Homilía del padre Carlos Padilla - 10 de septiembre

Domingo 10 de septiembre de 2023 | Carlos Padilla

Domingo XXIII Tiempo Ordinario

Ezequiel 33,7-9; Romanos 13,8-10; Mateo 18,15-20

«Si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos»

10 septiembre 2023    P. Carlos Padilla Esteban

«Necesito estar muy anclado en Dios para ver los caminos que tengo que tomar y las decisiones que ayudan. Quisiera que Dios me regalara la libertad para decir lo que veo»

He descubierto que me da paz el perdón. No guardar rencor es más sano que guardarlo. Leía el otro día algo muy cierto: «Las personas que afirman: «Perdono, pero no olvido» demuestran, pues, una buena salud mental; han comprendido que el perdón no exige amnesia. Pero si al hablar así quieren expresar su decisión de no volver a confiar y estar siempre sobre aviso, ello probaría que no han llevado a término su proceso de perdón»[1]. Quiero perdonar, sin olvidar nada. No para sentir que tengo aún el poder de herir. No para agredir al que un día me hizo daño. El perdón libera. Del daño que me hicieron, del daño que me podrán hacer. Sólo pueden dañarme aquellos a los que les doy el poder de hacerlo. Y suele ocurrir que el que me hace daño es aquel al que más amo. El amor me vuelve vulnerable ante la persona amada. Al amar me siento indefenso. He entregado todo y he puesto en las manos de otro mi vida entera. Pueden herirme si lo desean. Siempre puede haber alguien que con mala voluntad o con aparentes buenos deseos hiera mi piel sensible, la del alma, la que más duele. Cuando no perdono camino orgulloso pensando que no merezco las ofensas que recibo. Que no hay derecho a que el mundo sea tan injusto conmigo. El rencor me daña muy dentro. Perdonar no implica olvidar, más bien supone cambiar la mirada, volver a empezar, confiar una y otra vez, aun estando herido. Cuando perdono entro en otra dimensión, es un mundo nuevo que no se rige por la ley de la venganza: «El perdón no es el olvido del pasado, sino la posibilidad de un futuro distinto del impuesto por el pasado o por la memoria. Por tanto, para emprender la vía del perdón es importante soñar con un mundo mejor donde reinen la justicia y la compasión. «¡Utópico!», me dirán. Nada de eso. ¿No empieza cualquier creación de un mundo nuevo por las fantasías más extravagantes?»[2]. Parece algo utópico e imposible en apariencia. Cuando hago un daño a una persona me siento mal. He herido, queriendo hacerlo o sin quererlo. Me duele su dolor y deseo ser perdonado, porque ese perdón me sanaría. Pero no es tan fácil que me perdonen. Temo el desprecio, el odio, incluso el deseo de venganza. Y cuando me hieren y hacen daño a mí también, en ese momento soy yo quien deseo vengarme. Por eso el perdón me introduce en una dinámica nueva que me desconcierta. Me sigue dando miedo que todo vuelva a suceder, que me vuelvan a herir. Si perdono tan fácilmente, ¿no permitiré que los demás se sientan capaces de seguir haciéndome daño? Apareceré como ese hombre frágil que ha perdonado por debilidad. Si me vengara me mostraría fuerte, seguro y ahuyentaría de la mente del que me ha herido la posibilidad de volverme a hacer daño. La debilidad reconocida no me convence. Prefiero mostrarme fuerte, duro, inmisericorde. De esa forma haré que mi enemigo se inhiba, se aleje. Perdono pero no olvido, le grito al mundo. Pero ¿y si el que me ha hecho daño es aquel al que amo y me ama? ¿Cómo podré vivir a su lado sin llegar a perdonarlo nunca? Es imposible vivir así con paz. Si siempre sacaré a relucir el daño causado, la infidelidad infringida, el dolor de la ofensa, no podré amar y no me sentiré amado. ¿El perdón lo soluciona todo? En realidad es así, pero no es tan sencillo. Perdonar no implica cubrir con una manta el dolor para que no duela, para que no se vea. No se trata de tapar el daño causado como si no hubiera existido. Ni de dormir el dolor con un analgésico. Es algo más grande, más fuera de mi capacidad. Es un don que pido para que Dios obre en mí un milagro que me parece imposible. Perdonar de verdad es el resultado de un largo proceso, es sanador. Desaparecen la rabia contenida y el rencor. Dejo de sentir tan fuerte un dolor muy dentro. Sé que el hecho de que ese dolor se mitigue no es fruto de un deseo ni es un acto de mi voluntad. No basta con ese deseo. Tiene que suceder algo en mi interior que va más allá de lo lógico, algo extraordinario. Es la irrupción de la gracia de Dios que me hace sentir que puedo perdonar al que me ha hecho daño y puedo dejarlo ir indemne. Puedo dejar que siga su vida sin lanzarle mi rabia, sin barruntar mi venganza. No podré volver nunca al momento previo a la ofensa, a ese daño. No podré retroceder tanto en el tiempo. Pero sí podrá Dios lograr en mí que el dolor que siento sea menor, más leve. Y entonces surgirá el deseo de crear un mundo nuevo, mejor, levantado sobre los cimientos de un perdón que sana todas mis heridas.

