Homilía del padre Carlos Padilla - 10 de diciembre

Domingo 10 de diciembre de 2023 | Carlos Padilla

Domingo II Adviento

Proverbios 31, 10-13. 19-20. 30-31; 2 Pedro 3, 8-14; Marcos 1, 1-8

«Juan iba vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre»

10 diciembre 2023    P. Carlos Padilla Esteban

«Cuando los sueños parecen imposibles, Él vence. En esos momentos no tengo miedo. Miro a Jesús a los ojos. Me arrodillo ante un niño. Y siento que todo es posible cuando creo»

El otro día escuché el evangelio en el que Jesús llora contemplando Jerusalén. Siempre me conmueve ese momento. Hay una iglesia en el monte de los olivos en el que se recuerda ese momento. Desde ese lugar se ve con claridad toda la ciudad. Jesús llora y le dice a Jerusalén: «¡Si en este día comprendieras tú lo que puede conducirte a la paz! Pero eso está oculto a tus ojos». Jesús llora de impotencia. Ve el dolor de tantos, el sinsentido de sus vidas y llora. Llora por la necedad de los que no ven en Él la esperanza, la salvación. No creen que su venida pueda cambiar el mundo. Quieren su muerte y no su salvación. Desean que se vaya. Jesús llora de impotencia, por el dolor que ve en sus ojos. ¿Cuántas veces he llorado yo de impotencia? Muchas veces he llorado al ver mi vida arrastrarse por la tierra en lugar de elevarse al cielo. Estaba escondida la paz a mis ojos. Si comprendiera al menos lo que puede darme una paz verdadera. Jesús llora al mirarme en muchas ocasiones. Pero no porque no haga las cosas bien, sabe que soy imperfecto. No llora cuando no logro brillar o tener éxito. Llora cuando me ofusco en mi egoísmo, cuando cierro mi alma a la esperanza, cuando dejo de soñar con imposibles. Llora cuando me detengo al borde del camino y no hago nada, no corro, no grito, no espero. Llora cuando no sé qué hacer con mis días y dejo pasar las horas esclavizándome. Llora cuando no doy lo mejor de mí. Llora cuando en lugar de callar grito, insulto, critico, condeno. Llora cuando me ve caminar sin un sentido por este mundo. Llora cuando no ve dentro de mí una luz que me permita ver el horizonte. La paz puede estar dentro de mí pero yo no veo el camino. Jesús llora conmovido y me pide que le mire a los ojos. Si pudiera mantenerle la mirada. Sabe que soy débil, pero confía en mí, cree en el poder escondido dentro de mi pecho. Ha encendido una llama y desea que el fuego siga ardiendo. Yo lloro de impotencia en muchas ocasiones. A menudo porque no salen las cosas como yo esperaba. En otros momentos porque no encuentro las herramientas para ayudar a nadie, porque no logro salvar a todos los que Dios ha puesto en mi camino. Jesús me mira y me pide que no llore, que no me detenga, que no desespere. Y escucho entonces hablar de la fábula del colibrí: «Cuentan que hubo un día un terrible incendio en el bosque. Todos los animales huyeron para salvar su vida. Todos no, uno permanecía yendo y viniendo hacia el fuego. Era el colibrí. El tigre lo vio y le llamó: ¿Qué haces yendo una y otra vez hacia el fuego? Vas a morir. El colibrí le respondió: Voy hasta el lago, lleno mi pico de agua, me acerco después al fuego y la descargo. El tigre le dijo: ¿Y crees que con eso vas a apagar el fuego? El colibrí le respondió: La verdad es que no sé si voy a apagar el fuego o no, yo sólo estoy haciendo mi parte». A veces me siento como el colibrí. Lleno mi alma de paz y corro a verterla sobre el mar de violencia que me rodea. ¿Qué consigo? Sigue ardiendo el fuego de la violencia y el odio. Es más poderoso el desprecio del mundo. Más imponentes la rabia y la envidia. Más brillantes la injusticia y la impunidad. El mal se abre paso a marchas forzadas, como el fuego que arrasa con un bosque. ¿Y yo qué hago? Lloro de impotencia y abandono la lucha. Jesús se conmueve al verme desesperado y me grita. Quiere que conozca el camino que conduce a la paz. Es más fácil de lo que yo creía. Consiste en llenar mi alma de paz cada mañana y dejarla caer sobre el mundo en llamas. Sólo eso. Un poco de fe escondida bajo mi piel. Una esperanza nueva que brota en el Adviento. Por eso cada año vuelvo a estos días para llenar mi alma de paz. Puedo hacerlo, puedo ir y venir arriesgando la vida. Sólo eso es necesario, no hace falta nada más. Sólo salir de mi interior, secarme las lágrimas, apartar mi impotencia y ponerme en camino feliz. Puedo dar alegría, puedo dar algo de paz al que vive en guerra. Puedo ser un colibrí saltando de rama en rama. Me gusta pensar que mis esfuerzos no son inútiles. Aparentemente no cambia nada. Y quizás es mucho más lo que hay que hacer. Hay muchas más cosas que cambiar a mi alrededor. Yo puedo quedarme inmóvil con dolor o ponerme en camino. Ese día Jesús lloró de pena ante Jerusalén. Poco después entregó su vida. Derramó su paz en muchos corazones y aparentemente nada cambió. En el silencio de una cruz todo comienza. En el silencio de una gruta en Belén la salvación se hace vida. Es eso lo que cuenta, ir y venir de un lado a otro del bosque, llevando la paz en mi alma.

