Homilía del padre Carlos Padilla - 1 de mayo de 2022
Sábado 30 de abril de 2022 | Carlos PadillaIII Domingo de Pascua
Hechos 5:27-32, 40-41; Apocalipsis 5:11-14; Juan 21:1-19
«Echad la red a la derecha de la barca, encontraréis. La echaron y no podían arrastrarla por la abundancia de peces. El discípulo a quien Jesús amaba dice a Pedro: -Es el Señor»
1 mayo 2022 P. Carlos Padilla Esteban´´
«Pedro tiene heridas, defectos, ha caído y se ha levantado, ha tocado su pecado y ha experimentado el perdón de Dios. Esa mirada de Dios es la que me salva, no mis buenas obras»
Me gustaría cambiar. Ser más niño, más libre, más inocente. Si pudiera elegir elegiría no tener nunca amargura. No guardar rencor. No desconfiar. No hacer caso de los comentarios de la gente. Elegiría la verdad antes que la apariencia. Decir la verdad, no siempre, sólo cuando no haga daño. Ser honesto conmigo mismo. Elijo por eso el presente, no volver nunca al pasado, ni quedarme pensando en lo que no hice, no dije, no decidí. Elijo el futuro que Dios me regale, ni más ni menos. Opto por lo bueno, dejo a un lado la ofensa, el daño causado, la herida que sangra. Opto por la vida que me da alegrías. Quiero volver a esa inocencia que un día perdí, cuando me hicieron daño. La inocencia de pensar que los padres son eternos, son Dios en mi alma. La inocencia de creer que hay sueños que algún día serán verdad y muchos otros quizás no, pero me dio alegría soñarlos. Decido vivir el ahora como mi mayor regalo. Miro con misericordia, ¿para qué sirve mirar de otra manera? Si tuviera que resucitar a la vida elijo hacerlo con una mirada ancha, grande, buena. Elijo la sonrisa como moneda de pago. Y no esquivar nunca el esfuerzo, las grandes cosas en la vida van precedidas de mucho trabajo, no vienen gratis, nada sucede sin entrega. Elijo el sacrificio y la renuncia cuando son un bien para mi vida, para la de otros. No quiero que nadie me quiera a la fuerza. No pretendo caer bien a todos. Si resucito quiero hacerlo con un corazón libre. Sin miedo a lo que otros piensen. Sus opiniones no son tan importantes. Quiero volver a ser puro. Que ningún pensamiento equivocado me enferme, me ate o esclavice. Muerte a la muerte que me seca por dentro. Elijo las sonrisas que provocan arrugas. Y el llanto que lava mi rostro de sus adornos. Elijo las heridas que he sufrido porque soy lo que soy por lo que he vivido. No me importa volver a nacer, salir del sepulcro, resucitar a la vida si es para sembrar esperanza. Que nadie espere que las cosas serán como ellos las han pensado. No es ese el camino que trae la felicidad. Ser feliz nunca es un estado, es un camino, un hacer que la vida sea más fácil para los que me rodean, más feliz. Sonrío y eso basta para despertar la semilla que trae un árbol con sombra. Elijo el abrazo, nunca la violencia. Elijo las manos que se rozan, no los silencios que hacen daño. Elijo la paciencia antes que las prisas y los nervios y los gritos. Y el viento que acaricia, antes que las tempestades que destruyen. Elijo el mar con olas y el lago manso con orillas mojadas. Elijo el fuego que calienta, no el que quema mis ansias. Elijo el primer amor que me hace creer en lo imposible. Y el amor madurado que vuelve a soñar con los cielos. Elijo la paz de las manos que se sostienen sin hacer ruido, sin pedir nada. Elijo la vida que florece aunque no llueva, sin saber de dónde viene el agua. Serán ríos ocultos bajo la tierra reseca. Elijo la mansedumbre aunque me cueste mantener la calma. Opto por el bien, dejo a un lado lo que duele o daña. Digo que sí de nuevo a lo que Dios quiera sin temer cometer nuevos errores. Sé que la vida se sostiene en la entrega y lo que no se consume es que no merece la pena ser vivido. Contemplo las fotos de mi pasado dando gracias por lo vivido. Y sueño por todo lo que me queda por vivir, por amar, por servir, por entregar. No tengo miedo a decir te quiero. No temo el compromiso donde se juega la vida, donde la semilla muere. Y sé que las palabras más importantes son las que se dicen. Y acepto que las que se callan se las lleva el olvido. Y eso duele. No dejo de estar ahí cuando me necesitan. Cuesta la renuncia y el cielo se cubre de estrellas. Todo lo que he entregado, todo lo que renuncio, aquello por lo que muero, para que brote la vida. Callar es una opción cuando no tengo palabras que merezcan la pena ser dichas. Y hablar sólo merece la pena si con ello construyo hogares y levanto puentes. El perdón es lo primero que voy a decir cuando vuelva a la vida. Me hace tanto daño el resentimiento. El rencor acaba con mi vida. La misericordia es el grito de Dios al caer el silencio. Y la respuesta a mi amor frágil y débil es siempre su abrazo sostenido en el tiempo. Elijo la vida que dura siempre. Y opto por amar hasta que me duela.
