Homilía del padre Carlos Padilla - 10 de marzo

Domingo 10 de marzo de 2024 | Carlos Padilla

IV Domingo Cuaresma - Laetare

 

2 Crónicas 36, 14-16. 19-23; Efesios 2, 4-10; Juan 3, 14-21

«Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre. Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: - El celo de tu casa me devora»

10 marzo 2024    P. Carlos Padilla Esteban

«Necesito mansedumbre para no despertar odio en quien me mira. Necesito pacificar para que la guerra no se haga fuerte en mi corazón. Que cuando me miren reciban de mí paz y perdón»

No es sencillo excavar hondo. No es tan fácil romper piedras, penetrar la dureza de la tierra. ¿Encontraré cosas que no quiero ver? Todo es posible. Tuberías que se rompen y no lo esperaba. O conflictos interiores que desconocía. Hay heridas pasadas que pensaba sanadas, aún duelen. La excavadora saca todo a la luz. Sé que para madurar en la vida hay que crecer hacia dentro. Si siempre me quedo en la superficie de las cosas que me suceden nunca maduraré. Si siempre vivo volcado en lo que el mundo me ofrece no descubriré la belleza original de mi alma. Es verdad que al desnudar mi alma puede que no se vea tan bonita. Como cuando hago limpieza en mi casa. Hasta que no vuelvo a ordenarlo todo no recupera una imagen presentable. Me cuesta mostrar mi interior al mundo. Y eso que existe hoy una tendencia compulsiva a publicar todo lo que me pasa. Para que el mundo sepa, para que otros se enteren. Y no es tan malo siempre y cuando no se convierta en una obsesión. Parece que si no hay foto, no sucedió. Si no hay un recuerdo que pueda ver parece que el recuerdo real de lo que ocurrió se difumina, desaparece, se desvanece. Por eso las relaciones que perduran en el tiempo son las que han tenido profundidad, donde ha habido intimidad. Esos encuentros en los que se han compartido cosas importantes, no sólo comida, no sólo el tiempo. Vivo con alguien y no sé lo que de verdad le preocupa o inquieta. No alcanzo a ver su vulnerabilidad porque no me la expone, no quiere que yo la conozca. Tal vez para que no la juzgue o juzgue a los suyos y lo que les pasa. Excavar en mis vínculos me lleva a mirar su corazón en su dolor y en su alegría más auténtica. Porque también hay alegrías que no comparto con cualquiera. No las saco de la hondura de mi tierra. Las dejo ahí y no permito que nadie las mire. Porque son mías y a veces me avergüenzo. De lo que hice, de lo que alguno de los míos hizo. O puede que no sepa ponerle nombre a lo que me pasa. No sé si es posible hablar de lo que yo mismo desconozco. Esa realidad de los sueños más hondos. Ante la pregunta: ¿Qué tal estás? No sé bien que responder. ¿Qué te contesto? ¿Que todo está bien, para que te quedes tranquilo? ¿O te abro mi corazón y me meto en un problema? Porque no sabré ponerle nombre a mis sentimientos y oscuridades. Porque no tendrán nombre las piedras que me molestan para vivir. Porque quizás tú me mirarás desde tu autosuficiencia y veré que me juzgas y me condenas. Callo, guardo, escondo, dejo que haya una capa de piedras que esconden mi verdadera vida. El agua que fluye bajo la tierra no dejo que la veas. Para que no la invadas, para que no me presiones, para que no me condenes. Por eso no es tan sencillo excavar y romper seguros. Sobre un campo de piedras rotas que parece desolado se levantan los cimientos de mi vida. Yo no sé qué hacer con tanto polvo, con tantas incertidumbres, con tantos miedos expuestos. ¿Cómo voy a poder enfrentarme a la vida así de roto? Quiero permitir que Dios construya mis cimientos. Trabaje cada piedra con amor. Y coloque los cimientos firmes bajo la tierra. Nunca se verán esos cimientos pero sabré que bajo la tierra habrá algo sólido. Habré limpiado las impurezas. Habré colocado pilares sólidos y cimientos firmes que nadie ve. Parece que lo que no se ve no existe. ¿Puede ser que precisamente lo que se ve en apariencia sea lo que en realidad no exista? Las apariencias engañas y por experiencia sé que no es oro todo lo que reluce. Por fuera parezco santo, por dentro veo rocas rotas, y cimientos frágiles y deseos humanos de llegar al cielo. Todo tan humano, tan del mundo. Y un rayo de sol que pugna por abrirse paso entre la tierra dura, casi roca. O el agua pretende permear una tierra realmente impermeable. Quiero conocerme para poder conocer. Poseerme para poderme entregar. Amarme para poder amar. Si no logro excavar de esa manera viviré en un erial, en un desierto y ni siquiera una planta de desierto podrá abrirse paso en mi tierra endurecida. Abriré canales para que entre Dios y dejaré que mires mi alma sin recelo. Porque creo en ti y tu mirada me viste, me protege, me fortalece. Es como si tu forma de mirarme me hiciera más consciente de mi belleza. Esa belleza que sólo tú puedes ver en medio de tantos cimientos rotos, de tanto hueco abierto en la tierra. No son vistosos los cimientos. No son bonitos en apariencia. Pero sin ellos mi vida no tendrá hondura y no valdrá la pena.