Hay una inscripción de los primeros siglos del cristianismo que me impresiona. Son letras que me hablan de una realidad. En una cruz aparece en cada uno de los cuadrados que se ven ocho letras. IC que son dos letras en griego de la palabra: Jesús. XC que hace referencia a Cristo. NIKA que significa vence. Jesucristo vence. Estas letras están sobre una cruz. Dice que Jesús vence cuando precisamente la cruz es el signo de la peor de las derrotas, de las más ignominiosa de las muertes. Un asesinato injusto que quedó impune. Nadie exigió responder por ese crimen a los culpables. Nadie pudo limpiar el nombre de Jesús tan difamado. Esta cruz y estas letras quedaron grabadas en muchos lugares. Para indicar, de forma sencilla y clara, una realidad evidente. Contra todo pronóstico, Jesús estaba vivo, no había muerto, había vencido. La cruz y la muerte no habían tenido la última palabra. Jesús estaba vivo entre los hombres. No todos lo vieron cuando se apareció entre ellos antes de ascender al cielo. Muchos creyeron y su presencia viva en los corazones se convirtió en camino de vida. Comenzó así una nueva forma de vivir. Una diferente manera de hablar. Los cristianos transmitían de forma oral sus palabras y hechos. Rezaban y celebraban la eucaristía en las casas. Un pez era el signo secreto de los cristianos cuando los estaban persiguiendo para matarlos. Un pez, ictus en griego. Cinco letras que significan: Jesucristo, hijo de Dios y salvador. Así, cualquiera que tuviera un pez dibujado, estaba diciendo que pertenecía a aquella llamada secta de los cristianos. Y la cruz marcada por esas ocho letras, ICXC NIKA, hablaba de una victoria imposible. Porque la forma que tiene Jesús de vencer en mi vida no es la usual. A mí me gustan las victorias sobre los demás. Me dice el mundo que tengo que ser el primero, que tengo que imponerme con mis fuerzas a mi enemigo. Vence el que tiene más poder, más medios, más dinero. Jesús murió solo, calumniado, abandonado, juzgado injustamente. No pudo defenderse. No pudo llamar a los ángeles para que lo salvaran. No quiso. Se dejó conducir al madero. Fue derrotado. Parecía que todo había sido una gran mentira. Me desconcierta esa victoria en la cruz. Prefiero otra forma de vencer, otra manera de ganar. Jesús no se cansa de indicarme cuál es el camino. Y me dice que tengo que ser como un niño. Inocente, puro, ingenuo, generoso, humilde, sencillo. Yo lo complico todo creyendo que es la fuerza la que vence, y la elocuencia la que se impone siempre. El orgullo es el arma que tengo para salir triunfador. Y mis capacidades las uso para llegar a la meta. Morir no vale. Un niño que nace en una gruta en Belén es lo más insignificante