Homilía del padre Carlos Padilla - 11 de junio
Domingo 11 de junio de 2023 | Carlos PadillaDomingo Corpus Christi- X Tiempo Ordinario
Deuteronomio 8,2-3.14b-16a; 1 Pablo a los Corintios 10,16-17; Juan 6,51-58; Mateo 9, 9-13
«Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna»
11 junio 2023 P. Carlos Padilla Esteban
«Quiero vivir enamorado de Jesús que se ha hecho carne para quedarse a mi lado siempre. No dudo de su presencia, ni de su amor. No me lo merezco, todo es don, es gracia»
Es importante dar y recibir confianza para crecer en esta vida. La confianza se construye sobre la transparencia y la honestidad. Si te oculto cosas importantes, si no te digo toda la verdad, estaré minando la confianza que has puesto en mí. Por eso necesito crear un ambiente donde te sientas seguro para expresar tus pensamientos, sentimientos y preocupaciones. Un espacio sagrado de intimidad en el que no temas que yo revele a otros lo que me estás contando. La confianza no se da con todas las personas. Pero hay con algunas con las que es posible crear ese espacio sagrado de intimidad en el que puedo ser yo mismo y tú puedes ser tú mismo. La confianza se fortalece cada vez que cumplo mis promesas. Hago lo que he dicho que voy a hacer. Si te digo algo tú no dudas si es cierto o no, confías. La confianza se fortalece cada vez que soy fiel y hago lo que prometí. Quisiera ser siempre confiable en todas mis acciones. Si te digo que voy a tardar un tiempo determinado en hacer algo, lo cumplo. No voy procrastinando y dejando para mañana lo que puedo hacer ahora. La fidelidad en el compromiso hace más sólida la relación de confianza. Quisiera ser capaz de cumplir lo prometido. Y guardar sigilo sobre lo que hemos hablado. Es sagrado el respeto a lo que ha ocurrido entre nosotros. No cuento fuera lo que hablamos entre nosotros. No te expongo ni siquiera ante los amigos. No dejo en evidencia tus defectos, no hablo mal de ti a nadie. No revelo tus decisiones ni los pasos que estás dando. No cuento nada de ti que tú no hayas contado antes. Quisiera ser más reservado y callar más. Soy dueño de mis silencios y esclavo de todas mis palabras. La confianza crece desde la coherencia de mis acciones y comportamientos. Quisiera ser siempre consistente, sólido en mis palabras y acciones. Me gustaría ser predecible y confiable. Mantener mis opiniones en el tiempo. No cambiar las decisiones que tomo de un día para a otro. Mi estabilidad hace sólida la relación, crece la confianza. Para que esta crezca es importante ser empático. Tratar de comprender y reconocer tus sentimientos y perspectivas. Ponerme en tus zapatos, vestirme con tus ojos. Ver la vida como tú la ves. Entender tus pensamientos. Desde ti, no desde como yo lo he visto siempre. Para crecer quiero aprender a escuchar activamente. Mi interés por ti ha de ser genuino. No quiero fingir que me interesa lo que me cuentas. Quiero ser trasparente y escuchar con atención e interés todo lo que dices. Si fallo en estos puntos quisiera aceptarlo y aprender de mis errores. Es fácil confundirse en algún momento. Quizás no te escuché con la suficiente atención. O quise darte soluciones en lugar de tan solo ponerme de tu lado y apoyarte. La escucha no siempre me lleva a la acción. Puede que me lleve a darte un fuerte abrazo. Cuando no actúo como esperas, o como yo me había comprometido a hacerlo, pido perdón y vuelvo a empezar. Quiero cuidarte más de lo que lo he hecho. Asumo la responsabilidad y aprendo de mis errores. Me muestro humilde. No quiero tener la razón ni imponer mi punto de vista. Aprenderé de todo lo que salga mal. Y seré lo suficientemente flexible para saber cuándo tengo que dejar mi punto de vista, mi opinión a un lado. Te apoyo con lealtad en todo lo que haces. Confío en ti y no pongo en duda tus intenciones. No interpreto lo que dicen que has hecho hasta que hable contigo. Pondría mi mano en el fuego por defender tu honestidad. Sé que la confianza no se crece de la noche a la mañana. Requiere tiempo y consistencia. Mucha entrega y disciplina. Requiere mucha capacidad para entregarse con honestidad. La lealtad es un don que quisiera cuidar. Y también la paciencia. De forma especial cuando sé que tu confianza ha sido herida en más de una ocasión. En esos casos seré especialmente cuidadoso. Quiero que sepas todo de mí. Que no dudes nunca de mis intenciones. No te ocultaré cosas importantes. No te haré ver que soy alguien diferente a quien soy. No me importará reconocer ante ti mis debilidades. Mostrarme cual soy sin fingir, sin máscaras. La confianza es un don que cuido todos los días. Se puede perder muy fácilmente. Una mentira, una ofensa, una herida y todo lo construido se deshace. Es un cristal muy fino. Cualquier golpe puede acabar de forma inmediata con todo lo sembrado durante mucho tiempo.