No desanimarme ante los contratiempos debería ser un hábito adquirido. Algo así como un principio que nunca dejara de cumplir. El consejo que me gusta es el que daba el tenista Rafael Nadal a los alumnos de su academia: «No os frustréis cuando llevéis un tiempo intentando y las cosas no funcionan. Seguid dándoos oportunidades. Cuando uno se da oportunidades va a encontrar el camino para conseguir los objetivos». No quiero desanimarme cuando las cosas no resultan como esperaba. No deseo dejar de luchar en medio de mi vida cuando todo me resulte mal. La vida es corta y quiero aprovecharla. No tiro la toalla en la lucha. Quizás no logre todo lo que deseo, no importa. Puede que no tenga los éxitos soñados. No me desanimaré. No será por no haber luchado, no me iré de este mundo sin haberlo intentado una y otra vez. Luchar es lo que sólo depende de mí. Dejar de luchar también está en mi mano. Dejo de luchar cuando me dejo llevar por esos pensamientos negativos que se adueñan de mi alma. No vas a poder, escucho dentro del alma. No podrás porque nadie antes lo ha logrado. Desiste ahora que estás a tiempo. Y dejo de darme nuevas oportunidades. No siempre que lo intente lo voy a conseguir, lo tengo claro. Pero al menos estaré contento con mi esfuerzo, con mi sacrificio. Hoy es muy tentador seguir el atajo fácil, el camino corto, ahorrar fuerzas, lograr la meta sin mucho esfuerzo. Me tienta ese dinero que puedo ganar sin demasiada lucha, sin sacrificio. El dinero fácil, el éxito cómodo. Me gusta cuando me dan las cosas hechas. Cuando otros hacen el esfuerzo por mí y yo me siento liberado. Como si no importara lo que yo pueda ofrecer. No quiero desanimarme cuando la batalla es desigual y las fuerzas flaquean. No quiero hundirme cuando nada salga tan bien como yo había esperado. La vida es muy larga y siempre se presentarán nuevos desafíos. Haber perdido muchas veces no significa que siempre vaya a perder. Igual que ganar algunas batallas no me asegura la victoria final. Lo importante es la actitud interior. El coraje que pongo en mi lucha. La entrega generosa y el sacrificio. Sin renuncia no hay ganancia. Sin dar la vida no hay frutos. Cuando intento no jugármela y no amar, viviré de forma superficial, tal vez sufriré mucho menos. Me gusta esta reflexión: «La amistad, el amor, la familia... requieren esfuerzo; también los negocios. Es la soledad la que nos pide poco. El que es querido suele ser el que se ha esforzado en serlo»[3]. La soledad sin vínculos, sin raíces, no me exige tanto. Me permite vivir cómodamente y sin exigencias. Nadie espera nada de mí. Nadie me busca, ni me requiere. Pero el amor siempre exige más. Me pide que vuelva a intentarlo, que no me desanime nunca, que invierta mi tiempo, mis fuerzas y mi amor. Sin entrega no hay vida. No quiero desanimarme cuando las cosas vayan mal. No miro la tormenta y me lleno de dudas. Confío, vuelvo a intentarlo, vuelvo a fallar, me levanto y lucho. Esa confianza en la victoria final es la que me sostiene. Me gustan las personas que nunca se dan por vencidas. Saben lo que quieren, se ponen en marcha y no se dejan llevar nunca por el desaliento. Esas personas tienen luz en la mirada. No dejan de soñar con las alturas y contagian optimismo. ¿De dónde les viene la esperanza? La poca tolerancia a la frustración me hunde. No logro salir del fango en el que me encuentro. La oscuridad no me deja ver la luz que brilla ante mí. Detrás de cada puesta de sol hay un amanecer escondido. Detrás de cada silencio apagado brota un grito de esperanza. No me turbo, no desisto, no me alejo de la meta marcada. Me gusta pensar que puedo llegar más lejos. Las fuerzas no son muchas pero sí la fe en mí mismo. Creo en las posibilidades que se me presentan, en las oportunidades que me doy. No importa si los obstáculos son muchos o parecen insalvables. Me pongo manos a la obra. No me desespero. No me entristezco. Vuelvo a empezar. Me gustan esas personas optimistas que ven la luz en medio de las noches. Y saben reír en medio del llanto. Sonríen incluso cuando han sido derrotados. Esa fe en un Dios todopoderoso es la que me salva en medio de las turbulencias. La fe en que Dios no se va a bajar nunca de mi vida. Me sostiene cuando yo creo que voy en caída libre. Decía Rafael Nadal: «La salud mental hay que entrenarla más allá de las enfermedades. Si a la mínima cuando no nos salen las cosas estamos entrenando la frustración. Si nos frustramos a las primeras de cambio no estamos educando». Quiero educarme para ser una persona recia. Quiero tener un carácter firme que no pierde la ilusión nunca y no se desespere. Quiero ser capaz de educarme en las renuncias. Porque la vida a la larga me enseña que es el camino normal. Pierdo muchas veces más que gano. No importa cuántas veces. No se trata de morir de éxito, sino de morir amando, dando la vida, entregando mi tiempo y mi ilusión por la vida. Sé que las cosas pequeñas son las que cuentan. Donde se decide mi madurez, la altura de mi alma. Cuando miro a mi hermano con misericordia y acepto que no todo esté en orden a mi alrededor. Convivir con la fama y la difamación forma parte del camino. No todo es totalmente blanco y tampoco todo es negro. Las cosas tienen matices y ser capaz de verlo es propio de los que tienen la mirada puesta en Dios.