¿Qué hago con el llanto cuando no puedo contener las lágrimas? ¿Qué hago con el dolor cuando es más fuerte que mi esperanza, que mi fe? ¿Qué hago con la muerte cuando me rompe por dentro y me quita la paz? Hay una escena de María Magdalena que me conmueve: «Mujer, ¿por qué lloras? Ella, tomándolo por el hortelano, le contesta: - Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré. Jesús le dice: - ¡María! Ella se vuelve y le dice: - ¡Rabbuní!, que significa: - ¡Maestro!». Jesús mira a María y le pregunta el motivo de su llanto. Me mira a mí y me pregunta por mi llanto. ¿Por qué estoy llorando ahora? ¿Qué me duele tanto? El dolor del viernes santo es un dolor lacerante, sin esperanza. Es un dolor seco, abrupto, despiadado. Es el dolor de pensar que no hay salida ni salvación. Jesús dice que todo está cumplido cuando lo que veo es el fracaso más absoluto. Los que lo odian han conseguido lo que buscaban, acabar con la vida de aquel que incomodaba su seguridad. Los que lo aman han huido, ya no están. En la vida vivo noches oscuras de viernes santo. Padezco el dolor del abandono. No sé qué hacer, ni cómo escapar. El corazón se turba al llegar la noche. No hay amanecer. Como cuando la sequedad me angustia y no veo nubes que presagien la cercanía de la lluvia. El dolor de la soledad, del abandono. El dolor de la pérdida, de la enfermedad. El dolor de la mente que no ve con alegría la realidad y pierde la esperanza. El viernes santo es oscuridad y es noche. Parece que triunfa la muerte, que vencen el mal y el odio. Lloro. El llanto es la expresión más pura del alma. Llueven mis ojos anegados por el dolor. Quisiera que todo pasara. Cuando sufro el presente se vuelve eterno. Como si el tiempo no pasara, y las horas detuvieran su marcha. Me siento solo, sufro. Me encuentro abandonado, olvidado. El desamor es tan fuerte. Y el silencio de Dios. ¿Por qué calla Dios cuando más lo necesito? O está escondido o se ha ido para siempre. La cruz despierta lo peor que hay en mí, no lo mejor. Siento que sufro más de lo que puedo aguantar. Tantas pérdidas emocionales hieren la piel sensible de mi corazón. Quisiera acabar con el dolor. Siento una sed muy honda que nadie puede calmar. Ni siquiera Dios. Suelo beber en muchos charcos para calmar la sed. No sé si Dios logrará calmar mi sed de infinito aquí en la tierra, mientras recorro mi vida. Me gustaría sentir que no me deja solo ese Dios al que amo. A menudo siento su ausencia como un grito desgarrador. Y quiero que pase este cáliz de mí. No quiero llorar, pero es lo que tengo. Son lágrimas que arrojo al mar buscando un agua que me calme. Quiero que Jesús se acerque resucitado y me diga al oído que no tenga miedo. Que todo se ha cumplido y que estoy perdonado. Que me ama aunque ha visto todas mis infidelidades. ¡Cuánta pobreza en mi alma! No tengo cómo merecer un abrazo. Nada hay en mí que me haga merecedor del amor, de la amistad de nadie. No me merezco el descanso ni la recompensa por lo entregado. La vida me ha hecho más consciente. Aún pareciendo injusto no merezco el amor de nadie, todo es un don. Siento que sólo me quedan las manos vacías ante Dios crucificado en un madero. Sólo me quedan los silencios, no hay palabras que me exculpen del mal cometido. Siento que mis pecados me condenan. Y me cuesta creer en esa misericordia que parece injusta. ¿Los últimos obtendrán lo mismo que los primeros? Sin