La misericordia es fundamental en mi vida. Para poder ser misericordioso necesito experimentar antes un amor misericordioso, en mi piel, en mi vida. Necesito el abrazo de un amor incondicional. Un perdón que no merezco. Una ternura que no me he ganado. Algo gratuito que suceda en mí y me cambie por dentro. Sólo desde la misericordia recibida puedo ser misericordioso. Sólo desde la alegría por lo que he recibido sin dar nada a cambio, puedo ser generoso en mi forma de amar a mi hermano. S. Juan Pablo II comenta en «Dives in misericordia»: «La Iglesia vive una vida auténtica, cuando profesa y proclama la misericordia y cuando acerca a los hombres a las fuentes de la misericordia del Salvador, de las que es depositaria y dispensadora. Me obliga al mismo tiempo a proclamar la misericordia como amor compasivo de Dios, revelado en el mismo misterio de Cristo». No puedo ser parte de la Iglesia sin vivir la misericordia. Quiero comprobar cuánto me ha amado ese Dios bondadoso y compasivo al que amo. Y luchar cada día por ser yo misericordioso. Necesito tener compasión y amor hacia los demás, especialmente hacia aquellos que están sufriendo o han cometido errores. La misericordia me ensancha el corazón. No es algo que llega a suceder en un abrir y cerrar de ojos. Crecer en misericordia es un proceso continuo. Siempre hay algún ámbito en el que puedo mejorar. Necesito que el Espíritu Santo me ilumine para vivir la misericordia en mi vida cotidiana, siguiendo los pasos de Jesús. Hay algunas preguntas que me incomodan. Porque ponen el dedo en mi herida. Y veo, al preguntármelas, que estoy muy lejos del ideal que persigo. ¿Tengo compasión y empatía hacia aquellos que están pasando por dificultades o algún sufrimiento junto a mí? Con tanta frecuencia pienso sólo en mí y no practico ese sufrir con el que sufre y acompañar al que más lo necesita. No soy empático, no me pongo en el lugar de mi hermano y juzgo sus actos sin tener en cuenta lo que está viviendo. ¿Estoy dispuesto a perdonar siempre a aquellos que me han hecho algún daño o me han ofendido y pueden seguir haciéndolo en el futuro? El perdón es el don más difícil de dar. No logro acabar con el rencor. No paso página, no olvido y no dejo de sentir rabia y dolor al pensar en la herida recibida. Pienso que el otro no se merece mi perdón. Sin darme cuenta de que el perdón nunca se merece. Y que al perdonar al otro soy yo el que me libero de la cadena con la que me ata el resentimiento. Le pido a Dios que me ayude a perdonar. La voluntad no basta, el perdón es gracia. ¿Busco oportunidades para ayudar a los demás, ya sea a través de obras de caridad, de un servicio desinteresado o simplemente ofreciendo mi apoyo y escucha cuando alguien lo necesita? Una misericordia activa es la que vale. Me pongo en camino y salgo de mi comodidad. No es un perdón que me deja estático. Salgo de mí, como el buen samaritano, para socorrer al herido al borde del camino. Dejo mis prioridades a un lado para atender allí donde haya una necesidad y mi presencia sea requerida. Esa actitud es la que amplía mi horizonte. Dejo de mirarme a mí mismo y mis problemas y paso a pensar en lo que los demás necesitan de mí. ¿Soy capaz de poner en práctica la comprensión y la tolerancia hacia aquellos que tienen puntos de vista diferentes a los míos y no piensan como yo? Es muy difícil. Tengo mis puntos de vista, mis opiniones firmes en ciertos temas. Puedo ser intransigente e intolerante con los que piensan