No pienso nunca que yo me vaya a morir. No lo pienso cuando hago planes para el próximo tiempo, la próxima semana, o los próximos años. No me hago a la idea de lo irremediable que es la muerte. Me llegará, pero yo creo que aún no, que no es mi hora, ni el momento. Sé que tengo muchas cosas que hacer, muchos sueños que realizar. Por eso me sorprende cuando se acerca la muerte a mi vida, a los míos, a mi entorno. Como leía el otro día: «Evidentemente, sabía que ese día llegaría. Todo el mundo lo sabía. Pero era una certeza vaga, abstracta, con la que Hannah, por absurdo que pareciera, no tenía nada que ver; al menos, de momento. Al fin y al cabo, aún no había cumplido los treinta, ¡y Simón solo tenía cinco años más! Morir… Sí, algún día, en algún punto del horizonte más lejano. Morir… Hasta entonces, solo afectaba a los demás»[4]. La muerte, la pérdida, la desgracia, la enfermedad son realidades que no me gustan y son cosas que sólo les suceden a los demás. En un intento por alejar de mí lo malo busco antecedentes genéticos en el que está enfermo, para pensar que a mí no me afectará. Pienso que quizás él descuidó su salud y no valoró su vida tanto. O se lo buscó e hizo lo que no era prudente. Así vivo en paz en mi presente sin dolores. Nada malo me va a suceder. Aun cuando vea que otros sufren desgracias a mi alrededor, pienso que a mí no me afectará. La muerte no puede ser para mí, no me puede llegar tan pronto. En medio de estas reflexiones en presente me impresionan las palabras de S. Ignacio de Antioquía: «Se acerca ya el momento de mi nacimiento a la vida nueva. Por favor, hermanos, no me privéis de esta vida. No queráis que no muera; si lo que yo anhelo es pertenecer a Dios». Desear la muerte más allá de esta vida terrena es de locos. Sólo los que creen en el cielo pueden llegar a hacerlo. Aun así yo me agobio al pensar en un más allá incierto. Creo en el cielo, es mi esperanza, estoy hecho para Dios, eso es una certeza. Sólo en Él podré descansar toda la eternidad. Lo tengo claro. Creo en ese Dios que me ha creado a su imagen y semejanza para vivir junto a Él en plenitud. No dudo, no tengo miedo, todo va a salir bien al final del camino. Pero yo quisiera vivir el presente con paz, con calma, sin prisas. El cielo puede esperar, el presente no, si no lo vivo bien, lo pierdo. Pensar en el cielo que viene me da esperanza y fuerzas para vivir el hoy. No me desespero cuando las cosas que vivo no son las que esperaba. Y si amenaza la muerte no quiero angustiarme y llenarme de tristeza. Aprovecharé cada día como si fuera el último. Cada paso cuenta en mitad de mi destino. Libero el peso de mis miedos. Camino con más libertad en mi alma. Quiero vivir