merecerlo Dios los abrazará con un mismo abrazo. Me conmueve esa mirada de Jesús perdonando mientras muere, prometiendo el paraíso a quien menos lo merece. La dureza de los hombres no logra endurecer el corazón de Jesús. En lugar de odio grita amor. En lugar de rabia suplica el perdón para los que buscan su muerte. Tengo sed de una vida verdadera que calme mis sentimientos de dolor. El llanto que vierto es el que riega las semillas de esperanza en la tierra de Dios. Quisiera hoy mirar al cielo y suplicar perdón, pedir esperanza cuando la pierdo. Gracias a Dios la muerte no tiene la última palabra. Ni mi llanto es lo último que estoy condenado a vivir. Quiero, como María Magdalena, escuchar la voz de Jesús a mi espalda pronunciando mi nombre. Está vivo aquel a quien amo y que muere por amor. Injustamente, pero por amor. Porque su obediencia fue el camino que me salva. Y su docilidad es la forma con la que tengo que enfrentar la vida. Necesito un corazón manso, humilde, dócil. Una vida en la que no fabrique infiernos de exigencias y de iras. Una vida en la que siembre el paraíso con mi mirada, con mis gestos de amor, con mi silencio alegre. Miro a Jesús mientras muere y sé que la vida tiene siempre la última palabra. Y la sonrisa brotará entre las lágrimas. Sé que en el que llora está Jesús sosteniendo su paso tambaleante. Tengo miedos que nada puede erradicar. Pero es posible construir un mundo nuevo desde las cenizas del antiguo. Puedo sonreír aun doliéndome el alma. Puedo ser positivo y alegre pensando en todo lo que aún queda por hacer. La cruz es sólo una parte del camino. No quiero vivir atenazado por mis angustias. Miro a Jesús que me llama por mi nombre. Conoce todo lo que hay en mí. Ve lo bueno y lo malo y no me deja solo nunca. En mis lágrimas y en mis sonrisas camina conmigo.
Creo que no puedo contentar a todos. Muchas veces lo intento. Quiero caer bien, quedar bien, que piensen bien de mí, que estén contentos conmigo. No deseo defraudar, no quiero que nadie se decepcione. Que no se sientan ofendidos por mis palabras, por mis silencios u omisiones. Descubro fácilmente que es imposible contentar a todos. A veces me lo exigen. Y yo quiero llegar, alcanzar, decir la palabra adecuada, guardar el silencio correcto, hacer lo que todos esperan, omitir lo que nadie desea. Pretendo hacerlo todo bien, a la perfección. Y continuamente me topo con mi propia imperfección. Descubro mis límites, exploto mis carencias, sufro mis heridas que no me permiten ser aquel que me gustaría llegar a ser. Y entonces, ofuscado por mi inoperancia, decido no buscar el agrado de todos, mejor dicho de nadie. Digo lo que pienso aunque no sea políticamente correcto. Hiero cuando no callo y digo lo que nos resulta tan agradable de oír. Pierdo la caridad y dejo de ser bueno. Es innecesario decir lo que de verdad pienso, pero te lo digo. No es necesario hacer lo que a otros ofende, pero lo hago. Y así paso la vida hablando por no callar, haciendo por no omitir, hiriendo y ofendiendo. Me gustaría tener más libertad interior. Ser yo mismo. No fingir. No pretender ser quien no soy para agradar. No buscar los halagos y aceptar las críticas. No buscar premios y asumir las derrotas. No querer reconocimientos y besar los desprecios. No exigir atenciones y vivir contento con lo que tengo. Sin esperar que me cuenten, me integren, me digan, me quieran. Quiero alzar las manos