que puede haber. ¿Cómo va a cambiar el mundo un niño indefenso nacido en una familia sin poder? En este mundo es la fuerza la que vence y se impone, nunca la debilidad. Los que ganan son los poderosos. Los que pierden son los débiles. ¿Dios me pide que opte por el camino de la debilidad? En mi debilidad está mi fuerza, me dice S. Pablo y yo no me lo creo. Siento que en mi debilidad hay pobreza y ausencia de dones. No puedo lograr ningún bien mientras sea débil. La humildad no construye, es sólo eso, humildad. ¿Cómo voy a lograr lo que quiero siendo humilde? Quiero dejar a Dios hacer en mí, pero no sé hacerlo. Soy yo el que actúa, el que se pone en camino, el que hace y deshace. El que habla y calla, el que pide y consigue. El que gana y el que pierde. No soy el que se queda quieto a ver si el mundo cambia. Algo tengo que hacer para cambiar este mundo. Jesús me señala esa cruz en la que Él ha vencido. Esa cuna en la que ha nacido. Un niño que viene al mundo y es Dios. Junto a Él unos pastores adoran y creen. Unos Magos venidos de lejos adoran y creen. Y muchos más desde entonces se arrodillan en una gruta vacía, adoran y creen. Y yo de nuevo tengo que ir a Belén para creer. Para encontrarme por las calles el signo de la victoria, para besar una gruta donde nació un niño al que no puedo ver, o arrodillarme ante una losa vacía y fría que cobijó un cuerpo muerto. Es incomprensible. La fe tiene que ver con el corazón no con la razón, por mucho que pueda dar razones de mi fe, para explicar que no es absurdo aquello en lo que creo. Mi fe mucho de ilógico. No hay una razón evidente. No es todo sencillo. Quisiera llegar más alto, más lejos y Dios me dice: «Déjate llevar, confía, no pongas resistencias al cambio, pierde sabiendo que Jesús ya ha vencido en ti. Y cuando te humillen, no reacciones con violencia. Acepta el camino de la humillación como una forma de salvar la vida. Reconoce tu verdad con alegría, tu pecado y tu miseria. Comprende que tu vida se juega en decisiones sencillas». Dios puede hacer milagros con mi barro, cuando dejo que su mano creadora convierta mi fragilidad en vida eterna. Un surtidor de agua que brota de mi sequía para dar de beber a los hombres. Una vida entregada con alegría sabiendo que Jesús sigue venciendo en mí, en todos, en un Niño al que adoro cada Navidad. En la oscuridad de la noche, vence. Cuando parece que el mal es más poderoso que el bien, vence. Cuando los sueños parecen imposibles y a mi alrededor Dios está escondido, vence. En esos momentos no tengo miedo. Miro esa cruz bendita y esas siglas. Miro a Jesús a los ojos. Me arrodillo ante un niño pequeño, indefenso. Y siento que todo es posible cuando creo.