con raíces y al mismo tiempo con alas. Mirando y amando la vida en esta tierra donde puedo hacer tanto, disfrutar tanto, alegrarme tanto. Y al mismo tiempo deseando esa vida eterna donde se colmen todos mis anhelos de infinito. Donde el amor sea completo y la paz un estado permanente. Creo en ese cielo que tiene que ver con mi vida ahora. Allí ya no dejaré de amar a los que amo. No me olvidaré de los que han dado su vida por mí. Perdonaré en el cielo lo que en la tierra no pude perdonar. Abrazaré a los que he abrazado con mis brazos torpes. Ya no heriré a nadie, no podré hacerlo. Sólo podré ayudar, consolar, sostener, cuidar. Ya no sentiré en mí la división que ahora siento. Tomaré bien esa elección que en la tierra me resultaba tan difícil. Elegir entre dos bienes no es fácil. A menudo opto por el mal que me parece más satisfactorio. Luego no es así y la insatisfacción se adueña del alma. En el cielo ya no tendré elecciones difíciles ante mis ojos. Porque no estaré roto y no romperé nada con mis manos torpes. Amaré sin miedo a ser herido, ya no podrán herirme, y yo tampoco lo haré. Uniré, no crearé divisiones. Y sabré mejor lo que me conviene. En la tierra me cuesta, no sé qué camino es el mejor para mi vida y a menudo no sé cuál es la misión que Dios me encomienda. Asumiré que no todo estará acabado. Y espero poder ayudar con mi vida eterna desde ese cielo que me han prometido. La tierra y el cielo están mucho más unidos de lo que a veces me parece. Ese cielo soñado me da paz hoy, al pensarlo. Y al mismo tiempo me siento libre. Si eso es lo que me espera, bienvenido sea. Y mientras tanto no quiero sufrir tanto. Las cosas no saldrán como quiero, nada sale perfecto. Menos mal, si no fuera así, ¿qué esperanza tendría en el cielo? La tierra no me da la plenitud para la que estoy hecho. Pero me gusta la vida y el amor torpe que se deshace entre los brazos. La plenitud de instantes en los que el cielo roza la tierra. Esa paz que parece infinita cuando vivo momentos de calma sagrados. Amo esta tierra llena de imperfecciones y de pecado. De soledades que hieren. De heridas que no acaban de sanar nunca. Me gusta el tiempo que se me escapa entre los dedos. Lo acaricio, lo sostengo. Amo esta vida que es caduca pero está llena de semillas de eternidad. Son brotes verdes que me evocan un paraíso eterno ante mis ojos. Definitivamente no temo la muerte, y aun así me aferro al presente como un niño jugando con su vida. No quiero que pasen los días, porque están llenos de belleza y esperanza. Me río de mí mismo cuando me agobio al pensar en todo lo que tengo por delante. Nada es tan importante como parece, nada tan definitivo. Sonrío. El amor es más fuerte.