al cielo y pedirle a Dios que me haga un hombre libre. Con principios claros, con opiniones definidas. Quiero ser flexible sin ser como una veleta, que se deja llevar por los vientos que soplan. Quiero tener opiniones propias, y al mismo tiempo estar dispuesto a renunciar a ellas para acoger las de otros. Me gustaría ser un hombre apasionado por aquello en lo que creo. Decía el P. Kentenich: «Temo al hombre de una sola gran idea»[1]. Porque cuando tengo claro lo que quiero, lo que sueño, no podrán comprarme ni controlarme. Y también decía: «No el cúmulo de conocimientos, sino el estar interiormente poseído por unas pocas verdades es lo que forma mi carácter y me da influencia sobre otros. Si solamente puedo explicar cosas en forma erudita, nunca lograré el ardor»[2]. Quiero estar enamorado de lo que deseo alcanzar. Le pido a Dios que me dé su paz independientemente de lo que los demás piensen, digan, o hagan. Quiero conservar la calma y no estar a merced de los vientos que soplan, de las olas que empujan, de las corrientes que me llevan quizás donde no quiero ir. Quiero ser yo mismo sin necesidad de ser ofensivo, desagradable, hiriente o doloroso para los demás. Ser yo mismo no significa ser maleducado, grosero o déspota. Ser yo mismo significa ser fiel a mí verdad, a ese ideal que modela mi alma y enciende mi corazón, aunque a muchos no les guste. Siempre le pido a Dios de nuevo que me haga mejor persona. Al fin y al cabo la bondad es lo único que transforma el mundo. No la amabilidad, sino la bondad sincera, esa que brota de un corazón noble. Ese amor verdadero y auténtico que nace de un corazón filial, de hijo, de niño. Ese amor que es recibido de lo alto como don y que no procede de mi propio egoísmo. Ser yo mismo significa aceptar mis límites, reconocer mis frustraciones, soportar mis tristezas, y entregárselas a Dios. No quiero hacer daño de forma torpe a los demás. Y tampoco pretendo caer siempre bien. Porque eso es imposible. No quiero que todos estén contentos con lo que hago, pero no por ello dejo de hacer el bien cuando puedo hacerlo. No digo que sí siempre a todo lo que me piden porque primero tengo que ver lo que Dios me pide en mi corazón, lo que desea de mí. Reconozco que puedo ser mejor y ese es el primer paso para ser feliz. Pero asumo que parto de la base de mi carne herida, de mi barro frágil, de mis límites bien conocidos. La felicidad consiste en entender que la lucha que vivo es por mantenerme aferrado al sueño que Dios ha sembrado en mi corazón. El sueño de ser feliz, de vivir alegre, de transmitir entusiasmo y regalar esperanza. Todo eso tiene que ver conmigo, con mi ser, con lo más auténtico que hay dentro de mí. Deseo vivir con sonrisas y alegrías, soñar con sueños imposibles, compartir lo que vive en mi interior, mis pasiones, mis deseos, mis más grandes anhelos. No me conformo porque no quiero dejar nunca de aspirar a las más altas cumbres. No pretendo hacerlo todo perfecto en esta vida. Ya lo he decidido. Y no por eso dejo de soñar con que un día Dios venga a verme y me regale un corazón de carne, un corazón nuevo. Ese corazón de carne es distinto a ese corazón mío que se endurece cuando se compara, cuando se siente herido, cuando vive buscando atenciones pensando que así hallará la paz. No quiero ese corazón enfermo que no madura. Quiero un corazón purificado por el amor de Dios. Eso es lo que me levanta.
