Homilía del padre Carlos Padilla - 11 de febrero

Sábado 10 de febrero de 2024 | Carlos Padilla

VI Domingo tiempo ordinario

Levítico 13, 1-2. 44-46; I Corintios 10, 31 - 11, 1; Marcos 1, 40-45

«Si quieres, puedes limpiarme. Compadecido, extendió la mano y lo tocó diciendo: - Quiero: queda limpio. La lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio»

11 febrero 2024    P. Carlos Padilla Esteban

«Me gustaría ser más humilde y escuchar a los que me hacen ver lo que no hago bien. Me gustaría aceptar mi debilidad y pedir ayuda para ver el mal que hay en mi corazón enfermo»

Consagrar, elegir, entresacar, rescatar, liberar, fortalecer, salvar. Dios salva mi vida de la muerte, de la esclavitud, del pecado. Jesús sale a mi encuentro en medio de mi oscuridad para llenarme de luz. Me da un nombre nuevo y me dice que me ha elegido. Me ha llamado por mi nombre. Me ha encontrado estando yo perdido. Vuelvo mi vista al cielo buscando su presencia. Desentrañando los misterios de esta vida que me tientan y ocultan el sol tras densas nubes. Me ha pedido el Señor que lo siga estando yo herido. No me ha dicho que podré caminar sin cojera, todo lo contrario, me ha dejado cojo. Y me ha pedido que con su poder sane a los cojos. Que estando yo enfermo dé la salud a los enfermos. Me ha dicho que, siendo yo esclavo, libere a todos los cautivos, en su poder, en su gracia, no por mí, sino por Él que viene a mi rescate. Entender así la vida me da mucha paz. Me reconforta entender que los milagros suceden y yo soy sólo testigo de ellos, más aún, me ha enviado a mí a salvar a los que están perdidos, a los que no tienen paz, a los que viven enfermos. Comenta el Papa Francisco: «Repasemos un momento, brevemente, las tareas de los sacerdotes que hoy nos proclama la liturgia: llevar a los pobres la Buena Nueva, anunciar la liberación a los cautivos y la curación a los ciegos, dar libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor. E Isaías agrega: curar a los de corazón quebrantado y consolar a los afligidos». Curar estando ellos heridos. Sanar estando enfermos. Liberar siendo esclavos. Consolar necesitando consuelo. Sostener a punto de perder el equilibrio. Alegrar escondiendo las propias tristezas. Jesús viene a mi vida para que mi vida dé fruto. No para que todo en mí esté en orden, no para que logre todo lo que me propongo. Es esquiva la suerte y no todo resulta como había previsto. Me gusta esa imagen de la luz de Dios que viene a sembrar paz en la guerra y claridad en las sombras. Quisiera que en mi interior reinara su presencia. Me gustaría que su paz se hiciera fuerte en medio de mis guerras. Y su amor apagara los gritos que profiere el odio que habita en mi interior. Tengo una misión y he de cumplirla. No porque piense que no puedo rehusarme a hacerlo. Siempre puedo seguir otro camino, elegir otra senda. Pero es la fidelidad, la perseverancia, la constancia lo que trae frutos verdaderos. Es la continua entrega lo que marca mis días. Si rezo un solo día nada cambia. Si rezo cada día, con perseverancia, algo irá brotando en mi corazón. Como cuando voy al gimnasio. Después de un día, o de varios nada pasa, con el paso de los meses algo se irá notando en mi cuerpo. Es como ese amor, un solo gesto de cariño no hace nada, pero la repetición fiel de gestos de amor logra que el corazón crezca y se enamore en profundidad. No es mi grito valiente el que transforma el mundo. Basta con que en silencio camine en medio de las sombras sosteniendo apenas encendida la vela de mi entrega. Cuando el pabilo vacilante tiembla y parece que está a punto de extinguirse. En esos momentos necesito el aceite de la perseverancia que logre que el amor no se apague nunca. Necesito esa fidelidad de los que no le tienen miedo al cansancio. De los que no van a dejar nunca de luchar hasta el final del camino. La vida se juega en esos momentos en los que las dudas brotan en el corazón. Cuando todo parece oscurecerse, o la niebla es demasiado densa a mi alrededor. Incluso entonces recordaré el fuego del primer amor. Y me haré portador de esa hoguera perpetua que nunca se va a extinguir porque procede del cielo. Me enviará el Señor sabiendo que nada puedo, que no logro siquiera vencer mis propias tentaciones, espantar a mis demonios. Me enviará para que dé testimonio de otro que no soy yo, que es Jesús, el único que salva. Me enviará para que anuncie en su nombre la verdad y el sentido de la vida de todo cristiano. Porque como tal estoy sujeto a Cristo y sin Él nada de lo que hago tendrá sentido. Y será más fuerte mi testimonio cuando anuncie los milagros de Dios en otros, aunque yo mismo no haya sido curado. Y me dirá su voz al oído que no tema, que su fuerza sostendrá mis pasos y su voz se hará fuerte en mis gritos. Así de sencillo. Sus palabras saldrán de mis labios y no dejaré de adorar su presencia misteriosa, medio oculta dentro de mis manos. Como un Niño que nace en la noche para iluminar con su claridad todos mis días.

