro del corazón grabada la imagen de mi padre en la tierra. Ese papá humano es imperfecto, y no logra encarnar la misericordia de Dios. Por eso puede pasar que mi imagen de Dios sea la de un Dios juez, justo, inflexible, lleno de normas y leyes. O un Dios débil, incapaz de rescatarme, de salvarme.  Puede que sea un Dios decidido a que se cumpla la ley por encima del bien de los que obedecen. ¿Cuál es esa imagen de autoridad que llevo dentro? Vivo en un tiempo en el que la autoridad está en crisis. El abuso de autoridad, de poder, la incoherencia a la hora de vivir las normas que se exigen hace que se cuestione la autoridad. ¿Quién es capaz de hacerlo todo bien? ¿Qué padre humano puede ser imagen perfecta de un Dios misericordioso? Parece imposible. Es como querer contener el agua del océano en un cubo. Como querer controlar el día de mañana para que amanezca de la manera que deseo. Es como implorar la lluvia para que deje de haber sequía y llueva de forma inmediata. No puedo controlar lo incontrolable. No puedo construir un cauce que controle el agua desbocada. No puedo detener el avance de un fuego que amenaza con devorar los bosques. Me duelen mis límites, mi pobreza. ¿Cómo puedo ser fiel en mi pobreza? El mundo me grita que el verdadero Dios es el hombre, el vértice del mundo, la única religión verdadera. El hombre que se da la vida a sí mismo, decide quitársela cuando quiere y es capaz de prolongarla el tiempo necesario. Vanidad de vanidades. Es querer ser como Dios, libre y poderoso, antes que someterme al poder de un Dios paternal que parece encarnar todas las normas que no me siento capaz de cumplir. Cuesta mirar a Dios como padre. Cuesta vincularme con Él y descansar en sus manos. Un símbolo de Dios Padre está presente en el santuario María camino al cielo. Una representación de unas manos, las de Dios, sosteniendo a un niño que descansa confiado. Ese niño soy yo. Las manos son las de mi Padre Dios que me sostiene, me protege, me salva y me cuida. Me gusta esa imagen de Dios. Unas manos que cobijan, que son hogar, raíz y descanso. Son manos que no fuerzan, no exigen, no demandan, no tiran de mí, no fuerzan, no golpean. Solamente hacen de cuna, de casa, para que yo descanse y eche mis raíces. ¿Cómo puedo lograr esta vivencia salvadora y sanadora? Decía el P. Kentenich: «Sólo Dios sabe cuánto tiempo ya lucho por ver y experimentar a Dios realmente también como padre, como persona y no sólo como idea. Si alguien me dice: - Nunca estoy con Dios, si bien tengo pensamientos religiosos, lo entiendo bien. Se puede tener un montón de pensamientos religiosos»[3]. Los pensamientos religiosos son bonitos. Son parte de mi vida. Pero las vivencias, las experiencias de Dios, son lo que me constituye, lo que me sostiene. La mano que me cobija. La mirada que me salva en la que me reflejo y me reconozco como hijo. Me gusta pensar en ese Padre que siempre me espera. Que no vive recordándome lo que no hago bien. Se me mete en el alma el juez que busca justicia y cumplimiento y no aceptar la pereza y la torpeza de sus hijos. Lucho en entre esos dos extremos por dejar que venza Dios con su abrazo grande y firme lleno de bondad. Deseo que su mano me atraiga a su corazón. Pienso en mi historia y recuerdo tantos momentos en los que he vivido la misericordia de Dios. Tantos espacios sagrados en los que he tocado su bondad. Yo sé quién es ese Dios porque me ha amado, me ha llamado por mi nombre, me ha recordado que no he hecho nada tan malo que no pueda ser limpiado en su misericordia. Me dice que estoy hecho a su imagen aunque no lo comprenda del todo. Pero me quiere decir que sólo voy a ser feliz amando y dejándome amar. Siendo libre de mis apegos y aspirando siempre a tocar las estrellas. Ese Dios me levanta. Es el que me recuerda que mi vida está hecha para el cielo.