Estoy llamado a dar esperanza, a sembrar luz con mis palabras y mis obras. No siempre lo hago. Callo, me escondo, huyo. Es más fácil huir y evitar problemas. Más fácil rehuir los conflictos y las dificultades de esta vida. Tengo la vocación de la que hoy habla el profeta: «A ti, hijo de Adán, te he puesto de atalaya en la casa de Israel; cuando escuches palabra de mi boca, les darás la alarma de mi parte». La atalaya es una torre construida en un lugar elevado para divisar desde lejos si acechan los enemigos y así poder dar la alarma a los que se encuentran en la casa. Es la manera que tienen los pueblos de defenderse. El que está en la atalaya tiene más riesgo. Puede perder la vida porque intentarán que no avise a los que están dentro de la muralla. Esa imagen es bonita. El que está en lo alto y desde lejos puede ver más. Hace falta tener buena vista, estar muy atento. Al mismo tiempo estoy más expuesto y corro más peligro. Estar en la atalaya es una vocación de riesgo. En ese lugar corro el peligro de perder la vida. Ser atalaya en tiempos de guerra, de lucha, es complicado. Serlo hoy me lleva a decir lo que está bien, lo que es bueno para el hombre y denunciar lo que mata su alma y la envenena. Al mismo tiempo estoy llamado a dar esperanza y sembrar paz con mi vida. Señalo con mi fragilidad dónde Dios se manifiesta para que muchos lo vean. Veo a Dios de lejos y lo muestro a los que no logran verlo. Quisiera tener esa capacidad para ver los peligros y esa mirada pura para descubrir a Dios. Quisiera ser capaz de ver lo que no está bien y lo que puede estar mejor. Me siento débil en esa misión que Dios me confía. Me ha subido a la atalaya sin que se lo pidiera. Por un lado me gusta esa imagen de la atalaya, por otro me inquieta. Me da paz saber que hay alguien que me avisa de los peligros que vienen. Por otro lado tiemblo al pensar que yo estoy llamado a hacer eso. No me siento capaz ni con fuerzas. Ser atalaya es una misión demasiado riesgosa y pesada. Quizás mi corazón se ha endurecido. Por eso quiero volver a escuchar la voz de Dios y lograr que muchos la escuchen: «Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: - No endurezcáis vuestro corazón». La palabra de Dios es clara y directa. Dios quiere que no se endurezca mi corazón, ni el corazón de nadie. Quiere que esté abierto a la luz, a la misericordia para poder entregársela a muchos. Quiere que mi corazón sea de carne. A veces se me olvida que Dios me quiere mucho y me busca siempre: «No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masa en el desierto; cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras». El pueblo de Israel desconfió de Dios en medio del desierto. Cuando sufrían hambre y sed dudaron. Cuando el calor era insoportable y el frío helaba en las noches. En ese momento de duda recordaron la carne y la verdura que tenían en abundancia en Egipto, cuando eran esclavos. Dejaron de mirar con buenos ojos la libertad que Dios les había regalado para vivir en el desierto. Sentían que su