¿Cómo se hace para que el amor madure? ¿Cómo hago para no tenerle que preguntar cada diez minutos a alguien cómo me conviene actuar? ¿Qué hago con ese dolor feo que asoma en mi vientre cada vez que la vida no me sonríe? ¿Cómo se madura de una vez por todas y se enfrenta la vida con esa mirada sabia de los hombres que han forjado su temple en las fraguas de las decepciones? ¿Cómo se puede levantar el mar entre las manos y hacer que la luna se refleje sobre sus aguas? ¿Cómo se endereza el rumbo cuando sigue rutas que no deseaba? ¿Cómo recompongo mi vida cuando alguien la ha roto en mil pedazos? ¿Y cómo logro sonreír cuando todo en mi interior rezuma tristeza? He levantado un muro para contener las aguas. No las de ahora, sino las que vendrán un día, si es que vienen. Un muro que contenga el mundo para que no se derrame sobre mi alma. Un muro fuerte y firme que me recuerde que sin su presencia todo podría caer en una cascada y perderse en un mar de lodo. Sé que la madurez de mi amor no la dan los años, bueno fuera. Ni tampoco las lecciones aprendidas en un libro o por boca de un amigo que me recuerda que todo puede desaparecer en un momento, nada es seguro, todo se escapa como el agua de un río camino al mar. Siento en mi interior que mis raíces están firmes cuando nada de lo que sucede logra quitarme la paz. Y no porque no sienta ya el dolor ante las afrentas, sino porque tengo la mirada fija en un cielo más alto, al que me han subido, yo sólo no hubiera llegado tan lejos. He aprendido a pedir perdón para subir escalones y me he sentido abrumado por las exigencias del mundo. Y en eso momento he sabido que no tenía nada que demostrar a nadie, no le debía nada al mundo. La vida es muy corta como para pasarla dándole vueltas a todas las posibilidades que no se hicieron realidad y a todos los sueños que murieron sin llegar a ser mariposa. Me gusta la sensación que me deja el mar en mí al salir del agua. Siento frío y calor al mismo tiempo. Deseo volver e irme, quedarme y emprender el vuelo. Llevo en mi corazón la madurez que me ha dado el sufrir y el renunciar y el dar la vida. Nada de lo que desee se me escapa. Nada es tan grande como para que no quepa en mi universo. Tengo la sensación de que los años no suman necesariamente amor, a veces es el odio el que aumenta. Y me da miedo ser más de la tierra que del cielo. Volar me gusta y no tiemblo al posarme en una rama, tengo alas. El mar me apasiona, y no me abruman las olas chocando con mi barca, alguien calmará los vientos. Sé que la soledad es parte esencial de mi equipaje, no me da miedo, ni ansiedad, confío. Me siento eso sí a veces como leía el otro día: «No parecía contento. Parecía ofuscado, confuso, como un bote a la deriva. A veces hace falta que sean las olas las que nos lleven a puerto»[1]. Me llevarán a ese puerto seguro desde el que reiniciar el camino. Repetir mi sí a la vida, al amor, a mis sueños es paso esencial para no perder el ánimo. No me acuesto nunca de nuevo sin aceptar que mis decisiones han sido las mejores. Y si ha habido errores, seguro, no me importará tanto. Volveré a levantarme con alegría. Mi tristeza de hoy no me define, tampoco mi alegría. Soy yo mismo a lo largo de toda una vida de inmadureces. ¿Sabré amar bien a mi hermano tanto como se merece? ¿Lograré amar tanto a Dios como Él me ama? Me asustan sus silencios ausentes de caricias. Y su voz tan suave diciéndome al oído cosas bonitas. Me recuesto cansado en un lugar tranquilo a ver pasar las horas, no tengo prisa en llegar a alguna meta. Todo lo que me pesa en el alma es sólo un comienzo. Todo lo que llevo recorrido es sólo el primer paso. He descubierto un mar escondido en mis ojos. Tal vez alguien lo vio primero, al mirarme. He sabido que los sueños que no sueñe o que no recuerde, serán solo pasado. Y el pasado es sólo eso, lo que ya fue, lo que no vuelve, lo que no puedo rehacer, lo que ya sólo se recuerda. Tengo ganas de perdonar a los que me han herido. Quiero dejar atrás todas las batallas perdidas. Quiero guardar en mi alma esos abrazos que me recompusieron, casi como por arte de magia. Las palabras bonitas, las imágenes sugerentes, los silencios que me recomponen, el amor que me levanta de mi insensatez y me lleva muy lejos, muy alto, muy dentro. ¿Cómo se escribe el final feliz de la propia historia? ¿Cómo llego a la meta de esos sueños que yo mismo he soñado? ¿Cómo madura el amor para saber respetar, admirar y cuidar ese don del amor que nunca se merece? Porque no merezco que me quieras y me aceptes como yo soy sin pretender cambiarme. No logro comprender cómo tu mirada es tan pura para ver en mí bellezas escondidas. Voy a construir un mundo en el que todas las emociones encuentren su cauce. Y voy a pedirle a Dios que haga madurar mi amor para no hacer daño a nadie. El que ama bien no puede herir, sólo sanar. ¿Podré amar algún día como Dios me ama?