Miro al cielo y veo que Jesús me está mirando. Él está en mi vida y no me deja solo. Quiere quedarse en mi alma y cambiar mi corazón lleno de egoísmos y esclavitudes. Lo miro vivo en mi alma. Lo miro vivo en la eucaristía. En esa custodia que contiene su cuerpo herido. Lo miro cuando me mira. Lo miro mientras me busca deseando encontrarme, descubrir mi mirada. Junio es el mes de Jesús. El mes del Sagrado Corazón. El mes en el que como su Cuerpo y bebo su Sangre y lo adoro presente en medio de su Iglesia. Es el mes al que me lleva María de la mano para que me quede en su corazón y descanse. Quiere que inscriba mi alma en el alma de Jesús, que se grabe mi vida en su vida y mi nombre en el suyo. En su corazón herido sanan mis propias heridas. Miro a Jesús y me siento pobre, vacío, pecador, mentiroso, egoísta. No me siento buen hombre. Lejos de mí tal pretensión. La bondad se borra de mi alma por las heridas, cuando me ofenden o siento que he sido víctima de una injusticia. O cuando veo que Dios no escucha mis plegarias y no hace caso a mis súplicas. Y brota el mal de mi alma. Porque la vida no es justa. Y yo me pierdo en reproches y quejas. Como si quisiera dejar pasar el presente abrumado por tantas contrariedades. Miro a Jesús que muere en la cruz, indefenso, abandonado, roto, perdido. Lo miro cuando me mira y me pide que me abra a su presencia. Lo miro indefenso y confuso. Lo miro en el desamor de los hombres, mi propio desamor y mi abandono. Quisiera sumergirme en las aguas de su misericordia. Comprender que se hizo hombre, carne de mi carne, para enseñarme una nueva forma de vivir y de entender la vida. Siento que los sueños se escapan de mis manos con demasiada frecuencia. Y me identifico con ese Jesús abandonado, con sus sueños rotos. Y siento que no puede ser el discípulo más que su maestro. Soy tan pequeño y miserable. No pretendo estar a su altura, ni llegar a su lugar. No quiero tener esas pretensiones falsas que me hacen pequeño y pobre. Estas palabras del apóstol me dan esperanza: «Ya que hemos recibido la justificación por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. Por él hemos obtenido con la fe el acceso a esta gracia en que estamos; y nos gloriamos, apoyados en la esperanza de alcanzar la gloria de Dios. Más aún, hasta nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce constancia, la constancia, virtud probada, la virtud, esperanza, y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado». Quiero permanecer constantemente unido a Jesús. En Él me puedo alegrar y gloriarme en la tribulación. Nada temo porque Dios es grande y me consuela. Su paz llega a mi corazón y siento que las derrotas son sólo la parte del camino que más duele. Pero la esperanza no defrauda. No temo las dificultades, ni las frustraciones. Los fracasos no me intimidan. Soy capaz de vencer todos los miedos a la muerte. Nada temo porque Él me sostiene. En su cuerpo lleno de vida confío. Y las adversidades no son nada si camino a su lado, si va dentro de mí y me sostiene. Si sale a mi encuentro cada vez que estoy perdido. Si me da su aliento. Hago mía la oración que escuchaba el otro día: «Jesús, en ti confío, dentro de ti descanso. Me da miedo la vida. Son tantos los peligros. Y los días tan caducos. Me abruma la exigencia. Me siento cansado y débil. Me gustaría ser fuerte como un lobo y no temer las emboscadas. Pero me siento una oveja sobre tus hombros y todo me parece demasiado frágil. Quisiera ser perfecto pero no lo consigo. Y dentro de mí no abunda ese bien que deseo y sueño. Me postro ante tu corazón herido. Sé que dentro de él no habrá ningún peligro. Las noches serán claras como el día. El fuego no me quemará. El frío no me helará por dentro. Porque tu amor es más fuerte que todas mis tormentas». Quisiera confiar siempre y ser capaz de abandonarme. Confiar en los peligros y saber que Jesús pondrá en mis labios las palabras necesarias cuando me sienta perdido. Miro a Jesús en mi historia con Él. ¿Qué rostro tiene? ¿En qué evangelio siento que me habla a mi directamente? Al pensar en este día de la Santísima Trinidad pienso en el Hijo, en el Verbo que se hizo carne y vino a habitar mis días. Me subo a su barca porque es el pescador insaciable, un soñador empedernido. El Maestro que siempre sabe decirme la palabra adecuada, la que necesito oír. No me deja solo en ningún momento, ni siquiera cuando le grito a Dios: «¿Dónde estás Jesús, ahora que te necesito, dónde cuando me siento solo y abandonado?». Incluso en esos momentos en los que el vacío es inmenso y la soledad infinita. En la pérdida y en la ausencia. En la muerte que frena la vida. En el fracaso que me dice que no valgo. En ese momento escucha mi grito y me dice: «No temas, hijo, yo estoy contigo justo cuando más falta te hace. ¿No sientes el fuego de mi aliento?». Y sí, es verdad. En esos momentos de abandono no hay palabras que me den esperanza. No hay nadie que me sostenga cuando todo parece estar perdido. Sólo Jesús con su presencia misteriosa me recuerda que valgo, me dice que mi vida tiene un sentido. Un plan oculto que yo desconozco. Me gusta su voz cuando logro guardar silencio.