La terapeuta familiar Virginia Satir dice que hay que dar cuatro abrazos al día para sobrevivir. Ocho para mantener el equilibrio. Y doce para crecer espiritualmente. Me impresionó el dato. ¿Cuántos abrazos doy yo al día? Hoy escucho: «Consolad, consolad a mi pueblo - dice vuestro Dios-; hablad al corazón de Jerusalén, gritadle, que se ha cumplido su servicio y está pagado su crimen, pues de la mano del Señor ha recibido doble paga por sus pecados». Los abrazos consuelan, levantan, sostienen. Pendo de un abrazo como de un hilo. De unos brazos fuertes que me saquen de mi melancolía, de mi tristeza, de mi dolor, de mi angustia, de mi soledad. Unos brazos firmes que me recuerden cómo es el amor de Dios, incondicional e imposible. Se me olvida que me quiere siempre, haga lo que haga y me encuentre donde me encuentre. Me abraza cuando he caído y su abrazo me levanta. Necesito al menos cuatro abrazos al día para sobrevivir. No quiero mendigar abrazos. No quiero sobrevivir tan solo. Abrazo menos de lo que podría hacerlo. Por pudor, por vergüenza. Siento que no quiero incomodar. Me cuesta abrazar y que me abracen fuerte. Un abrazo sincero me recuerda que todo tiene un sentido, que la vida vale la pena. Jesús se hizo carne de mi carne para abrazarme y ser abrazado. ¿A cuántas personas abrazaría Jesús durante esos treinta y tres años? ¿Cuántas veces al día recibiría el abrazo de María, de José, siendo niño, joven? ¿Cómo abrazaría a sus discípulos para que se sintieran en casa? Consolar es el grito del Adviento. Jesús llega a consolar a su pueblo con un abrazo, para que no sufra. El consuelo es un don que puedo darles a las personas. Es el consuelo que necesitan, hay tantas personas desconsoladas a mi alrededor. Detrás de sus muros hay todo un mundo de insatisfacciones, de inconsistencias, de heridas, de dolores, de perdones no dados. Creo que no tengo que perdonar nada hasta que excavo y sale a la superficie un dolor inmenso e inesperado. Afloran los perdones que no he logrado dar, los abrazos que no he permitido porque un abrazo me habla de una proximidad que no deseo con quien me hizo daño, con quien me hirió una y mil veces. He abandonado ese contacto piel con piel con la persona amada. He reducido todo a palabras que se malinterpretan y no expresan todo lo que mis brazos sí expresan. Jesús nació con brazos grandes para abrazar, para consolar. El consuelo es necesario en mi vida cuando me desespero pensando que no es posible la salvación. El abrazo y una sonrisa. La ternura del amor que no se expresa se acaba perdiendo. En la gruta de Belén María coloca una montaña de ternura. Es sencillo abrazar a un bebé indefenso, inocente, puro. Un bebé que no ha podido aún hacerme daño. ¡Cuánto le afecta al bebé no recibir abrazos continuos al nacer! El abrazo es como el regreso al útero materno. Como sumergirse de nuevo en el corazón de su madre que lo sostiene y alimenta, allí donde no había peligros aparentes. Reinaban la paz, el silencio y la calma. Al nacer surgen el ruido, el hambre, la soledad, el frío y faltan esos abrazos que sanan por dentro el alma rota. Y luego uno crece con carencias infinitas. No me abrazaron lo suficiente, nadie me enseñó a abrazar a otros. Y vivo mendigando amores rápidos para contentar el alma. Y consolarme en todos mis miedos y dolores. El abrazo en forma de perdón, de amor tierno, de aceptación. Pienso en ese abrazo profundo entre María y Jesús, entre José y María. ¡Cuánto se abrazarían esos esposos! Me enseñan que sin abrazos el amor se enfría, crece la distancia y el rencor se hace fuerte. El abrazo acompañado de una mirada que acepta, comprende y perdona. El abrazo sostenido por una sonrisa suave que me invita a la confidencia y a la intimidad. El Adviento es un tiempo para recuperar el tiempo perdido sin abrazos. Es una oportunidad para entregar esa ternura que he contenido detrás del dique de mi indiferencia. Como si no me importaran mis amores, ni las personas a las que quiero y con las que camino. Es ese amor hondo que el corazón necesita. Un amor expresado en gestos profundos que indican eternidad. El que abraza sostiene y retiene por un instante, no para siempre. Dejarme abrazar es como dejarme amar, consolar. Poner distancias es poner barreras al amor, por miedo a ser herido de nuevo. No basta con decir que soy así. Todos lo necesitan. Yo lo necesito. El amor es físico, de gestos, de ternura. Sin ese amor el alma se enfría. Me cuesta salir de mí mismo para ir al encuentro del que está lejos, triste, dolido. Quiero abrazar al que siente que no merece el perdón, como yo tantas veces. Abrazar y ser abrazado, eso es el Adviento y la Navidad. El consuelo que se expresa en gestos de amor humanos.