distinto. No soporto pasar la vida con los que no son de los míos y no comparten mis puntos de vista. Esa actitud estrecha mi círculo de amigos y conocidos. Vivo en una burbuja sin querer vivir la misericordia con los que más la necesitan. ¿Me esfuerzo por ser paciente y amable incluso cuando los demás me causan molestia o incomodidad? La paciencia me falta, y dejo de ser amable cuando alguien me molesta con su presencia, con sus necesidades, con sus demandas o no me agrada. No acepto a todos en su originalidad. Quiero cambiarlos. Me cuesta vivir esa misericordia que me obliga a cuidar la ternura de Dios en mí. ¿Busco reconciliarme con aquellos con quienes me he peleado? ¿Intento recuperar la relación rota en lugar de aferrarme a la amargura o al resentimiento? No es tan sencillo. No sólo perdonar, sin restablecer el vínculo que se ha roto. Con mi hermano, con mi amigo, con mis padres, con mi hijo. Siempre veo lazos que se han echado a perder. Puedo volver a acercarme desde el perdón. Es posible. ¿Estoy dispuesto a dar segundas oportunidades a los que me han decepcionado y no han cumplido lo que me prometieron haciéndome daño? ¿Acepto brindar apoyo a aquellos que han cometido errores y desean cambiar? Quiero aprender a dar segundas oportunidades. Quiero confiar en lo bueno que hay en mi hermano. No me quedo en su error, en sus caídas. Veo su bondad, el bien que hacen con su vida. Un corazón misericordioso siempre da nuevas oportunidades a los que han fallado una o mil veces. ¿Soy capaz yo de cambiar mi corazón? ¿Dios podrá hacer el milagro en mí? Se lo pido.
La llamada de Dios siempre sorprende. Es un viento huracanado que irrumpe en mi vida y me desestabiliza: «En aquel tiempo, Jesús vio a un hombre llamado Mateo, sentado a su mesa de recaudador de impuestos, y le dijo: - Sígueme. Él se levantó y lo siguió». Es un grito que brota de la nada en medio de mi vida y me saca de mi paz, de mi tranquilidad. A veces puedo vivir acomodado, asentado, tranquilo en mi comodidad. Y Jesús entonces se asoma por la ventana del alma y me grita pronunciando mi nombre. Me llama a mí, no a otros que están conmigo, no a los que me rodean quizás también aburguesados como yo. En mi rutina no hay tiempo para más cosas. Todo está programado, pensado, decidido, calculado. No hay prisas porque las cosas son de una manera determinada y no se pueden cambiar. Me he acostumbrado a mi vida. Quizás no me sienta feliz con todo lo que hago o vivo. No importa, ya no puedo salir de ahí, pienso. Es como una maraña de redes que me atan y esclavizan. Y creo que estoy bien, cómodo donde me encuentro. Mateo era recaudador de impuestos. Tenía su vida resuelta haciendo aquello para lo que tenía un talento. Era pecador para sus hermanos. Porque se aprovechaba del pueblo judío al que él mismo pertenecía. Era un traidor que había negado al Dios de los judíos. Quizás Mateo pensaba que no se merecía el amor de Dios por hacer lo que hacía. No tenía derecho a exigir nada. ¿Querría cambiar? No sé hasta dónde llegaba su deseo de cambiar, de liberarse. Tal vez no era consciente de esa misma necesidad. Estaba a la mesa, recaudando impuestos, cuando Jesús lo ve, se acerca, tiene misericordia de él y lo llama. Esta escena siempre me emociona. Jesús le mira a los ojos y le dice que lo ama, que lo elige por encima de otros. Que lo prefiere. ¡Cuántas veces más tarde Mateo rememoraría ese momento conmovido! Una mirada bastó para cambiar su vida. Y tuvo la certeza del