La enfermedad empaña el corazón. La enfermedad que yo sufro me debilita. La enfermedad que otros sufren me duele dentro. ¿Cómo puedo acompañar al enfermo? ¿Cómo puedo ayudarle para que tenga fuerzas? Me duele el alma. Quisiera sanar a los enfermos. Que el poder de Dios los sanara y los liberara del mal. Hay tantas personas que sufren en el alma y en el cuerpo. Es tan difícil acompañar al enfermo. Es duro vivir con la enfermedad, es parte de mí, no es algo que me sucede. La enfermedad es terrible. Siempre que llega el día de Lourdes rezo por todos los enfermos. La Virgen se le apareció a Santa Bernardita en Lourdes. En una gruta, junto al río, en un lugar paradisiaco. Allí se le apareció a una niña sin formación. Y le pidió que bebiera de un pequeño charco: «La Virgen le dijo que fuera a tomar agua de la fuente y que comiera de las plantas que crecían libremente allí. Ella interpretó que debía ir a tomar agua del cercano río Gave y hacia allá se dirigió. Pero la Señora le enseñó con el dedo que escarbara en el suelo». Ella creyó y bebió llenándose de lodo. Y después de repetirlo por tres veces acabó brotando agua de la gruta. Miles de enfermos peregrinan cada años a Lourdes buscando la sanación, la salud. Buscando ese agua que limpia el alma y el cuerpo y brota de una fuente de agua que purifica. De los más de siete mil casos de curaciones que se han registrado en la oficina médica de Lourdes, sólo setenta han sido reconocidos por la Iglesia como intervenciones milagrosas de Dios. El agua de la gruta sana el alma, el cuerpo. La Virgen de Lourdes convoca a los enfermos de todo el mundo para abrazarlos, para sostenerlos. Hay enfermedades que acompañan toda la vida. Me muestran la fragilidad de mi cuerpo y la dependencia que tengo de Dios. Está claro que la unción de los enfermos es un sacramento para la vida. Me levanta en mi fragilidad, me ayuda a caminar, me de las fuerzas que me faltan para amanecer un día más. Me gusta ungir con ese óleo que es la presencia misma de Jesús en la vida del enfermo. Hay una oración que se reza y me conmueve: «Te rogamos Señor, Redentor nuestro, que por la gracia del Espíritu Santo suavices el dolor de este enfermo, sanes las heridas de su alma y de su cuerpo, perdones sus pecados, ahuyentes el sufrimiento de su cuerpo y de su alma y le devuelvas la salud espiritual y corporal, para que al restablecerse por tu misericordia, se incorpore de nuevo a los quehaceres de su vida. Haz que confíe en la eficacia de su dolor par la salvación del mundo. Haz que confortado en el don del Espíritu Santo permanezca en la fe y en la esperanza y dé a todos ejemplo de paciencia y así manifieste el consuelo de tu amor». Todos estamos enfermos del cuerpo y del alma. Y me gusta recordar que Jesús pasó por este mundo sanando las enfermedades. Sanó el cuerpo y sobre todo el alma. Porque mi alma está enferma. Lo noto cada vez que me dejo llevar por la tentación y hago daño o me daño a mí mismo. El dolor que siento en el alma es casi físico. Está todo tan unido en mi corazón. Jesús sigue pasando hoy a mi lado y sanando el corazón de los que están enfermos. Me da miedo que mi corazón se enferme con el paso de los años. Envejezca mal y se endurezca, se llene de rencores y amargura. Me asusta pensar que la enfermedad del alma puede irme consumiendo. Miro a la Virgen de Lourdes, como lo hizo esa niña que no entendía nada. Y quiero creer. Necesito sentir su mano sobre mi herida, sobre mi enfermedad. ¿De qué estoy enfermo? Miro mi corazón, miro mi cuerpo, mi mente. Quisiera tener salud para poder entregarme con paz y alegría. Me da miedo que la enfermedad que sufra me quite la alegría del alma. No quiero, cuando enferme, vivir buscando la compasión. Quiero alegrar la vida de los que me acompañen y cuiden. Quiero ser sanador estando herido. Quiero alegrar estando triste. Que nunca la enfermedad apague mi confianza. Siempre me conmueve el testimonio de los enfermos que viven su sufrimiento con mucha paz y confianza. Me conmueve esa actitud de los que viven santamente mientras sufren. Quisiera vivir así la enfermedad, la carencia, los dolores que ahora me atormentan. Quisiera tener el corazón inscrito en el corazón de Jesús para sentirme acompañado por Él. Porque es a Dios a quien busco, su compañía, más que su curación: «Aquí deben grabarse una hermosa frase de san Francisco de Sales. Dice la frase: no debemos buscar primeramente el consuelo de Dios sino al Dios del consuelo. Buscar a Dios es en principio algo diferente que buscar el consuelo de Dios»[2]. Busco al Dios del consuelo. Al Dios que hace tanto por mí y me acompaña con su corazón abierto y roto para derramar su agua sobre mi pecho enfermo. Sé que su consuelo tal vez no me libre de la enfermedad ni de la muerte, pero al menos me dará paz en el sufrimiento, y me permitirá unirme a su cruz al sentir el dolor en el alma. Quiero vivir la enfermedad de su mano cuando venga a mí. Y ser capaz de acompañar con paciencia, ternura y alegría a los enfermos que Dios ponga en mi camino. Quiero ser para ellos motivo de esperanza y de alegría. Que pueda darles con mis manos ese abrazo de Dios que calma el corazón.