La alegría es un don que le pido a Dios cada mañana. No depende tanto de cómo me vayan las cosas. Es cierto, cuando me resultan los planes parece que soy más feliz que cuando fracaso en ellos. Aun así no por tener éxitos soy siempre feliz y no por hundirme en el barro soy infeliz. La felicidad no está directamente relacionada con la conquista de todas las metas que me propongo. Conozco a muchas personas infelices en el apogeo de sus vidas. Parece que lo tienen todo, que han logrado las cimas más altas en su trabajo y han sentido la aprobación del mundo que querían conquistar. Y no son felices, no tienen paz. Luego uno conoce a personas que han sufrido y sufren pérdidas, o no tienen los bienes necesarios para salir adelante y son felices. Parece que hay algo intangible que tiñe el alma de felicidad o infelicidad. Algo así como una bruma o unos rayos de sol que parecen cambiar el ánimo de quien se ve envuelto en ellos. Estando todo mal a mi alrededor yo puedo ser feliz. Y sin controlar nada de lo que está pasando, puedo tener paz en el corazón. No depende entonces de conseguir las metas trazadas. Conozco a jóvenes con menos de treinta años que quieren ser felices con poco esfuerzo y muchas facilidades. Sienten que pueden comerse el mundo sin hacer nada. Sin trabajar mucho, sin tener que esperar nada. Les falta paciencia para vivir la vida y quieren estar ya en lo alto de una cumbre, antes de haber comenzado a escalar la montaña. Quieren el todo sin esfuerzo, dinero sin trabajo previo, felicidad sin sacrificio. No saben de luchas salvo las que ellos controlan. No quieren hacer más de lo que pueden. Hay muchas personas acomodadas que esperan que la felicidad les caiga del cielo por arte de magia. Y sienten que la vida es muy complicada y este mundo no les ayuda a encontrar una felicidad serena y honda. Me entristece este mundo que pretender vender felicidades fáciles, no importa que sean superficiales. La felicidad de un viaje, de un buen coche, de una casa magnífica. Y habiendo logrado todo eso, no hay felicidad que dure. La felicidad entendida como comodidad, sin renuncias, teniéndolo todo, no dura. Cuando me canso de algo, lo cambio. Cuando se queda obsoleto, busco algo más avanzado,. La felicidad que da el poseer tantos bienes como pueda, tantos como quepan entre mis manos. No son demasiados y si las manos están atrapadas sujetándolos no tengo manos para hacer nada más. La preocupación por no perder lo conseguido es tan grande que me entristece. Porque los miedos quitan la felicidad y la paz interior que tanto añoro. Quiero recorrer el camino que Dios me muestra en la vida. Será un camino de felicidad aun cuando en medio de mis pasos parezca todo lo contrario. No por vivir la cruz estoy condenado a la tristeza. No por haber sufrido pérdidas y derrotas se me va a negar el don de ser feliz. La felicidad es un don que pido de rodillas. La gracia de vivir la enfermedad sin alterarme. El regalo de saber que Dios no me va a dejar nunca solo en el camino. Me vaya como me vaya Dios sigue sosteniendo mis pasos y haciendo posible mi sonrisa. Decía el P. Kentenich: «Felizmente el alma es espíritu y no necesita de la cercanía material. Felizmente Dios mantiene el acceso directo a los corazones humanos y determina el clima en el que ese corazón pueda cumplir su principal vocación de la manera más rápida y segura. Felizmente nosotros no sólo podemos hablarles a los hombres de Dios, sino también hablarle a Dios de los hombres. Ahora estoy aprovechando esta posibilidad en gran medida, tal como lo hiciera San Pablo (Gal 4, 19)»[1]. La felicidad me viene dada cuando soy capaz de dejar ir, de soltar, de liberarme de tantas ataduras que me entristecen. Dejo atrás los miedos y los rencores que borran la sonrisa de mi rostro. Los pesares no son tan pesados que logren hacerme infeliz. En medio de la turbación que trae la enfermedad o la muerte Dios está a mi lado y noto su presencia incluso cuando parece lejos. No se olvida de mí y se mantiene cerca de mi vida. Quiero esa felicidad que no depende de tantas cosas superfluas e innecesarias. Dios es capaz de cambiar mi corazón y convertirlo en un corazón de niño inocente y puro. Puede cambiarme la mirada para que me detenga en todo lo bueno que me está pasando, eso sí, en medio de alguna que otra desgracia. La felicidad que persigo no es una alegría pasajera que navega en aguas revueltas. Es más bien una felicidad pura que puede cambiar mi corazón para hacerlo dependiente de Dios. Hasta que no necesite rezar no seré una persona religiosa. La felicidad tiene que ver con mi capacidad para enfrentar las frustraciones. Porque soñar es gratis y no siempre mis sueños se harán realidad. La felicidad llegará a mí cuando aprenda a reírme de mí mismo y mi orgullo dejará que muchos se rían también de mí. No me importarán sus burlas y no le daré tanta importancia a sus críticas. Viviré construyendo mi vida sobre cimientos firmes, una roca que nada moverá. Porque si se asienta mi vida en Jesús todo será más sencillo. Es la felicidad de este domingo la certeza de saber que Dios ha vencido ya a la muerte y a lo lejos está brotando un mundo nuevo. La resurrección es la última palabra de Dios que abre ante mis ojos en un horizonte más amplio.