Escucho en el alma a Jesús que me llama. Me dice que me quiere. Y me invita a no dudar. Yo tengo miedo. El mar abierto me asusta. No me pide que no tenga miedo. Me mira en mi barca como a sus discípulos y me pide que crea en su palabra: «Jesús les dice: - Muchachos, ¿no tenéis pescado? Le contestaron: -No. Él les dijo: - Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis. La echaron, pues, y ya no podían arrastrarla por la abundancia de peces. El discípulo a quien Jesús amaba dice entonces a Pedro: - Es el Señor, se puso el vestido - pues estaba desnudo - y se lanzó al mar». Ya lo han intentado. Era lo que sabían hacer. Estaban tristes. Jesús ya no estaba con ellos. No lo reconocen cuando ese hombre les habla. Pero le hacen caso. Y se arriesgan. Creen en Él sin saber que es Jesús. Y entonces Juan lo reconoce. Me alegra el alma ese grito en medio del amanecer, al alba. ¡Es el Señor! Juan cree. Porque el que cree ve en la oscuridad, detrás de la muerte, más allá de las montañas, más lejos de la sequía que ahuyenta la lluvia. Cree aunque muchos no crean ni confían. Basta una palabra, una orden. Echad las redes. Y ellos son dóciles. Me conmueve esa docilidad del alma. Creer en aquel a quien no conocen. Se fían. Quisiera fiarme sin tomar en cuenta mis prejuicios, o mis miedos. Gracias a la primera pesca milagrosa Pedro, Andrés, Juan y Santiago lo dejaron todo y siguieron a Jesús. Ahora es otro momento. Hay melancolía y tristeza en el alma de esos hombres que lo habían dado todo por un sueño. Lo que sabían hacer era pescar. Vuelven a hacerlo, pero es un fracaso. Y entonces Jesús se les aparece por tercera vez. Y aun así no lo reconocen, pero hacen caso a ese desconocido. Se fían. Era imposible. Si algo sabían hacer era pescar. Le hacen caso a ese hombre. Quizás una oscuridad en los ojos no les dejaba confiar. Pero creen, por no defraudar al desconocido. Creen y vuelven a echar las redes sin importarles el esfuerzo, el trabajo extra. ¿Para qué volver a intentarlo? Y algo se enciende en el corazón de Juan. Como en los discípulos de Emaús al partir el pan. El gesto de amor. Una orden. Un deseo de Jesús. Y miles de peces llenando las redes. De nuevo un milagro innecesario. Sólo era necesario para aumentar su fe. Podían creer de nuevo. Sería posible volver a empezar. No dudan, no se reservan, no son egoístas. Me gusta esa mirada tan libre. ¿Tan cansada? No lo sé, seguían esperando juntos. Y Jesús vuelve a confortarlos: «Los demás discípulos vinieron en la barca, arrastrando la red con los peces; pues no distaban mucho de tierra, sino unos doscientos codos. Nada más saltar a tierra, ven preparadas unas brasas y un pez sobre ellas y pan. Jesús les dice: - Traed algunos de los peces que acabáis de pescar. Subió Simón Pedro y sacó la red a tierra, llena de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y, aun siendo tantos, no se rompió la red. Jesús les dice: Venid y comed. Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: - ¿Quién eres tú?, sabiendo que era el Señor. Viene entonces Jesús, toma el pan y se lo da; y de igual modo el pez. Esta fue ya la tercera vez que Jesús se manifestó a los discípulos después de resucitar de entre los muertos». Una comida más a su lado. Peces asados, pan partido. Junto al lago de sus sueños. El alma llena. Rota y llena al mismo tiempo. Ya no tienen nada que defender. ¿Se ha ido el miedo? Hay paz en sus almas. Es Él, el Señor. No deben temer porque está con ellos. Y si está con ellos todo es posible. No dudan, no se angustian. No pierden la esperanza. Comer con Jesús es un regalo. Es ese encuentro cotidiano. No hay temas importantes sobre la