La lepra era una enfermedad que hacía impuro al que la sufría: «El Señor dijo a Moisés y a Aarón: - Cuando alguno tenga una inflamación, una erupción o una mancha en la piel, y se le produzca una llaga como de lepra, será llevado ante el sacerdote Aarón, o ante uno de sus hijos sacerdotes. Se trata de un leproso: es impuro. El sacerdote lo declarará impuro de lepra en la cabeza. El enfermo de lepra andará con la ropa rasgada y la cabellera desgreñada, con la barba tapada y gritando: - ¡Impuro, impuro! Mientras le dure la afección, seguirá siendo impuro. Es impuro y vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento». La impureza hacía que la persona lo perdiera todo. Nadie podía acercarse a su presencia. Por eso tenía que vivir fuera de la ciudad. Aislado, abandonado. Iban con una campana señalando dónde se encontraban y gritando: ¡Impuro! Esa enfermedad maldita les privaba de todo lo que necesita el hombre para vivir. Una comunidad, pertenecer a una familia. En soledad, sin vínculos, sin protección no se puede vivir. Hoy muchas personas viven aisladas, solas. Los motivos pueden ser diversos. Hay muchas lepras que atacan al hombre y lo vuelven impuro. La condena social, el juicio de los hombres. El mayor miedo de hoy es el rechazo de los míos, el abandono de mi supuesta familia. Sin esos vínculos todo se desmorona en el corazón. Sin nadie en quien poder descansar. Sin un entorno seguro en el que estar y poder crecer como persona. La soledad es una enfermedad del tiempo de hoy. La soledad no deseada, no buscada. La soledad que llega sin haberlo pretendido. Familias divididas, matrimonios rotos. Las adicciones hacen que muchas personas pierdan a sus seres queridos y acaben aislados. El alcohol, las drogas, el juego, la pornografía. Adicciones que generan tensiones familiares y acaban provocando rupturas no deseadas. La soledad es la lepra del mundo de hoy. Estoy muy conectado y puedo estar totalmente solo al mismo tiempo. No tengo a nadie que me apoye, que me proteja en caso de llegar a necesitarlo. Nadie que me ame de forma incondicional. Me siento solo y esa soledad genera estrés y ansiedad. La soledad es la lacra de este mundo tan globalizado en el que aparentemente todos viven conectados por las redes sociales. La soledad buscada es algo bueno. Cuando dejo a un lado las redes sociales y las llamadas de los que me buscan para estar solo con Dios. Esa soledad es sana y a todos les hace bien. Una soledad deseada no es lo mismo que la soledad en la que muchos viven. Una soledad no pretendida ni deseada. Una soledad que acaba pasando factura. ¿Cómo vivo la soledad en mi vida? Aprender a estar solo conmigo mismo es toda una tarea. Invertir tiempo en mí, saber caminar solo