Me decían de pequeño: las prisas nunca son buenas. Y entendí que correr todo el tiempo no me iba a llevar a ningún sitio. Pese a que mis padres me exigían puntualidad y hacerlo todo lo más rápido posible. Y me acostumbré a las prisas. O quizás el mundo me apresura. Me dice que corra para que el tiempo no pase y se me escape la oportunidad no sé muy bien de qué. De vivir tal vez, de vivir el momento. Vivir sin prisas, con tiempo para escuchar, para estar, para amar, para sonreír, para callar. Tiempo para disfrutar y para sufrir. Tiempo para vivir sin miedo, sin pausa. Tal vez necesite ralentizar mis carreras, detener mis pasos apresurados por la vida. Pausar un momento como si todo dependiera de ese instante sagrado. El tiempo detenido, sostenido. Sin prisas, sin correr, sin ansiedades que quitan la paz del alma. Escribía Mario de Andrade: «Conté mis años y descubrí que tengo menos tiempo para vivir de aquí en adelante, que el que viví hasta ahora. Me siento como aquel niño que ganó un paquete de dulces; los primeros los comió con agrado, pero, cuando percibió que quedaban pocos, comenzó a saborearlos profundamente. Ya no tengo tiempo para reuniones interminables donde se discuten estatutos, normas, procedimientos y reglamentos internos, sabiendo que no se va a lograr nada. Ya no tengo tiempo para soportar a personas absurdas que, a pesar de su edad cronológica, no han crecido. Mi tiempo es escaso como para discutir títulos. Quiero la esencia, mi alma tiene prisa… Sin muchos dulces en el paquete». Me gustó esa reflexión sobre la vida. Quizás el paso del tiempo no me dé madurez, pero sí sensibilidad para valorar lo importante y quedarme con lo que de verdad cuenta, con lo fundamental. Lo sueños se escapan entre días y noches, entre prisas y retrasos. Se escapa como el agua del río que lleva al mar. ¿Acaso no son así mis días? He decidido dejar que mi barca avance sin prisas, mecida por las olas. Sin importarme mucho perder el tiempo, con los amigos, en horas sagradas en las que la vida se decide, o cobra una fuerza nueva que la hace más bella, más pronta para morir feliz en la arena de la playa. Pienso que no quiero vivir atormentado por lo que me falta por hacer. Siempre habrá algo pendiente. Algún asunto no resuelto, alguna deuda no pagada, algún momento en el que me piden que me entregue y dé mi vida, o mi tiempo. Yo no soy dueño de las horas que vivo. Son un don que se me regala al amanecer, de repente, algo sagrado que se derrama por mis venas dándome la vida. Un instante en el que todo parece importante, o seguro. Certezas busco, como un náufrago anhela la llegada del barco salvador. Como un soñador que espera ver cumplidas sus quimeras, para que dejen de ser solo sueños. Amanezco con cierto temblor cada mañana estrenando un día y lo despido