amor de Dios. Porque Jesús ha venido para estar con los enfermos, con los que más necesitaban su amor y su presencia: «Después, cuando estaba a la mesa en casa de Mateo, muchos publicanos y pecadores se sentaron también a comer con Jesús y sus discípulos. Viendo esto, los fariseos preguntaron a los discípulos: - ¿Por qué su Maestro come con publicanos y pecadores? Jesús los oyó y les dijo: - No son los sanos los que necesitan de médico, sino los enfermos. Vayan, pues, y aprendan lo que significa: - Yo quiero misericordia y no sacrificios. Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores». Jesús ha venido a buscar a los pecadores, no a los justos. Se fija más en los enfermos que en los sanos. Esa verdad me escandaliza. Estoy acostumbrado a pensar que Jesús está feliz cuando hago las cosas bien. Y es cierto. Le alegra que yo sea feliz. Se enorgullece cuando doy la vida por amor. Me abraza cuando llego exhausto después de una larga carrera. Soy el hijo mayor de la parábola que trata de cumplir todo lo que su Padre espera de él, sin desobedecerle nunca. Al menos intenta hacer todo bien. Me cuesta creer en esa mirada misericordiosa. Me cuesta mucho ver a Jesús asomándose a mi vida en el peor momento, cuando más hundido me encuentro en mi miseria. Cuando menos sé lo que puedo hacer para salir adelante. Entonces, cuando vivo acomodado y no siento nada, no creo nada, no deseo nada, me llama. En medio de mi tibieza me vuelvo sordo y me siento menos capacitado para ver su sombra deslizándose en mi vida. Me gustaría volver al primer amor de mi camino. A ese instante en el que Jesús volvió su mirada y me vio. Me miró conmovido, emocionado y pronunció mi nombre. Lo dijo desde lo profundo de su corazón y me pidió que siguiera sus pasos. Yo creí en Él. Creí en su bondad, en su amor, en su predilección y me enamoré. No quiero perder el fuego de ese primer amor que me empujó a salir de mi comodidad, de mi tibieza, de mi pasividad. El amor que me hizo cometer locuras de amor. ¿Quién no ha hecho en su vida alguna locura de amor por la persona amada? Esa gesta que parecía imposible si no fuera porque una fuerza interior movía mis pasos y daba alas a mi espíritu. El Papa Francisco les decía a los jesuitas: «Fabro era devorado por el intenso deseo de comunicar al Señor. Si nosotros no tenemos su mismo deseo, entonces tenemos necesidad de detenernos en oración y, con fervor silencioso, pedir al Señor, por intercesión de nuestro hermano Pedro, que vuelva a fascinarnos: aquella fascinación por el Señor que llevaba Pedro a todas estas “locuras” apostólicas, aquél deseo, bajo control, sin pausa». Un deseo de servir, de seguir a Jesús hasta los confines del mundo. Deseo vivir ese amor sin límites, sin barreras, sin pausa. Ese amor apasionado que no me deja estar tranquilo si no doy la vida por los demás, por alguien. Ese amor inquieto que vive buscando, deseando más, abriendo puertas, emprendiendo nuevos caminos. Un amor que mira con misericordia a cada hermano, sin hacer cálculos, sin poner el freno al deseo de correr. Un amor desenjaulado, libre, que sueña con las alturas y no se conforma con las llanuras cómodas en las que no hay luchas ni exigencias. Una entrega sin pensar en el cansancio propio. Creyendo que siempre puedo dar más por seguir a Jesús, puedo desear nuevas misiones, y estoy dispuesto a seguir amando más allá de las barreras que yo mismo me impongo como un seguro absurdo. Un amor apasionado es el que yo quiero.