Juan el Bautista es el personaje del Adviento. Anuncia que viene el Mesías. Es el precursor, lo precede. Es la voz que grita con labios de profeta: «Una voz grita en el desierto: preparadle un camino al Señor, allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios. Que los valles se levanten, que montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece y lo escabroso se iguale». Así lo narra el evangelista: «Como está escrito en el profeta Isaías: - Yo envío a mi mensajero delante de ti, el cual preparará tu camino; voz del que grita en el desierto: - Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendero». Una voz que grita en el desierto donde nadie escucha. Así es la realidad. Algunos hablan, pocos escuchan. Hay tanta incomprensión. Nadie entiende lo que algunos hablan o gritan. No me entiendo con nadie. Grito en el desierto. Digo lo que pienso, lo que siento. Parece este mundo una torre de babel en el que cada uno habla en su idioma y nadie se entiende. Cada uno cuenta lo suyo sin importarle lo que el otro siente, lo que le pasa. Me gustaría entender al que grita, saber lo que le pasa. Me gustaría que me entendieran cuando grito. ¿Es necesario gritar en el desierto? Es así este mundo. Un desierto en el que cada uno vive en su mundo. Viven sin encontrarse los unos con los otros. Viven sin paz porque nadie se entiende, nadie sabe lo que necesita. Cada uno dice lo que le parece y espera que los demás le comprendan. No sucede. Me siento solo cuando nadie entiende lo que quiero decir. ¿Qué necesito gritarle al mundo? ¿Por qué tengo que contar lo que arde en mi corazón? Hay algo que llevo dentro y necesito contarlo. Una buena noticia, una experiencia de Dios, la salvación que llega a mi casa. A veces quiero imponer mi opinión por encima de la de los demás. Quiero que me reconozcan, que me den la razón, que vean que yo estoy en lo cierto y ellos equivocados. Entonces grito, trato de imponerme con orgullo. No quiero ceder, no quiero callarme. Que sepan lo que pienso. El otro día celebramos a Santa Catalina Labouré. Esta monja se encontró con María y Ella le pidió durante su noviciado que acuñara su imagen en una medalla. Así nació la medalla milagrosa. Después de esas apariciones Catalina guardó silencio. Vivió cuarenta años más en silencio, cuidando a ancianos y enfermos. El silencio del servicio. A su muerte supieron que fue a ella a quien se le apareció la Virgen. No necesitó gritarlo en el desierto. No quiso estar en el centro, en el primer plano. Permaneció oculta, escondida entre otras muchas monjas. Me impresiona su silencio. No hay gritos, no hay voces, no hay deseos de llamar la atención. ¿Sería yo capaz de guardar silencio? ¿Qué pasaría con lo que tengo que contarle al mundo? Un Padre de mi comunidad acaba de cumplir noventa dos años. Vive en una casa de salud que tiene nuestra comunidad para Padres mayores. Nos escribía nuestro superior para compartir un pensamiento: «¿Cuál es la etapa más importante de nuestro sacerdocio y nuestra verdadera hora? Estos años de silencio y dependencia son quizás los más fecundos de su sacerdocio». Pensaba en el silencio de la monja santa, en el silencio de este Padre. ¿Cuál es el momento más importante de mi vida? ¿Cuando tengo éxitos y todos me escuchan y me siguen? ¿Cuando se cumplen todas mis expectativas y se realizan mis proyectos? No lo sé. Tal vez como Jesús mi verdadera hora llegue en el silencio de la cruz. Sólo siete palabras desde aquel madero. Y luego un inmenso silencio que lo oscureció todo. Y un centurión que exclamó sorprendido al verlo morir, verdaderamente era el Hijo de Dios. Es el silencio del Calvario, es la hora que espero. Cuando no tenga nada que argumentar, que gritar, que decir. Cuando sobren las palabras y hablen mucho más las acciones silenciosas. Así será en mi vida, seguro. Será el momento más sagrado, cuando viva en el desierto, cuando ya nadie escuche mi voz y yo calle para siempre. La fecundidad de la semilla viene con su muerte. La fecundidad de una vida viene con su entrega. Cuando ya nada hay que retener, que defender. Me gustaría callar más y gritar menos. Y si hablo, si grito algo, que sean palabras de Dios. Que hable de Aquel a quien sigo. Porque eso hizo Juan en el desierto. No se anunció a sí mismo, anunció a Jesús. No se puso él en el centro. Puso en el medio de todo a Jesús, a quien él no era digno de desatarle las sandalias. Ese Juan Bautista es hoy como esos pastores que llegan al pesebre. Ellos saben que no son los importantes y no se callan. Seguramente cuentan lo que han visto, aquello en lo que han creído. Contarán que un coro de ángeles interrumpió su vigilia. Y dirán que un niño ha nacido en medio de la noche y todo a partir de ese momento va a ser diferente. Callo como los pastores ante Jesús. No tengo tanto que decir. Si hablo, que sea de Dios. Si digo algo que sea para que lo sigan a Él, no a mí. Si mis palabras ayudan a conocer más a Jesús bienvenidas sean. Si sólo sirven para aumentar mi orgullo, mejor callar y hacer de mi silencio una tabla de salvación.