al final de las horas con cierto deje de nostalgia. Se van las horas y ya no sufro tanto o es que me he ido acostumbrando a morir un poco cada día. La soledad es bella cuando la toco con mis manos torpes. Hay mucha necesidad a mi alrededor como para pensar que no hay prisas. Prisas para salvar, para salvarme, para encontrar, o encontrarme. Prisas para llegar pronto a un sitio y marcharme pronto del mismo, ¿qué sentido tiene correr hacia atrás y hacia delante? Es como si las cosas perdieran su valor, o como si todo fuera igual de importante. No lo es. Hay prioridades para pasar el tiempo. Decisiones importantes que tomo pensando en la vida que tengo por delante. ¿Cómo calcular la longitud de mi futuro? ¿Cómo saber lo que me depara el mañana? El pasado lo conozco, lo he vivido. El presente se me abre como una flor, en un instante sagrado. El futuro está lleno de incertidumbre. Mañana suena a posible, pero es sólo una posibilidad entre muchas otras. Nadie me asegura vivir una hora más en esta tierra. Yo vivo haciendo planes, calculando días, agendando programas para días lejanas que no vislumbro. Tengo claro que las cosas se aceleran en este mundo en el que todo se sabe en el mismo tiempo en que algo está sucediendo. No hay prisas, no hay pausa. Todo transcurre a una velocidad imposible de controlar. Me gustaría poder hacerlo, pero no puedo. No puedo aminorar mis prisas, no puedo salvar la distancia insalvable entre el ahora y el nunca. Porque puede que haya cosas que nunca sucedan. Puede que ya no esté yo o alguno de los míos. Sentiré el deseo de despedir bien a los que se vayan. Que no sea de golpe. Que suceda cuando tenga que suceder pero con calma. Tal como se vive, sin prisas. He decidido detenerme un rato al día para dejar que se me escapen los segundos del reloj por las mangas de mi abrigo. Dejando caer las horas sin hacer ruido. Quiero contemplar mi vida en presente. Sin agobios, sin miedos, sin rabias contenidas, sin ansiedades, sin rencores. Quiero que el presente se haga inmenso para albergar en él toda mi vida. Sé que las noches son largas cuando se elevan ante mí al acabar el día. Pasan, y al pasar, el tiempo me devuelve a mi lugar. Los años me han dejado canas, arrugas y algo de pausa. Eso creo yo al menos al mirarme con más sensatez que antes, al acariciar con más delicadeza mis heridas. Puede que me haya vuelto más flexible con el paso de los días. Más paciente no sé, sí más misericordioso, he visto tantas heridas. He comenzado a sentir que ya no tengo tantos caramelos para degustar, como leía. Ya no me queda tanto por vivir y sí valoro mucho lo vivido. Y cuando llegue el día final me encontrará sentado, esperando, tranquilo. Eso sueño y espero. Que la vida me enseñe una forma de vivir cada momento, tranquilo, con paz amable.