Dios los había conducido al desierto para morir y así ser la burla de todos los otros pueblos. Ahora en el desierto, lejos de la tierra que les había prometido, sufrían en presente y recordaban con nostalgia el pasado. Ese tiempo feliz en el que podían saciar sus necesidades fundamentales sin mucha exigencia. Es así, cuando me falta lo esencial dejo de aspirar a las cosas más grandes, dejo de soñar y el corazón se endurece. Me fijo en la comida que escasea, en los bienes que me faltan. Siento más el frío y el calor. Echo de menos la vida que tenía cuando era un esclavo. Creo que todo sería mejor si volviera ese tiempo de entonces, cuando todo era bueno y la vida merecía la pena. En esos momentos de esclavitud cuando me lo daban todo hecho, aunque no era libre. Era esclavo pero tenía seguridad, pan en abundancia y agua. El desierto es el camino de la libertad, pero está lleno de peligros. Se endurece su corazón con las exigencias y el pueblo no es capaz de ver las cosas buenas del momento presente. Así me pasa a mí en los momentos de tormenta y dolor. Siento que el pasado parece mejor. Aunque realmente no es así, pero la necesidad que sufro lo distorsiona todo. Me gusta mucho ese deseo de Dios. Quiere que escuche hoy su voz y no endurezca el corazón. Cuando me olvido del amor de Dios en mi vida y dejo de mirar sus ojos, se endurece el corazón. Eso me pasa cuando me dejo llevar por las prisas de esta vida buscando sucedáneos de felicidad, caminos más fáciles en los que logre encontrar la satisfacción de los sentidos. Dejo de mirar más lejos. Me bajo de la atalaya y miro al suelo. Busco la seguridad del momento. Deseo tener un pan que me quite el hambre. Un agua que sacie mi sed. Ya no veo lo bueno que puede llegar a suceder. No estoy atento porque preocupado por solucionar los problemas del momento. Lo que me inquieta ahora. Dejo de mirar a ver si se avecina algún peligro. Tampoco espero nada bueno del futuro. Sufro pensando en todo lo que necesito lograr en este momento. Y me vuelvo miope, tengo vista corta, no veo más allá de mis deseos y anhelos, de mis egoísmos y pretensiones, de todo lo que ahora siento que es fundamental para ser feliz. Cuando pienso sólo en mí, ya no me preocupo de nadie más. Se endurece el corazón y no me deseo cuidar que la ciudad amurallada esté protegida. Dejo de pensar en los males que les puedan acaecer a otros. Sólo importo yo y mi necesidad de ahora. Lo que ahora siento y sufro. Ser atalaya pasa por descentrarme, por no pensar en la libertad llena de peligros y exigencias. Dejo de sentir el hambre propia para ver el dolor de los que me rodean. Aprendo a fijarme más en los demás y sus necesidades. A partir de ese momento aumenta mi preocupación por el que sufre, por el que no tiene. Me gusta esa imagen de la atalaya porque despierta en mí anhelos y sueños. Quiero subirme a ella para poder ver mejor los peligros que amenazan mi paz, la de todos. Y también deseo señalar lo bueno hacia lo que caminamos, el cielo que nos alienta y da esperanza.