Hoy me pide el Señor que me suba a un monte: «Súbete a un monte elevado, heraldo de Sion; alza fuerte la voz, heraldo de Jerusalén; álzala, no temas, di a las ciudades de Judá: - Aquí está vuestro Dios. Mirad, el Señor Dios llega con poder y con su brazo manda. Mirad, viene con él su salario y su recompensa lo precede. Como un pastor que apacienta el rebaño, reúne con su brazo los corderos y los lleva sobre el pecho; cuida él mismo a las ovejas que crían». Me gusta subir al monte. Me gusta ser un heraldo que proclama esperanza y buenas noticias. Temo a los que llegan a pedirme algo, a exigirme, a gritarme para que los atienda, a los que sólo ven las cosas malas de la vida y me lo dicen, para que lo sepa. Temo a los que ven el cielo siempre cubierto de nubes y no saben ver la belleza en medio de un terreno baldío lleno de lodo y piedras junto a un muro de contención. Me asustan los que sólo me exigen que les haga caso y alardean de lo que han logrado ellos. Como si los demás no hubieran hecho nada bueno. Me gusta la imagen del monte. Desde lo alto la vida es más bella, los problemas pequeños, los sinsabores pasan desapercibidos. En lo alto de la montaña sopla un aire fresco y el calor no es sofocante y no hace mucho frío. Subo el monte a gritar que ese Dios en el que creo, con el que vivo, que me habita es un Dios bueno, misericordioso, un buen pastor que busca a la oveja perdida y se desvive por salvar mi vida. Quiero pregonar que hay esperanza cuando todo parece perdido. Que hay vida después de la muerte. Sanación en la enfermedad. Algo de alegría en la tristeza. Me asustan las personas complicadas que siempre le encuentran cinco pies al gato y saben con certeza los errores de su prójimo. Me entristecen los que no intentan conciliar y encuentran que ellos tienen la razón sin preguntarse nunca por qué será que tienen problemas con muchos. Me inquietan esos que han creado un Dios demasiado rígido y lleno de formas que asusta a cualquiera. Me incomoda que se me meta a mí en el mismo saco que todos, como si el pensamiento único fuera la salvación del ser humano. Quiero ser libre. Subo a lo alto del monte a pregonar la buena nueva. Subo a lo más alto y espero que me oigan, para que no vivan llenos de angustia y tristeza. El dolor más grande me turba cuando no me aman como espero. Si no tuviera tantas expectativas de los demás. Si entendiera que el Dios que se hace niño es un Dios bueno, lleno de misericordia y compasión. Un Dios que mira al pequeño y lo levanta entre sus manos con la ternura de una madre. Me siento necesitado de ese abrazo súbito, de esa mirada compasiva, de esas manos que me salvan y me recuerdan que estoy hecho para la vida eterna. La esperanza es lo último que se pierde y siento que el Adviento me habla de esperar. Quisiera que Jesús me preguntara. ¿Qué esperas de la vida que vives? ¿Qué sueñas en medio de los contratiempos que forman parte del camino? Me gustaría que se quedara conmigo, a mi lado, para decirme que la vida merece la pena. Tengo dibujado en el pecho el nombre que Dios me puso. Me gusta recordarlo para no olvidarme de lo importante. Sobre todo cuando las prisas del mundo me quitan la paz. Le he dado demasiado poder al mundo. Cualquier demanda imposible me turba demasiado. Miro a lo alto del cielo. Subo a lo alto del monte. Voy a lo profundo del desierto. Allí una voz me llama por mi nombre y me dice Dios que se acerca a mi presencia. No quiero desesperarme y pensar que su venida no es para mí. Lo es, este Dios del que hablo, que me habla es un Dios al que le importa mi vida. Le importa lo que me pasa y cómo soy. Su abrazo me consuela en medio de mis carreras. Me detengo para tomar algo de aliento. No tengo que hacerlo todo bien. ¡Cuánto me cuesta aceptarlo! Me veo pequeño en medio de mis miedos e insatisfecho con una vida incompleta. Como si las cosas fueran a salir bien. No siempre sale todo bien. Me da miedo el fracaso y por eso me aferro a lo que sé hacer bien. Me falta audacia para lanzarme desde la altura sin saber si habrá una red por alguna parte dispuesta a recibirme. Las palabras de hoy me dan esperanza: «Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación Voy a escuchar lo que dice el Señor: - Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos. La salvación está cerca de los que le temen, y la gloria habitará en nuestra tierra. La misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan; la fidelidad brota de la tierra, y la justicia mira desde el cielo. El Señor nos dará la lluvia, y nuestra tierra dará su fruto. La justicia marchará ante él, y sus pasos señalarán el camino». Quiero buscar en la arena los pasos de ese Dios que sale a mi encuentro. Quiero estar cerca de Dios que viene a darme la vida. Su esperanza marca mi Adviento.