por la vida. Confiar en todo lo que Dios puede hacer conmigo. En la soledad de mi corazón Dios me habla. Saber lidiar conmigo mismo en la soledad es todo un camino de maduración. Las personas que saben estar solas sin ningún problema son las más capacidades para entablar relaciones profundas. El drama que muchas personas viven es su incapacidad para lidiar con la soledad no deseada. Amores que se rompen, relaciones que acaban mal. Hay mucha gente que vive sola. Falta una comunicación profunda. Cuando no tengo a nadie a quien contarle mis preocupaciones y problemas me siento solo. Y esa soledad acaba dañando el corazón. Aprender a comunicarme bien y entablar relaciones estables y maduras no es tan sencillo. Los desengaños, las heridas, los abandonos, los fracasos. Todo hace que mi corazón se cierre. Construyo muros para evitar que me vuelvan a hacer daño. No quiero confiar en los que me prometen amor eterno. Dudo de sus intenciones. Y entonces el miedo a tener nuevos fracasos provoca que uno no quiera empezar nuevas aventuras. Y la soledad no deseada se convierte en cuna de otras dependencias. Las pantallas pasan a reemplazar a las personas reales. ¡Cuánta dependencia hay hoy de las redes sociales! Ante la imposibilidad de tener vínculos profundos y duraderos se buscan relaciones rápidas y fáciles en las redes. Las pantallas me protegen y al mismo tiempo me permiten crear vínculos temporales sin demasiado compromiso. Dejo de creer en las palabras. Pienso que no es posible el amor eterno. Cada vez que celebro unas bodas de oro me asombro. El amor para siempre es algo inmerecido. En realidad nadie merece ser amado siempre y de forma incondicional. El amor que dura y no se gasta es un don de Dios. Sólo Él sabe amarme de una forma que yo desconozco. Y me regala personas para mostrarme en esos lazos humanos dónde se encuentra la fuente del amor verdadero. Me gustaría rezar por todas esas personas que se encuentran solas. No se sienten amadas, ni necesitadas. Nadie las busca. Nadie requiere su ayuda. Sienten que no valen lo suficiente. Que siempre hay alguien más valioso e importante que les quita su lugar. Estas personas se sienten solas y mendigan amor o lo exigen. Demandan ser queridas, buscadas, valoradas. Quieren que les den cargos para sentirse útiles. Buscan de forma obsesiva que alguien responda a sus inquietudes y gritos de ayuda. La soledad es la enfermedad más común de este tiempo. Vidas rotas en las que parece imposible comenzar de nuevo. Los fracasos dejan el alma demasiado herida y sin fuerzas para comenzar otra vez. Hoy pido por tantas personas que se sienten abandonadas, ninguneadas, no queridas. Para que Dios les regale experiencias de amor humano que las sane.