No creo que Dios quiera ponerme a prueba en la vida para ver si soy fiel. Lo que sí tengo claro es que las circunstancias hacen que me ponga a prueba cada día. Necesito levantarme y luchar. Dejarme la vida. El pueblo de Dios tuvo que atravesar el desierto para ser libre. La libertad no vino a cambio de nada. Moisés se lo recuerda a su pueblo: «Recuerda el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer estos cuarenta años por el desierto; para afligirte, para ponerte a prueba y conocer tus intenciones: si guardas sus preceptos o no. Él te afligió, haciéndote pasar hambre, y después te alimentó con el maná, que tú no conocías ni conocieron tus padres, para enseñarte que no sólo vive el hombre de pan sino de todo cuanto sale de la boca de Dios. No te olvides del Señor, tu Dios, que te sacó de Egipto, de la esclavitud, que te hizo recorrer aquel desierto inmenso y terrible, con dragones y alacranes, un sequedal sin una gota de agua, que sacó agua para ti de una roca de pedernal; que te alimentó en el desierto con un maná que no conocían tus padres». Dios salvó a su pueblo y lo salvó permitiendo que sobreviviera en las tierras del desierto. Allí sufrió sed, hambre, abandono. Se construyó becerros de oro queriendo salvar su vida. Se olvidó del dolor de la esclavitud añorando esos años en los que tenía comida suficiente. La esclavitud me quita la libertad pero me permite tener alimentos suficientes. La libertad del desierto es siempre más exigente. Quizás a mí me pasa lo mismo. En medio de las cruces del camino, del hambre y de la sed, del dolor y la angustia echo de menos los tiempos en los que lejos de Dios me sentía atrapado y esclavo. Y pienso que era más feliz entonces. Me equivoco. No es así. Soy más feliz ahora en medio del desierto, de la vida, de sus dificultades. Soy más feliz cuando soy libre, cuando he roto mis cadenas y he comenzado un camino que me lleva a la plenitud, a la tierra prometida, a la esperanza que Dios ha dibujado en mi corazón. Para ese camino Dios me va dando lo que necesito cada día. Saca agua de las piedras y me regala un maná que nadie conocía. Así es ese Dios de las sorpresas. Me asombra, me conmueve. Y me invita a empezar de nuevo. A veces tengo que despojarme de mis seguridades, de mis esclavitudes, para emprender un camino nuevo, un camino de salvación. Ahí comienza el cambio verdadero. Como leía el otro día: «Cambiar no tiene por qué significar convertirse en otra cosa. Cambiar puede ser evolucionar, mejorar, aprender, perdonarse..., perdonar»[1]. No me quiero convertir en alguien distinto a quien realmente soy. Me siento pequeño. Veo que puedo comenzar de nuevo. Puedo aprender, perdonarme, perdonar. Ese camino es largo. Para eso tengo que reconciliarme con mi vida como es hoy. Con mis historia personal. Con el camino recorrido que me habrá llevado por distintos desiertos complicados. En esas luchas personales habré aprendido a ser mejor persona. ¿Puedo ser buena persona sin Dios? No es posible, porque aún sin saberlo, el bien que hago viene de Dios. El bien es inherente a Dios. Todo bien procede de Él. Dios puede estar en mí incluso cuando lo niego y no creo en Él. Hay muchas personas que se consideran religiosas y van a misa pero hacen el mal. Ellos en realidad no se han convertido. Participan con la superficie de su vida