Hoy Jesús me invita a ser responsable de mi hermano. Quiero que crezca, que mejore, que avance. ¡Cuánto me cuesta decirles las cosas a los demás! Pienso algo de ellos, veo lo que hacen mal y lo que pueden hacer mejor, pero no soy capaz de decírselo. Me lo guardo o se lo digo a otros. Así surgen las críticas y los juicios. Hablo a la espalda de mi hermano pero a él no lo confronto con su verdad, con lo que pienso y siento de él. Es una actitud falsa. Parece que soy un hermano ejemplar que valora todo lo que hacen los otros. Pero luego guardo en mi corazón la envidia, el rencor, el cansancio y me comparo con todos. Veo con claridad los puntos débiles en los que mi hermano podría ser mejor. Sé la forma como podría hacerlo de otra manera para crecer. Y no soy capaz de encararlo y decirle a la cara lo que veo con claridad. Me cuesta mucho decir las cosas de frente, no por la espalda. Temo la reacción, el enfado. Me da miedo que se aleje de mí. Decir lo que siento y pienso tiene muchos riesgos. Hoy escucho: «Si yo digo al malvado: - ¡Malvado, eres reo de muerte!, y tú no hablas, poniendo en guardia al malvado para que cambie de conducta, el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre; pero si tú pones en guardia al malvado para que cambie de conducta, si no cambia de conducta, él morirá por su culpa, pero tú has salvado la vida». Quisiera ser capaz de decir las cosas que veo mal para poder ayudar a mi hermano a cambiar y a crecer. Hoy me dice Jesús: «Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano. Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo». Ser capaz de ayudar al otro a crecer es toda una experiencia. Me ayuda a ser sincero, honesto y verdadero con todos. A decir lo que pienso y siento, sin fingir. En ocasiones hablo a los otros de lo que hace mal mi hermano, pero a él no se lo digo. Luego se perderá y yo seré responsable por su vida. Jesús es muy claro. Ser atalaya también supone sinceridad y verdad. Y todo ello con amor como escucho hoy: «A nadie le debáis nada, más que amor; porque el que ama a su prójimo tiene cumplido el resto de la ley. De hecho, el «no cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no envidiarás» y los demás mandamientos que haya, se resumen en esta frase: - Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Uno que ama a su prójimo no le hace daño; por eso amar es cumplir la ley entera». Cuando digo lo que pienso lo hago por amor y con amor. Amo a aquel que Dios ha puesto en mi camino y por amor le digo lo que pienso, lo que siento, por su bien. Soy veraz. Le pido a Dios la fuerza para no guardarme lo que pienso por temor. Cuando miro a mi alrededor veo el mal que muchos hacen. Me asusta el mal, me incomoda. No siempre todo lo que los otros hacen mal me duele. Pero muchos actos malos sí me dañan el alma. Sé que sólo haciendo el bien combato el mal y lo enfrento. No podré acabar con el odio del mundo con mis fuerzas. Pero sí podré sembrar mucho amor a mi paso. La verdad es que no puedo evitar que los demás hagan lo que a mí no me gusta o elijan lo que yo no elegiría. Simplemente toman otros caminos. Puede que lo que elijan no sea malo, simplemente no es lo que me gusta. Hay muchas opiniones que puedo callar. Son puntos de vista diferentes. No siempre tienen que hacer los demás lo que a mí me interesa. Por otro lado veo que lo que eligen caminos que los destrozan. Ahí sí puedo acercarme y ayudarles a ver lo que pueden cambiar. A veces el falso respeto o el pudor me impiden hacerlo. Me da vergüenza o temo la reacción de la persona. Además siento que no todo es criticable. Hay opciones diferentes a las mías que pueden ser válidas. No tengo que empeñarme en que los demás lo hagan todo como yo pienso. Si veo a alguien a punto de tirarse por un barranco me pondré delante para impedírselo. Haré lo posible por evitar su fin. No siempre es fácil ser atalaya. Me falta el valor para hacerlo, la fuerza y el coraje para enfrentarle con la verdad. Mi opinión no es absoluta, me digo. No todo son verdades absolutas. Hay elecciones de los demás que son posibles y yo no puedo cambiarlas. Han elegido, han seguido un camino. Quiero aprender a respetar su libertad, sus decisiones. Cuando sienta que se está jugando su vida y que lo que eligen es radicalmente malo y los va a conducir a la destrucción, Jesús me pide que haga algo. Para eso soy atalaya. No para dar la razón a todos. No para decir que todo está bien, que todo vale. No para quedar bien con cada uno. Tendré que armarme de valor y decir lo que yo pienso. Lo que creo que les hará madurar y acercarse más a Dios. Tengo claro lo que los aleja de Él y del bien. Aprender a madurar supone crecer en esa liberta interior mía para decir la verdad, para denunciar y anunciar. Para proclamar los caminos que dan vida y señalar esos caminos que la quitan. Hoy parece que todo vale, que todo es bueno. Pero no es así. Hay cosas que son malas y matan. Decisiones que enferman y hacen mal al hombre. No todo lo que hago está bien. No todo es perfecto ni me ayuda en mi forma de amar y entregarme a los demás. Necesito estar muy anclado en Dios para tener claro los caminos que tengo que tomar y las decisiones que ayudan al alma, a la comunidad, a la Iglesia. Elegir caminos torcidos mata. Tomar opciones que me alejan de Dios me empobrecen. Quisiera que Dios me regalara el valor y la libertad para decir lo que veo.