Hoy Jesús sana a un leproso que se acerca hasta Él: «En aquel tiempo, se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: - Si quieres, puedes limpiarme. Compadecido, extendió la mano y lo tocó diciendo: - Quiero, queda limpio. La lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio». La impureza es contagiosa. Por eso el leproso, que era impuro, no podía acercarse al que estaba puro. Hoy el leproso vence esa norma y se aproxima. Se acerca a Jesús y deja que Él lo toque, exponiéndose así a contagiarlo. En realidad la pureza también es contagiosa. Los ambientes sanos me hacen mejor persona. Los ambientes en los que reina el vicio y el pecado me hacen más impuro. Mi forma de amar y de entregarme es contagiosa. Puedo contagiar alegría y esperanza. O puedo contagiar desánimo. Hoy la impureza se reduce al tema de la sexualidad genital. Todo lo que tenga que ver con el sexto o noveno mandamiento. Con los deseos de la carne. Y entonces la pureza queda muy reducida. Pienso que Dios me quiere puro y eso va más allá que esa visión tan reducida. La pureza en la mirada, en la intención, en mis juicios, en mis acciones. ¿Quién tiene un corazón puro? El que piensa bien, el que peca de ingenuo, de inocente. El que no malinterpreta lo que los demás hacen o dicen. Ser puro en las intenciones no es tan sencillo. Guardo sentimientos impuros en mi alma. Mi codicia, mi egoísmo, mi deseo de venganza, mi rencor. Son sentimientos oscuros que me llenan de impureza. Es la lepra del alma que va llenando el corazón de oscuridad. Es la lepra contagiosa que hoy existe. Miro a mi hermano y veo en él cosas que a lo mejor no existen. Malinterpreto todo lo que hace y lo condeno desde mi mirada impura. O mi codicia y ambición nublan mi corazón. No soy puro cuando paso por delante del débil humillándolo, cuando dejo que este mundo siga siendo igual de injusto sin hacer nada por remediarlo. Cuando no me importa la impunidad sobre todo cuando me permite seguir haciendo las cosas de manera injusta sin ningún tipo de consecuencias. La impureza en mis acciones es dañina. Consigo lo que quiero sin esfuerzo, mintiendo. Pago para conseguir favores. Engaño y no me remuerde la conciencia por haberlo hecho. Cuando mis negocios no son limpios, ni mis acciones, todo se vuelve turbio. La impureza es mucho más amplia que esa reducción que hacemos a lo sexual. Y es verdad que la sociedad en la que vivo está muy sexualizada. Y que parece que todo vale. No es así, no todo vale. Encontrar personas nobles, limpias, puras, de una pieza, que no se dejan sobornar ni comprar, no tienen precio, es algo extraordinario. Personas que miran siempre con pureza de corazón y no ven malas intenciones ocultas. Esa mirada