en el mundo de Dios, en su Iglesia, pero el amor de Dios parece no llegar a sus entrañas. En apariencia son creyentes, pero en el fondo son de verdad ateos. Veo rostros, vidas, no veo corazones. No sé lo que sucede en cada persona. No conozco sus íntimas intenciones. En el desierto afloran mis verdaderas intenciones. Sale a la superficie mi verdadero yo. En las dificultades se desvela quién soy de verdad. Descubro las razones del mal que provoco. Y veo mis intenciones últimas detrás de cada obra buena. La Iglesia es el camino en el que crezco en mi amor a Dios. Es mi desierto mi vida donde me confronto con mis límites y debilidades. Ahí imploro que Dios me regale su agua y su maná. Me alimente y me dé paz para que me olvide de mis necesidades: «Glorifica al Señor, Jerusalén, que ha reforzado los cerrojos de tus puertas, y ha bendecido a tus hijos dentro de ti. Ha puesto paz en tus fronteras, te sacia con flor de harina». Dios es fiel a su alianza conmigo. Dios no se olvida de mí incluso cuando no logre avanzar. Dios me va a dar una vivencia nueva, ensanchando mi corazón y haciendo que perdone y me perdone. Quiere que tenga paz en mi desierto y que mi vida se llene de su luz y esperanza. puedo ser mejor persona cerca de ese Dios que me ayuda a dar pasos hacia delante. Hace que sonría cuando todo es tan difícil. Y me permite creer en todo lo que puedo hacer si Él permanece a mi lado. No todo es blanco. No todo es negro. En medio de las sombras nace la luz. En el desierto florece la naturaleza. Depende de mí que vengan los cambios a mi vida. Depende de mi decisión que sucede en lo profundo de mi corazón. Estoy llamado a vivir con Dios en el dolor de la vida. A vivir en mi cruz la resurrección y en mi enfermedad la sanación. Doy Gloria a Dios porque no se olvida nunca de mí y me sostiene cuando más lo necesito. Su esperanza en medio del desierto me da vida y me alimenta.
Jesús me dice que su cuerpo es el pan que da la vida. Y su sangre la bebida que me salva. Son palabras difíciles de comprender: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo. Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él». Son palabras extrañas que escandalizan a los judíos. ¿Cómo les va a dar de comer su carne y su sangre? Para el pueblo judío muchos alimentos son impuros. La sangre de los animales y de las personas es impura. No entienden: «Disputaban los judíos entre sí: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?». Muchos dejarán a Jesús al oír estas palabras: «A partir de entonces muchos de sus discípulos dejaron de seguirlo, y ya no andaban con él. Entonces, Jesús dijo a los doce: - ¿También vosotros queréis iros? Simón Pedro le respondió: - Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído, y sabemos, que tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente» Jn 6,66. Algunos dejan de creer. Jesús tiene miedo. No quiere quedarse solo, sin aquellos a los que ama, los necesita a su lado. Ellos son fieles porque han creído en Él aún sin entender. ¿Es necesario comprenderlo todo para creer? Realmente la fe no necesita la comprensión. Puedo dar razones de mi fe, eso sí. pero llegará un momento en el que el infinito, el misterio, no quepa en mi cabeza. Soy finito y limitado. Los discípulos tampoco entienden lo de la carne y la sangre pero creen. Creen en su