Hoy Jesús también me dice que Él está en medio de mi vida cuando me reúno con otros en oración: «Os aseguro, además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos». No estoy solo. No camino solo. Donde dos o tres se reúnen en oración, allí está Jesús en medio. Esa imagen me ayuda a entender mi vida. La Iglesia es la presencia de Dios en medio de los hombres. Cuando me reúno con mis hermanos en oración allí se hace presente Dios. Llego con el alma llena de ansiedades y de ruido. Me detengo, me arrodillo, levanto mi voz al cielo, alzo mi corazón que llega arrepentido, suplico el perdón, pido por la necesidad que me angustia, agradezco por los dones recibidos. No estoy solo cuando rezo y suplico, cuando alabo y agradezco. Siempre voy con otros, vivo en comunión. La Iglesia no es un edificio hecho con piedras muertas, sino vivas. Soy yo ese santuario vivo en el que habita Dios en toda su grandeza, en su misericordia. En mí, junto a aquellos que me acompañan, que van a mi lado, está Dios presente. Yo soy la presencia visible del amor de Dios. Estoy llamado a ser el templo vivo que porta el Espíritu Santo en su corazón. Soy ese templo cada vez que me tomo en serio mi vida y la pongo en manos de Dios. Abro mi corazón y no se endurece. Quiero vivir lo que hoy escucho: «Venid, aclamemos al Señor, demos vítores a la Roca que nos salva; entremos a su presencia dándole gracias, aclamándolo con cantos. Entrad, postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro. Porque él es nuestro Dios, y nosotros su pueblo, el rebaño que él guía». Es la experiencia del hombre que busca a Dios en su vida agradecido. Es común en el hombre el desvalimiento y la necesidad de encontrar un hogar. Me siento desvalido cada vez que veo los desafíos que se abren ante mí y toco con dolor mi propia debilidad que no me deja luchar contra gigantes. Veo que es más poderoso el mal a mi alrededor que el bien sueño y no soy capaz de hacer siquiera ese bien que puedo  hacer con mis manos torpes. Me siento como San Juan Diego cuando la Virgen le pidió construirle una casita sagrada y él se sintió el más pequeño de sus hijos. No se veía capaz de convencer al obispo. No podía, no tenía fuerzas, no sabía cómo hacerlo. En su desvalimiento sintió que sólo podía decir que sí. Sabía que la vida era para entregarse. Cuando vino la necesidad de su tío enfermo trató de tomar otro camino. A veces las necesidades que son urgentes me alejan del camino. María se apareció en su huida. Así hace conmigo tantas veces. No deja que me escape. Se aparece cuando trato de buscar otras rutas. Quiere que en mi debilidad busque su cuidado maternal.

 



[1]Jean mongourquette, Cómo perdonar

[2]Jean mongourquette, Cómo perdonar

[3] Rafael Tarradas Bultó, El valle de los arcángeles

[4] Charlotte Lucas, Tu año perfecto

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