Juan es el personaje del Adviento sólo porque espera con ansias la llegada del Señor. Es el representante de los que esperan. El que me muestra un camino para esperar siempre y no desesperar nunca. Juan vivía en el desierto y bautizaba en el Jordán a todos para que se convirtieran y cambiaran de vida. No quería perder el tiempo: «No olvidéis una cosa, queridos míos, que para el Señor un día es como mil años y mil años como un día. El Señor no retrasa su promesa, como piensan algunos, sino que tiene paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie se pierda sino que todos accedan a la conversión. Pero el Día del Señor llegará como un ladrón. Pero nosotros, según su promesa, esperamos unos cielos nuevos y una tierra nueva en los que habite la justicia. Por eso, queridos míos, mientras esperáis estos acontecimientos, procurad que Dios os encuentre en paz con él, intachables e irreprochables». Me gusta la espera. Cuando anhelo que mi corazón se encuentre con quien ama. Esperar es parte del tiempo de Adviento. Espero a que algo suceda. Algo importante que le dé un sentido a mi vida. Algo que irrumpa en mis días y los cambie para siempre. Unos cielos nuevos y una tierra nueva. Algo nuevo que venga a mi corazón. Así era Juan que se fue al desierto a encontrarse con Dios. Y allí vivía con humildad: «Juan iba vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre». Es humilde, el más pequeño de los hijos de Dios. No se pone a sí mismo en el centro. Delante de él siempre está Jesús: «Se presentó Juan en el desierto bautizando y predicando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados. Acudía a él toda la región de Judea y toda la gente de Jerusalén. Él los bautizaba en el río Jordán y confesaban sus pecados. Y proclamaba: - Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo y no merezco agacharme para desatarle la correa de sus sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo». Me gusta el testimonio de Juan. No habla de él, habla de Jesús al que él precede. Por eso en este tiempo de Adviento pienso en su actitud. No quería brillar él. Incluso cuando descubre a Jesús lo señala para que sus discípulos dejen de seguirlo a él y sigan mejor al maestro. Y entonces Juan y Andrés parten detrás de Él para ver dónde vive. Me impresiona esa libertad de espíritu. No está atado a nada. Es capaz de entregar la vida por la verdad que defiende. No se asusta ante la muerte. Y sobre todo quiere que aquellos con los que comparte el camino cambien de vida y vivan. El Adviento es un tiempo para cambiar el corazón. Quiero hacerlo. Deseo que mi corazón se parezca más al de Jesús. Sea más de carne, menos duro, menos de piedra. Quiero un corazón nuevo en este tiempo de espera. Siento que me acostumbro a lo que ya hay. Ante mi ventana hay una visión que me anima a esperar. Un terreno vacío. Veo sólo lodo, una retroexcavadora, tablones de madera, roca, tierra, concreto. Nada bello que alegre mis sentidos. Un terreno baldío, vacío. Hace falta mucha imaginación para imaginarme algo bello. Dicen que habrá un santuario en un año. Me piden paciencia, que espere, que crea y no desespere. Quiero que todo suceda ahora, ya, aquí, en este momento. Quiero que las cosas sean como yo sueño. Me molestan la demora, la impuntualidad, las promesas incumplidas. Siento que soy impaciente y el tiempo de Adviento quiere educarme en la paciencia. Me mandará oportunidades para crecer en ella, para aprender a esperar. Me pedirá que encuentre entre los hombres a Jesús. En un terreno sin flores un jardín. En un árbol sin hojas un bosque. En un cauce seco un río caudaloso. En un corazón de piedra un corazón de carne. Todo está dentro de mí. La posibilidad de confiar y la de desesperar. Puedo tener la actitud del que cree más allá de lo que ve o la del que desconfía del futuro y de lo que Dios le pueda traer. Como si ese Dios en el que creo no viniera para todos, no fuera para toda la humanidad. Como si sólo se preocupara de algunos privilegiados. No es así. Dios viene a nacer en el corazón de todos los hombres sin excepción. Viene a nacer dentro de mí sin que yo lo merezca. Elige mi gruta aunque no esté limpia. Viene a habitar en mi vida aun cuando parezca que sea imposible vivir en mi corazón. Siento que no todo va a salir bien en mi camino. Sólo espero que ese Jesús que se hace carne me abrace y me sostenga en medio de mis miedos. Así es su poder que todo lo transforma. Creo en ese Dios que viene a mi vida. Yo lo espero, yo confío.

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