mesa. Sólo compartir la vida, el día a día, la paz del lago. No tienen miedo. No hay puertas cerradas. Sólo un mar ancho, un lago inmenso. Profundo y vasto. Y las orillas no se ven a lo lejos. Mar adentro. Navegar en lo hondo sin cuidar las orillas, sin miedo a hundirme. No importan las olas ni los vientos. Jesús va conmigo. No justifico mis decisiones, el único juicio que me importa es el de Dios, no el de los hombres. Me importa cómo me mira, cómo me espera, cómo parte el pan conmigo y me entrega el pescado fruto de mi esfuerzo. Y me dice que va a mi lado recorriendo mares. Es una promesa que me ensancha el alma por dentro. Descubro como decía un matrimonio hablando del amor a su hijo con una discapacidad: «El alma no tiene fronteras». Y es cierto, no hay fronteras. El amor ensancha el corazón y el alma deja de tener límites, se vuelve flexible, deja a un lado la rigidez y el amor se vuelve ternura, abrazo, comprensión, mirada de paz. Siento dentro esa llamada de Jesús a recorrer los mares. Me pide que no me inquiete. Que si Él va conmigo nada va a durar demasiado y nada será demasiado corto. Su paz me llena. Y siento que ese pez y ese pan partidos serán mi alimento cotidiano. Su presencia en medio de mis fatigas. Su sonrisa cuando me ponga triste sin motivo. Su esperanza cuando sienta que está todo perdido. Me alegra descubrirlo en mis días. Señalarlo desde la barca: «Es el Señor». Para yo estar seguro. Para que otros crean en mi grito y me sigan al agua para encontrarme con Él. porque sólo a su lado tendrán tantas cosas sentido. Me gusta ese silencio en el que me espera. Esa paz en el alma cuando me dice que no tengo nada que perder. Me arriesgo, le entrego todo y dejo que las cosas sigan su camino. Sin querer poner yo barreras, sin decir que no a su paso por mi vida. Su llamada a pescar es una invitación a dar la vida. confío.
Pedro sentiría que el perdón era imposible. La culpa duele. Cuando me siento culpable me duele el alma. Siento que hice las cosas mal y no puedo echar marcha atrás. No puedo volver a empezar. Me gustaría, pero no puedo. Sentir culpa por las cosas que hago mal es sano. Lo que no es sano es cuando hago el mal y no me importa. No siento que esté equivocado o simplemente no me siento culpable por el mal causado. Entonces no me duele el alma, ni siento que merezca un perdón. El perdón es sólo para los pecadores que se reconocen culpables. Tener el alma rígida y endurecida no me permite ver errores en mi corazón. No me siento culpable de nada. Los demás sí se equivocan, yo nunca. El otro extremo es sentir que soy culpable de todo. Y siempre, aunque me confiese, quedan pecados ocultos que no consigo limpiar. Son escrúpulos que me enferman. ¿Cómo se sentiría Pedro ese día en el lago junto a Jesús? A veces hago algo el mal y veo que el ofendido no me pide cuenta, no se enfada conmigo, no me grita, no me insulta. Creo merecer su rabia, pero no la recibo. No menciona lo ocurrido. No hace referencia al pasado. Tampoco me ayuda porque yo recuerdo todo lo que hice, todo lo que pasó. Sé que hubo negligencia o rabia por mi parte. O simplemente cobardía y desidia. Mi pecado pesa. Cuando tengo un alma honesta pesa mucho. Pedro le había prometido a Jesús su fidelidad en la hora más difícil. Le había dicho que estaría ahí para protegerlo, para cuidarlo. Se sentía fuerte. Yo también me siento fuerte. Creo que voy a poder solo con los desafíos que tengo por delante. Pero de repente todo se tuerce y el bien que quería hacer se convierte en mal u omisión. No hago el bien que quería hacer. Dejo de actuar. Me dejo llevar y no hago nada por ayudar, por ser misericordioso. La