La infidelidad duele. Soy infiel cuando abandono el primer amor de mi vida y le cierro la puerta a la vida: «En aquellos días, todos los jefes, los sacerdotes y el pueblo multiplicaron sus infidelidades, imitando las aberraciones de los pueblos y profanando el templo del Señor, que él había consagrado en Jerusalén. El Señor, Dios de sus padres, les enviaba mensajeros a diario porque sentía lástima de su pueblo y de su morada; pero ellos escarnecían a los mensajeros de Dios, se reían de sus palabras y se burlaban de sus profetas, hasta que la ira del Señor se encendió irremediablemente contra su pueblo». Los que se alejan de Dios son infieles. Han olvidado el amor de Dios. El pecado tiene que ver con mi incapacidad para hacer el bien. Hago daño casi sin proponérmelo. Cometo errores, dejo de hacer, de cuidar, de tratar con respeto. El pecado tiene mucho que ver con el orgullo, con mi deseo de quedar por encima de los demás. Hoy escucho: «La luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios». La virtud y el bien tienen que ver con la luz, con la vida, con el amor. El pecado y las obras malas con el odio, el desprecio, la oscuridad. En mi alma habitan el día y la noche. Habita la luz y la oscuridad. No todo es totalmente bueno y no todo es malo. Siento que mi alma se empobrece con el pecado y reverdece con la luz, con el amor. Atado por las cadenas tengo menos vida y siendo libre soy una persona más plena. Me tienta el pecado disfrazado de belleza. Me confundo y siento que todo se oscurece cuando no logro avanzar. No hago el bien que deseo y sueño cada día. No alcanzo las metas inalcanzables que me parecen tan atrayentes pero tan difíciles de tocar al mismo tiempo. Hago el mal que no quiero y dejo de hacer el bien que amo. El sentimiento de culpa me atormenta en ocasiones. Cuando es excesivo no me hace bien, los escrúpulos no me ayudan. Un sentimiento sano de culpa me ayuda a crecer. Es sentir que podría haber hecho algo más para resistir a la tentación. Podía haber logrado algo más. Haber amado más, haber conseguido más méritos. Pero nada, nunca me siento satisfecho. Cada vez que consigo algo que anhelaba me siento bien, feliz por un momento. Pero luego la vida sigue y con ella las demandas, las exigencias, las pretensiones de los hombres. Y no sé si puedo contentar a todos. La culpa no siempre está justificada. No quiero caer en la indiferencia y tampoco en los pensamientos obsesivos compulsivos. No puedo hacerlo todo bien y siempre. Habrá caídas y sentiré mi debilidad. No logaré llegar al cielo, pienso cada vez que tropiezo y sigo un camino distinto al que creo que Dios quería. Es como si su mirada me abrumara. Lo veo cernirse sobre mi vida queriendo condenarme. Me olvido de la misericordia y la culpa se hace más hiriente en mi corazón. Me siento condenado antes de que nadie me condene. Rechazado mucho antes de ser rechazado por alguien. Por mí mismo tal vez. Porque me cuesta tanto perdonarme. Olvidar los pecados cometidos. Pasar página y volver a empezar. Luz y oscuridad. No siempre está claro dónde quiero vivir. La oscuridad habita en mi alma y me mata por dentro. Me sumerge en un mar de dudas. ¿Cómo saldré de ese laberinto que la vida ha construido a mi alrededor? Necesito el perdón de mis pecados. Necesito que alguien me mire y me diga que mis pecados están perdonados. Decía Carl Lewis: «Les dijo a las gentes que sus pecados eran perdonados, y no esperó a consultar a las demás gentes a quienes esos pecados habían sin duda perjudicado. Sin ninguna vacilación, se comportó como si Él hubiese sido la parte principalmente ofendida por esas ofensas. Esto tiene sentido solo si Él era realmente ese Dios cuyas reglas son infringidas y cuyo amor es herido por cada uno de nuestros pecados»[2]. Jesús perdonaba los pecados y ese perdón sanaba el alma y el cuerpo de las personas que lo buscaban. ¿Qué es más importante? La libertad de mi alma. El sentir que estoy donde Dios quiere que esté. Y que su perdón me salve de caer en la desesperación. Hoy escucho la palabra de Dios: «Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho revivir con Cristo —estáis salvados por pura gracia—; nos ha resucitado con Cristo Jesús, nos ha sentado en el cielo con él, para revelar en los tiempos venideros la inmensa riqueza de su gracia, mediante su bondad para con nosotros en Cristo Jesús». El perdón es pura gracia de Dios. Es un milagro en mi vida. Es la luz que entra a través de mis propias heridas. Entra en mí la paz de su amor para limpiar mi oscuridad ocasionada por mi pecado. Jesús me libera, me salva, me sana.