persona, en su amor infinito, en su presencia junto a ellos desde que se les apareció en el camino de su vida y puso todo patas arriba. ¿A quién van a ir si lo dejan? No tienen donde ir. Jesús les ha dado una esperanza, les ha hablado de un Dios cercano en el que podían creer. Eso es suficiente para creer en lo imposible. A mí me cuesta creer en Dios cuando surgen dudas razonables. Me plantean que mi fe no está fundada y yo creo a los que tienen razones poderosas. Y busco que sucedan cosas extraordinarias en mi vida para seguir creyendo. Que venga Dios y haciendo milagros imposibles convenza al mundo de su existencia. Me cuesta creer en los milagros. Los busco desesperadamente. Que otros me digan que sí, que existe. Necesito que aumenten mi fe para que siga creyendo contra toda esperanza. Para que vea que es posible una fe anclada en lo alto del cielo. Esa misma fe de los discípulos que aceptan sin comprender que la carne y la sangre de Jesús serán su alimento. ¡Qué locura! ¿Van a comerse a Jesús? Más tarde lo comprenderán. El Espíritu Santo les revelará el deseo de Dios. y en el pan y en el vino comerán su carne y beberán su sangre. Me falta a mí esa fe incluso en ocasiones para creer que en ese pan ahora y para siempre se ha quedado Jesús presente en medio de los hombres. Y en esa sangre que guardo en el cáliz como expresión de mi entrega, de mi amor que es capaz de llegar al extremo. ¿De verdad soy capaz de dar la vida por amor? Lo digo con palabras pero todo se queda demasiado corto. No logro subir a las alturas. No logro amar dando la vida. Y entonces decido que si realmente creo en su presencia en mi vida de esa forma, su alimento me cambiará por dentro. Y sucederá lo que hoy escucho: «El cáliz de la bendición que bendecimos, ¿no es comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan». Seré un solo cuerpo con todos aquellos que reciban un mismo pan, un mismo vino, un mismo cuerpo, una misma sangre. Un solo cuerpo sin divisiones. Una carne que nos une para la eternidad. Y así la comunión que recibo en la eucaristía no será un derecho, ni un privilegio, ni un premio por mi buen comportamiento. La eucaristía que guarda el misterio más grande revelado por Cristo se convertirá en una necesidad. Es prioritario recibir a Jesús para ser mejor. ¿Y no puedo ser buena persona sin comulgar? Claro que puedo. Pero este alimento me va haciendo mejor persona. Va limando en mí las durezas. Va enderezando lo que se ha torcido. No por ir a misa soy bueno. No por comulgar haré todo bien. Soy consciente de mis incoherencias. Digo que soy uno con Cristo, pero muchas veces no logro reconciliarme con mis enemigos, con los que me han hecho daño. No hago vida aquello en lo que creo. Siento que soy un ministro herido. Por eso soy un testimonio vivo de los fracasos del hombre. Y me acerco al altar sobrecogido por este misterio que no comprendo, pero en el que sí creo. Acepto que la vida es más grande de lo que abarca mi razón. Y creo en un amor escondido en ese pan que es su carne y en ese vino que es su sangre. Dejo a un lado las dudas. Y confío en el poder de Dios que puede hacer nuevas todas las cosas. Puede cambiarme por dentro. Por eso comulgo cada día. Para tener a Dios en mi alma y no olvidarme de la misión. Soy uno con Él y con todos lo que lo reciben cada día como don.