culpa pesa. El pecado me ata. Me hace falta confesar mis faltas, decir en alto al sacerdote lo que he hecho mal. Escuchar alguna palabra de consuelo, algo de luz. Y sobre todo esas palabras que me liberan de todo mal, que me perdonan. Necesito escuchar que alguien me perdona, que Dios me perdona. Tal vez era eso lo que necesitaba Pedro. Esa noche, a la luz de la luna, vio la mirada de Jesús mientras él negaba. Y sintió un perdón inmenso y sin palabras. Fue su última mirada. Era lo que él pensaba. Pero ahora, resucitado, de nuevo Jesús está ante él ya resucitado. Pedro no habla, no puede decir nada, no puede exculpar su conducta, no encuentra palabras para desatar el nudo que hay en su alma. Si hubiera sido más valiente, si hubiera sido capaz de reconocerse amigo suyo, hermano, hijo. Si no hubiera negado con sus palabras, con sus silencios, con sus gestos. Demasiado tarde. Ahora estaba ante Él, junto al lago. Se lo ha llevado aparte para hablarle. ¿Le echará en cara su cobardía? Sus preguntas me conmueven cada vez que vuelvo a escucharlas: «Simón de Juan, ¿me amas más que éstos? Le dice él: - Sí, Señor, tú sabes que te quiero.» Le dice Jesús: Apacienta mis corderos. Vuelve a decirle por segunda vez: - Simón de Juan, ¿me amas? Le dice él: - Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Le dice Jesús: Apacienta mis ovejas. Le dice por tercera vez: - Simón de Juan, ¿me quieres? Se entristeció Pedro de que le preguntase por tercera vez: - ¿Me quieres? y le dijo: - Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero». Tres veces le pregunta lo mismo, o algo parecido. Y Pedro recordará las tres veces que le preguntaron si amaba lo suficiente a Jesús como para arriesgar su vida por Él: «¿No eres tú también de los discípulos de ese hombre?». «Tú eres uno de ellos». «Verdaderamente eres de ellos pues tu habla te descubre». Pedro había negado tres veces. No era de los suyos, no tenía su misma lengua, no era discípulo. Niega a su padre, a sus hermanos, su origen. Lo niega todo. Y ahora Jesús le pregunta por lo importante. ¿Me amas? No le echa en cara nada de lo que él negó en el momento de tensión, en esa noche oscura. No le recrimina, no se avergüenza de ese hijo que niega a su padre. No, Jesús nunca es así. No saca a la luz mis pecados y me los echa en cara para avergonzarme y humillarme. Él sólo quiere saber si de verdad lo amo. Quiere tener claro si lo amo con todas mis fuerzas, con todo mi corazón. Quiere saber si Pedro lo sigue amando. Y tres veces le pregunta como tres veces le preguntaron en el patio de la casa de Caifás. Jesús ya ha perdonado. Lo perdonó con la mirada esa misma noche. Pero ahora quiere saber si ahora Pedro está dispuesto a seguir sus pasos. Esa es la pregunta relevante. El jueves en la cena Pedro quería seguirlo. Pero aún no había llegado su momento, aún no estaba preparado. Poco después Pedro comprobó su debilidad. No estaba listo. ¿Y ahora? ¿Qué ha cambiado? Ha cambiado todo. El duro pescador de Galilea ahora se siente frágil. Ya no es fuerte ni arrogante. Ya no tiene la energía de esa noche. Pero sí tiene la fragilidad de la piedra que se ha quebrado. Esa noche cambiaron muchas cosas en Pedro. Vio que no era tan poderoso como pensaba. Vio que no todo lo hacía bien. Su pecado público lo humilló. Todos supieron de sus negaciones o quizás fue él mismo quien contara después su historia de conversión. Lo cierto es que hoy, al escuchar las preguntas, se entristece. Jesús lo sabe todo, sabe que le quiere. Pero pregunta para que él conteste. Y así lo hace Pedro. Tres veces le dice que sí, que lo ama. Ha pecado, ha caído, pero lo ama con todas sus fuerzas.