Quiero acordarme del Dios de mi vida. No siempre todo saldrá tal como espero. Viviré la pérdida y el dolor. Quiero reconocer esos sentimientos que duelen. La tristeza aflora en mi alma cuando menos lo espero. De forma justificada o injustificadamente. Reconozco mis dolores y mis ausencias. No quiero reprimirlas como si no existieran, siempre duelen. Dice un autor anónimo: «Un millón de palabras no te traerían de vuelta, lo sé porque lo intenté, ni tampoco un millón de lágrimas, lo sé porque lloré». Sé que hay realidades que son como son y no es posible volver al pasado para cambiar la historia. Son errores, caídas, accidentes, enfermedades, muertes. Ante esa realidad que no puedo cambiar lo que hay, sólo me queda no olvidar a Dios. El salmo me invita a recordar siempre su amor, también cuando sufro y estoy solo: «Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti. Junto a los canales de Babilonia nos sentamos a llorar con nostalgia de Sión; en los sauces de sus orillas colgábamos nuestras cítaras. Allí los que nos deportaron nos invitaban a cantar; nuestros opresores, a divertirlos: «Cantadnos un cantar de Sión». ¡Cómo cantar un cántico del Señor en tierra extranjera! Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me paralice la mano derecha. Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti, si no pongo a Jerusalén en la cumbre de mis alegrías». A menudo la nostalgia de lo que he tenido duele más que otras presencias. La pérdida de lo que he amado es poderosa y hiere. Duele recordar esos días cuando estaba acompañado. Ahora me siento solo. En esos momentos de pesar no dejo de cantarle a Dios. No sólo cuando estoy feliz le canto. Le alabo siempre y de forma especial cuando más me duele el alma. Cuando sufro por las pérdidas y las derrotas. Cuando no sé qué puedo hacer con mi vida. En esos momentos tengo la tentación de culpar a Dios de mi mala suerte. Le echo la culpa por todo lo vivido. Y es también normal, me siento niño abandonado en muchos momentos del camino. Veo que Dios me lo prometió todo pero me ha dejado solo. La experiencia del abandono de Dios es algo tan humano. En mi debilidad no puedo soportar la soledad que me hiere. Amo a Dios con toda el alma y no quiero que se olvide de mí. Yo tampoco quiero olvidarme de Él. Tengo claro que me ha dado la vida, me ha salvado, me ha rescatado por encima de mis fragilidades. No quiero olvidarme de mi Dios y no quiero olvidar su fidelidad. Cuando la vida no me sonríe tiendo a no ver las cosas buenas que me pasan. Me olvido de lo bueno y pienso sólo en lo malo que abunda a mi alrededor. Me fijo en lo que me duele, no en lo que