ingenua, inocente y pura es un don de Dios. Me gustaría tener un corazón puro en el sentido más pleno de la palabra. Y lograr que la pureza reinara en el mundo que construyo. Hoy Jesús toca al impuro, al leproso y lo limpia. Yo tendría que saber muy bien lo que a mí me hace impuro. Tendría que ser consciente de mi debilidad, de mi pecado, de mi flaqueza. Saber lo que no permite que mi corazón esté lleno de luz. Normalmente las personas que viven en guerra con el mundo no son conscientes de lo que ellas hacen mal. Hay muchos corazones enfermos que no ven su lado débil, sólo son capaces de observar el mal en los otros. Ven sus celos, sus envidias. No ven lo que ellos provocan sin darse cuenta con sus actitudes. Es verdad que todos tenemos un lado ciego. Yo no sé bien lo que provoco en los demás hasta que alguien me lo dice. No sé lo que despierto en otros con actitudes mías que se han hecho un hábito. Creo que son los demás los que están mal y no yo. Los otros son impuros y yo no. Me gustaría ser más humilde y escuchar a los que me hacen ver lo que no hago bien, lo que no construyo, lo que no siembro. Me gustaría aceptar mi debilidad y darme cuenta de la ayuda que necesito para ver el mal que hay en mi corazón enfermo. Hoy hago mías las palabras que escucho: «Tú eres mi refugio, me rodeas de cantos de liberación. Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado; dichoso el hombre a quien el Señor no le apunta el delito y en cuyo espíritu no hay engaño. Había pecado, lo reconocí, no te encubrí mi delito; propuse: Confesaré al Señor mi culpa, y tú perdonaste mi culpa y mi pecado. Alegraos, justos, y gozad con el Señor; aclamadlo, los de corazón sincero». Dios me perdona en mi debilidad. Reconozco mi pecado, mi impureza y le digo a Dios lo que hoy dice el leproso: Si quieres puedes limpiarme. Si quieres puedes hacerme de nuevo. Puedes eliminar mis asperezas, mis egoísmos, mi ego enfermo. Quiero sentirme como el impuro, indigno, pobre, incapaz de merecer nada a los ojos de Dios. Esa actitud es la que despierta la misericordia de Jesús. Me mira conmovido al ver mi fragilidad y me toca. Sí, toca mi impureza para que se vuelva pura. No quiero parecer puro y limpio ante Dios. Él sabe que no es así. En mi interior hay una lucha continua entre el bien y el mal. Entre el deseo de servir y el de figurar. Entre el deseo de ser humilde y el ego que me impide pasar desapercibido. Busco saciar la sed de amor que sufro. Quiero que alguien me reconozca en mi santidad pensando que la santidad es pureza. Y es mucho más que eso. Jesús toca al leproso y lo limpia. Toca al pecador y lo sana. Me toca a mí quitándome mi capa de impureza, limpiándome en lo más hondo de mi corazón.