Jesús se entrega a mí en su cuerpo y en su sangre. Se parte para que yo tenga vida: «El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre. Del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Éste es el pan que ha bajado del cielo. No como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron. El que come este pan vivirá para siempre». Viviré para siempre si como su pan. Si tengo fe en la eucaristía tendré vida eterna en mi interior. Quiero cuidar esa fe en la eucaristía. La fiesta de hoy me recuerda que Jesús no se desentiende de mi vida. Se queda conmigo para siempre y no me deja solo. Su presencia a mi lado es el alimento que me mantiene feliz, confiado. Cada vez que participo en la eucaristía doy gracias al cielo. Dios viene a quedarse en el pan y en el vino que son su cuerpo y su sangre. Viene a quedarse en esa hostia que adoro de rodillas. Tengo que abajarme para mirar con humildad a Dios presente en mi vida. No quiero acostumbrarme a su presencia. Recibirlo en mi interior no es un derecho. No tengo derecho a su presencia en mi alma. La comunión no es el privilegio de unos pocos que no pecan y lo hacen todo bien. Es el viático, el alimento para el camino. Necesito su alimento para no perder la esperanza, para no dejar de luchar. No lo recibo como un premio sino como un remedio. Una ayuda que me sana por dentro. Me levanta y me sostiene. Es algo cotidiano, no extraordinario. Igual que cada día me alimento para tener fuerzas y no desfallecer, cada día quiero recibir a Jesús para tener paz, vida eterna en mi corazón, alegría y luz. Es lo que necesito para no sentirme solo. Quiero vivir la misa sin acostumbrarme, de forma profunda. Decía el P. Kentenich: «Existe también una masificación religiosa: se hace todo lo que se ordena, en forma meramente exterior, pero el corazón está lejos, muy lejos. Todo el hombre debe sentirse involucrado»[2]. Puedo ir a la misa por inercia, sin darme cuenta de lo que está pasando. Puedo perder el respeto por lo sagrado, por el misterio. Sigue siendo algo asombroso que Jesús quiera quedarse en un alimento que yo recibo como expresión de su amor inmenso. Quiere ponerse a la altura de mis ojos de tal manera que pueda recibirlo sorprendido, inundado de su amor que se derrama. Cuando la misa me aburre o vivo distraído quiere decir que no estoy viviendo el amor de Dios en mi corazón de forma consciente. Pierdo la pasión por la vida. Dejo de emocionarme por las cosas que pasan a mi alrededor. Me parece todo normal, pero no lo es. Jesús se hace pequeño para que pueda tenerlo dentro de mí. Para que su poder me inunde y llene de vida. Lo miro a los ojos y sonrío. Su amor es más grande y aun así parece tan pequeño. Me asombro ante ese Jesús que se queda cerca en un trozo de pan pequeño. Parece impotente. No es así. Dentro de mí puede obrar milagros si le dejo actuar. Me falta fe en su poder. Además la comunión no es un premio por mi buen comportamiento. Es un don del Espíritu que puede hacer que mi vida sea mucho mejor. Participar en la eucaristía no es algo pasivo, necesita Jesús que participe con todo mi corazón: «En último término, nosotros también debemos colocarnos sobre la patena; debemos morir en y con el Señor, como Dios espera y exige de nosotros a través de las circunstancias. Por eso, en Cristo y con Cristo, debemos también ser co-ofrecidos. Y el ser co-ofrecidos durante la misa debe darnos la fuerza para pender de la cruz con el Señor durante todo el día»[3]. Me coloco sobre la patena, me ofrezco con lo que tengo y lo que soy. Le digo a Dios que estoy dispuesto a dar la vida por amor a los demás. Nada puede quitarme la alegría. Pendo en la cruz junto a Él: «En la eucaristía cada uno recibe a Cristo y Él a cada uno de nosotros. Acogida y don»[4]. Descanso en la patena junto a Jesús. Él me quiere más, me ama con todo lo que soy y tengo. Y necesita que me abandone en sus manos, en su corazón resucitado. Quiero participar activamente en cada misa. En ella soy ofrecido, me entrego, renuncio a mi voluntad y le digo que sí. Él Sabrá mejor lo que me conviene. Yo tengo que poner en la patena mis miedos y mis deseos de luchar hasta el final. Jesús viene a mi alma para quedarse en ella y darme vida. Yo me pongo en su corazón para recibir su vida a cambio. Me da paz esa mirada de Jesús sobre mí. Viene a quedarse conmigo. Comentaba Sor Verónica, fundadora de Iesu Comunio: «Donde hay eucaristía no hay decaimiento». Uno no se cansa de luchar, de creer, cuando su alimento es la eucaristía. No desfallece aquel que recibe a Jesús en su seno. No duda del amor de Dios en su vida al sentir su presencia. No decae el que tiene a Jesús en su alma. Así quiero vivir yo cada día. Enamorado de ese Jesús que se ha hecho carne para quedarse a mi lado siempre. No dudo de su presencia, no dudo de su amor. No me lo merezco, todo es don, es gracia.