dentro de mí está sano. Me gustan las personas que ven lo bueno en medio de las sombras del camino. Ven la luz y no se quedan en la oscuridad. Sonríen cuando todo a su alrededor parece perdido para los demás. Esas personas me recuerdan el valor de lo realmente importante. Así quiero ser yo. Me gustaría ser capaz de ver lo positivo, y no fijarme sólo en lo que es susceptible de mejora. Habrá muchas cosas que cambiar a mi alrededor, eso es evidente, pero no por ello tengo que fijarme sólo en lo que está mal. La esperanza en el Dios de mi vida es lo que me da fuerzas para enfrentar el futuro. Pase lo que pase en mi camino Dios no me va a dejar solo, aun cuando en ocasiones me lo parezca. Hoy escucho: «Por gracia estáis salvados, mediante la fe. Y esto no viene de vosotros: es don de Dios. Tampoco viene de las obras, para que nadie pueda presumir». No quiere Dios que me fije sólo en lo que yo hago bien, como si su amor fuera consecuencia de mis méritos. No desea que crea que mi opinión y lo que yo dispongo es lo que hay que hacer. No desea que les exija a los demás que estén siempre de acuerdo conmigo. Porque así no funciona el mundo. No quiero olvidar que soy sólo una obra de Dios, hechura divina, milagro de sus manos: «Somos, pues, obra suya. Dios nos ha creado en Cristo Jesús, para que nos dediquemos a las buenas obras, que de antemano dispuso él que practicásemos». Todo lo que haga con mi vida es consecuencia del amor que Dios me tiene. Él me ha creado para dar la vida y entregar mi amor. No me va a dejar nunca solo. Eso me da alegría. Las obras que haga son algo secundario. Yo ya soy obra de Dios y eso es lo más importante. Y, por lo tanto, al ser su obra, sé que de mí saldrán obras buenas si dejo que Él trabaje el barro con el que me ha creado. Estoy salvado por su misericordia y no por mis méritos. En mis pecados Dios llega para liberarme, para salvarme, para sanarme por dentro y hacerme pensar que soy bello, que soy puro. Es así como puedo seguir haciendo el bien a los que me rodean porque me ha creado Dios para hacer el bien. Pero no me siento yo el importante en esta gran obra de Dios. Yo sólo hago lo que puedo y siempre alabo a Dios que es quien me ha dado la vida y me da las fuerzas diarias para seguir luchando. Creo en el amor de Dios en mi camino y lo miro sobrecogido. Sé que me mira bien, con misericordia y esa mirada me da fuerzas para seguir caminando. Quiero hacer buenas obras con mis manos aun cuando a menudo de mi corazón salgan malos deseos. No importa, Dios puede cambiarme por dentro y hacer verdaderos milagros. Tengo paz en el corazón. Nada de lo que haga será en vano.