¿Cuál es la intención que mueve mis actos? Cuando sirvo, ¿sigo estando yo en el centro? Cuando ayudo, ¿busco que me reconozcan y valoren? Cuando amo, ¿espero que me amen en la misma medida? Hoy escucho: «Ya comáis, ya bebáis o hagáis lo que hagáis, hacedlo todo para gloria de Dios. No deis motivo de escándalo ni a judíos, ni a griegos, ni a la Iglesia de Dios; como yo, que procuro contentar en todo a todos, no buscando mi propia ventaja, sino la de la mayoría, para que se salven. Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo». Me gustaría hacer las cosas por amor a los demás, para que otros salgan ganando, para que el mundo se alegre al ver la vida que brota del corazón de Jesús. Hay mucho ego en mi propio corazón. No quiero que me dejen de lado y no me tomen en cuenta. Yo valgo, pienso, mientras lucho con todas mis fuerzas para que el mundo diga lo mismo, que valgo, que soy útil, que lo mío es lo mejor. En ese esfuerzo vano pierdo el alma y las ganas de entregarme. Que haga lo que haga sea para dar gloria a Dios. Esa frase resuena en mi corazón. Que todo sea para que Dios sea conocido y su amor llegue a más corazones. Tengo la sensación de estar buscando mi fama en lugar de buscar que Dios sea cada vez más conocido. Acabo hablando de mis opiniones y no de lo que Dios es y de lo que Dios busca en mi vida. Nunca me sentiré con autoridad para decir lo que los demás tienen que hacer. No me meto en otros bosques, bastante tengo con recorrer el mío, cada día, buscando la paz de Dios. Si no tengo paz, ¿qué me queda? Ansiedad y miedo. Tristeza y odio. Sí, porque odiar se hace viral. Es posible odiar al que no conozco, sólo por lo que otros me dicen que dijo. Y yo no soy capaz de hablar las cosas con calma. Critico al que no está presente. Y cuando tú no estés aquí, también lo haré contigo. Me falta la paz de los niños que descansan en las manos de Dios. ¿Cuántas cosas tengo que lograr para que mi vida sea una vida lograda? ¿Cuántos libros tengo que escribir? ¿Cuántos árboles he de plantar? Nada es tan sencillo como descansar escuchando la música de Dios. Saber que los planes que tengo no siempre serán posibles. Antes de nada reviso mi corazón y me pregunto por esos rencores acumulados que no me dejan vivir feliz. Y pienso en tantas envidias que hacen que se endurezca el alma. He aprendido muy poco después de tantas caídas. Parece mentira, con lo fácil que es a veces aprender de los propios errores. Llevo toda la vida recorriendo caminos oscuros. Y cuando encuentro luz ante mis ojos me apasiona ver que puedo seguir corriendo. Decía el P. Kentenich: «El deísmo es el problema más serio, la enfermedad más grave de nuestra época. El deísmo sostiene que en verdad Dios creó el mundo, pero que ya no se preocupa por él. De este modo se niegan los cálidos lazos personales entre Dios y el hombre»[3]. Quiero hacerlo todo por Dios porque Él va a mi lado y me sostiene. En su palma camino seguro de la victoria. Dios no se desentiende de todo lo que ha creado. Muy al contrario, quiere que sus hijos sean felices y hagan el bien. Por eso Jesús pasó curando a los enfermos y liberando a los endemoniados. Y su fama se extendió por todas partes, todos querían tocar su ropa, su cuerpo, escuchar su voz: «Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en lugares solitarios; y aun así acudían a él de todas partes». Sus palabras están llenas de vida y esperanza. No se desentiende de mi camino, lo recorre conmigo y me va mostrando la opción que me hará más pleno. Por eso integro a Dios en mi vida. Decido con Él lo que más me conviene. Le cuento lo que me sucede, le hablo de mis miedos, pongo en sus manos lo que me preocupa. Le pido milagros pero sobre todo le pido que no me suelte nunca de la mano. Sólo Él puede sostenerme. Sólo Él puede darme la paz que más necesito. Tengo miedo a esta vida llena de interrogantes que me ponen intranquilo. He caminado a ciegas muchos días buscando a Dios entre las sombras. Y sé que está, en medio de mi carne, en mi piel. no es ajeno a mi dolor. Llora con mis lágrimas. Ríe con mis sonrisas. Se alegra cuando tengo paz y sufre conmigo cuando me dejo angustiar con mis pecados. Me ama de forma personal y así quiere que yo lo ame a Él, con ternura. Con mi cuerpo y con mi alma. Así quiero vivir. Todo para gloria de Dios. No me busco a mí, sólo busco que su rostro sea más visible. La pureza consiste entonces en dejar que en mis obras y palabras se transparente su verdad. Así de sencillo.

 



[1] Rafael Tarradas Bultó, El valle de los arcángeles

[2] J. Kentenich, Lunes por la tarde,Tomo 2: Caminar con Dios a lo largo del día

[3] Kentenich Reader Tomo 2: Estudiar al Fundador de Peter Locher, Jonathan Niehaus

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