Y entonces comienza la misión de Pedro. Jesús lo llama para que consuele a su rebaño. Jesús sabe que los hombres necesitarán ver a Pedro, roto y frágil, para entender que no son mis fuerzas las que me salvan sino la misericordia de Dios. «Le dice Jesús: -Apacienta mis ovejas». Tiene que apacentar a sus hijos, darles esperanza, sostener sus pasos dubitativos. Necesitan ver las heridas de Pedro para creer que ellos también pueden seguir a Jesús: «Dicho esto, añadió: - Sígueme». Ahora sí puede seguir a Jesús, ahora puede ponerse en marcha. Ahora, cuando menos confianza tiene, es cuando su testimonio va a ser creíble. Ahora que ha caído y su pecado es público. No antes cuando parecía que podía con todo y todo lo hacía bien. Me conmueve Pedro. Ese ese hombre tan parecido a mí. Sufre, cae, falla, fracasa y se levanta. En ocasiones busco la perfección en las personas. Creo que si son perfectas son fiables. Y me aparto al ver sus heridas, sus caídas, sus fallos, su inmoralidad. Soy un juez duro e inmisericorde. Sólo acepto a los dignos, a los que no tienen nada que reprocharse. Pero no existen. Detrás de una apariencia de perfección se esconde el pecado. Esa fragilidad reconocida. Jesús llama a Pedro para que lo siga. Y lo hace después de haber caído, no antes. No para que nunca más lo vuelva a hacer. Es inevitable. Sino para que los demás, los hombres, ese rebaño, vean que su pastor tiene heridas, defectos, ha caído y se ha levantado, ha tocado su pecado y ha experimentado el perdón de Dios, su misericordia. Esa mirada de Dios es la que me salva, no ese montón de buenas obras que le presento feliz al final del camino. La pregunta que me hará Jesús será la misma: «¿Me amas?». Y yo le diré con miedo que sí. Pero lo haré en voz alta. Como cuando le digo que sí, que amo a las personas que amo. Porque necesitan oírlo, como Jesús y yo necesito decirlo, como Pedro. El amor que no se expresa se debilita, languidece, muere. El amor se expresa en un deseo de fidelidad sabiendo lo que hay. La fragilidad de mi carne. La debilidad de mi voluntad, la torpeza de mis deseos que me llevan donde no quiero ir. Ahora en el camino, después de haber caído y haberse levantado, Pedro puede decir estas cosas: «Pedro y los apóstoles contestaron: - Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres». Lo hace ahora que tiene el Espíritu Santo, la fuerza del Altísimo y él mismo ha visto cómo las fuerzas le fallaron por miedo. Esa noche de Jueves Santo Pedro obedeció a los hombres. No quiso acusarse, no quiso que lo mataran. No quiso obedecer a Jesús que le pidió sólo que confiara. No confió, no creyó en el poder de ese hombre desarmado, humillado al que van a acabar matando. Pedro y sus hermanos cambiaron por obra del Espíritu Santo y por ese amor incondicional que los sostiene. Y son capaces de decir estas palabras que impresionan: «Ellos marcharon de la presencia del Sanedrín contentos por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el Nombre». Ahora tienen fuerzas para enfrentar el martirio, las acusaciones. No tienen miedo. Los ultrajes no les hacen daño. Son fuertes no por sus fuerzas, sino por el poder de Jesús en sus almas. Ahora se sienten dignos de sufrir por Jesús. Antes lo evitaron. Pedro lo negó, los otros huyeron. Pero todos evitaron la muerte en esa noche. Ahora no le tienen miedo a la muerte. Pedro ha experimentado el perdón más grande en su vida. Y por eso ya está alegre. Esas preguntas de Jesús lo han levantado. Lo han absuelto. Y exclama lo que escuchamos en el salmo: «Yo te ensalzo, Señor, porque me has levantado; no dejaste reírse de mí a mis enemigos. Tú has sacado, Señor, mi alma del seol, me has recobrado de entre los que bajan a la fosa. Has trocado mi lamento en una danza, me has quitado el sayal y me has ceñido de alegría». La tristeza del pecado se transforma en la alegría del perdón. Eso me gustaría vivir a mí cada vez que peco. Recibir la caricia del amor de Dios y sentir que lo puedo hacer mejor, puedo ser digno de los ultrajes, puedo ser capaz de dar la vida. Pero no puedo porque ahora sea más fuerte o digno, sino porque la misericordia me ha hecho ver que no estoy aquí porque sea mejor que otros. Sino solamente me ha llamado por misericordia. Y me ha puesto en el camino para ayudar a otros a tocar esa misericordia a través de mis manos rotas. Él es quien me llama por misericordia, me levanta por misericordia y me envía por misericordia. No valen mis méritos. Vale sólo mi humildad para acoger con alegría un perdón que no merezco. Es su gracia la que me salva en medio de mis mediocridades y dudas.