Hoy miro al cielo en el día de la Santísima Trinidad. Dios Trino viene a hacer morada en mi alma. La huella del Espíritu, su fuego, su torrente de agua acaba con todos mis miedos. Hoy me dice Jesús: «Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues lo que hable no será suyo: hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. Él me glorificará, porque recibirá de mí lo que os irá comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo anunciará». El Espíritu Santo me irá contando lo que no sé. Me irá revelando poco a poco lo que necesito saber para vivir. No es tan sencillo. Yo en seguida creo saberlo todo y me equivoco. Y pretendo que Dios me lo revele todo. Me diga por dónde tengo que ir y las decisiones que debo tomar. Quiero saberlo todo, incluso lo que no podría soportar. No puedo cargar con todo ahora, lo sé. El Espíritu se adapta a mi capacidad. Me da el fuego que necesito. En ocasiones he intentado llegar yo solo al cielo, construir los cimientos, levantar escaleras. He querido alzarme por encima de los vientos. He pretendido llegar a lo alto del cielo. He esperado un premio por mi perseverancia, por mi lucha, por mi esfuerzo. El P. Kentenich me recuerda: «Cuando éramos jóvenes, ¡cuánto anhelo teníamos de cultivar un permanente diálogo de amor con Dios! ¡Y cuán grande el empeño ascético! Incluso nos enfermamos por los esfuerzos hechos. Olvidamos que solo podemos prepararnos para ese continuo diálogo de amor con Dios cultivando una mesurada y activa vida con Dios. Lo demás nos lo dará Dios mediante los dones del Espíritu Santo»[4]. Yo sólo puedo cultivar una oración humilde con Dios. Un diálogo silencioso y pausado. Sólo puedo callarme y dejar que su luz me ilumine y su amor me penetre. El Espíritu me conduce. Me seduce. Me lleva donde al principio no quería ir. Pensaba que se trataba de mí, de mi fidelidad, de mi fuerza, de mi perfección, de mi pureza. Con el tiempo he comprobado que todo es don, gracia, misterio, misericordia. Que no tengo que triunfar en todas las batallas y no necesito lograr éxito en todo lo que emprendo. Que la vida puede fallar cuando menos lo espero. Y las derrotas pueden venir casi sin darme cuenta. Quiero la vida que viene del Espíritu por eso me abro a la gracia. Espero una cuerda que me permita ascender a lo más alto. Un viento que acabe con todas mis resistencias. Dejarme hacer es lo más difícil que he vivido. Pero eso es lo que hace Dios cuando me dice que viene a vivir dentro de mi alma. Habita en mí la Trinidad y yo me vuelvo hijo de Dios, esposo de Cristo, templo del Espíritu. Y toco la gracia en ese caminar a su lado. Quiero vivir así, confiado, libre, apaciguados los miedos. Me gustaría pedirle al Espíritu Santo la alegría. Los apóstoles salieron del Cenáculo felices. Los miraban y pensaban que estaban borrachos. Eso siempre me conmueve. Transmitían su alegría con los ojos, con las palabras, con los gestos. La Iglesia necesita rostros alegres que comuniquen esperanza. Una risa que incluya. Una risa que levante el ánimo. Una risa que llene de paz el alma y haga sonreír. Necesito que el Espíritu Santo al habitar en mi interior me llene de una alegría honda y verdadera. Vivo buscando sucedáneos de felicidad. Todos los éxitos en mi vida traen una alegría temporal. Sólo Dios se instala en el alma dándome una alegría duradera. Nada ni nadie podrán quitarme la sonrisa. No habrá desgracia ni problema que me hagan dejar de sonreír. El Espíritu Santo me desvela el rostro de Dios. Me muestra su presencia a mi lado. No me dice todo lo que va a suceder en el futuro. Pero sí me inspira para saber por dónde caminar. El Espíritu Santo me ayuda a entender cosas de mi pasado. No todas, es imposible, el pasado siempre pesa. Pero no puedo vivir atado por lo vivido. Me levanto con la sonrisa de esos apóstoles enamorados. El Espíritu despierta en mí el deseo de amar más, de darme por entero. Me hace confiar en todo lo que viene por delante. Me hace abandonarme en las manos de Dios como un niño que descansa tranquilo. Sin saberlo todo, sin tenerlo todo claro. 



[1] Amelia Noguera, Escrita en tu nombre

[2] Papa Francisco, Encíclica Todos hermanos

[3] José Kentenich, Niños ante Dios, 64

[4] Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta de Peter Locher, Jonathan Niehaus

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