Me conmueve siempre la figura de Nicodemo. Es un buscador de la verdad en medio de la noche por miedo a ser descubierto. Era fariseo y sabía lo que era bueno y justo, había estudiado con pasión la Torá. Ante Jesús se siente interpelado por su mirada, por sus obras llenas de misericordia. Todas sus conversaciones están llenas de verdad. Quiere creer en Él, quiere proteger a Jesús. Hoy escucho cómo Jesús le habla de su muerte, cuando sea elevado en la cruz: «En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: - Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios. Este es el juicio». Moisés elevó la serpiente en el desierto cuando todo el pueblo había sido mordido por las serpientes y moría. En su desesperación Dios le dijo a Moisés que alzara ese estandarte. Al mirar la serpiente que pendía en lo alto fueron sanados y recobraron la vida. Siempre me sorprende ese momento. Las picaduras de la serpiente eran mortales y bastaba entonces con mirar a una serpiente elevada en el cielo. Mirando a la serpiente, se sanaban. Así es la misma cruz del Señor. En ella Jesús mismo fue hecho pecado para liberar a los que habían sido heridos por el mismo pecado y morían. Mirando la cruz que trae la muerte y sostiene a un hombre muerto, soy salvado. Es paradójico, parece imposible. ¿Cómo puede dar la vida alguien desde la muerte? ¿Cómo puede salvarme aquel que no puede salvarse a sí mismo? La crucifixión es un absurdo difícil de comprender. Jesús me hace ver que la picadura de serpiente mata. El pecado es esa picadura que me quita la vida porque me aísla, me hace sentir culpable, me lleva a condenar a otros, me hace juzgarme y juzgar el mundo sin misericordia. Jesús es elevado en la cruz en el desierto de mi vida. Me gusta esa imagen del viernes santo. Levanto la cruz al cielo invitando a todos a que la miren: «Mirad el árbol de la cruz, en que estuvo clavada la salvación del mundo. Venid a adorarlo». Todos miran y reconocen a Jesús que viene a salvarme estando yo muerto. En el desierto una serpiente cura de la picadura de muchas serpientes, parece imposible, pero los salva. En la misma vida Jesús muerto en la cruz, asesinado por el odio de los hombres, me da la vida cuando la estoy perdiendo. Jesús me libera a mí del mal que ha ocasionado en mí el pecado. Carga sobre sus hombros todos mis pecados, todas mis culpas, todos mis odios. Me salva de mí mismo, de mi rencor y de mi impureza, de mi esclavitud y de mi rabia. Me salva cuando pienso que ya no hay salvación para mí, ni un poco de esperanza. La misericordia de Dios es siempre la última palabra de Dios en mi vida. Es su voz mucho más fuerte que la mía. Más fuerte que la voz de mi pecado. ¿Es tan fácil perdonar siempre y a todos? ¿Me puedo perdonar a mí mismo? ¿He vivido la misericordia en mi vida? ¿Soy capaz de mirar a otros con misericordia? Me resulta imposible cuando me han hecho daño. La herida que otros me ocasionan no me permite perdonar al que me ha ofendido. ¿Cómo puede perdonarme Dios siempre cuando le hago daño con mi desidia, con mi olvido, con mi rabia, con mi enojo? ¿Cómo logra mirarme con amor cuando en ocasiones lo miro con odio? El odio recibe amor como respuesta. Sólo sucede esto con Dios, tengo claro que con los hombre no funciona. O si funciona es sólo con aquellas personas que tienen a Dios muy dentro. La realidad más común es que cuando odio siempre recibo odio. Si agredo recibo agresiones. Si insulto recibo insultos. Recibo lo mismo que doy. Como dice un refrán: «El que siembra vientos cosecha tempestades». Las actitudes que vivo son las que despierto en los demás. Si alguien no me trata con cariño me cuesta ser cariñosos. Sólo una madre puede dar amor al hijo cuando este la odia y la desprecia. Si así puede amar una madre, ¡cuánto más podrá amarme Dios! No es tan sencillo. Digo que quiero practicar la misericordia pero es imposible sin haberla vivido antes. Necesito aprender a mirar con los ojos de Jesús, desde lo alto del madero. Necesito humildad para reconocer que no puedo salvar al mundo con mis manos. Necesito mansedumbre para no despertar odio en quien me mira. Y necesito pacificar para que la guerra no se haga fuerte en mi corazón. Ojalá cuando me miraran los demás recibieran de mí paz y perdón. Ojalá me pudieran mirar como miro yo al madero. No me despierta miedo, no me intimida. Un hombre muerto en la cruz me recuerda la fragilidad del hombre. Y me hace pensar en el sentido de la vida. Jesús tiene atadas las manos que han sanado. Están sujetos los brazos que han abrazado. Clavados los pies que han recorrido la vida de los hombres. Indefenso, muriendo, me mira y perdona. Me dice que no sé lo que hago. Me promete el paraíso. Así es Dios conmigo. Así quiero ser yo con mis hermanos.



[1] Dorothea Schlickmann, José Kentenich, una vida al pie del volcán

[2] K. Lewis, Mero cristiano

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